Me paré a escucharme, y ahora me sale…

1 octubre 1998

A lo largo de este año 98, y después de haber transitado por este mundo du­rante 33 años estoy teniendo una experiencia personal que considero un regalo. Es el mejor obsequio que me han hecho nunca; me viene de la nada, pero trans­forma casi todo.
Durante los últimos años me he dedi­cado casi exclusivamente al trabajo, es verdad que con un alto componente de vocación e, incluso, de creerme salvado por trabajar para los pobres desde la Iglesia. Pero estaba equivocado y anda­ba bastante lejos de la experiencia pro­funda y verdadera que pasaré a relataros brevemente. Incluso mi cuerpo lleva las señas de este padecimiento inconsciente. Una hernia discal es suficiente prueba del autocastigo que me he ido infringien­do.
 
NO sé qué hecho destacar: la comu­nidad, la Semana Santa en el monasterio de «La Canal», la vivencia sanadora de Terriente, la propia transformación de mi mujer, mis hijos… En silencio, os diré que siempre me pierdo cuando intento concretar lo que sencillamente siento co­mo un soplo del Espíritu. Es verdad que en estos lugares encontré la paz suficien­te para transformar-me. Fueron los me­dios que me han ayudado a leer en mi cuerpo, en mi mente y en mi espíritu lo que estaba pasando. Me acerqué a escu­charme.
Me he sentido barro por dentro y he encontrado la guía de mi esperanza al comenzar lo que algunos autores llaman «el camino de descenso». No se trata de una mera construcción mental, sino de la disposición coherente y firme de mi­rar para otro lado, de cambiar la vida en busca de lo que realmente merece la pe­na y, además, de manera integral.
 
EMPECÉ por mi cuerpo maltratado por el estrés, por la ansiedad permanen­te de no llegar, de sentirme valorado y, sobre todo, por poner las tildes donde ni siquiera había acentos. Ahora me cuido. Hago estiramientos por las mañanas, co­mo fruta para desayunar; al mediodía, saboreo y selecciono cada alimento, y contemplo día a día cómo me muevo y cómo se mueven los demás. Pero mi cuer­po no se queda en mí. Me encanta dar y recibir masajes que nos devuelven la paz y tranquilidad y nos permiten comuni­carnos a través del sentido más olvida­do, el tacto. Todo esto, que me sale día a día, me ha llevado a perder peso sin bus­carlo, a aligerar notablemente el dolor de la hernia y a sentirme más ligero y ac­tivo.
 
Mi  mente también se ha trocado en un conjunto de nuevos valores que ayudan a situar las cosas de mi entorno en una nueva escala. El trabajo es el gran perdedor de este cambio, y ganan las personas que me rodean. Ahora estoy más comunicativo, busco rostros, espa­cios y tiempos para el diálogo; y lo pon­go todo por encima de «formalismos la­borales o académicos» porque creo que el mejor fruto de nuestro paso por este mundo no está en una buen obra para las personas, sino en una buena vida en­tre personas.
 
 
 
Sigo removido por dentro y, como le digo a Belén, todavía estoy un poco descolocado. La gran diferencia es que no guardo nada, ni bueno ni malo, todo lo expreso, con el sentimiento verdadero, aún las lágrimas que socialmente se han prohibido al hombre por considerarlo erróneamente el sexo fuerte. Trato de dar sin dolor y sin alegría, simplemente porque ahora, a diferencia de antes, me sale. Mis sentidos se abren cada día más a respirar el mundo y a dejarme respirar, porque también en esto me siento trans­formar.
 
AUNQUE con los pies cada vez más seguros en la tierra que me vio na­cer, el cambio no lo hago sin miedos. Tengo errores y tropezones, y muchos. El miedo mayor de todos soy yo mismo por no saber que seré en el futuro. En­tonces es cuando pienso que si soy fiel a ese camino de descenso, de ir eliminan­do lastres para poder volar, se cumplirá la paradoja de Jesucristo: cuando sea na­da, seré.
 
Siento el soplo del Espíritu allí donde se ven tumbadas mis expectativas y des­
cubro lo que hay en el fondo de mí y de­trás de esas esperanzas artificiales que muchas veces me he creado. Huyo del artificio del conocimiento por el conoci­miento, del Jesús enlatado y conservado. He descubierto que ni el papel ni las pa­labras pueden aguantar lo que realmen­te significó Jesús si no miramos día a día el corazón de las personas.
 
LA transformación que estoy vi­viendo me produce un dolor de corazón que sana, que remueve, que poco a poco va dando luz sobre quién soy y el reto que supone mi entorno. Dicho sin arro­gancia, siento que Dios se está hospe­dando a la espera de que logre consoli­dar este cambio, porque todavía no ha terminado.
Las personas que me conocen, me di­cen que me ven cambiado, más alegre. No se trata de la sonrisa idiota del que se deja llevar por una situación placentera, sino de la conciencia de estar llegando a una nueva etapa en mi vida: integral (cuerpo, mente y espíritu), integrada (con la fe, con la salud) e integradora de mí mismo y de mi entorno.
Gracias por este regalo que nunca ima­giné. Gracias por la comprensión de los que en mi entorno me siguen queriendo y aguantando, antes y ahora. Gracias por los aires que en el futuro soplarán de nuevo para remover mi vida.
Juanjo