Mi experiencia en Taizé

1 junio 1999

Era la segunda vez que pasaba unos días en Taizé. En esta ocasión acompañaba a un grupo de animadores y catequistas. Muchos de ellos han descubierto en esta colina cercana a Cluny la alegría de la amistad y de la oración que surgen espontáneamente en el clima de fraternidad que rodea todo. Me atrevo a decir que algunos jóvenes, ante un futuro oscuro, han encontrado aquí la esperanza y la ilusión de vivir. En fin, Taizé ha sido una vez más para nosotros un signo o sacramento de esperanza que testifica la fuerza del amor.
 
 

  1. Espiritualidad como aventura del Espíritu

 
Desde que en 1940 el hermano Roger se instaló en aquella aldea casi abandonada que entonces era Taizé, la «parábola de comunión» que soñó no ha dejado de narrarse a cuantos pasan por allí. «¿Qué eres tú —escribe en su diario en 1949, cuando el primer grupo estaba formado ya por siete jóvenes—, pequeña comunidad? ¿Un instrumento de eficacia? No. Nunca. ¿Un grupo de hombres reunidos para ser humanamente más fuertes? Tampoco. ¿Llevamos una vida común para estar juntos y encontrarnos mejor? No. La comunidad llegaría entonces a ser fin en sí misma. ¿Ser felices juntos? Sí, desde luego, pero en la ofrenda de nuestras vidas. ¿Quién eres tú, pequeña comunidad? Una parábola de comunión, un simple reflejo de esa única comunión que es el Cuerpo de Cristo, su Iglesia, y por ello también un fermento en la familia humana. ¿A qué estás llamada? A avanzar redescubriendo una y otra vez el milagro del amor en el perdón diario, en la confianza del corazón y en una mirada de paz dirigida hacia los que nos son confiados”.
 
La espiritualidad de Taizé está dirigida a la apertura continua de caminos de reconciliación, tratando de ser por todas partes fermento de paz y de confianza en la familia humana. Por eso los hermanos que forman la comunidad no están permanentemente allí, sino que se reparten en pequeñas fraternidades en medio de los más pobres de Asia, África y América.
La «Iglesia de la Reconciliación» está precisamente en el centro del conjunto de las tiendas. Allí tienen lugar las oraciones comunitarias que son el centro de todos los encuentros. Tres veces al día se reúnen allí todos los participantes con los hermanos de la comunidad. Se trata de un espacio habitado por el silencio y acompañado de los iconos que invitan a la contemplación, del atril con la Biblia y del sagrario.
«¿A qué nos llama Dios? ¿En qué consiste el misterio de su Iglesia? ¿Qué significa dar nuestra vida…?» Son algunas de los permanentes interrogantes que lanzan los hermanos. Se organizan pequeños grupos de intercambio, para compartir y escuchar las respuestas de cada cual. Siguen los monjes: «¿Cómo unir la oración y la vida? ¿Cómo profundizar y compaginar la vida interior y la solidaridad activa…?»
 
 

  1. Elementos que configuran la espiritualidad de Taizé

 
Oración y silencio, sin duda, constituyen la primera señal de identidad de Taizé. Se reza y se canta. El silencio ayuda a profundizar y reflexionar.
Ambos aspectos empujan a buscarse uno a sí mismo, a encontrarse para poder salir al encuentro de los otros. Oración y silencio son el centro de la particular forma de existencia que promueve Taizé.
Y, sobre todo, la oración prende en los jóvenes. Además, termina conectándose al silencio. Con plena libertad de formas que, por eso mismo, consiguen que poco a poco ese silencio y esa oración sean la mejor expresión de la alegría de vivir, de sentirse joven entre los jóvenes, de alegría de ser cristiano en la Iglesia.
 
El compromiso social es otra de las señas de identidad fundamentales. La injusticia del mundo, la persecución de la felicidad por los engañosos senderos del dinero, etc., se plantean crudamente en la reflexión de los grupos. Rumiado todo en el silencio y orado… salta la necesidad de comprometerse con un modelo de vida distinto del promovido por el sistema social neocapitalista imperante.
La contemplación cristiana de la realidad de la vida de los hombres de hoy hace surgir el compromiso, moviliza a la acción que ha de realizarse en los distintos lugares de origen de los participantes en los encuentros de Taizé.
 
Tercer elemento configurador de la espiritualidad: la comunidad. Taizé es una comunidad en la que se trata de imitar a Cristo. Los hermanos que la componen han optado por tender la mano a aquéllos que están marginados por la sociedad. Tan profundo es el «sentido de comunidad» que se palpa, que el resto de los aspectos comentados no podría entenderse si no fuera por vivirse comunitariamente.
 
 

  1. Carta de Taizé 1999

 
Han terminado las dos semanas de esta mi segunda estancia en Taizé. Traigo conmigo, entre otras cosas, una pregunta que no me deja ni a sol ni a sombra: ¿Qué es lo que encuentran los jóvenes en Taizé que también debieran encontrar en sus lugares de origen?
Y… más que mis palabras, ahí va —para concluir— el texto de la última carta escrita por el hermano Roger que será meditada semana tras semana durante todo el año 1999.
 
“¿Hay realidades que embellecen la vida y de las que se puede decir que aportan como una plenitud, una alegría interior…? Sí, las hay. Una de estas realidades se llama confianza.
¿Comprendemos que, en cada uno de nosotros, lo mejor se construye a través de una confianza muy sencilla? Incluso un niño alcanza a tener esta confianza. Sin embargo, a cualquier edad, hay penas, abandonos humanos, la muerte de seres queridos. En estos años, el futuro es tan incierto que muchos pierden el ánimo. Entonces, ¿cómo salir de la inquietud?
La fuente de una confianza está en Dios, que es amor. Su amor es perdón, luz interior.
La confianza no ignora el sufrimiento de tantos necesitados que a través de la tierra no tienen trabajo ni de qué alimentarse.
Estas pruebas nos interpelan: sostenidos por una vida comunión en Dios, ¿cómo asumir responsabilidades y buscar, junto con otros, que la tierra sea más habitable? Lejos de huir de las responsabilidades, una profunda confianza permite permanecer allí donde las sociedades humanas están quebrantadas o dislocadas. La confianza permite asumir riesgos, avanzar incluso cuando sobreviene el fracaso.
 
Y acontece algo bello y asombroso: una confianza así, nos hace capaces de amar con un amor desinteresado, que en ningún caso es acaparador.
Hoy, en el mundo, muchos jóvenes buscan sanar los desgarros de la familia humana. Su confianza puede hacer que la vida sea hermosa a su alrededor. ¿Saben que en ellos una esperanza irradia incluso aunque no se den cuenta?
La confianza y la esperanza se obtienen en la misteriosa presencia de Cristo. Desde su resurrección, Cristo vive en cada uno de nosotros, por medio del Espíritu Santo; es más, está «unido a todo ser humano sin excepción» […].
Si la fidelidad para seguir a Cristo supone una atención constante, esta fidelidad nos aporta a su vez tanta alegría, tanta paz y claridad… El que busca una comunión en Dios se deja trabajar por unas muy nítidas palabras del Evangelio: «Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de templanza».
Cristo conoce  nuestro combate para permanecer fieles y nos dice una y otra vez: «¡Abandónate! ¡Confíame tus temores!». Él nos saca fuera de nuestro aislamiento y hace posible que nos apoyemos en el misterio de una comunión de amor que se llama Iglesia.
Quisiéramos recordar siempre que Cristo es ante todo comunión. Él no ha venido a la tierra para crear una nueva religión, sino para suscitar una comunión de amor en Dios […].
 
Si fuera posible sondear el corazón humano, ¿qué encontraríamos? Lo sorprendente sería descubrir que, en lo más hondo de la condición humana, están la espera de una presencia y el silencioso deseo de una comunión.
En esta espera, algunos se dicen: «Quisiera abrirme a Dios tal como soy, pero mi oración se desorienta y mi corazón se dispersa». El Evangelio responde: «Dios es más grande que tu corazón».
Si tenemos la impresión de rezar con casi nada, ¿no es Dios un Padre que acoge a todos con ternura? La última oración de Cristo en la tierra nos lo recuerda: «Padre, en tus manos encomiendo mis espíritu».
La oración solitaria es a veces ardua, pero no olvidemos que existe la belleza de la oración en común. Cuando la oración se expresa con palabras simples, con himnos y cantos, llega a tocar el  fondo del alma.
El que sigue los pasos de Cristo, permanece al mismo tiempo junto a Dios y a los demás. La oración es una fuerza serena que trabaja al ser humano, le remueve y no le deja adormecerse ante el mal, ni ante las rupturas que tantos padecen. De la oración se sacan las indispensables energías de compasión.
 
El que busca abandonarse a Cristo y darle toda su vida, con un corazón decidido, tiene que hacer una opción, tomar una decisión. ¿Cuál? Dejar que brote en él un infinito agradecimiento a Dios.
Este agradecimiento es una actitud fundamental, es una apacible alegría que el Espíritu Santo reanima siempre en nosotros. Es el espíritu de alabanza, que nos hace mirar con esperanza a las personas y sus aspiraciones.
Dios nos quiere felices… De nosotros depende presentir las realidades del Evangelio que embellecen la vida: la confianza, el espíritu de alabanza, la generosidad de corazón, una alegría renovada en todo momento…
En el Nuevo Testamento, Pedro, el apóstol, nos lo asegura: «Todavía no habéis visto a Cristo pero lo amáis; sin verlo creéis en él, y os alegráis con un gozo inefable y radiante que ya os transfigura».
Y cuando sobrevengan brumas de indecisión, nos sorprenderemos diciendo: «Cristo, te amamos, quizá no como quisiéramos, pero te amamos. En nuestra vida, lo más claro se construye a través de una muy humilde confianza en ti».
 
En el siglo IV, San Ambrosio de Milán escribía: «Comenzad en vosotros la obra de la paz para que, una vez pacificados vosotros mismos, llevéis la paz a los demás”. La paz del corazón es como un nuevo nacimiento en lo más íntimo de cada uno. El que busca esta paz permanece atento a las palabras de Cristo: «Ve primero a reconciliarte». «¡Ve primero! ¡No lo dejes para más tarde!».
Para comunicar a Cristo, ¿hay acaso una realidad más transparente que la de una vida en la que, día tras días, se concreta la reconciliación? Reconciliarse es amar, perdonar… y expresarlo con la propia vida. Es también estar atento a permanecer en la compasión y la bondad de corazón.
Sin amor, sin perdón, ¿hay futuro para alguien? Sin reconciliación, ¿habría porvenir para la paz en la tierra? Sin la alegría ni la simplicidad, estas realidades íntimamente vinculadas una con otra, ¿cómo irradiarían un espíritu de perdón, no sólo entre los creyentes, sino también junto a los no creyentes?
Así, «que nada os inquiete, estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres». n