María del 2000: Adviento de Dios

1 noviembre 1999

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MADRE DEL «TIEMPO NUEVO»

 
Bien para preparar la fiesta de la Inmaculada o bien para introducir el Adviento, presentamos estos materiales centrados en el «Magníficat». En ellos se contempla a María como «adviento de Dios» que es estimulo y ejemplo para dar sentido al futuro, recordando el pasado y comprometiéndonos en serio con el presente. Este año tanto la Inmaculada como el Adviento están a las puertas del 2000, un dato que podemos aprovechar para «recuperar encarnación», metiéndonos profundamente en las alegrías y tristezas de nuestro tiempo y, sobre todo, empeñándonos en la justicia que brota de la fe. Entre otras aplicaciones, cuanto sigue serviría muy bien como base para organizar una de las habituales «vigilias de la Inmaculada».
 
 
 
 
 
María de Nazaret, la madre de Jesús, sigue estando ahí después de 2000 años. Parece increíble que una mujer sencilla pueda seguir interesándonos, pero es así. El aniversario de la Encarnación que se avecina, por encima de otras pretensiones de grandeza, puede albergar gestos proféticos a favor de la justicia y del encuentro reconciliador entre los hombres. En esa dirección queremos hacer «memoria de María» para que ella suscite un nuevo «adviento de Dios» en nuestros días, es decir, para que nos ayude a redescubrir la Encarnación, la persona y misterio de Jesús, a cuya luz se descubre «el misterio del hombre» (cf. GS 22)[1].
 
 

  1. La madre de un ajusticiado

 
María no sólo sigue ahí, después de tantos siglos, sino que difícilmente podremos encontrar otra mujer de la que se guarde un recuerdo tan intenso y tan vivo. Con todo, debemos preguntarnos quién fue realmente o, mejor, quién es esa María de la fe y de la devoción popular.
Las informaciones históricas que tenemos de ella son muy escasas. Interesó a la historia como madre de Jesús y, a partir de ahí, se fue desatando el corazón y la imaginación de los creyentes. En palabras de A. Aparicio [María, esposa de José, en «Ephemerides Mariologicae» 46 (1996), 297], así podemos resumir todos los datos evangélicos respecto a ella y su familia:
 
“Nos situamos ante una familia de la baja Galilea, de Nazaret, pocos años antes de nuestra era. Está compuesta por un varón, por una mujer y por un hijo al menos, o, según la tradición recogida por Mc 3,6 y por Mt 13,55-56, por un conjunto de hijos e hijas. Sabemos el nombre del varón, esposo y padre: José, esposo de María (Mt 1,16). Se nos notifica la ascendencia del mismo. Es «hijo de David» (Mt 1,20). Es artesano de oficio (cf. Mt 13,55). Religiosa o moralmente es llamado justo (Mt 1,19). La mujer se llama «María». Es presentada como joven virgen (Lc 1,27; Mt 1,23). Ambos forman una familia tras transcurrir un tiempo de «esponsales» y ser conducida la esposa a casa del esposo (Mt 2,1-2). Un hijo de esa familia galilea, Jesús, era considerado jurídicamente hijo de José (Lc 3,23) —llamado a su vez «padre» de Jesús (Lc 2,33-4.8)— mientras que a María se la denomina con insistencia «madre» de Jesús (Mt 1,18; 2,11.13.14; 3,20.21). José da nombre (Mt 1,21) y da su casa a Jesús (cf. Lc 2,4), que también será artesano, como su padre (Mc 6,3). He aquí el nombre de los hermanos de Jesús: «Santiago y José y Judas y Santiago». Desconocemos el nombre de las hermanas, pero de ellas se dice que eran vecinas de Nazaret (Mc 6,3; Mt 13,56)”.
 
El desinterés de los historiadores por María no puede suplirse, como vemos por los datos apuntados, con las referencias del Evangelio. Fue una «judía marginal», madre de un ajusticiado; una mujer sencilla y pobre.
Sin embargo, a partir de la elección de Dios y su aceptación, comienza el verdadero y definitivo adviento de Dios que —concentrado en la escena de la Visitación— nos sitúa «en el tiempo de las mujeres»: los preparativos y cuidados ante la venida del Salvador están en manos de mujeres. Dicen, también, que el XXI será un siglo femenino.
Antes de centrarnos en el Magníficat, vamos a detenernos el significado de la presencia de María y otras mujeres en la vida de Jesús.
 
 
1.1. María en la vida de Jesús
 
Evidentemente, María siempre estuvo ligada, estrechamente unida a Jesús, tanto en lo referido a los cuidados y preocupaciones que toda madre tiene por su hijo, como en la esperanza que albergó como seguidora suya, como primera cristiana. Ligada a las promesas del Antiguo Testamento, María se sitúa al final del largo proceso espera del Mesías. En este sentido, ella lo define ya antes de que nazca Jesús con sus actitudes de sencillez y humildad. Después, da a luz a Jesús, situándolo en geografía e historia reales. Por último, se coloca ante él con una actitud creyente: será la primera que acepte la salvación que se hace presente en Jesús.
Proponemos unas cuantas citas evangélicas para fijarnos precisamente en estos elementos: geografía, palabras y actitudes de María ante Jesús, el Cristo.
 

Citas Lugar geográfico Frases de María Actitudes de María
Lc 1,26-27
Lc 1,35
Lc 2,7
Lc 2,19
Lc 2,48
Lc 8,19-21
Jn 2,1-11
Jn 19,27

 
 
1.2. Unas mujeres, primeras testigos de la Resurrección
 
La «Resurrección» es el momento culminante de los Evangelios. Dios confirma a Jesús, resucitándolo y elevándolo a su derecha. Los discípulos le reconocen, entonces, como «Kyrios», como Señor, como Hijo de Dios. Pero quienes percibieron esa realidad nueva fueron algunas de las mujeres que seguían a Jesús; ellas fueron las primeras testigos de su resurrección. Se trata de un dato importante, máxime si lo analizamos en el contexto cultural de aquel tiempo: una sociedad en el que el mujer apenas si contaba, fuera de vincularse a un marido.
Jesús vivió en un momento histórico determinado, pero no fue esclavo de las normas sociales que encontró. A lo largo de su vida se enfrentó a múltiples ideas, normas y comportamientos establecidos, yendo mucho más allá de todo ellos para ofrecer la salvación. También su trato con las mujeres rompió los moldes de la época y parece como si, en la misma resurrección, quisiera habernos dicho que seguía rompiéndolos para no empecinarnos en segregar a nadie ni en la sociedad ni en la Iglesia. Proponemos, pues, trabajar sobre las citas evangélicas donde aparecen las mujeres como testigos, al tiempo que analizamos su reacción y testimonio.
 

Citas Mujer/es testigos Reacción y testimonio
Mt 28,1-10
Mc 16,1-8
Lc 24,1-12
Mc 16,9-11
Jn 20,1-10

 
 

  1. Adviento de Dios

 
Indudablemente, entre los últimos grandes profetas —mensajeros de Dios y de su justicia—, se encuentra María, la más grande profetisa que elevó su voz agradecida para proclamar la justicia de Dios. “Ella ha recibido la palabra del ángel de Dios y camina, grávida de vida a la casa de Isabel, su prima anciana, también encinta. María lleva el futuro salvador en sus entrañas y, por eso, compartiendo su experiencia de profeta con su prima, canta a Dios desde lo más hondo del alma, con la voz de su Magníficat” (X. Pikaza).
El «Magníficat» es el canto por excelencia de la profetisa María, canto que nos sitúa en el auténtico «adviento de Dios». No es sólo un bello canto de reconocimiento a Dios (Santo es su nombre y su misericordia se derrama de generación en generación…), sino también un himno revolucionario (Dispersa a los soberbios, derriba a los poderosos, enaltece a los humildes y despide vacíos a los ricos…).
La tradición y devoción cristianas quizá ha subrayado más lo primero que lo segundo, sin embargo es evidente que no podemos ser devotos de María sin un firme compromiso de liberación. La devoción mariana, por tanto, puede y debe ser provocativa: al igual que el Magníficat, puede que empiece por ser una realidad íntima, pero ha de convertirse para los cristianos en el programa de liberación al que ella nos invita.
 
Ofrecemos, a continuación, una posible lectura para meditar, orar y comprometerse a partir del Magníficat. Lo dividimos en ocho partes y en cada una proponemos una reflexión introductoria, a continuación algunos textos de la Escritura y, por último, la reflexión orientada a sugerir pistas para la praxis cristiana. Al final, aparecen diversas pautas conclusivas para concretar el compromiso.
 
 
Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador
 
El himno comienza con una exclamación de alabanza, no se orienta hacia la petición o la queja como expresión del abatimiento. María, en su diálogo con Dios, prorrumpe en alabanzas y admiración hacia Él. La «acción de gracias» es la oración por excelencia de todo cristiano, su vida una auténtica «eucaristía».
 
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí (Sal 30,2). Yo te ensalzo, Dios mío, y bendigo tu nombre para siempre (Sal 145,1). Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla (Lc 10,21)
 
María alaba a Dios por su grandeza y se alegra por el regalo de la salvación. No olvidemos que esa grandeza, para el israelita, no es sino la de su amor, su bondad y su misericordia. No estamos ante la grandeza de los grandes de la tierra. Y si María admira la «grandeza de Dios» es precisamente por su manifestación amorosa en la historia y, sobre todo, porque si nosotros engrandecemos a Dios, es porque antes nos ha engrandecido él a nosotros, como muy ha descubierto la Virgen. La salvación, no lo olvidemos, incluye una abajamiento divino que transforma en gracia todo lo humano.
 
 
Porque ha mirado
la humillación de su esclava
 
Esta segunda parte de la oración causal no parece una verdadera consecuencia de la principal. Más bien nos suena a inconsecuente: solemos agradecer y nos alegramos por algo bueno. La humildad y humillación, a primera vista, están lejos de serlo. Y es que hace falta «dejarse mirar» por Dios para entender esta aparente contradicción. María porque creyó, se vio con los ojos de Dios. Por eso puede gloriarse, como bellamente expresó después san Pablo, en sus debilidades, si pueden reconocerse sostenidas por Dios.
 
Yo te conocía sólo de oídas, más ahora te han visto mis ojos. Por eso retracto mis palabras, me arrepiento en el polvo y la ceniza (Job 4,5-6). Tú me escrutas y me conoces… familiares te son mis sendas (Sal 139). Jesús nos mira con amor como al joven rico (Mc 10,21); una mirada que puede transformarnos, como a Zaqueo (Lc 19,5). Nosotros podemos mirar como Jesús, sintiendo compasión (Mc 6,34).
 
Yahvé, nos recuerda reiteradamente el Antiguo Testamento, no es como los dioses falsos que tienen ojos y no ven. Jesús vino «para que los que no ven, vean»; incluso también para que «cuantos ven se vuelvan ciegos» y puedan de ese modo abrirse humildemente a la verdad.
 
 
Desde ahora
me felicitarán todas las generaciones
 
En el Evangelio, especialmente san Lucas, se presenta a María como prototipo de los discípulos de Jesús: acoge, conserva, medita y poner por obra la palabra de Dios. Los discípulos no son los sabios, ni los ricos, ni los poderosos; como María, son los pobres, los humildes. El Evangelio de Lucas convierte a María en prototipo y portavoz de todos ellos. Y en este verso, ella reconoce que, no siendo más que una humilde sierva, Dios ha hecho grandes obras en su vida; por eso afirma que le felicitarán todas las generaciones.
 
Doy gracias a Dios, que constantemente nos asocia a la victoria que él obtuvo por Cristo y por nuestro medio se difunde en todas partes la fragancia de su conocimiento. Porque somos para Dios ese buen olor de Cristo… (2Cor 2,14-15).
 
María alaba a Dios porque su vida se ha convertido en un eco de su palabra y de su amor. También porque sabe que, así, su vida está llamada a difundir el buen olor de Cristo —su vida nueva que a todo da vida— en un mundo donde triunfa la injusticia por muchas partes y parece caminar hacia la muerte.
 
 
Su nombre es santo
y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación
 
«Santo» condensa de nuevo la alabanza y confesión de fe de María. Desconocíamos el verdadero nombre de Dios hasta que Jesús nos dio a conocer el verdadero: «Abbá, Padre». Por eso María puede pronunciar de ese modo su particular «santificado sea tu nombre», precisamente porque es el de un Padre misericordioso. De este modo la segunda parte del verso explica cuál es el contenido y dirección de la santidad de Dios: la misericordia. Dios es santo, todopoderoso, grande, etc., porque es capaz de amar hasta el final, porque es capaz de amar mucho, muchísimo, más que los seres humanos. La Virgen, además, reconoce que esta misericordia —así como ha estado presente hasta ahora en la historia acompañando los pasos del hombre— seguirá hasta el fin.
 
Ha enviado la redención a su pueblo, ha fijado para siempre su alianza; santo es su nombre (Sal 110,9-10). Yo les di a conocer tu nombre y se lo daré a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté con ellos (Jn 17,6 ss.). Misericordia quiero y no sacrificios (Mt 9,13). Me casaré contigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, con amor y compasión; me casaré contigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahvé (Os 2,21-22).
 
Dicen que hay muchos «devotos» de María, pero quizá no tantos cantores del Magníficat. Hacer nuestra esta oración mariana nos exige convertirnos en portavoces de la misericordia de Dios, cantautores de un Dios que sólo sabe amar y sólo quiere la felicidad del hombre. En un mundo dominado por los que se quieren imponer, por los que buscan y consiguen el triunfo, cantar con María la misericordia de Dios es el mejor regalo a los hombres de hoy. Por eso ella fue un gran regalo de Dios para la humanidad.
 
 
Él hace proezas con su brazo,
dispersa a los soberbios de corazón
 
No pocos al repetir estas palabras sienten que, en alguna medida, María ha sido secuestrada por otro tipo de imágenes de ella—léase: oraciones y canciones un tanto melifluas, etc. Esta estrofa nos deja bien claro que estamos ante un «himno revolucionario». Ahora bien, conforme a la mentalidad bíblica, las proezas que hace Dios son fundamentalmente los actos de liberación histórica a favor del pueblo. Su finalidad: la paz y la justicia. Además, vistos con los simples ojos humanos, esos actos tienen poco de prodigiosos o grandiosos, estando más bien marcados por la humildad y los pequeños avances. Pero sí que está clara una cosa: el mismo Dios que congrega, que tiene más cerca que a nadie en su amor, a los pobres y oprimidos, también dispersa a los soberbios, a los opresores. O mejor: son los propios opresores quienes generan su propia dispersión, al convertirse en dioses o seguir tras ídolos dispersores.
 
Yo soy el Señor, os quitaré de encima las cargas de los egipcios, os rescataré de vuestra esclavitud, os redimiré con brazo extendido y haciendo justicia solemne. Os adoptaré como pueblo mío y seré vuestro Dios (Ex 6,6). Venid a ver las obras del Señor, las proezas que hace en la tierra: pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe, rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende fuego a los escudos (Sal 46, 9-10). El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres. Me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor. […] Hoy, en vuestra presencia, se ha cumplido este pasaje (Lc 4,18-21). ¡Ay de vosotros, fariseos! Pagáis diezmos y pasáis por alto la justicia y el amor de Dios (Lc 11,42). ¡Ay de vosotros, maestros de la ley, que os habéis guardado la llave del saber! Vosotros no habéis entrado, y a los que estaban entrando les habéis cerrado el paso (Lc 11,52).
 
Nuestra propia vida es la que nos va congregando o dispersando, respecto a Dios y a los demás. Él está ahí, siempre «con» nosotros, para deshacer la dispersión o exclusión. María lo sabía muy bien. Pero Dios respeta nuestra libertad y sus proezas, las proezas del amor, no surtir su efecto. En nuestras manos está el ponerlas en la obra del Reino y construir la justicia y la paz.
 
 
Derriba a los poderosos
y enaltece a los humildes
 
Humildes, en el primer sentido evangélico del término, son los pobres, pequeños y, en general, quienes han sido desfavorecidos en el reparto de los bienes del  mundo. En otro sentido, humilde equivale también a misericordioso; humilde es quien tiene un corazón compasivo hacia la miseria humana. Ambos significados se contraponen a poderoso. Sube el tono revolucionario en este versículo. Dios es claro y María lo entiende perfectamente. Pablo VI, en la Marialis cultus, pudo decir: “María de Nazaret, a pesar de estar absolutamente entregada a la voluntad del Señor, lejos de ser una mujer pasivamente sumisa o de una religiosidad alienante, fue ciertamente una mujer que no dudó en afirmar que Dios es vengador de los humildes y oprimidos y derriba de sus tronos a los poderosos del mundo”.
 
Fijaos a quienes os llamó Dios: no a muchos intelectuales, ni a muchos poderosos, ni a muchos de buena familia; todo lo contrario: lo necio del mundo se lo escogió Dios para humillar a los sabios; y lo débil del mundo se lo escogió Dios para humillar a lo fuerte (1Cor 1,26-27). Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos (Mc 9,35).
 
Nuestra oración, como la de María, no puede dejar fuera la situación de tantos y tantos hombres ignorados, marginados, humillados, vencidos. Y quien reza con esa memoria no tiene más remedio que pedir y comprometerse para que los poderosos sean derribados de sus tronos. También con palabras de Pablo VI en la encíclica apuntada antes, la oración de María es la del “modelo acabado de discípulo del Señor: obrero de la ciudad terrena y temporal y al mismo tiempo peregrino diligente en dirección hacia la ciudad celeste y eterna; promotor de la justicia que libera al oprimido y de la caridad que ayuda al necesitado, pero sobre todo testigo activo que edifica a Cristo en los corazones”.
 
 
A los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos
 
Sigue el aire revolucionario. Esto —parece querer decir María— no puede seguir así. Para Dios tiene que cambiar la situación; Él está de parte de los pobres, sin excluir a nadie; invierte las situaciones que se dan en el mundo. Dios quiere hombres y mujeres «con espíritu», que planten cara a la injusticia. En estas palabras de la Virgen reconocemos el grito de los humillados y oprimidos de siempre y de ahora. Tener fe es ver, juzgar y vivir la realidad desde la perspectiva del Dios que no quiere que las cosas funcionen así.
 
Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los nobles (Sal 113, 7-8). Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino y banqueteaba todos los días espléndidamente. Y un mendigo… (Lc 16, 19 ss.). ¡Ay de vosotros, los ricos; ay de vosotros, los que ahora estáis saciados! (Lc 6,24-25).
 
María proclama que la riqueza y el poder no tienen consistencia a los ojos de Dios, sobre todo cuando la riqueza margina o el poder esclaviza. Y lo proclama, llena de esperanza creyente: Dios no permitirá que ningún verdugo triunfe sobre sus víctimas.
 
 
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
 
El amor y la misericordia de Dios siempre están ahí. Tiremos por donde tiremos siempre terminamos en el mismo lugar: la misericordia salvífica de Dios. La fidelidad —como históricamente podemos contemplar en el pueblo del Antiguo Testamento— y la misericordia de Dios llenan la tierra y «duran por siempre».
 
El Señor es un Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel (Ex 34,6). Cantaré eternamente la misericordia del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades (Sal 89,2). ¿Puede una madre olvidarse del fruto de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo el Señor no te olvidaré (Is 49,15). En la persona de Jesús se ha pronunciado el sí a todas las promesas de Dios (2Cor 1,20).
 
María reconoció cómo la historia entera del pueblo estaba acariciada por la ternura entrañable de Dios. En Jesús, la misericordia de Dios llega al extremo de la entrega. La Virgen acompañó ese camino de vida, muerte y resurrección que culminaba el tiempo de salvación.
 
 
Reflexión, oración y compromiso
 
Tras la lectura de los comentarios precedentes, en primer lugar, sería conveniente fijar claramente el mensaje e implicaciones del Magníficat. Se puede, por ejemplo, hacerlo a partir de una guía de trabajo de este estilo:
 

Magníficat Qué nos dice de Dios Actitud de María Implicaciones para la vida
1. Proclama mi alma la grandeza…
2. Porque ha mirado la humillación…
3. Desde… (así las ocho partes).

 
n Tras esto, se trataría de concretar el compromiso para preparar el «adviento del 2000» como María. Entre las actitudes de la Virgen y la implicaciones que hemos comentado habría que definir cómo queremos orientar nuestra vida siguiendo su ejemplo.
n Podemos concluir transformando en una oración cada una de las ocho partes en las que hemos dividido el Magníficat o bien utilizar las que proponemos a continuación, cuyo autor es José C.R. García Paredes.
 
María, Adviento del 2000
 
Y tú, María de Nazaret,
establecida par siempre en el futuro de Dios,
vienes a nosotros
para recordarnos el pasado de nuestro Porvenir.
Enséñanos a vivir en Adviento,
como tú viviste el Adviento de Jesús.
Sé nuestra madre de re-iniciación cristiana,
o nuestra madrina, o nuestra mistagoga,
o nuestra catequista.
Te necesitamos, María de Nazaret.
Tú sabes lo que es alegrarse de verdad
y vivir un año jubilar.
Contigo se inició el más sublime año jubilar
de nuestra historia,
contigo, en la plenitud de los tiempos.
Intercede por nosotros.
Sedúcenos hacia el futuro del Reino
y ¡muéstranos a Jesús,
fruto bendito de tu vientre!
Amiga, hermana,
Madre,
fuente y vida nuestra,
ruega por nosotros
al Dios-Misterio
que tan magníficamente acogiste
y que ahora tan esplendorosamente
te acoge y colma.
 
 
«María de los marginados»
 
María de los marginados,
de aquellos y aquellas
que parecen estar de más
en nuestro mundo,
en nuestra sociedad.
María de los marginados,
¡qué bien los comprendes!
Cómo se prolonga
tu dolor en la historia,
madre soltera incomprendida,
madre y familiar de ajusticiados,
inmigrante de Egipto,
campesina y mujer de aldea,
marginada en tu hijo marginal,
Jesús, el Crucificado.
¡Qué bien comprendes,
María de los marginados,
a quienes no son alabados,
ni acogidos,
sino vituperados,
condenados
y rechazados,
aun en su misma comunidad!
Contágianos tu compasión,
y seremos buenos samaritanos,
y os seguiremos
a tu Hijo, y a ti, y a tu José,
hasta donde el Reino del Abbá nos lleve,
hasta la cruz y la infamia.
María de los marginados,
de tu kénosis llegas a la exaltación,
a la notoriedad más paradójica
de nuestra historia.
¡Qué razón tenías!
¡Ha mirado la humillación de su sierva!
¡Ensalzó a los humillados!
[1] Para todas las reflexiones que siguen nos hemos servido de tres textos fundamentales, de donde extraemos la mayoría de ellas: AA.VV., Orar con júbilo y alabanza. Magníficat-Benedictus, Narcea, Madrid 1998; X. PIKAZA, Amiga de Dios. Mensaje mariano del Nuevo Testamento, Paulinas, Madrid 1996; J. C.R. GARCÍA PAREDES, Santa María del 2000, BAC, Madrid 1996.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]