Pertenezco a una especie en extinción. A un tiempo en el que la juventud abrazaba utopías y soñaba con cambiar el mundo. El discernimiento aparecía en la edad justa, tanto que, al final del segundo curso, unos optaban por el curso científico y otros por el clásico.
Hoy, los jóvenes terminan el cielo básico sin tener idea de qué carrera seguir. Las utopías cayeron en desgracia, aplastadas por el aquí y ahora del consenso neoliberal. Los sueños son químicos, embutidos en jeringas o pastillas, o producidos electrónicamente en un cóctel de colores sin contenido. Los jóvenes quieren apenas cambiar su propio ámbito visual: un arete en la oreja, un tatuaje en la piel, o unos tenis de marca.
Antes, los corruptos eran minoría, y los usureros, excluidos de la vida social. Ahora, temo que la excepción se vuelva regla. La usura regula las finanzas internacionales, la contabilidad de un pequeño contrato pasa por veredas obscuras, las comisiones por debajo de la mesa son tan frecuentes como la propina del mesero.
Era un tiempo en el que en la infancia no intervenía el factor dinero. No recuerdo la marca de ninguna pieza de mi vestuario. La fantasía oxigenaba nuestras mentes infantiles y el máximo consumo consistía en pedir al papá que comprara una caja de clavos para armar nuestros juguetes.
Hoy, la erotización monitoreada por televisión convierte a la niñez en consumidora precoz, principalmente por no poseer suficiente discernimiento y ser capaz de seducir a los adultos, que ceden a los caprichos del deseo para librarse de la insistencia obstinada.
A los 4 años, se ve al niño revestido de marcas comerciales y a la niña enfrascada en bailes, a un ritmo de esquizofrenia que aleja la edad fisiológica de la psicológica, cuerpo de niña y alma de mujer.
El sueño es sustituido por la televisión, las historias ceden lugar a los programas de auditorio, y las hadas, brujas y reyes, a los juguetes electrónicos. Los armarios están tan llenos como el espíritu vacío. Ya no se reza en familia y las comidas abandonan el ritual de la mesa por ladeglutición mecánica, que hace de la casa una filial del restaurante.
Hay niños terriblemente gordos de azúcar y sin afecto, cansados frente a un futuro que aún no vivieron, enviciados, en indigencia intelectual y espiritual.
En aquel tiempo, el mercado era apenas el lugar donde vendían frutas y legumbres, aves y huevos, y no el bazar globalizado que restringe los valores a la Bolsa y hace del capital un dios a quien se le debe ofrecer en sacrificio el bienestar de la nación.
Junto con mi especie, se extingue el tiempo en que se anhelaba el matrimonio entre la libertad y la justicia, el pan y la paz. En aquellos días había historia y sentido del tiempo y de la vida. Se forjaban esperanzas en gremios, sindicatos, movimientos y partidos. Se respiraba cultura y el arte aún no había sido soterrado por el entretenimiento que exalta nalgas y canciones sin nexo y melodía.
Todavía no se introducía en corazones y mentes la idea de que la felicidad se resume a una mera suma de placeres, ni la convicción de que la existencia es una sucesión fortuita de eventos centrados en la ambición y movidos por la competencia.
Otrora, el amor era el arte de bordar sentimientos y, de manos agarradas, envejecer en un silencio pleno de saciedad, cercado de hijos y nietos, memorias y cariño. Nadie se sentía agredido por maniáticos virtuales que invaden hogares y proyectan imágenes de burdeles en un estímulo telefónico a la violación.
Eran tiempos en que los alumnos no asesinaban profesores; católicos y protestantes no llegaban al colmo de jugar con explosivos unos contra otros; judíos y árabes se respetaban como hijos del mismo padre Abrahán; todos se indignaban cuando un país, como la Alemania nazi, lanzaba bombas sobre las poblaciones civiles de las naciones extranjeras; y la solidaridad se imponía como virtud.
Los dinosaurios, es verdad, están en extinción. Son relegados a los museos que, en breve, exhibirán también a sus visitantes, para que todos conozcan un poco del pasado, ríos y árboles, cataratas y frutos silvestres. Un piso estará reservado a los valores: compasión, amistad, generosidad.
Eso en caso de que algún arqueólogo logre descubrirlos en los escombros de esa sociedad que deja de erguir catedrales para construir centros comerciales y relega a Dios al estante de los cuentos para niños.
Frei Betto