María, peregrina de la fe

1 abril 2004

Alégrate, llena de gracia, el Señor es contigo

(Lc 1, 28)

 
Nada verdadero y auténtico podemos decir los cristianos acerca de Dios, sin reconocerlo como el Dios con nosotros, el Dios de nuestra carne, el Dios nacido de María virgen. Este es nuestro Dios verdadero. Es decir, en el centro de nuestra fe en Dios está el rostro de un hombre: el Dios de la salvación es el Dios encarnado. Por eso, precisamente, cuando celebramos al Dios de la gracia y del amor, tenemos que proclamar también la gloria de María, la madre; y cuando anunciamos el mensaje de la buena noticia del Reino de Dios e intentamos conducir y acompañar a los jóvenes al encuentro con Cristo, no podemos olvidar a quien está en las raíces de la gracia y de la salvación: María, virgen y madre.
 
María, mujer de fe
 
María es la creyente evangelizada, antes de que naciera el evangelio de Dios (Juan José Bartolomé). Por su fe, se hace posible el alumbramiento de su Hijo. María no es una criatura que sabe; es una mujer que escucha y cree. Se anticipa a todos aquellos que han de escuchar, aceptar y creer en la palabra. Sierva de Yahvéh, es llamada para dar al mundo al Salvador, pero es también la primera en esperar y en creer en Él. Con Ella comienza la fe en la tierra. Es la “madre de la fe”; y, por serlo, llega a ser madre del Mesías. Si Abraham, por su fe, pudo vivir el milagro de la maternidad de una mujer anciana y estéril, María, en la fe, acepta y contempla su maternidad siendo virgen. Si Abraham condensa la fe de Israel y con su fe inaugura la antigua alianza, María concentra en su fe al nuevo Israel que nace de la encarnación y expresa el primer acto de fe de la nueva alianza. Si Abraham es el padre de los creyentes de la antigua alianza, María es la madre de todos los creyentes de la nueva. Mientras Jesús germina en su cuerpo, todo su ser acoge al Mesías en la fe. Por ser la fe la respuesta de su vida, Dios se le entrega y la hace bienaventuranza.
 
María, madre de Jesús
 
En el centro del misterio de María está su maternidad divina: en su cuerpo, Dios se hace hombre. La maravilla y prodigio de este acontecimiento la inunda de gracia, llena su vida, la vincula totalmente al hijo de sus entrañas. Por el sí de su fe, María se convierte en madre. Por un acto libre y personal, por un acto de fe, lleno de gracia, comienza el proceso maravilloso de convertirse en la madre de Dios. Si la palabra se ha hecho carne es simplemente porque una virgen de nuestra estirpe humana, en la libertad de su corazón y en al abandono total a su Señor, ha dicho “hágase en mí según tu palabra”. Por eso María es la puerta de la gracia y de la misericordia. La concepción de Jesús es la mayor prueba del amor de Dios por la humanidad. Por ella, el Hijo queda “encadenado” al ser de su madre; y María, vinculada para siempre al Hijo (María Dolores L. Guzmán).
 
Dimensión mariana de la pastoral con jóvenes
 
Si la comunidad cristiana quiere llegar a los yacimientos más hondos de su fe, si quiere ser comunidad de fe, evangelizada y evangelizadora, necesariamente tendrá que mirar a maría, madre de los creyentes y madre de la comunidad de los que siguen a Jesús. Es necesario, pues, preguntarse por el lugar que, en nuestros proyectos y propuestas pastorales, ocupa María y, quizás, de manera más profunda, revisar la dimensión mariana de nuestra vida cristiana y de nuestro anuncio de fe. Es necesario preocuparnos también por la presencia de María en la acción pastoral con jóvenes (Antonio Escudero). Ella puede orientar, realmente, el camino de los jóvenes hacia el encuentro con Cristo. Porque en Ella están íntimamente unidos la naturaleza y la gracia, la libertad y la fe, el valor de lo humano y la apertura a Dios. María sigue señalando a la comunidad cristiana los caminos del peregrinar de la fe; y puede mostrar también hoy a los jóvenes los senderos de la disponibilidad y del abandono incondicional del “hágase”.
 

Eugenio Alburquerque

mailto:directormj@misionjoven.org