[vc_row][vc_column][vc_column_text]Pie de autor:
Carlos Díaz es profesor de Filosofía en la Universidad Complutense (Madrid).
Síntesis del artículo:
“El verdadero giro copernicano lo ha producido el dinero que, frente a un mundo hipercomplejo y sofisticado, aparece como una respuesta simplificadora, niveladora, estereotipada, paralizante”. ¿Qué hacer, pues, frente a los efectos despersonalizadores y paralizantes del dinero? Antes de nada y por delante, habrá de ir el ejemplo personal, amasado con actitudes verdaderas; después, la familia y la escuela deben empeñarse seriamente en vivir de otro modo; y, en fin, no habrá mejor modelo que «Cristo pobre, centrado en el amor y no en el dinero».
1. El eterno becerro de oro
Todas las culturas han dado culto al dinero. Mientras Moisés estaba arriba, abajo el pueblo israelita se entregaba a los ídolos de oro. Entre los griegos se hizo proverbial la expresión «jrémata, jrémata, aner»: el dinero, el dinero, el hombre. Todavía hoy decimos que «poderoso caballero es Don Dinero».
Shakespeare calificó al dinero como «prostituta universal», y desde luego su capacidad de prostituirlo todo parece ilimitada. Mammona, el dinero de iniquidad, gobierna al mundo con una lógica universal, razón por la cual la educación en el dinero, comenzando por la herencia que sacraliza y perpetúa esa educación. La única vía de acceso al nosotros es la que conduce a la comunidad grupal, que no a la democracia, la cual no es apenas nada al lado de la crematocracia. Por su parte, la única educación que parece transmitirse férreamente de padres a hijos es la crematística, socialización del egocentrismo individualista.
El dinero es la realidad con mayor fuerza de contagio, la socialización más porosa, tanto, que hoy no existe una subcultura diferenciada al respecto entre adultos y jóvenes, ya que unos y otros giramos en torno al dinero. Se habla de «plasticidad del deseo», pero esa plasticidad es de escaso margen, en la medida en que va y viene exclusivamente en torno a todo aquello que se puede comprar con el dinero, que es lo rígido por excelencia incluso cuando se trata de dinero de plástico (tarjetas y clónicos derivados).
El verdadero giro copernicano lo ha producido el dinero en el alma del burgués, es decir, de aquella persona que gira en torno al perímetro de lo que tiene, en torno al poder de que dispone, en torno a la tranquilidad y el prestigio que puede adquirir, todo lo cual resulta siempre mucho más fácil con peculio. En todo caso, para el burgués edificar sobre roca equivale a edificar sobre masa dineraria. Ya Aristóteles se quejaba hace veinticinco siglos de que la economía (administración de la casa) sólo se entendía en su época como crematística, y desde entonces las cosas no han cambiado mucho al respecto. Resumiendo, el dinero es la síntesis de los enemigos del alma: mundo, demonio y carne.
Frente al mundo hipercomplejo y sofisticado en que vivimos, el dinero aparece como una respuesta simplificadora, niveladora, estereotipada, paralizante. La supuesta «movida» juvenil no es tal movida, sino nomadeo cansino en torno a las rutas del dinero, eterno Lo Mismo de Lo Mismo para lo mismo responder mañana. Jóvenes y viejos de hoy escribimos de izquierda a derecha en nuestras modernas máquinas de computar, y no por casualidad o por necesidad.
- Los efectos gravemente despersonalizadores
del eterno becerro de oro
Pero cuanto más se gira en torno a ello, tanto más difusa, angustiosa y permanente deviene la propia identidad, y tanto mayor la crisis de sentido. El «tener», como siempre se ha dicho, ahoga al «ser», convierte al propietario en rehén de lo que dice haberse apropiado, embota la sensibilidad, genera soledad neurótica y miedo a la pérdida de la posesión, propicia actitudes depredadoras, competitividades desaforadas y salvajes, culto fetichista hacia los más poderosos de este mundo y envidias feroces, frustra a quien no posee pero también a quien posee y quiere poseer más, enclaustra en los privilegios y en las privacidades, aísla, insolidariza, cercena las utopías e impide las preguntas, o las reduce a un muñón de oro, esclaviza la mirada, a la que somete a cautiverio, confunde la voluntad con el deseo (y por tanto el querer con las querencias).
Todo esto, en suma, despersonaliza, reduce la relación humana a relación mercantil, anula la relación yo-tú y yo-nosotros, pues trata al tú como a un «él», y al final al «él» como a un «ello», evitando la alegría de los pronombres personales. En esta ciudad la noche sin aurora cae sobre la calle, siempre artificialmente iluminada con reclamos publicitarios alienantes, y los habitantes de la ciudad se tornan carcamalopolitanos telecentauros a la búsqueda de un programa (o «pograma») embrutecedor, destruyéndose cualquier forma de intercambio que no sea dinerario, y anulándose la economía del don y de la gratuidad.
Un mundo con electroencefalograma amoroso plano, en suma, que lleva a los padres a decir a los hijos: «Nos hemos sacrificado para que tengas todo, y ahora tú nos pagas así». Para que tengas. Tú nos pagas. Nosotros te compramos. Eso es todo.
Incluso —entre los aún creyentes cristianos— el atesoramiento del dinero lleva insensiblemente a contemplar a Dios como una especie de banquero que contabiliza los méritos supuestamente contraídos. El dinero ciega, produce hipoacusia axiológica incluso a los numerosos creyentes que pretenden compatibilizar el culto a Dios y al dinero, olvidando que no se puede servir a dos señores, y que si en la cumbre axiológica los poderes del mundo sitúan al dinero, el creyente tiene que invertir esa pirámide de mercadería y poner en la cúspide sólo a Dios. Corriente arriba, en un Reino que no es de este mundo, y que ni se compra ni se vende, pues tiene valor y no precio, es fuente de todo valer y de todo aprecio.
Y entonces…
Entonces todo vestigio de orden desaparece, en favor del caos emergente. Entonces reímos menos, dirigimos más rápidamente a los demás, nos irritamos mucho más fácilmente, trasnochamos en exceso, nos fatigamos en demasía, raramente nos paramos a leer un libro, gastamos un tiempo desmesurado ante el televisor, y raramente oramos. Multiplicamos nuestras propiedades si podemos, pero reducimos nuestros valores. Hablamos demasiado, amamos raramente y odiamos con mucha frecuencia. Aprendemos cómo ganar la vida, pero no vivimos esa vida, antes al contrario la perdemos. Añadimos años a la longevidad de nuestra existencia, pero no añadimos vida a la longevidad de nuestros años. Vamos a la luna y volvemos de la luna, pero estamos en la luna porque tenemos dificultad para atravesar la calle y para encontrarnos con nuestros vecinos. Conquistamos el espacio exterior, pero no nuestro espacio interior. Emprendemos empresas mayores, pero no sabemos acometer empresas cotidianas, las de nuestra propia vida diaria. Limpiamos el mar, pero polucionamos el alma. Dividimos el átomo, pero no nuestros prejuicios. Estudiamos más, pero aprendemos menos. Tenemos más escuelas, pero menos maestros. Más aulas y menos escuelas. Más conocimiento y menos poder de juicio. Planeamos más, pero realizamos menos. Tenemos edificios más altos y calles más largas, pero puntos de vista más estrechos; tenemos más, pero somos menos. Cuanto más, menos. Cuanto menos, más.
Del mismo modo, aprendemos a correr contra el tiempo, pero no a esperar con paciencia. Obtenemos mayores rendimientos económicos, pero nuestro rendimiento moral decrece. Tenemos más comida, pero peor reparto. Incentivamos y competimos, pero carecemos de paz. Construimos más computadoras para almacenar más informaciones y para producir más copias que nunca, pero tenemos menos comunicación. Hemos logrado avances en la cantidad, pero no en la calidad. Cuanto mejor, peor.
Estos son tiempos de comidas rápidas y de digestiones lentas; de personajes altos y de personalidades bajas, de ganancias bursátiles y de pérdidas y hemorragias de humanidad. Son tiempos en los que se habla de paz mundial, pero en ellos perdura la guerra en las casas. Tenemos más ocio envasado, pero menos diversión; también tenemos mayor variedad de comidas, pero menor calidad de nutrición. Tenemos más residencias para ancianos, pero menos familias, pues aunque disfrutamos de casas mejores y de familias más ilustradas disponemos de menos tiempo para el encuentro. Cuanto más cantidad, menos calidad.
Son días de viajes rápidos y de llegadas lentas, de usar y tirar todo, especialmente lo más descartable: la moralidad. Moralidad para una sola noche.
Cuerpos sobrecargados de peso, y pastillas que hacen de todo: alegrar, aquietar, excitar, matar.
Es un tiempo en el que hay mucho en los escaparates, y nada en el interior. Todo a cien, porque hay niños esclavos que fabrican esos objetos como en los tiempos de los Faraones, a las puertas del tercer milenio. Es un hoy sin mañana claro. Es un tiempo de dicciones y de predicciones, pero sin expectativas ni prospectivas. Es un tiempo de profecías y de horóscopos cargados de designios banales, pero sin huella de profetas. La gente espera el cumplimiento de grandes profecías, y no ve que ante sus narices está llegando el Apocalipsis: las profecías como ocultación de los signos de evidencia profética.
Es un tiempo de jajajajijijí, que sin embargo termina amodorrando su somnolencia en la decepción de la madrugada fatigada. Es un tiempo de apología de los sentidos y de ausencia de sentido. De autoridades pero no de autoridad. Cuanto más plural, menos singular.
En fin: Su Majestad el Euro. Su Alteza el Mercado Común, que es el más común de los mercados donde se compra y se vende la sangre de los pobres, los cuales siempre son castigados con decalvación y azotes, los cuales también cuanto más numerosos menos significativos socialmente. Ahora, aunque no lo veamos, aunque no lo creamos, hay un perro amarillo rondando por cada casa.
- ¿Qué se puede hacer? Algo se podrá ¿no?
¿Qué se puede hacer en este contexto en favor de los hoy más jóvenes? ¿Será, por ejemplo, bueno sermonear, sermonear, sermonear? Podemos sermonear, por ejemplo. Podemos decir, por ejemplo, que el dinero no da la felicidad y blablablá. Pero no es un recurso recomendable, sobre todo si nosotros los filosermonizantes no vivimos de otro modo, antes al contrario a la hora de la verdad es lo que más nos preocupa: no olvidemos que nuestra religión es lo que viene cuando acaba el sermón. La palabra es el arca de la memoria.
¿Qué más podemos hacer? No tenemos otra alternativa que la de dar ejemplo de que a nosotros nos interesa vivir de otro modo y pensar de otro modo. Como los cristianos mexicanos de la época de la Revolución, también los adultos realmente interesados en corregir el sesgo demoníaco-mamonizado de nuestra vida –padres, educadores, formadores- deberíamos recordar aquella consigna exigente y perentoria: “Si avanzo, síganme; si me detengo, empújenme; si retrocedo, mátenme”. Si no nos atrevemos a llegar tan lejos, al menos recordemos que de adultos envilecedores con el vil metal no vamos a sacar otra cosa que jóvenes envilecidos por el vil metal. Únicamente de adultos que leen, conviven, promueven, buscan seriamente y no tan sólo blandenguemente nuevas formas de encuentro y de convivencia no envilecidas, es más fácil esperar retoños diferenciales.
Aunque sólo sea a escala individual, al nivel elemental de cada uno, hay que echarse a nadar, que es como se aprende: nadando. No hemos venido al mundo tan solo para escribir un Manual de Técnicas de Investigación de Rumiología, por mucho estómago que tengamos.
Desde luego tendremos que comenzar a prescindir en lo posible del gasto dinerario cuando se es adicto a él. Probablemente podamos vivir con menos de lo que acostumbramos, ahora bajo el signo de la sobriedad, como aquel Sócrates que ante las abarrotadas calles de Atenas exclamaba: “¡Cuánto es lo que no necesito, y lo poco que necesito cuán poco lo necesito!”.
Sin actitudes verdaderas de ecoausteridad no lograremos comenzar nunca una vida distinta. Se trata, pues, no solamente de gastar menos de lo que es propio, sino de gastar propiamente menos también de lo que es común: agua, bienes no renovables, y semejantes. En un mundo escaso en recursos hay que recordar que los demás habitantes del planeta Tierra también existen, algo que por extraño que parezca a los países «desarrollados» y a las personas «desarrolladas», incluso a las de los países empobrecidos, les tiene absolutamente sin cuidado. En realidad, lo único en ellos verdaderamente desarrollado es el egoísmo, el gen tramposo según el tratamiento de los actuales genetistas de poblaciones.
Quizá si lográsemos interesar consciente y vivencialmente a los nuevos jóvenes de la vieja Europa en el carácter no renovable de los bienes fungibles del planeta podría iniciarse una generación metadineraria y por ende realmente distinta. No todo es comprar, no todo es poseer, no todo es acumular euros, dólares o yens. Pero para lograrlo no bastarán cursillitos reblandecidos ni morarilas, sino una nueva forma de mirar la realidad, una propuesta enamoradora, un cambio real del corazón y de las cabezas.
Lo que, por todo ello, está sometido a prueba es, pues, el valor de la institución escolar. Si la educación escolar y familiar no es capaz de modificar las pautas de comportamiento derrochadoras y los hábitos consumistas, entonces no habrá nada que hacer. O cuando haya algo que hacer quizá sea demasiado tarde, pues no se puede conducir apurando la frenada, ya que en algún momento esa conducta de riesgo termina en catástrofe. Seguiremos trabajando para que así no sea, de forma que —siquiera por egoísmo inteligente— los planes de estudio de las escuelas, de las enseñanzas secundarias y de las universidades aporten un aire nuevo, una forma de vida distinta.
Lo importante es hacer algo, cuanto más mejor y cuanto mejor más. No es preciso ni tan siquiera «ser bueno» para empezar a hacer cosas que nos liberen del síndrome del dinero. Lo que importa es echarse a andar, mirar a nuestro alrededor: unos ancianos que están solos, algún enfermo terminal, alguna familia con algún problema angustioso, alguien que requiere un pequeño servicio. Y comenzar. A veces nos recibirán con un desconcierto que parece hostilidad. No hay tal. Es sorpresa y timidez. No están acostumbrados. Volvamos a la otra semana y a la otra. Nos estarán esperando. Es una emoción y una experiencia inexpresables.
Estamos hablando de gastar menos y de ayudar a los demás, claro está, no sólo de gastar menos para ahorrar más dinero, al modo como lo entendería la persona avara. La idea sería esta:
“Haz todo el bien que puedas,
por todos los medios que puedas,
de todas las maneras que puedas,
en todos los sitios que puedas,
a todas las horas que puedas,
durante todo el tiempo que puedas”.
- Hacer de otro modo significa asimismo
idear otros modos y nuevos mundos
Se necesita pensar de otro modo y vivir de otro modo para poder idear otros mundos. Dos hombres, ambos enfermos de gravedad, compartían la misma habitación del hospital. A uno de ellos se le permitía sentarse durante una hora por la tarde para drenar el líquido de sus pulmones. Su cama estaba al lado de la única ventana de la habitación. El otro tenía que permanecer acostado durante todo el tiempo mirando a la pared, sin poder acceder a la ventana citada.
Conversaban incesantemente durante todo el día sobre sus familias, sus experiencias, sus temores; en una palabra, sobre su vida. Cada tarde, el compañero sentado cerca de la ventana relataba a su compañero lo que veía a su través. La ventana daba a un parque con un lago donde se deslizaban hermosos cisnes. Los enamorados entrelazaban sus manos mientras paseaban entre árboles y flores multicolores. Allá al fondo, una hermosa vista de la ciudad se divisaba. Un día era esto, otro día era aquello, y siempre había novedades que relatar, las suficientes para mantener en alto la ilusión y viva la imaginación.
Un día murió el enfermo situado cerca de la ventana. El otro fue trasladado con sumo cuidado a la cama del difunto, que daba a la ventana. El enfermo, que iba mejorando, con mucho esfuerzo y dolor se apoyó sobre un codo para poder mirar al mundo exterior por primera vez: finalmente podría ver por sí mismo los paisajes relatados por el añorado compañero ya desaparecido. Al erguirse no vio sin embargo otra cosa que una oscura pared frente a su cama.
Confundido y entristecido preguntó entonces a la enfermera cómo era posible el cambio del decorado, a lo que aquélla respondió que el señor anterior era ciego, añadiendo en voz baja: «Quizá solamente deseaba animarlo a usted».
Ya se ve lo importante del gesto del ciego. Frente a él el mundo se encuentra lleno de desanimados sin causa suficiente para estarlo. Uno no sabe cómo se las ingenia el dinero, que hace realmente lo más difícil: desfondar a quien busca otra alternativa impécune y adineraria, gratuita, antes de comenzar a ejercerla. Sí, aunque parezca inexplicable, mucha gente adulta muere la víspera, arrastrando sin saberlo a los jóvenes a morir del mismo modo, y luego echándoles la culpa por ello. Para los «adultos» o adúlteros (adúlteros porque adulteran cuanto tocan, porque echan a perder a la juventud, que una vez adulterada pasará por su parte a ser adulteradora) amigos del dinero no vale la pregunta de si hay vida después de la muerte, la pregunta que habría que hacerles es la de si hay vida en esta vida, ya que muchos de ellos llevan una existencia de zombis, aunque fuere de zombis con un reloj rolex de oro y pulsera de brillantes y con un maravilloso encendedor dupont de alta definición.
¿Cómo explicar en este contexto mugriento a las eurogentes escépticas en todo menos en el euroconsumismo (con su mismo euro) que hay sol, luna y estrellas por encima de sus cabezas aburguesadas? ¿Cómo hacer ver a estos sujetos poseedores poseídos que para quien alberga en su pecho una catedral gótica y un instinto de poesía no hay ni puede haber aburrimiento, ni dinero con que comprar ocio enlatado para consumir más aburrimiento, antes al contrario siempre tensión diseñadora, eterno proyectar de energías cinéticas, palomas lanzadas en vuelo desde las gárgolas de esas catedrales, arpegios armoniosos de músicas celestes? ¿Cómo decirles que cada ser amado en la distancia aviva lo eterno sin endurecer la propia soledad? ¿Cómo hacerles entender que vivir no es morir, o sea, volver la cara a la pared, aferrar por los hombros al que esté cerca, echarse uno a correr como el que tiene las ropas incendiadas?
En fin, ¿cómo devolver la vista a los ciegos, Dios mío, si no eres tú en última instancia quien te acuerdas del justo de Sodoma y Gomorra, pues Europa y su poderoso caballero eurodinero ya no es otra cosa que un sumatorio de sodomitas y de gomorrinos, pompa solemne pero fúnebre para mentar el nihilismo más feroz?
- Y, desde luego, para el joven
no hay mejor modelo que Cristo pobre,
centrado en el amor y no en el dinero.
Ya en el tercer milenio el mundo parece haber renunciado a la justicia social, a la revolución, comunista o a la de cualquier otro modo. Algo incomprensible, pues hay más depauperados que nunca. Sin embargo, los jóvenes, amaestrados por sus mayores, han oído hablar a todas horas de pensamiento único y de neoliberalismo como pócima universal, bálsamo de Fierabrás y ungüento amarillo. Nadie les hace ver que hay cada vez más pobres más empobrecidos para que haya cada vez menos ricos más enriquecidos. Y casi nadie, o muy pocos, parecen interesados en hacerles ver a los actuales jóvenes las inmensas grietas del sistema, los inquietantes signos del naufragio.
Pero además ha renunciado a Dios. En realidad, quien renuncia a querer a su hermano renuncia a la vez a Dios. Y quien vive expoliando a su hermano vive asimismo expoliando a Dios. El resultado es que no hay Tierra que resista tanto expolio.
Los mayores no quieren reconocerlo. Pretenden solucionar la catástrofe con nuevos másters en Chicago, donde los gánsters (o másters) del mundo se concitan. Y el resultado es que el mundo se fractura cada vez más entre empobrecidos y entre enriquecidos. Un alma sensible ya no sabe adónde mirar para no ver más dolor.
Y cuando el alma bella habla así, entonces los corazones duros inician el contraataque para que esa alma bella se calle. Si es necesario, callarán su boca sellándola de un cantazo.
Pero quien, joven de espíritu, aún viva con austeridad y además trabaje por la justicia denunciando su contrario será persona creyente en Dios y sabrá que Dios cree en él antes de que él hubiera creído en Dios. Dios, manifestado en Cristo, es la respuesta al euro y a todo desfallecimiento. Sin fundamentalismo, con fundamento, experimentará que hay más fuerza en sentirse amado que en creerse fuerte.
Situarse en el amor de Cristo significa abrir sitio a la plenitud donde antes no había más que vacío lleno de dinero. Es perder la oscura religación con el objeto de nuestros temores y de nuestros rencores. Es gozar del dinero como medio o instrumento, nunca como simoníaco fin en sí.
Todo lo cual resulta demasiado consabido, pero también demasiado olvidado. Sólo quien vive de otro modo puede despertar a su propia juventud y despertar la juventud ajena.
En última instancia, la pregunta por el culto al euro es la pregunta teológica única: qué hacemos por nuestro hermano. Por eso interesa a todos, no sólo a los creyentes. “Un día, escribe Jean Guitton en su libro Silencio sobre lo esencial, en que estaba con el más increyente de mis amigos, Jean Rostand, me dijo: «Tiene usted mucha suerte. Usted cree en Dios, por consiguiente puede no pensar en Dios. Yo, que no creo en Él, estoy obligado a pensar siempre en Él»”.
Por eso las grandes cuestiones obligan a poner en común las grandes preguntas, las —como decían los griegos— homologoúmena. n
Carlos Díaz[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]