«Mata primero a tus enemigos, después a los enemigos de tus amigos y, finalmente, mata también a tus amigos». Esta es la directriz literal de uno de los más populares juegos en Internet, el fuego de los mitos, fabricado por Bungie Software y cuya mayor característica es la verosímil humanidad de los personajes. Es decir: su potencia para hacer creer que se está actuando como en la vida real (VR) y no como en la realidad virtual (RV).
La VR y la RV se han convertido por mediación de la pantalla en espacios especulares, comunicados, intercambiables. La potencia interior de la pantalla trastorna la consciencia con el mismo ímpetu que un trauma en plena existencia tiende a convertir la realidad en un sueño. 0 sea: de la misma manera que la muerte repentina de un ser muy querido puede proyectar una impresión de irrealidad sobre la vida cotidiana, las visiones en el ordenador podrían suspender las fronteras de un simulacro.
Los adolescentes, niños y niñas que matan, en España o en Estados Unidos, sólo a veces lo hacen impulsados por estos juegos malvados. Lo incuestionable, sin embargo, es que estos juegos proliferan, se propagan y triunfan entre las posibles elecciones del recreo actual. El asesinato que, en San Femando, cometieron Iria y Raquel sobre su amiga Klara carecía al fin de un móvil que no fuera el gusto mismo de matar. Ni deseaban vengarse de nada ni ganar materialmente nada. La víctima no les merecía la menor atención, según declararon en el interrogatorio. Ante ellas el cuerpo de esa chica era un simple objeto o instrumento para el placer. No para el placer sexual, como solían ser los cuerpos, sino para el placer de matar.
Pero la pregunta es: ¿cómo unas niñas buscan su placer en acuchillar a otra? Sin pastillas, sin alucinaciones, sin psicopatía, las niñas de Cádiz o las de otros casos semejantes han demostrado que puede ser atractivo matar a pesar de soportar el seguro castigo de ser encarcelado y proscrito. ¿0 no? ¿0 toda la consecuencia negativa de asesinar es nula, una vana respuesta de juego electrónico, una secuencia sin daño en el mundo indoloro de la pantalla y cuya condición anónima determina ahora la consideración de los demás?
No mentir, no envidiar, no cometer adulterio, no hurtar, no matar. La serie de los preceptos del decálogo empezaron a ser abolidos en la subversión moral de los años sesenta, empezando por la sexualidad. Desde entonces, ha ido ampliándose la pérdida del sentido del dogma y el deber moral, mientras se ha dilatado una creciente defensa de los derechos. La posible contención personal que regía antes vino a ser considerada represiva, el sacrificio o la renuncia fue tenida como una reminiscencia medieval, la modulación del deseo en atención a los demás una posible coacción del sujeto.
Al cabo, la consecuencia en algunos sectores ha sido la eclosión de fenómenos exacerbados —terrorismo incluido— de un egoísmo incapaz de detectar la semejanza en el otro, cada vez más simplificado y banal. Acaso el modelo del prójimo se produce hoy con gran exactitud dentro de los personajes del juego de la red, donde los actores se comportan como monigotes e ilustran, con su elemental apariencia cómo han de ser las personas que cruzamos en las calles; gentes supuestamente desprovistas de vida sentimental, convertidas en objetos o en estorbos puros.
El instinto, pues, que impedía herir o matar a los demás sin causa, se decanta ahora hacia el mismo exasperado del yo y se especializa, dentro de la cultura de la droga, en ofrecer dosís de voluptuosidad diversa. En ese surtido apenas se incluía la degustación del dolor del otro, pero ya el otro va dejando de existir en cuanto sujeto y, por tanto, en cuanto capaz de padecer. 0 bien: si padece es sólo por dar satisfacción a los derechos de la interminable demanda ajena o para comportarse, en definitiva, como pleno artículo de fruición y explotación.
VICENTE VERDÚ
«El País», 8.6.2000