La madre de Jesús en la pastoral juvenil
Antonio Escudero
Antonio Escudero es profesor de Mariología en la Universidad Pontificia Salesiana de Roma
SÍNTESIS DEL ARTICULO:
Desde la percepción de cómo, tantas veces, todo lo que se refiere a María llega a los jóvenes con lenguajes y ropajes que provocan desapego y alejamiento, el autor se interroga por el lugar que ocupa la madre de Jesús en la acción pastoral con los jóvenes e intenta responder especialmente a dos cuestiones: cómo hablarles hoy de María y cuándo se puede decir que un planteamiento pastoral promueve el aspecto mariano de la vivencia cristiana de la fe, señalando la capacidad evocativa de la figura de María, sus rasgos característicos y las condiciones históricas que la imagen bíblica transmite.
1. María, entre la atracción y el desapego
La figura de María en el anuncio cristiano ejerce una fuerza indudable sobre el creyente que descubre, o al menos percibe, la frescura de lo genuino y los rasgos concretos de una personalidad auténtica en el horizonte de la benevolencia de Dios hacia el hombre.
Esta experiencia pertenece ya a los mismos orígenes cristianos cuando los autores de los evangelios han juzgado necesaria la mención de la madre de Jesús. El recuerdo de María no se reduce para ellos a una mera noticia en relación con una rutinaria información de la familia, sino que la presencia de la madre queda reflejada en diferentes momentos de la vida de Jesús, y la forma de tratar el personaje se hace además de acuerdo con los planteamientos narrativos y teológicos de cada evangelio. Dicho de otro modo, los pasajes marianos en los evangelios no resultan unas añadiduras artificiales en el conjunto de cada relato, sino que se relacionan con el centro pascual y cristológico del mensaje cristiano. De aquí cabe ya suponer una vivencia cristiana inicial que reconoce un vínculo importante de la comunidad con la madre del Señor.
Esta misma experiencia vuelve a presentarse en el camino de la comunidad cristiana en diferentes épocas, lugares y situaciones. Es interesante observar cómo las mejores formas de invocación, de súplica, de encarecimiento o de gratitud hacia la madre de Dios en el curso de los siglos, se nos ofrecen en los momentos de una fe madura, comprometida y humana: la iglesia de los mártires se dirigió a María con la oración Bajo tu protección nos acogemos; los movimientos renovadores de la cristiandad medieval difundieron una devoción mariana filial; los místicos consideraron a María como caso emblemático del encuentro con Dios y nos han dejado expresiones de una sencilla ternura hacia ella; las iniciativas evangelizadoras, educativas o asistenciales de la época moderna insistieron con acentos particulares en su talante mariano. De igual manera, hoy no cesa de manifestarse la fascinación por María, que se abre camino desde la naturalidad de una vida sin artificios frente a la complejidad de los engranajes actuales que tienden a someter cualquier atisbo de novedad.
También es verdad que todo lo mariano llega con demasiada frecuencia a los jóvenes con unos ropajes tan extraños a la figura de María, que provocan el alejamiento y, antes que eso, un desapego casi irremediable. Palabras grandilocuentes, representaciones donde lo afectivo degenera en fórmulas acarameladas y empalagosas, gestos exteriores sin asomo de resonancia vivida ni de compromiso: todo ello acaba por esconder la imagen auténtica de la madre del Señor. ¿Cómo pueden no chocar las estridencias entre la asociación, muy corriente, de María con lo extraordinario de las intervenciones prodigiosas – apariciones y milagros[1] – y el camino real de su vida, que no tuvo ningún «carril reservado», ninguna rebaja especial en el precio de peligros, vicisitudes o problemas? ¿Por qué sorprenderse que María quede apartada de la historia de los jóvenes, si antes ella misma ya ha sido sacada de la historia concreta que hubo de afrontar? ¿No queda ya atrás el tiempo de imágenes, que por estar tan elevadas aparecen separadas, por completo aisladas?
Si hoy nos preguntamos sobre el lugar que ocupa María en nuestras propuestas pastorales, reconocemos – de alguna manera – el significado que la madre de Jesús tiene para el joven que voy a encontrar acaso dentro de un momento, y del que puedo esperar reacciones de todo tipo (desinterés, curiosidad, confusión, olvido, estima, piedad, e incluso rechazo) si escucha algo de la Virgen. Esta dificultad se expresa también en otras preguntas. En concreto quiero formular ahora tan sólo dos, para trabajar sobre ellas en la reflexión que sigue: ¿Cómo hablar hoy de María a los jóvenes? ¿Cuándo se podrá decir que una línea pastoral promueve bien el aspecto mariano de la vivencia cristiana de fe?
2. Apertura hacia los jóvenes de la experiencia mariana
Para empezar cabe señalar la capacidad evocativa de la figura de María. Sus rasgos característicos y las condiciones históricas que la imagen bíblica nos transmite, muestran las enormes posibilidades del tema mariano para los jóvenes. No se trata de «inventar» ahora un personaje más atrayente, quitando o poniendo trazos según convenga, porque es inaceptable cualquier tipo de manipulación, incluso con óptimas intenciones. Pero tampoco han de pasar desapercibidos, y hasta quedar enterrados, determinados aspectos de su vida que dan idea del sentido de las opciones personales y del valor exacto de los hechos.
2.1.La identidad en la encrucijada
El evangelio de Lucas, cuidadoso anotador de las coordenadas espacio-temporales (cfr Lc 1,23-25; 2,1-2; 3,1-2), recuerda la región, Galilea, y la aldea, Nazaret, del encuentro de Gabriel con María. El pasaje lucano deja entender con toda claridad que la comparecencia del ángel sucede en la estancia habitual, en la casa familiar (cfr Lc 1,28).[2] Con todo María se distingue por vivir un hogar nada holgado ni digno de mención. Pero a despecho de las preferencias sociales y religiosas, que habían sido recordadas para Zacarías, Isabel y José, María alcanza la benevolencia divina radical: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios» (Lc 1,30).
Si bien Nazaret no pasaba de ser un pequeño núcleo, casi al reparo de influencias extrañas, y se mantuvo prácticamente fiel a las tradiciones judías, quedaba a poca distantia (4 o 6 kilómetros) de Séforis, ciudad mucho más poblada, a mitad de camino entre Tolemaida y Tiberíades, de donde salía la vía montañosa hacia Jerusalén. María vive junto a una de las encrucijadas más transitadas de la zona.
«Galilea de los gentiles» (cfr Mt 4,15; Is 8,23) es además la tierra de paso, la región fronteriza, expuesta a la corriente humana que la puede atravesar en cualquier momento. Galilea no es el lugar de la pureza en la observancia de las tradiciones, sino el de la creencia confusa, porque tampoco se la puede asimilar a los paganos extranjeros, ni a los perdidos samaritanos. Esta ambigüedad hace de Galilea una referencia incómoda, que desconcierta si hay que tratar con todo lo que de allí proviene. Galilea es, así, el territorio de muchos, el lugar de la diversidad y, por tanto, la situacion social que no conoce una única divinidad y un único Señor. Para los que vivan allí les será más difícil alcanzar las certezas de la vida.
En esta situación, María ha de ser presentada desde su relación con Dios. Ella es alguien de quien Dios «habla bien», y lo hace en una manera fuera de lo común: bendita entre las mujeres (cfr Lc 1,42). María se define entonces como aquella que ha dado crédito a la promesa de Dios: la que ha creído (cfr Lc 1,45). Su actitud no adquiere la forma de una declaración intelectual hacia una palabra incierta, ni tampoco la de una tranquila expectativa de algo que ocurrirá, sino que se presenta como una vida que se desenvuelve de acuerdo a la realidad del mensaje escuchado.
María es el sujeto humano, concretetamente femenino, conformado a Cristo: se distingue en ella el perfil de la sencillez, de la libertad, de la exclusión del pecado, de la santidad, de la obediencia al Padre, de la apertura al Espíritu, de la solicitud hacia el necesitado, de la palabra oportuna, de la búsqueda de la inteligencia del designio de la misericordia.
La imagen bíblica de María demuestra rasgos de una personalidad original: querer comprender e indagar en los hechos que la conciernen (cfr Lc 2,19.51); mantener la disponibilidad y la presencia de animo, que no son el resultado de la concurrencia de circunstancias favorables (cfr Lc 2,7); afrontar con realismo las situaciones más dispares, pasando del encumbramiento de la madre del Rey, que recibe los regalos y merece la adoración (cfr Mt 2,11), a la huida de la madre del perseguido (cfr Mt 2,14-15); demostrar la autonomía en sus opciones, capaz de resistir a las presiones externas; quedar en segundo plano sin pretensiones ni remordimientos, de modo que el ocultamiento – los tiempos en Egipto y en Nazaret – deja de ser algo transitorio y ocasional para convertirse en una cualidad permanente – la presencia en la primera comunidad y el término de la vida –, pero sin perder ni la dignidad ni la estima personal. Todos estos son elementos de un retrato sobre el fondo de una situación humana viva y compleja.
2.2.Imagen en movimiento
Con la madre de Jesús más que fotografías sin movimiento y rostros quietos, aparecen secuencias, vidas en acción: el Dios viviente y María llena de vida. La presentación divina no petrifica una situación, condenada así a la inmutabilidad: «Tal y como estás, así has de quedar»; ni tan siquiera Dios ha querido encerrarse en la inmutabilidad impasible.
La historia de María aparece marcada ante todo por un continuo viajar: los desplazamientos empiezan desde el primer momento en que ella aparece en los evangelios de Mateo y de Lucas. La escena sinóptica que la recuerda más adelante junto a un grupo familiar que va tras Jesús (cfr Mc 3,31; Mt 12,46; Lc 8,19) es la única noticia de la actividad de la madre durante la predicación de su hijo. Y las dos escenas marianas en el cuarto evangelio señalan cómo María ha compartido el camino de los discípulos casi al principio de la existencia del grupo (cfr Jn 2,12), y desde el mismo instante en que se da la ausencia de Jesús y tienen que aprender a vivir sin él (cfr Jn 19,27 y Hch 1,11.14).
Pero el cambio es, además, una condición de vida y una disposición del espíritu, que acepta vivir una movilidad permanente. Al desplazarse al encuentro de Isabel, María toma también el papel de mensajera o portadora de Dios, en favor de aquella que no había tenido ningun encuentro directo con Gabriel. Ya en el curso de la maternidad, María no sólo le toma el relevo al ángel, el cual no volverá a aparecer, sino que perfecciona esa función, pues lleva a un tiempo el mensaje y al que lo envía.
El ánimo de la madre encinta no se aferra a su estado actual, sino que pone su mirada en la realidad que ya está en ciernes. La espera de la maternidad excluye por completo la opción estática, que pretenda detener el curso de las cosas. A la madre concierne el crecimiento en la espera, sabiendo que llegará su hijo. María es así la figura de la esperanza del Reino, ya presente entre nosotros, pero que atiende su plena manifestación (cfr Rm 8,19).
María ofrece la imagen de la persona en crecimiento, que acepta sin dramatismos las exigencias y los reveses de la vida. El hacer de cada día denota entonces un planteamiento confiado y activo frente a un futuro enormemente extenso.
3. La lectura individualista de María de Nazaret
Si pasamos al terreno de la comprensión de la figura de María que se vive y se transmite, consciente o inconscientemente, en ámbitos cristianos, nos lleva a observar un panorama inabarcable de expresiones, sentimientos, símbolos e imágenes. La piedad mariana constituye un fenómeno complejo, que requiere atención particular.[3] Si no es posible llegar a tener una visión completa de la piedad mariana, tanto menos sería imaginable una valoración adecuada sobre la misma. Resulta incluso arriesgado «liquidar» con algunos juicios determinadas formas de devoción.
Podemos, sin embargo, indicar el peso que ejerce un planteamiento individualista en la comprensión de la figura de María, y que condiciona gravemente la oración, la catequesis y el compromiso cristiano.
La escritora Marina Warner publicaba en el 1976 un estudio que veía en el culto mariano la propuesta de un ideal humano inalcanzable, dejando a los devotos en un estado de inferioridad y de postración.[4] Sin necesidad de estar de acuerdo con las interpretaciones que se presentan en este texto, no dejan de ser bastante evidentes las huellas que una mentalidad marcada por la acentuación de la individualidad ha hundido en el terreno de la devoción mariana, de modo que María queda «sola entre las mujeres», como dice el título escogido por Marina Warner para su libro.
3.1.El agobiante dominio de lo individual
La exaltación de la persona y la misión de María de Nazaret, de no completarse con otros criterios de colocación en su contexto histórico, de referencia a los datos bíblicos, de relación al hecho global cristiano, conduce a su mismo aislamiento. Con una perspectiva individualista, la madre de Jesús queda confinada en su unicidad, tan admirada como incomunicable.
Una cierta lectura individualista de la doctrina mariana ha cedido con extrema facilidad a la insidia que la dejaba en un estado de segregación. Se ilustra esta mentalidad con algunos ejemplos. Si la inmaculada concepción pasa ante todo como un privilegio de la madre de Jesús, un hecho único, dejando de lado otros aspectos teológicos y antropológicos, surge casi de inmediato la pregunta si su vida pudo parecerse en algo a la de cualquier otro, visto que no tuvo que padecer en ningún momento el sometimiento al pecado. María aparece encumbrada en una santidad que es toda suya, pero que nunca podría ser nuestra.
El mismo dato de la virginidad, mientras se ajusta con la peculiaridad del origen de Jesús, subraya la ausencia de la intervención de un padre humano, y pone el acento sobre lo irrepetible. A semejante lectura se corresponde más la idea de la soledad de María que aquéllas de la cordialidad o de la amistad.
La relación entre María y Jesús se dibuja con los trazos excepcionales de una intimidad incomparable, entre el terreno de la imaginación y el de lo legendario. Una visión de este tipo atribuye a María conocimientos singulares e intervenciones cuyo valor sería especial, pero fuera del alcance del resto de los hombres. Y si nos acercamos finalmente a la existencia escatológica, la asunción de María adquiere el significado del reconocimiento definitivo, pero también el de la separación más completa.
La comprensión individualista de María se hace tanto más grave cuanto más exclusiva, y queda igualmente reflejada en las expresiones devotas de ensalzamiento, en las representaciones figurativas de imágenes solitarias, o en las súplicas que parecen endiosarla.
3.2. Las incoherencias de la comprensión individualista
Semejante presentación de María marcada primordialmente por la unicidad y la distinción, comienza a fallar enseguida, constatando que se le ha impuesto un esquema demasiado angosto. Un motivo constante de la piedad mariana es el de proponer a María como modelo del creyente. Ahora bien, desde una visión individualista la madre de Jesús es tan ejemplar, como difícilmente imitable. Sus virtudes quedan demasiado lejos del resto de los hombres para tomarse como referencia válida o como sugestión eficaz.
Tampoco falta en las lecturas individualistas la idea de la imitación de la madre de Jesús, pero la propuesta del modelo mariano pierde casi toda su fuerza y se reduce a sugerir algunos trazos, que se separan de una vivencia personal completa y real, para ofrecerse entonces como exhortaciones despersonalizadas. El mismo tema de la intercesión mariana, que expresa una solidaridad profunda de la madre del Señor explícita en la inmensa mayoría de las oraciones marianas, resulta también debilitado, pues con el alejamiento de la figura de María decae el sentido de su contacto con la comunidad y con el devoto. En resumidas cuentas la comprensión individualista plantea dificultades evidentes, que hacen necesaria una corrección de la perspectiva interpretativa.
4. María a partir de la solidaridad
El mensaje cristiano habla en definitiva de comunión de vida y de solidaridad concreta. El anuncio de la salvación no hace más que transmitir el propósito de Dios de compartir la vida, hasta el final y sin reparos. Si este dato se convierte efectivamente en criterio para entender todo lo que sucede, estaremos aceptando la solidaridad no sólo como algo conocido, sino sobre todo como algo para conocer. La amistad sincera, el encuentro verdadero entre personas, la reconciliación real sin resquicios, vienen a ser los destellos que iluminan la realidad. Hay que añadir que si la categoría de la solidaridad es la nueva perspectiva interpretativa, la mirada no pierde agudeza visual – trabajamos desde esta convicción – sino que gana en perspicacia.
4.1. Necesidad de la solidaridad
En relación a un proyecto solidario que deje atrás los viejos esquemas individualistas y egocéntricos, los jóvenes – y con ellos todos nosotros – se debaten entre el anhelo y el desencanto. Por un lado prevalecen hoy demasiados intereses parciales que benefician a unos pocos y ponen en peligro la existencia de muchos. Las amenazas que acechan a la humanidad desde los ámbitos de la ecología, de la economía, de los fundamentalismos ideológicos, de la salud y de la demografía, surgen claramente desde planteamientos restrictivos de grupos de poder, aunque no siempre sea fácil identificarlos, pues el anominato pertenece a las estrategias de la ambición y de la indiferencia. La generosidad quedaría para los ingenuos y los perdedores.
Por otro lado, se escuchan por todas partes las voces que piden concordia y un quehacer común, mientras obtienen el consenso generalizado las iniciativas que fomentan el diálogo y la colaboración. Las propuestas de respeto de los ambientes naturales, los programas de cooperación, los encuentros interreligiosos, el diálogo ecuménico entre los cristianos, las organizaciones humanitarias, las operaciones de acogida de refugiados y las campañas para las poblaciones más desafortunadas, indican que la solidaridad no es un concepto llamativo: antes que nada es una urgencia histórica.
Si el cristianismo fuera capaz de expresar el proprio mensaje de comunión desde la coherencia de vida con la radicalidad del hecho Pascual, para entrar en sintonía con el momento actual, daría entonces su aportación más característica y tomaría la vía más sencilla del encuentro con la humanidad.[5] Tomar la solidaridad como categoria fundamental del cristianismo: si éste es el reto, podemos aceptarlo para hablar de María y para trazar las líneas de la devoción mariana actual.
4.2. Apuntes para la comprensión solidaria de María
Desde el primer momento puede intuirse que una perspectiva solidaria resulta perfectamente adecuada para apreciar la figura de la madre del Señor. En María prácticamente todo habla de relación. Intentamos sugerir a continuación algunos pasos en la dirección de una interpretación relacional. María aprende y comunica la identidad de Dios, sin suprimir el misterio pero sin falsear la imagen. Con su vida María expresa la diversidad del Padre, del Hijo y del Espíritu, mientras se ofrece un mensaje de convergencia y de compromiso de cercanía. La presentación evangélica de María es al mismo tiempo la presentación de Dios, en un entramado natural que no da nunca la idea de competición ni de conflicto: es así que hablando de María se habla de Dios y viceversa.
La virginidad está inmediatamente unida a la maternidad, que es una realidad relacional. La virginidad es materna. La maternidad virginal no sólo es un episodio prodigioso que precede a la vida matrimonial, sino que se trata de un proyecto relativo al Emmanuel, al Dios-con-nosotros, de modo que se lleve a cabo el encuentro de Dios con la humanidad. La virginidad se convierte en el dato compartido en el hogar de José, que «no la conocía hasta que ella dio a luz un hijo» (Mt 1,25). La vivencia mariana singular de la maternidad virginal entra en una dimensión nueva con la vida familiar. Ahora es José quien se encuentra con el acontecimiento de la virginidad materna de María, y también a él le corresponde mostrar un sentido de acogida, después de un tiempo de crisis (cfr Mt 1,18-24).
La inseparabilidad existencial entre María y Jesús, la relación maternal, aparece en las palabras de Isabel, con el título que ella atribuye a la mujer que ha venido desde Galilea: la madre de mi Señor (cfr Lc 1,43). Por la denominación de Jesús como «Señor», este apelativo mariano adquiere un talante pascual (cfr Flp 2,11), y por tanto anticipador en el relato lucano de la victoria sobre la muerte. El evangelista presenta a María en la perspectiva de la explosión pascual de la vida, cuando la Vida (cfr Jn 14,6) ha tomado cuerpo en la mujer, apenas perceptible pero ya con el poder de hacer saltar de alegría a cada criatura llena del Espíritu.
La total exclusión del pecado – la negación de la negación – indica en la madre de Jesús la ausencia completa de cualquier elemento de disgregación o de división. De cualquier forma que entendamos el pecado, como connivencia con el mal, como opción equivocada y contradictoria, o como división interior, adquiere siempre el significado de atentado contra la convivencia pacífica y justa. El dogma de la inmaculada concepción habla entonces de una existencia radicalmente cordial y abierta a la amistad más sincera, porque nada en ella la enturbia.
La existencia humana que se afirma más allá de la muerte, es el contenido de la celebración de la asunción de María, no para decir la pasividad de una situación inmutable, aburrida y lejana, sino para indicar la realización de todas nuestras ansias de comunión, sin perder el vínculo con todos los esfuerzos por llegar a ella. La solidaridad es el destino cuya conciencia acompaña el camino, pero sin dispensar de la tarea por construirla. La devoción mariana auténtica adquiere la nota distintiva de la solidaridad: el culto mariano incluye espontáneamente la súplica fraterna, el compromiso generoso, el testimonio sencillo y la amistad que se anticipa. La referencia mariana en la vida del cristiano estimula y hace crecer la solidaridad.
4.3. ¡La lectura funciona!
Habría que pasar al terreno del compromiso y de la vida compartida para ver si la lectura solidaria de la madre del Señor no es tan sólo un conjunto de expresiones más o menos logradas, sino el reflejo consciente de una experiencia histórica de fe, que quiere ser comunicada y pretende crecer en fidelidad al mensaje del evangelio.
La devoción mariana puede tomar precisamente la referencia del canto mariano del evangelio de Lucas (cfr Lc 1,46-55) cuando intenta establecer la correspondencia entre las palabras y los hechos. El Magnificat de María tiene poco que ver con las formas comedidas, con posiciones equidistantes, y con miramientos medrosos. María tiene una expresión beligerante, polémica y comprometida, porque reconoce esa misma beligerancia y compromiso en Dios cuando recorre los acontecimientos personales y los del propio pueblo.
En la vida diaria no se trata de demostrar el saber perfecto, se trata de caminar con un no-comprender. María y José no comprenden a su hijo (cfr Lc 2,50), tal y como él no es comprendido por sus discípulos (cfr Lc 9,45; 18,34; 24,25; Mt 16,22; 17,23; Mc 8,32; 9,32). La sabiduría auténtica no es la que ha eliminado toda duda, sino la que ha aprendido a vivir con ellas.
5. Hacia una conclusión ¿Cuándo una pastoral se hace «mariana»?
Y ahora en lo que podría ser la conclusión, tomamos la segunda pregunta formulada al principio. Si la solicitud pastoral nos ha llevado a plantear una atención al modo de presentar a la madre de Jesús, es posible pedir algún cambio en la pastoral desde la perspectiva mariana ¿cuándo una línea pastoral toma realmente en serio la figura de María? ¿cuándo se puede hablar de «pastoral mariana»?
Estamos de acuerdo que la dimensión mariana en la pastoral no puede consistir en la simple mención, ni esporádica ni repetida; de la madre de Jesús. De hecho una determinada propuesta pastoral donde aparezcan con frecuencia títulos y motivos marianos, puede tener muy poco de mariana si, por ejemplo, carece de engarce con el anuncio de Cristo, o abandona la relación trinitaria, o falla en construir un sentido auténticamente humano, o se desentiende de las necesidades reales del contexto. Por el contrario una línea pastoral cuyos momentos explícitamente marianos sean bastante comedidos, puede haber asimilado bien las sugestiones y exigencias que provienen de la madre de Cristo. La dimensión mariana en la pastoral tampoco puede consistir en proponer un cúmulo de gestos que distraigan respecto al camino fundamental de fe del cristiano.
La presencia de María en la pastoral está unida al sentido del valor de lo humano. La madre de Jesús es la persona concreta que aparece como presencia auténticamente humana en la plenitud de los tiempos (cfr Ga 4,4). El recuerdo mariano habla de la humanidad, libre y creativa, cuando se encuentra con la amistad de Dios: no sólo no pierde la identidad, sino que la desarrolla en el mejor aporte que habría imaginado dar.
La presencia de María en la pastoral expresa el sentido de Dios. La madre de Jesús es el sujeto profundamente en relación con Dios, hasta el punto que para explicar su vida tiene que tomarse la perspectica de Dios, esto es, la del amor y de la libertad. La presentación personal de María (cfr Lc 1,38), la presentación que otros hacen de ella (cfr Lc 1,42-45), y la misma presentación que viene de Dios (cfr Lc 1,28.30), ponen siempre en Él el centro de la existencia. La presencia de María en la pastoral requiere estar bien enraizados en la historia. María aporta el sentido del realismo y de la adecuada comprensión del momento, con intervenciones oportunas en cada caso. Ella indica la dirección del camino de una existencia humana que se orienta hacia el encuentro total en Cristo. En María se armonizan el compromiso histórico y el destino final, la libertad y el don. La presencia de María en la pastoral invita a la comunicabilidad auténtica y eficaz. Compartir la existencia es la nota característica de la vida de María. La misión que ha recibido no sólo no la lleva al aislamiento, sino que abre un horizonte inagotable de benevolencia. La vida deja de ser una propiedad privada para uso y consumo del dueño, para reconocerse en la relación que pone en juego toda la persona, capaz de darse y de intervenir.
[1] Como muestra puede verse la descripción del culto mariano en los dos últimos siglos que se hace en E. Fattorini, Il culto mariano tra Ottocento e Novecento: Simboli e devozione. Ipotesi e prospettive di ricerca, = Temi di Storia, Milano, FrancoAngeli 1999.
[2] La investigación arqueológica sobre la casa de Nazaret está documentada en el artículo de E. Alliata, La casa de María en Nazaret, en «Teología Espiritual» 41 (1997) 381-391.
[3] El reciente Directorio sobre la piedad popular dedica un capítulo, el quinto, a las formas de la devoción mariana: Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Directorio sobre piedad popular y Liturgia. Principios y orientaciones, = Documentos 15, Madrid, San Pablo 2003, nn. 183-207.
[4] M. Warner, Alone of All Her Sex. The Myth and the Cult of the Virgin Mary, London, Vintage 1976.
[5] Esta misma es la propuesta del concilio que se expresa en la constitución Gaudium et spes.