María de Nazaret, mujer de fe

1 abril 2004

Estaciones de su camino de fe

Juan José Bartolomé
 
Juan José Bartolomé es Profesor de Sagrada Escritura en el Instituto Superior de Teología “Don Bosco”
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Reconociendo la escasa atención que el NT presta a María, presenta la imagen que aparece en los textos lucanos y juánicos, subrayando cómo, en la tradición evangélica la presencia de María está siempre ligada a Jesús. Esta vinculación de María a Jesús no permanece indiferenciada a lo largo de su vida. El artículo se detiene precisamente en señalar el camino mariano hacia la fe, las estaciones de su peregrinación, fijando la atención en estos momentos: origen e infancia de Jesús, ministerio público, muerte y resurrección. A través de estas etapas, María se nos manifiesta como la creyente evangelizada antes de naciera el evangelio de Dios.

          “Quiero hacer referencia, ante todo,

a aquella peregrinación de la fe en la que la Santísima Virgen avanzó”

(Juan Pablo II, Madre del Redentor, 15)

 

  1. Un hecho poco notado

 
Aunque el dato es obvio, uno no siempre cae en la cuenta: el NT presta escasa atención a María, la virgen de Nazaret (Lc 1,26-27), la madre de Jesús (Jn 2,1). Resulta notorio el desequilibrio que existe entre la veneración entusiasmada que la iglesia tributa a la madre de Dios y el tratamiento esporádico que su figura histórica ha recibido en la tradición evangélica. El hecho, si advertido, da que pensar.
 
1.1      Lo que el Nuevo Testamento dice sobre María
 
Mal que nos pese, la presencia de María en el NT es escasa. Un simple inventario de pasajes y citas que a ella se refieren lo demuestra sobradamente.
 

  •  Sólo dos textos no evangélicos

 
Fuera de los evangelios (y Hechos), sólo se han encontrado dos textos que podrían hacer referencia a María: Gal 4,4, donde Pablo confiesa que Dios ha enviado a su hijo, nacido de mujer; y Ap 12,1,-18 donde aparece la mujer vestida de sol que da a luz al mesías. Ambos pasajes son, con todo, más mariológicos que marianos, ya que no se centran en la persona concreta, la virgen de Nazaret.
 
El texto paulino afirma la condición humana, frágil (cf Jb 14,1), del hijo de Dios; nada dice sobre el modo de hacerse hombre; ni la ausencia de varón evoca la concepción virginal de Jesús ni la mención de ‘mujer’ obliga a negarla. Pablo, en sus cartas, no habla de María y guarda silencio sobre la concepción virginal de Jesús.
 
Por lo que se refiera al otro texto, el del Apocalipsis, el descubrimiento de la biblioteca de Qumran ha contribuido a entenderlo mejor; la mujer es figura de un resto fiel de Israel, del que se esperaba diera a luz al mesías (cf. Is 54,60; Os 2,21-25; 1 QH 3,7-12); el autor del Apocalipsis ve cumplido ese nacimiento el día de pascua; la mujer es símbolo de la comunidad, más celeste que terrestre. Aunque así propuesta por la exégesis patrístrica, celebrada en la tradición litúrgica y popular en la iconografía religiosa, la identificación directa con la madre de Jesús sólo es pensable en una lectura acomodaticia del texto.
 

  •  Sólo dos de los cuatro evangelios

 
Excepción hecha de los textos de Lc (1,26-38.39-45.46-56; 2,1-10.21-40.41-52; 11,27-28; Hch 1,14) y Jn (2,1-12; 19,25-27), María apenas es recordada en la tradición evangélica. Y siempre que lo logra, lo es de forma tangencial.
 
Así, el relato sobre la verdadera familia de Jesús (Mc 3,31-35; Mt 12,46-50; Lc 8,19-21), un relato de cuya historicidad básica no cabe duda (cf Jn 7,5), señala un distanciamiento real entre Jesús y los suyos (cf Mc 3,20-21). En el episodio, ni María ni sus hermanos son citados por su nombre, pero es evidente que para Marcos (y Mateo) la familia de Jesús no se encontraba entre quienes le escuchaban y hacían la voluntad de Dios. Lucas es el evangelista que más ha retocado la anécdota; se advierte en su versión el esfuerzo por acercar los hechos a la imagen de María que le es propia (cf Lc 11,27-28).
 
Otras referencias a los padres de Jesús y/o hermanos (Mc 6,3; Mt 13,55; Lc 4,22; Jn 1,45; 6,42) son menos concluyentes. La gente que oye a Jesús se pregunta por su familia, a la que da por conocida, siendo ello una fuerte objección para creer en él. Mientras Mt 13,55/Lc 4,22 designan a Jesús como hijo del carpintero o hijo de José, Mc 6,3 lo identifica como carpintero, hijo de María; tanto Mateo como Lucas, que han mencionando explícitamente la concepción virginal de Jesús (Mt 1,18.20-23; Lc 1,30-35), desean insistir en la falta de fe de sus paisanos, en tanto que Marcos parece aludir aquí a la concepción virginal.
 
Tampoco Mateo se interesa demasiado en María, la madre de Jesús (Mt 2,11); en el llamado relato de la infancia (Mt 1,18-2,23), su personaje es José; él es quien recibe el anuncio (Mt 1,18-24) y las visiones, que marcarán el destino del niño (Mt 2,13-15.19-23). Al igual que Lucas, afirma la maternidad virginal de María (Mt 1,18); el término virgen ha de ser entendido en el sentido de doncella (cf. Is 7,14), que excluiría relaciones sexuales. El motivo es una variante del tema del nacimiento imposible (Gn 18,13-14; Lc 1,34): más que pronunciarse sobre el estado de la madre, el texto afirma la naturaleza del hijo, su origen divino; una intervención divina suple la incapacidad para generar, debido a esterilidad o virginidad: el niño que ha de desempeñar una misión salvífica en nombre de Dios es querido sólo por Él y por Él donado a su pueblo.
 
1.2      La imagen lucana de María
 
Nadie dentro del NT, evangelista o no, ha concedido a María una atención comparable a la que Lucas le ha dedicado en su obra. Pero hay que reconocer que en la obra lucana María nunca es tema central, ni siquiera frecuente; con todo, llama la atención la estrecha vinculación con el misterio de Cristo que le atribuye.
 
El interés de Lucas por María cuadra bien con su tendencia a resaltar las personas (Lc 7,36-50; 10,38-42; 19,1-10; 23,39-43), mujeres incluídas (Lc 8,2-3), que acompañaron a Jesús durante su ministerio público y la vida de la primitiva comunidad (Hch 16,14-15.50; 18,26). Es pensable, además, que en el entorno de Lucas la figura de María gozara de cierta veneración (Lc 1,48; cf 11,27). El motivo básico hay que buscarlo, no obstante, en la misma imagen que de María ofrece el evangelista, la de creyente ejemplar, imagen que corresponde con su interés en exhortar a sus lectores a una fe sin fisuras (Lc 7,50; 8,12-13.48; 17,5-6.19; 18,8; 23,32).
 
La imagen lucana de María subraya, además, una dimensión profundamente humana: es una virgen ya desposada, que acepta una maternidad que no entraba en sus planes por simple confianza en su Dios; su pronta disponibilidad a atender a su prójimo, con la que estrena maternidad divina; la maternidad en Belén, en circunstancias penosas; la pérdida y recuperación de su hijo durante un viaje a Jerusalén; el progresivo distanciamiento de su hijo, durante su ministerio público; la ausencia de la madre en el relato de la pasión. Una verdadera devoción mariana debería saber repetir el acierto lucano, no desuniendo su ejemplar disposición a la obediencia a Dios con la naturalidad de una vida normal y, mayoritariamente, silenciosa.
 
Sin lugar a dudas, Lucas es el autor del NT que más ha influído en la veneración eclesial de María. Ello no significa que su peculiar visión de la figura de la madre de Jesús haya sido asumida con fidelidad. Dos son sus rasgos básicos: María es bienaventurada por haberle creído a Dios y mantenerse siempre en Él creyente. Los escasos episodios que la tradición lucana nos recuerda son hitos de su aventura de fe; desde que escucha el plan que Dios tiene para su pueblo hasta que, en los orígenes del nuevo pueblo de Dios, comparte esperanzas y oración con los apóstoles, María es presentada como la oyente de Dios y su mejor sierva: hace lo que escucha, vive de la obediencia (Lc 1,38); y como tal, es imagen profética de la nueva comunidad (Lc 11,28).
 
1.3      La imagen juánica de María
 
Aunque Juan emplea el nombre de María unas quince veces para hablar de tres personas diferentes (Jn 11,1-2.19-20,28.31-32.45; 12,3;19,25; 20,1.11: María, la de Betania; María de Magdala; María, esposa de Cleofás), jamás lo utiliza para designar a María de Nazaret; para él es siempre, y solo, la madre de Jesús (Jn 2,1.3.5.12; 19,25.27). Parecería que quiso identificar a María por su relación con Jesús más que por sí misma: la maternidad la definiría mejor que cualquier otro rasgo o suceso personal.
 
La presencia de la madre de Jesús en el cuarto evangelio, aunque escasa, es significativa. A diferencia de Lucas, Juan no parece conocer la concepción virginal de Jesús, quien tanto en boca de antagonistas (Jn 6,42) como de discípulos (Jn 1,45) es llamado hijo de José; Juan no tiene necesidad de recurrir a ella para afirmar que Jesús procede de Dios (Jn 1,1-18). Los dos episodios que Juan recuerda son desconocidos en la tradición evangélica; pero no es su rareza el elemento más característico; Juan entiende ambos relatos en relación con la hora de Jesús y la fe/fidelidad del discípulo; el primero señala el inicio de la hora de Jesús (Jn 2,11); el segundo, su cumplimiento (Jn 19,30). En ambos, Jesús se dirige a su madre llamándola, simple e insólitamente, mujer (Jn 2,4; 19,26); pero su presencia, activa en la aceptación de lo que Jesús diga, posibilitará una nueva relación de Jesús con sus discípulos (Jn 2,11; 19,27). No es María en ninguno de los dos episodios el personaje principal (Jesús), ni siquiera secundario (los discípulos); pero es imprescindible para que entre ambos surja o se mantenga una relación de fe (Jn 2,11) y de fidelidad (Jn 19,27). ¿Qué más se podría decir?
 
1.4      Una primera valoración
 
No son pocos los cristianos que quedan sorprendidos, si es que no defraudados, cuando se percatan de la escasa atención que presta a María la Palabra de Dios. Pasan por alto dos hechos, que – más que explicar tal desinterés – ayudan a centrar la devoción por la madre de Jesús en el corazón mismo del evangelio.
 
No puede ser casual que hayan sido los evangelios los únicos libros del NT que nos recuerdan a María y su aventura de fe. No podía haber quedado la evocación canónica de María mejor colocada; allí donde los primeros testigos recogieron cuanto sabían sobre «todas las cosas que Jesús desde un principio hizo y enseñó» (Hch 1,1), no pudo faltar María. La memoria apostólica de Jesús ha rescatado – ¡y para siempre! – del olvido a María. Por sobria que se nos antoje su presencia en la tradición apostólica o poco relevante el papel que allí se le asigna, el hecho es que ello mismo obliga a mantener cercano al Cristo del evangelio a quienes deseen acercarse a la virgen de Nazaret. Lo que significa que para ser, en verdad, mariano, el creyente ha de ser más evangélico.
 
No es fruto del azar, tampoco, el que hayan sido Lucas y Juan los dos evangelistas más recientes, los más próximos a nosotros – es un decir – y más alejados de los hechos que narran, quienes nos han transmitido, más que retrato de su persona, un esbozo de su aventura de fe. Cuanto más débil se estaba haciendo la memoria apostólica, más nítida aparece en ella la figura de María; cuanto más probada la fidelidad de las comunidades cristianas, más modélica la peregrinación creyente de María (Lucas) y más eficaz su acompañamiento en la vida de fe de los discípulos de su Hijo (Juan). Las primeras generaciones cristianas que descubrieron a María como creyente ejemplar y madre de discípulos fieles, vivían acosadas en su fe y tentadas por el aparente abandono de su Señor. Su devoción por María no fue pasatiempo inútil ni juego de sentimientos; fue, y debería seguir siéndolo hoy, ocupación para tiempos difíciles.
 
La presencia de María en la tradición evangélica está siempre ligada a Jesús; sólo en Hch 1,14, el único texto no evangélico del NT – ¡ya es casualidad! – que la menciona, María aparece sin Jesús, aunque esté, en oración, junto a sus representantes y discípulos; la excepción confirma la regla. Para entender, pues, a María no habrá que pasar por alto tal vinculación: no es casualidad que la denominación de María que substituye al nombre propio sea, en Juan, la de madre de Jesús.
 

  1. El camino mariano hacia la fe

 
Pues bien, si es evidente que la vinculación con Jesús define a María dentro de la tradición evangélica, no es menos obvio que esta relación no permaneció indiferenciada a lo largo de la vida de Jesús. Fue, lógicamente, más estrecha en los inicios, antes y después del nacimiento, poco familiar durante la época del ministerio público, y apenas si hubo algún contacto en los momentos finales, durante la semana de su pasión y resurrección.
 
Advertirlo puede resultar iluminador, siempre que se quiera establecer, y mantener, una sana relación con el Dios de María; pues será Él siempre quien tome la iniciativa, fije las metas e imponga los medios; pues no siempre resulta esa relación idéntica a sí misma, sin cambios en las exigencias que cumplir, o repetitiva de cuanto ya se experimentó un día. Una experiencia de Dios sin sobresaltos, que se convierta en rutina, que se viva sin vacíos o silencios de Dios, no tiene la garantía de repetir el modelo mariano.
 
El camino de fe de María pasó, pues, por diversas fases que dependieron más de la vida de Jesús y sus urgencias que de las necesidades de María o de sus expectativas; cada paso que María daba en su peregrinación como creyente estaba determinado por las exigencias de su Dios. Pero todos los pasos tuvieron un lugar de realización; la experiencia mariana de Dios fue siempre una experiencia situada en un espacio de su tierra, en un momento de su vida: hacer a Dios propia carne no la obligó a hacerlo fuera de sí y de los suyos; hacerlo hijo de su entraña no le impuso hacerlo ajeno a su hogar. El Dios de María es siempre un Dios compatriota, porque comparte vida y patria, salvación y casa. Lejos de la propia tierra y de la existencia propia, no se contacta con un Dios que lo es junto a nosotros, allí donde estemos: Emmanuel fue el nombre del hijo de María, del hijo de Dios (Mt 1,23).
 
2.1      Estaciones de una peregrinación de fe
 
Asociada como está a la vida de Jesús, la vida de fe de María puede resumirse siguiendo el modelo de la predicación cristiana: origen e infancia, ministerio público y muerte y resurrección de Jesús. Dios se manifiesta diverso en cada etapa de la vida de Jesús y exige de María una fe diferenciada. Aunque ello distorsiona un tanto la versión que Lucas y Juan han presentado, reconstruye con mayor verosimilitud el esbozo biográfico de la virgen de Nazaret.
 

  •  En los orígenes de Jesús

 
El protagonismo de María es, en esta primera etapa, de excepción. Aunque sea el único evangelista, Lucas insiste lo suficiente como para dejarlo en evidencia. Para actuar su proyecto de salvación Dios precisa de creyentes que concedan audiencia a su Palabra y entrañas a su Hijo. Lo que no sabía María es que, una vez introducido Dios en su vida y hecho carne su hijo en la entraña, no se librará de ambos; ni cuando dé a luz al hijo de Dios ni cuando se vaya haciendo un hombre su primogénito.
 
Nazaret (Lc 1,26-38)
 
Es un error muy común considerar la maternidad divina como meta final de la experiencia que María hizo de Dios. Nazaret no es el culmen del camino mariano de fe, sino su punto de partida (Le 1,26). La bienaventuranza de María no estuvo en lograr ser madre de su Dios sino en haber creído en Él (Lc 1,45; 11,27‑28); la maternidad divina fue consecuencia de su fe: quien le cree a Dios, lo crea de modo entrañable (Lc 1,38).
 
Cuando Dios, a través de emisario personal, confió a María su plan de salvación, la virgen de Nazaret se hallaba ya comprometida con otro proyecto, y con un hombre, llamado José (Lc 1,26‑27). Que a Dios no le importara el obstáculo de su virginidad, la privó de excusas en las que apoyar su resistencia: la ignorancia sobre el cómo de la anunciada maternidad hizo ciega su obediencia en la omnipotencia divina (Lc 1,34‑37). María no pidió pruebas para hacerse sierva de Quien tanto le prometía; pero se le dio una pista – el nombre de un familiar necesitado (Lc 1,36) – donde empezar a servir: el Dios creído es un Dios bien servido, todo un Señor (Lc 1,38).
 
Si no se le presta fe, Dios no llega a ser uno más entre los suyos. La entrada de Dios puede que suponga la interrupción del proyecto querido, iniciado incluso, como en el caso de María; dará, ciertamente, una fertilidad insospechada a la vida de quienes a Él se sometan.
 
Una ciudad de Juda (Lc 1,39-56)
 
Recién inaugurada maternidad divina, María se pone al servicio de una anciana parturienta (Lc 1,39). Y para ello, tiene que ponerse – apenas creyente (Lc 1,36) – rápido en camino. Tener a Dios en la entraña no la aleja del prójimo en necesidad. Si la fe abre espacio a Dios en la propia vida, la acogida de Dios abre la vida a las necesidades del prójimo. Por ser sierva de Dios se convirtió en su madre y en criada de una pariente lejana (Lc 1,43). La presencia de Dios en la vida del creyente no lo aleja del prójimo necesitado; servir al que lo precise es, más bien, la garantía de estar allí donde Dios quiere ser servido.
 
Una ciudad de Judea, no el templo de Jerusalén, fue el lugar de la oración de María (Le 1,46‑55). Pudo orar, largo y tendido, allí adonde había ido a servir. María se puso a rezar, cuando fue descubierta como madre de Dios (Lc 1,43.46). Sólo una oración que nace del servicio al prójimo es una magnífica oración. El Magnificat de María estuvo precedido de obediencia a Dios y prontitud en el servicio al necesitado: quien sirve a Dios sin demora ni excusas no tarda en, admirado, contemplar a un Dios engrandecido.
 
La oración del que sirve, la plegaria que sirve, es la de quien se inspira en la tradición orante de su pueblo. María reza de forma nueva, no porque invente su oración (cf 1 Sam 2,1‑10), sino porque, desde el servicio al prójimo, hace plegaria diciendo su experiencia personal de Dios; le causa maravilla un Dios que se ha fijado en ella, un Dios que cumple sus promesas; tan segura estaba de ese Dios que pudo anunciar como pasado lo que aún hoy es por venir (Lc 1,51-55). La oración mariana se nutre de fe y la sostiene. Por fe ahijó a su Dios; por tener como Señor a Dios, lo tuvo como hijo. Por serle esclava, llevó salvación a quien servía; y por servir a quien la necesitaba, se convirtió en orante estupenda.
 
Belén (Lc 2,1-21)
 
Alumbrando en Belén al hijo de Dios, María bien pudo sentirse libre de su promesa a Dios (Lc 2,1‑20). Nada más le había pedido el ángel en Nazaret; y ella no se había declarado dispuesta a ninguna otra cosa (Lc 1,31.38). Su camino de fe podría darse por concluido, y de forma sobresaliente. No fue así: madre por creyente, tendrá que seguir creyendo para seguir siendo madre.
 
En Belén nada se realiza de cuanto le fue prometido; recién parido, su hijo no encuentra hogar; no es acogido, no ya como el rey anunciado (Lc 1,32‑33), ni siquiera como niño bien nacido (Lc 2,7). María tiene que oír el evangelio (Lc 2,17) de unos pastores que pasaban la noche de vigilia; cuando puede ufanarse de tener cumplida la misión, no oye voces de ángeles, recibe información de hombres. ¿Puede extrañar que tenga que guardar en el corazón, para allí escudriñarlo, cuanto sucede ante sus ojos (Lc 2,19)?
 
Peregrina por fe, avanza María poco a poco en el misterio: el Dios a quien dio a luz la iba hundiendo en la tiniebla. Una aventura que se ha iniciado con fe no se salda perdiéndola; pero su continuación exige mayor fianza. Un Dios bien servido impone mayores servidumbres con menores apoyos. ¿O es que podía ser de otro modo?
 
Jerusalén (Lc 2,22-39.40-52)
 
Cumplir con la ley de Moisés lleva a María a Jerusalén, dos veces; la primera, siendo Jesús infante de días (Lc 2,39); la segunda, poco antes de inaugurar su mayoría de edad (Lc 2,41‑42). Esas dos subidas a Jerusalén encuadran infancia y adolescencia de Jesús; crece el hijo de Dios (Lc 2,40), mientras su madre acata la ley de Dios. La obediencia al querer de Dios no exime a María del seguimiento diario de su voluntad escrita; guía bien hacia Dios quien mejor cumple su ley; madre obediente, María educa a su hijo en la obediencia. Oficio es de obedientes servir a Dios y promover su servicio entre los suyos.
 
A los cuarenta días del alumbramiento, la madre debía purificarse y el niño ser consagrado a Dios (Lc 2,22-24). En el templo de Jerusalén les esperaba, de nuevo, el buen Dios y noticias no muy buenas. Un creyente justo, que ha envejecido sin perder la esperanza, es el portavoz: la salvación, ahora entrevista (Lc 2,29‑32), poco tiene que ver con la anunciada por el ángel, en Nazaret (Lc 1,30‑33), o por los pastores en Belén (Lc 2,10‑14). Las previsiones sobre el niño empeoran (Lc 2,34), al igual que las que atañen a su madre (Lc 2,35); no se libera la madre del hijo ni de su negro porvenir, ser contradicción y escándalo para el pueblo. ¡Una espada en el corazón es el salario del servicio a Dios bien cumplido!. María se pierde como mujer, por no perderse, como madre, al hijo, ni, como creyente, a Dios.
 
Años más tarde, también en Jerusalén, perderá – esta vez sí, aunque unos días solamente – al hijo para toparse con el Hijo de Dios (Lc 2,41-50). Como cualquier creyente, María pasó por la anécdota, no por común menos dolorosa, de que se le extraviara Jesús; y después de tres días de angustiosa búsqueda, creyó haberlo recuperado…, para tener que aceptar, a renglón seguido, haberlo perdido, esta vez sí, definitivamente (Lc 2,48‑49). No fue lo peor que tuviera que ver en su hijo al Hijo de Dios, mucho peor tuvo que ser convivir durante años con un hijo que se sabía, y así se quería, de Dios (Lc 2,49.51). La cercanía con Dios privó a María de las luces que da la maternidad (Lc 2,50): mayor proximidad exige siempre más fe.
 

  •  Durante el ministerio público en Galilea

 
Llama la atención que en el relato evangélico del ministerio de Jesús escaseen tanto las noticias sobre María. Y es que casi toda la información que la tradición apostólica nos ha legado sobre Jesús de Nazaret pertenece a este período. El silenciamiento de la persona de María no pudo ser creación de los evangelistas; su práctica desaparición en el relato refleja un hecho histórico: mientras Jesús se dedicaba por entero a predicar el reino de Dios, no contó con la compañía, quizá ni siquiera con la comprensión, de los suyos (Mc 3,20‑21; Jn 7,1‑5).
 
La evidencia no puede ser más explícita: durante el ministerio público de Jesús los evangelistas no recogieron más que tres episodios que mencionan a la madre de Jesús; en ningún caso ha sido identificada por su nombre, María; lo ha sido por su función de madre (Jn 2,1; Lc 8,19). Su intervención en la crónica del hacer de Jesús se va diluyendo poco a poco; si en el primer incidente, en Caná de Galilea, María tiene un cierto protagonismo (Jn 2,33), en el último ni siquiera aparece en escena (Lc 11,27‑28).
 
Estos tres momentos en los que se habla de la madre de Jesús tienen una temática común: la fe es el camino para llegar a ser familia de Jesús. Si algo añaden a la imagen evangélica de la María creyente es el señalar que hubo un tiempo de separación e, incluso, de incomprensiones mutuas: mientras Jesús andaba predicando el reino, sin tiempo siquiera para comer (Mc 3,20), los suyos pensaban que no estaba en sus cabales (Mc 3,21); nada extraño que no lograsen creer en él (Jn 7,5).
 
Lo sucedido en Caná (Jn 2,1‑10), en lo que al peregrinaje de fe de María se refiere, delata, precisamente, esa diversidad de intereses entre madre e hijo. La madre se ocupa en ayudar a una familia novel en apuros; el hijo está preocupado por la hora de su manifestación pública: la ruptura, marcada por Jesús y superada por la reacción de confianza de María (Jn 2,5), no puede ser más neta (Jn 2,4). Es verdad que el signo que adelantó la hora y la fe de los discípulos se debió a la intervención de Jesús (Jn 2,11); pero no es menos cierto que la madre estuvo allí donde surgió la fe, y los discípulos se convirtieron, de acompañantes curiosos (Jn 1,38), en creyentes y familiares (Jn 2,11‑12).
 
La distancia entre Jesús y su familia, madre y hermanos, se agranda en un público incidente con ellos (Lc 8,19‑21). Jesús, quien anunciando el reino en parábolas andaba explicando sus leyes (Lc 8,4‑18), opta por considerar familia propia a quien tiene la escucha de Dios y la práctica de su voluntad como tarea de por vida. Aunque Lucas aminore la dureza del reproche (Mc 3,20‑22.31‑35; Mt 12,46‑50), no puede obviarse la sorpresa que crea el comportamiento de Jesús. Si no se acepta que María no compartía proyecto de vida con su hijo, mientras éste recorría Galilea predicando el reino, no se encuentra explicación alguna al hecho. Y ello lleva a concluir que, maduro ya Jesús y entregado a la evangelización, debía madurar aún más en la fe su madre; al menos, entonces, María no estuvo donde estaba su hijo, ni hacía lo que hacían los discípulos.
 
No es otra la enseñanza del breve incidente, recordado únicamente por Lucas, en el que una mujer, entusiasmada de oír hablar a Jesús, bendice a su madre; Jesús corrige inmediatamente la exageración, sin negar la bienaventuranza (Lc 11,27-28). Si su madre lo bienaventuada, no lo debe a su maternidad física sino a la escucha de la Palabra. Aunque casual, no deja de ser significativo que la única sentencia que tenemos de Jesús adulto sobre su madre no elogie su maternidad física, por virginal que fuera, algo que le fue concedido como gracia (Lc 1,30-31.34‑35), sino que la bendiga por su sometimiento a la voluntad divina (Lc 11,28; 1,36). Vivir oyendo a Dios y guardando su querer es la única razón válida que admite Jesús para entusiasmarse con María.
 

  •  En la muerte y tras la resurrección

 
Si durante el ministerio público la figura de María se desvanecía lentamente, mientras ocurrieron los sucesos claves de fe cristiana, a saber, pasión, muerte y resurrección de Jesús, estuvo prácticamente ausente. No deja de ser llamativo.
 
La tradición evangélica sólo la recuerda en una breve escena al pie de la cruz (Jn 19,25‑27); y fuera de ella, Lucas nos ha dejado noticia de su presencia en medio de la comunidad de creyentes (Hch 1,14). En ambos episodios, María, que no tiene protagonismo alguno digno de mención durante los hechos pascuales, aparece como mero convidado de piedra: nada tiene que decir, sólo se anota su presencia ante la cruz, compartiendo dolor y obediencia con el discípulo, en el cenáculo, participando en la oración de los apóstoles. Su largo peregrinaje de fe ha llegado a la meta: vivirá cuidada por un discípulo (Jn 19,27) y entre apóstoles que rezan a la espera del Espíritu (Hch 1,14).
 

  1. María, mujer de fe

 
No es sano método inventar hoy lo que la tradición quiso callar, aunque haya dejado algo desdibujada la imagen bíblica de María. Cuanto mayor respeto nos merezca la versión apostólica del peregrinaje mariano de fe, tanto mejor es su enseñanza y tanto mayor será nuestra cercanía a su aventura real. De poco sirve dejar hablar al corazón, por piadoso y bienintencionado que esté, cuando ya ha hablado Dios.
 
La María del NT, es decir, la virgen de Nazaret fue mujer de fe. Es la creyente que, evangelizada antes de que naciera el evangelio de Dios, lleva la salvación a quien se pone a servir tras declararse sierva sólo de Dios. En el servicio al prójimo encuentra la ocasión de su oración, que publica su propia experiencia de Dios; experta en el Dios al que ha dado cobijo en su seno, se convierte, orando, en profeta. En el momento de alumbrar al hijo que fue posible por su fe, lo que de él se decía la sume en la incomprensión; cuanto más se le anuncia el porvenir de su hijo, menos coincide con cuanto se le había predicho para lograr su consentimiento primero. Tendrá que iniciar un camino durante el cual crece Dios en su hijo y la oscuridad en su corazón. La pérdida de Jesús niño en el templo es signo premonitorio de una vía aún más doloro­sa: tendrá que convivir en casa con un hijo que se sabe de Dios, pero que le está su­jeto por un tiempo. El distanciamiento – efectivo y afectivo – se hará palpable, cuando Jesús deje el hogar para tener el reino como tarea de por vida; Jesús elige como familia propia a los oyentes de Dios…, ¡en presencia de su madre y sus hermanos!. Y antes de morir, y sin pedirles su consentimiento y sí obediencia, dejará a la madre al cuidado del discípulo más amado. En su última aparición dentro del NT, María se queda compartiendo esperas y oración con los apóstoles; la comunidad apostólica en oración es la meta de su peregrinar: lo que se inició en Nazaret, en medio de un diálogo a solas con un ángel, termina en Jerusalén en medio de apóstoles orantes y expectantes.
 
Semejante aventura personal de fe hace a la María del NT la mejor pedagoga para infancias, la de Jesús, la de la fe de los discípulos, la de la comunidad cristiana. María pertenece allí donde haya de nacer el Salvador, o donde se precise cuidar sus primeros pasos viéndolo crecer. Habría que recuperar, pues, a María, la del NT, allí donde se quiere anunciar hoy la salvación y vivir de su evangelio. María pertenece allí donde haya de nacer la fe en el corazón de los discípulos, aunque sea a costa de anticipar el día del Señor y su gloria. Quienes siguen a Jesús hoy necesitan tener a María como compañera de vida si quieren, curándose de su curiosidad, convertirse en creyentes. María pertenece allí donde nace la iglesia, llena de miedos y de esperanzas, en ora­ción y entre apóstoles. Huérfana de María, no podría una comunidad que se sabe en­viada al mundo soportar la espera del Espíritu sin perder la esperanza.