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PIE DE AUTOR: Juan-José Tamayo es teólogo y Secretario de la Asociación de Teólogos y Teólogas «Juan XXIII». SÍNTESIS DEL ARTÍCULO: Tras explicar pormenorizadamente el sentido del título del artículo, su autor coloca las bases para formular los «mínimos fundamentales de la identidad cristiana hoy» en las «categorías sociológicas» de la marginación y la exclusión. “Vividas desde la experiencia cristiana, se convierten en categorías teológicas” para definir el “ámbito privilegiado de la experiencia de Dios, el lugar social de los cristianos, el tribunal inapelable que juzga el alcance de las acciones humanas —no en el más allá sino en el más acá de la historia— y el horizonte de la reflexión sobre la palabra de Dios desde la praxis”. A partir de ahí, el «sufrimiento de las víctimas», asumido como lo hizo Jesús de Nazaret, permite reformular esos mínimos: 1/ Dios, Jesús y el Espíritu, en el horizonte de la vida; 2/ La comunidad cristiana en la clave de la fraternidad-sororidad; 3/ Los sacramentos en la perspectiva de la imaginación simbólica; 4/ El cristianismo vivido como fe, esperanza y amor. |
1. Identidad cristiana y cambios culturales
Hablamos de «mínimos». El cristianismo no es un movimiento maximalista, al menos en sus orígenes —y menos aún en el proyecto de Jesús de Nazaret—. La revelación misma no es una transmisión de verdades inmutables que hayan de acatarse en sus más rígidas formulaciones. Es, más bien, un acto de encuentro humano-divino, una experiencia de comunicación interpersonal libre que se realiza a través de hechos y palabras liberadores. El momento actual, a su vez, no es, culturalmente hablando, tiempo de rigideces dogmáticas impuestas autoritariamente por poderes superiores que no se sabe muy bien a quién representan. La revelación de Dios, el movimiento de Jesús y los tiempos actuales coinciden precisamente en su carácter histórico, vivo y dinámico.
Los mínimos facilitan el diálogo y la comunicación con otros mínimos y fomenten la tolerancia entre los seres humanos y entre las personas creyentes de diferentes religiones.
Los «mínimos» no diluyen la identidad, pues ninguna identidad es estática ni se define de una vez por todas. Debe ser capaz de reformulación en cada contexto histórico. «Nunca tenemos… una visión perfecta de la identidad cristiana de sentido. No cabe, por otra parte, dejarla nunca fijada de una vez para siempre… La identidad cristiana una y la misma jamás es igual, sino proporcionalmente igual»[1].
En materia de identidad doctrinal no podemos dar por válida la idea del desarrollo homogéneo del dogma según la entendía la neoescolástica: como una especie de explicitación de lo implícito. La identidad se traduce en inculturación de la fe, como pongo de manifiesto en mi colaboración para la revista «Frontera» (Valencia, mayo 1999). La fe cristiana no está vinculada necesariamente a una sola y única cultura, ni siquiera en la Biblia, como muestra, magistral y magisterialmente, el concilio Vaticano II en la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual.
La identidad cristiana, por paradójico que parezca, no se volatiliza con los cambios culturales, ni se diluye con el diálogo interreligioso, ni se deteriora con los conflictos. «La identidad cristiana permanece en las rupturas y los cambios culturales, y no basada en lo que antiguamente —y, además, de manera puramente intelectualista— se llamaba «identidad homogénea» (que, por lo demás, no es históricamente comprobable)»[2].
En el título digo también «fundamentales». Me estoy refiriendo al nivel de la profundidad, de las opciones, o mejor de las convicciones, sin que ello connote enrocamiento, seguridad o cerrazón.
Fundamental remite a fundamentos. Los climas postmodernos —tan extendidos hoy— tienden a negar los fundamentos de lo real —cuánto más de la fe—; se mueven en los terrenos movedizos de la fragmentariedad y del pensamiento débil, del relativismo y la deconstrucción, del final de las ideologías y utopías. No hay adhesiones firmes, sólidas, consistentes. Y, sin embargo, en medio de la fragmentación de la verdad y de las creencias, hay que mantener las convicciones y las opciones que nacen de la fe.
«Para ser cristianos». Con esta expresión estamos apuntando a una identidad concreta, la cristiana, que debe articularse armónicamente con otras identidades que conviven en cada uno de nosotros —la personal-interior, la cultural-popular, la sociopolítica, etc.— y dialogar con otras identidades religiosas y culturales.
«Hoy», no en los cuatro primeros siglos del cristianismo, ni tampoco en el siglo XXIII. Aquí y ahora, en el presente, en medio del pluralismo cultural y religioso, al que ya me he referido. Pero se trata de un hoy que hunde sus raíces en el ayer y valora en sus justos términos la tradición como ámbito histórico de sentido. El cristianismo no es un invento reciente. Viene de lejos. Tiene un largo recorrido. Quien se adhiere a Jesús hoy no puede pretender partir de cero. Ha recibido una herencia que no puede devaluar o dilapidar, aunque tampoco sobredimensionar o absolutizar. El hoy con raíces en el pasado —tradición— no puede quedarse en la añoranza de lo que fue ni instalarse cómodamente en el presente o en el pasado. Tiene que mirar al futuro con imaginación, creatividad y, sobre todo, con esperanza.
El hoy remite a la relevancia que en cada época están llamados a tener el cristianismo como religión histórica y los cristianos como hombres y mujeres que viven su fe en la historia. Ello exige la necesidad de reformular la fe en los nuevos escenarios culturales. Pues las expresiones de la fe «pueden volverse enteramente irrelevantes, en sus figuras histórico-culturales, para las generaciones posteriores, e incluso pueden vaciarse de sentido en una pura repetición material: porque las generaciones anteriores han expresado sus más profundas convicciones cristianas de fe en el interior de un campo semántico diferente, en otro sistema de comunicación y mediante otra visión de la realidad» [3]. Yo creo que la crisis de relevancia a la que se ve sometido hoy el cristianismo no es tanto por la renuncia a la tradición, cuanto por su tendencia al doctrinarismo.
2. Radicación de la fe en el mundo de la marginación
Los mínimos fundamentales para ser cristianos hoy no pueden formularse en abstracto ni vivirse desde las nubes. Tienen una ubicación concreta: la experiencia humana en toda su densidad y complejidad, conforme a la dialéctica persona-comunidad, individuo-sociedad, integración-exclusión, teoría-práctica, realidad-utopía, tradición-futuro, razón-corazón, vida-muerte, esperanzas-desesperanzas, angustias-tristezas, gozos-dolores, liberación-opresión, fiesta-luto, amor-desamor, centro-límite, conjetura-error, proyecto-fracaso, sentido-sin sentido, bien-mal, positividad-negatividad, presencia-ausencia, finitud-anhelo de infinitud, paz-violencia, gracia-pecado, inmanencia-trascendencia, naturaleza-historia, etc. Ya lo recordó lúcidamente el concilio Vaticano II al comienzo de la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual (GS 1-2).
Ahora bien, en medio de la dialéctica, hay que dar prioridad a las experiencias-límite y a las personas que viven en situaciones de extrema inhumanidad. Las dos categorías sociológicas, que engloban de manera más certera, a mi juicio, dichas experiencias y personas son marginación y exclusión[4]. Ellas remiten a fenómenos estructurales de negación de la dignidad de personas, grupos, colectivos, pueblos, países y continentes enteros discriminados por razones de raza, etnia, género, religión, cultura, clase social, etc. Tras dichas experiencias-límite se esconden rostros humanos desfigurados por el hambre y la sed, la persecución y la falta de libertad, la limpieza étnica y los desplazamientos territoriales impuestos, la explotación laboral y el desempleo, la violencia y la violación, la enfermedad y el rechazo social, la soledad y la impotencia, la pobreza antropológica y la miseria vital.
Es posible que haya quienes consideren —todavía hoy— estas situaciones como fenómenos naturales e irreversibles, y a quienes las padecen como personas malditas y presas de un destino inmutable. Nada más lejos de la realidad. Se trata de situaciones históricas producidas por nosotros mismos, los seres humanos, y por tanto modificables.
Es posible que haya quienes vean en estas experiencias tan dramáticas el dedo punitivo de Dios o el resultado lógico de una vida desordenada y desmotivada para el trabajo, cuando lo cierto es que son fruto de la insolidaridad humana. Vista esa realidad desde la Revelación y con los ojos de la fe, cabe reconocer que los marginados son «sacramento de Dios». Las experiencias de marginación y exclusión constituyen, junto con la experiencia mística —que generalmente suele darse en el mundo de la marginalidad—, una de las cumbres de la experiencia de Dios. La realidad de los marginados, que las ciencias sociales nos describen con rigor, se tornan lugar de mística y contemplación.
Los marginados y excluidos, que son colocados en las afueras del sistema y de las religiones, viven una experiencia tan plena de inseguridad, desposesión y compartir –la mayoría de las veces, sin ser conscientes de ello– que consigue derribar –o, al menos, hacer tambalear– los ídolos de la «seguridad», del «tener» y de la «autoestima», que, por mucha fortaleza que aparenten, tienen los pies de barro. El mundo de la exclusión constituye el mejor acto de desenmascaramiento de la inautenticidad de muchas de las manifestaciones religiosas instaladas en el sistema.
La marginación y la exclusión, vividas desde la experiencia cristiana, se convierten en categorías teológicas. Con ello quiero decir que los marginados y excluidos son el ámbito privilegiado de la experiencia de Dios, el lugar social de los cristianos, el tribunal inapelable que juzga el alcance de las acciones humanas —no en el más allá sino en el más acá de la historia— y el horizonte de la reflexión sobre la palabra de Dios desde la praxis.
3. El sufrimiento de las víctimas
Yendo al fondo de la experiencia humana nos encontramos con el sufrimiento, que nos convierte en «humanidad doliente». El fenómeno del dolor es universal al tiempo que inexplicable, inesquivable al tiempo que injustificable, inmerecido al tiempo que sin sentido, insoportable al tiempo que no racionalizable. «Existe en nuestra historia un exceso de sufrimiento y de mal, una exuberancia salvaje de dolor que se resiste a cualquier explicación o interpretación. Es demasiado el sufrimiento inmerecido y absurdo para poder racionalizarlo en clave ética, hermenéutica y ontológica. Hay un sufrimiento que no puede soportarse ni siquiera «por una buena causa», en el que los hombres, sin razón alguna, son simplemente víctimas de la brutalidad de una causa malvada que beneficia a otros. Además, este sufrimiento recorre de principio a fin la historia humana; es el hilo rojo que permite reconocer cada fragmento histórico precisamente como historia humana: la historia es «una ekumene de sufrimiento»”[5].
Las diferentes experiencias humanas han de someterse a la crítica de las historias de sufrimiento, que son historias para no dormir o, si se quiere, para inquietar las conciencias instaladas e interpelar en la búsqueda de una praxis capaz de vencer —o aliviar— el sufrimiento en la historia humana y en la naturaleza —que también sufre, porque tiene sensibilidad—. Interpretar el sufrimiento dentro de los parámetros de las teorías optimistas de la Ilustración sobre la naturaleza del ser humano y del futuro de la humanidad me parece un acto de cinismo.
Vivimos en un mundo de víctimas, que remite derechamente a la existencia de verdugos. Dicho mundo es una nueva edición, aumentada y refinada, de Auschwitz[6]. Si Auschwitz fue, hace algo más de 50 años, el mal total, el holocausto, la vergüenza de la humanidad, hoy lo es la exclusión de miles de millones de seres humanos, la muerte de hambre de 40 millones de personas indefensas que no tienen ningún tribunal al que recurrir para defender su inocencia y presentar las alegaciones contra los culpables.
Las víctimas constituyen el gran relato macabro de nuestro tiempo. Sin embargo, sobre ellas se tiende un tupido velo de silencio, de indiferencia y encubrimiento. Cuando no queda más remedio que reconocer su existencia porque los hechos, tozudos como son, lo ponen de manifiesto, se intenta defender la necesidad de las mismas buscando una justificación o un sentido de los que carecen.
Jesús se muestra contrario a las víctimas —sean animales o personas—, en la línea de los profetas, defensores de una religión ética, no cúltico-sacrificial. La autenticidad de la religión de Jesús no radica en la práctica de sacrificios, sino en el ejercicio de la compasión con el prójimo dolorido (projimidad compasiva). «Misericordia quiero, no sacrificios», es su consigna recogiendo el legado profético de Israel. Ésta es, a mi juicio, la novedad del cristianismo, que la historia posterior —bien se tratara de los enemigos del cristianismo, bien de sus seguidores-—no supo captar. Lo que, con el correr de los siglos, se impuso fue la interpretación sacrificial de la vida y la muerte de Jesús, conforme al esquema de la violencia de lo sagrado, inherente a la mayoría de las religiones cultuales. Pero dicha interpretación no responde a la lógica histórico-liberadora de su vida, que busca la reconciliación de los seres humanos a través de la opción por los pobres, el trabajo por la justicia y la construcción de la paz.
La praxis liberadora de Jesús viene a desenmascarar la lógica sacrificial tan presente en la cultura occidental, actualmente bajo una modalidad laica, como ha demostrado F. Himkelammert[7]. La liberación que Jesús aporta a la historia humana y a la naturaleza no necesita apelar a la violencia —ni divina ni humana—, ni a los sacrificios, y menos aún a las víctimas. La reconciliación entre los seres humanos hoy tampoco precisa de salvadores que entreguen su vida por los demás al modo bonzo. Lo expresa atinadamente R. Girard: «La humanidad entera se encuentra ya enfrentada a un dilema ineludible: es necesario que los seres humanos se reconcilien por siempre sin intermediarios sacrificiales o bien que se resignen a la extinción próxima de la humanidad»[8].
4. Dios, Jesús y el Espíritu, en el horizonte de la vida
A partir de las experiencias de marginación-exclusión y del sufrimiento de las víctimas, y en lucha contra la marginación y las víctimas, es como, a mi juicio, hay que reformular los mínimos fundamentales para ser cristianos hoy. De los marginados a Dios: he aquí el primer movimiento.
Pero no el Dios del Olimpo descansando plácidamente en su mundo celeste sin preocuparse de los problemas de la humanidad y de la naturaleza, sino el Dios del éxodo que ve la miseria del pueblo oprimido en Egipto, oye el grito de desesperación por causa de los capataces, conoce realmente sus sufrimientos, se acuerda de su alianza con los patriarcas, se preocupa por él y asume el compromiso de liberarlo (Ex 2, 23-25; 3,7). El Dios de los profetas, que apunta con el dedo acusador a los causantes de la pobreza y cuyo conocimiento no consiste en complejas elucubraciones mentales para unos pocos iniciados, sino en la práctica de la justicia. El Dios que cuida de la naturaleza —no la maltrata—, disfruta de su belleza —no la desdeña— y consigue que el lobo pazca con el cordero y que el niño juegue con el áspid sin que ésta le haga daño. El Dios que hace nacer el sol para buenos y malos para que todos caminen en la luz y los malos salgan de la oscuridad.
En Jesús de Nazaret Dios se revela como fuente de vida, Dios de los pobres y padre-madre con entrañas de misericordia para con los pecadores. Jesús se dirige a él con el término arameo «abbá», que expresa cercanía, confianza, intimidad y que habría que traducir por papá-mamá, y no por padre. El abbá con quien se relaciona Jesús nada tiene que ver con el padre autoritario del modelo familiar patriarcal, sino con la imagen padre-madre del profeta Isaías.
Pero, ¿quién es ese Jesús de Nazaret en el que Dios se manifiesta? Ante todo, una persona creyente, que mantiene una íntima relación con Dios, un ser humano profundamente religioso que vive su fe desde la radical experiencia de la libertad. Es también, y simultáneamente, un hombre ético, una personalidad de gran talla moral, que asume libremente el empobrecimiento como forma de vida en solidaridad con los pobres y como forma de lucha contra los causantes de la pobreza.
La opción fundamental de Jesús por los pobres no responde a motivos ascéticos o a actitudes románticas propias de un aventurero, ni es algo fatal que se le imponga desde fuera. Se trata, más bien, de un empobrecimiento consciente y activo, que busca la liberación de la pobreza, en cuanto mal a combatir en todas sus manifestaciones y en sus raíces más profundas, no sólo en la superficie. Precisamente por eso lo mataron[9].
Horizonte ético y horizonte religioso son inseparables y mutuamente fecundantes en Jesús de Nazaret. Pero Dios lo resucita, lo rehabilita en su dignidad personal y en su filiación divina. En él son rehabilitadas todas las víctimas, a quienes se hace justicia. En la resurrección de Jesús la vida triunfa sobre la muerte. La resurrección hace realidad la esperanza expresada por Horkheimer de que el verdugo no triunfe sobre su víctima. El Resucitado, en fin, abre la historia al futuro y devuelve la esperanza a las personas desesperanzadas. Crucifixión y Resurrección son dos dimensiones estrechamente unidas en la persona de Jesús de Nazaret: la primera subraya el carácter sufriente de la existencia humana; la segunda, la vida en plenitud.
Dios se hace presente en el mundo y en la historia humana a través del Espíritu. En la Biblia el E(e)spíritu se relaciona con el soplo, la respiración, el viento, la llama, el agua y tiene que ver con la vida. Gracias a él el ser humano se convierte en ser vivo. Los evangelios presentan a Jesús «lleno de la fuerza del Espíritu», que le impulsa a anunciar la buena noticia de la liberación a los pobres. El Espíritu tiene que ver con la libertad. Acompaña a los seguidores y seguidoras de Jesús y los libera de la esclavitud, de los ídolos, de los poderes del mal. «Donde está el Espíritu, está la libertad». Caminar según el Espíritu lleva derechamente a dar frutos del Espíritu: amor, alegría, tolerancia, paz, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre, dominio de sí mismo (cf. Gál 5, 22). Dios mismo es Espíritu, dice el evangelio de Juan, y pide que se le adore en espíritu y en verdad.
5. Comunidad cristiana: fraternidad-sororidad
El Espíritu de Dios y de Jesús se manifiesta en la comunidad cristiana. La comunidad es la estructura básica de la existencia humana y el espacio social en que va tejiéndose nuestra identidad, abierta al «tú», al «nosotros». Es, a su vez, el tejido religioso que va conformando la identidad cristiana en comunión con los hermanos y hermanas que comparten la fe en Jesús de Nazaret. En ella encontramos un espacio liberado donde vivir de manera liberadora la experiencia gozosa de la fraternidad-sororidad.
El cristianismo es, ante todo, una aventura comunitaria, una opción grupal, no una travesía solitaria. El sujeto de la fe cristiana es el yo, pero no como persona aislada sino como hermano-a. Quien se adhiere a Jesús es la persona creyente, pero en el seno de un grupo que lo acoge y lo acompaña. La Iglesia no es, por tanto, la suma de individuos que se encuentran causalmente en los actos de culto y buscan por separado la salvación de su alma pasando por la tierra como por brasas. Es la comunión de comunidades que viven su fe a partir de la experiencia del movimiento de Jesús como grupo de iguales, hombres y mujeres, en el anuncio del evangelio y en la práctica de las bienaventuranzas. Lo expresa con precisión teológica la Constitución dogmática sobre la Iglesia del concilio Vaticano II: «Quiso el Señor santificar y salvar a los seres humanos no aisladamente y separados entre sí sino formando un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente» (LG 9).
La Iglesia tiene una dimensión institucional como expresión de su visibilidad y, quizá también, como condición necesaria para su continuidad y pervivencia. Pero lo institucional no agota la totalidad de la Iglesia. En cuanto comunión de comunidades, lo que la anima —o debe animarla— es el Espíritu —que no discrimina entre hombres y mujeres—, no el poder —que tiene tendencia a estructurarse patriarcalmente—. El criterio de organización son los carismas, y no la jerarquía. Ello da lugar a la configuración de la Iglesia conforme al binomio comunidad-carismas, frente a la actual oposición clérigos-laicos.
La Iglesia no es fin en sí misma. Está al servicio del reino de Dios, cuyos destinatarios privilegiados son los pobres. Éstos constituyen, entonces, la verdadera razón de ser de la Iglesia, el principio de su estructuración, organización y misión, y el lugar socio-teologal donde debe ubicarse[10].
6. Los sacramentos: la imaginación simbólica
Los cristianos reunidos en comunidad celebran festivamente la fe como don y gracia a través de los sacramentos. Los sacramentos tienen su inserción en la vida. Con ella forman una unidad, como expresa L. Boff en el título de uno de sus libros: «Los sacramentos de la vida y la vida de los sacramentos». Pero la dimensión sacramental es, quizá, el aspecto más problemático de la experiencia de la fe hoy. El mundo simbólico está pasando por una crisis de gran calado en nuestra cultura, que repercute directamente en los sacramentos cristianos. Vivimos en la «era de los símbolos rotos», decía con razón Paul Tillich. «Somos hoy esos hombres que no han concluido de hacer morir los ídolos y que apenas comienzan a entender los símbolos», observa certeramente otro Paul, Paul Ricoeur[11]. Vivimos, añado yo, en tiempos de razón instrumental o, si se prefiere, de reduccionismo racionalizante, caracterizada por una sobredosis cognoscitiva donde impera el abstracto mundo de las ciencias modernas. La razón moderna ha ido renunciado poco a poco a los mitos por considerarlos formas prefilosóficas y precientíficas de pensar. Se muestra insensible a los símbolos, cuyos códigos de sentido no entiende. Desestima la narración como forma de comunicación por considerarla ingenua.
Ahí está justamente el desafío. En plena era de los símbolos rotos, es necesario rehabilitar el mundo de los símbolos, los sueños y las utopías, reavivar la fantasía ritual y hacer florecer de nuevo la imaginación festiva en las relaciones humanas, personas y sociales, y en la experiencia religioso-sacramental. En plena dictadura de la razón instrumental, hay que activar otras formas de razón, que la enriquezcan y dinamicen: dialógica, comunicativa, práctica, solidaria, compasiva, sensible, etc. Bien seguro que el pensamiento racionalista y la tecno-ciencia desestimarán estas formas de razón por considerarlas «débiles» y carentes de relevancia epistemológica. Yo creo, sin embargo, que es precisamente en esas dimensiones donde reside la verdadera fuerza de la razón.
Si la crisis del simbolismo en nuestra cultura ha afectado negativamente al mundo sacramental cristiano, su gradual recuperación tiene que afectarle de manera positiva. ¿Cómo? Corrigiendo la concepción preferentemente verbal e incluso argumentativa que ha primado en la práctica de los sacramentos y estableciendo nuevas prioridades. Ha aquí algunas: lo simbólico sobre lo discursivo, lo ritual-dinámico sobre lo oral-pasivo, lo festivo-desbordante sobre lo ascético-represivo, el misterio sobre la magia, la gratuidad sobre el interés, lo corporal-expresivo sobre el espiritualismo-estático, lo comunional sobre lo sacrificial, el gesto sobre la palabra, el espíritu comunitario sobre el individualista, la narración sobre la argumentación. En relación con este último aspecto cabe recordar que el cristianismo no es una escuela filosófica, sino una religión profética y que la celebración sacramental no es un espacio argumentativo, sino un relato subversivo de la historia passionis et resurrectionis Iesu[12].
- Fe, esperanza y amor: el cristianismo vivido
La experiencia cristiana tiene su primero y principal despliegue en las virtudes llamadas «teologales»: fe, esperanza y caridad. Sin ellas, el cristianismo sería una gran abstracción sin relación con la vida, una construcción mental con gran coherencia lógica, es verdad, pero que no tendría existencia más allá de las mentes sesudas de los teólogos y las teólogas.
La fe es la virtud teologal por excelencia. Se entiende como la adhesión a Jesús y su causa, a su vida y su movimiento, a su mensaje y su práctica, a su muerte y resurrección. La fe tiene una sólida radicación antropológica, un incuestionable componente religioso y una dimensión ética irrenunciable. Se mueve en el mundo del misterio, no en el de la magia o la superstición; es, por eso, inmanipulable. Radica en el interior de la persona religiosa, no en las instituciones religiosas, que no son sujeto de fe. Activa las estructuras profundas del creyente. Pero no por ello queda recluida en la intimidad ni en el mundo de lo sagrado. Tiene que explicitarse en el espacio público y en el entorno de lo profano. Veamos en qué sentido.
La fe implica a la totalidad de la persona y comprende la totalidad de la realidad. No se queda en la mera respuesta doctrinal a la pregunta sobre si Jesús es divino o no, si es humano o no. Exige tomar postura a partir de la totalidad de Jesús ante la realidad en sus diferentes dimensiones. En otras palabras, la fe en Jesucristo es más que fe en él; es, como afirma Jon Sobrino, una fe totalizante, que conduce a los cristianos y cristianas a hacerse cargo de la realidad para transformarla en la línea de los valores del reino[13].
¿Qué decir de la esperanza? Como ha demostrado lúcidamente E. Bloch, la esperanza no es una mera disposición anímica. Es una determinación fundamental de la realidad objetiva y un rasgo esencial de la conciencia humana. Antes que virtud, es principio (Das Prinzip-Hoffnung) presente en el mundo, esperanza fundada (docta spes), que orienta la realidad y al ser humano hacia una meta, hacia una finalidad. Es también virtud, pero no de ojos cerrados, pies quietos y manos inactivas. Es la virtud del camino hacia la libertad, del éxodo hacia la tierra prometida: la esperanza como acción, como compromiso. Si la fe posee el prius,dice Moltmann, la esperanza «tiene la primacía»[14].
La esperanza es la virtud de la disconformidad con la realidad, de la rebeldía contra el orden establecido, de la negativa a aceptar el poder del destino sobre la vida humana. No se conforma con la fatalidad de la muerte, ni con la negatividad del sufrimiento. Pero el inconformismo de la esperanza no se queda en una actitud más o menos romántica o estética de descontento, sino que impulsa a la acción, como acabo de indicar, lleva a asumir la propia responsabilidad en la construcción de un «mundo nuevo».
Así llegamos al amor, que es la virtud socioteologal. El rasgo distintivo del Dios de Jesús es el amor. Más aún, el amor es la definición más precisa de Dios: Dios es Amor. Y la respuesta de los creyentes al Dios-Amor no puede ser otra que el amor en toda su extensión —a Dios y al prójimo— y en toda su plenitud y radicalidad —la donación de sí, la entrega de la propia vida para salvar al hermano—.
El amor reconoce a Dios como Dios y no como objeto manipulable a nuestro gusto y capricho y para nuestros intereses particulares; experimenta a Dios como misterio insondable e inagotable; siente a Dios como ser compasivo y fuente de compasión, como liberador y fuerza de liberación. El amor no se queda en la contemplación ociosa de Dios, sino que lleva derechamente a practicar a Dios; no se reduce a un acto de conocimiento de Dios a través de la razón pura, sino que desemboca en una actitud ética.
A su vez, el amor reconoce al prójimo como otro, respetando su dignidad inalienable e inimitable, sin pretender convertirlo en alter ego; como hermano/a, a quien acoge en su mundo sin pedir nada a cambio. El otro, el prójimo, no bienes inventariables, ni objetos a estudiar; no son partes de un todo, ni medios para el logro de otros fines; no pueden convertirse en instrumentos al servicio de determinadas ideologías —sean cuales fueren— o intereses colectivos —por muy dignos que se presenten—. El otro, el prójimo, son fin en sí mismos, absoluto irreemplazable, como subraya con lucidez E. Mounier.
El amor, todo amor, y muy especialmente el amor como virtud cristiana, no crea identificación entre los seres humanos, sino distinción, valoración y aprecio del otro en cuanto distinto de mí. El amor cristiano es agapé, amor de benevolencia que quiere el bien del prójimo, responde bien por mal y se extiende a los enemigos, que son incorporados al ámbito de la comunión-comunidad de vida.
Si, al referirnos a la esperanza, decíamos —citando a Moltmann— que tenía la primacía sobre la fe, en el caso de la caridad, hemos de decir —con san Pablo— que es “la mayor de todas ellas [de la fe y la esperanza]” (1Cor 13,13). n
Juan-José Tamayo
[1] E. SCHILLEBEECKX, Los hombres, relato de Dios, Sígueme, Salamanca 1994, 80.
[2] Ibid., 82.
[3] Ibid., 81.
[4] He intentado hacer una teología desde el mundo de la marginación y la exclusión sociales en: J.-J. TAMAYO, La marginación, lugar social de los cristianos, Trotta, Madrid 31999; ID., Teología, pobreza y marginación. Una reflexión desde Europa, PPC, Madrid 1999.
[5] E. SCHILLEBEECKX, Cristo y los cristianos. Gracia y liberación, Cristiandad, Madrid 1983, 707. Cf. J.-J. TAMAYO, El dolor el sufrimiento y la muerte. Reflexiones desde la fe: «Pastoral Misionera» 152(1987), 52-68.
[6] Mientras escribo este artículo se está produciendo el ataque de la OTAN a Yugoslavia por la intransigencia de Milosevic, que ha dado lugar al desplazamiento de más de medio millón de kosovares —una cuarta parte de la población— en condiciones infrahumanas.
[7] F. HIMKELAMMERT, Sacrificios humanos y sociedad occidental, DEI, San José (Costa Rica) 1991.
[8] R. GIRARD, El misterio de nuestro mundo, Sígueme, Salamanca 1982.
[9] Tomo la expresión del título de uno de mis libros recientes: Por eso lo mataron. El horizonte ético de Jesús de Nazaret, Trotta, Madrid 1998. La secuencia de este libro es: «Apareció un hombre libre», «Que realizó prácticas de liberación»; «Y por eso lo mataron».
[10] Cf. J.SOBRINO, Resurrección de la verdadera Iglesia, Sal Terrae, Santander 1981; J.-J. TAMAYO, Hacia una comunidad de iguales, Nueva Utopía, Madrid 1991; ID., Iglesia profética, Iglesia de los pobres, Trotta, Madrid 1994.
[11] P. RICOEUR, Freud: una interpretación de la cultura, Siglo XXI, México 71987, cap. II, 1.
[12] He desarrollado estos aspectos nuevos de los sacramentos en J.-J. TAMAYO, Los sacramentos, liturgia del prójimo, Trotta, Madrid 1995. Cf. también: J.-L. SEGUNDO, Los sacramentos, hoy, Carlos Lohlé, Buenos Aires 1971; L. BOFF, Los sacramentos de la vida y la vida de los sacramentos, Indo-American Press, Bogotá 1975; J.-Mª CASTILLO, Símbolos de libertad, Sígueme, Salamanca 1981; C. FLORISTÁN, Los sacramentos, signos de liberación, Fundación Santa María, Madrid 1986; L. MALDONADO, Sacramentalidad evangélica, Sal Terrae, Santander 1987.
[13] La idea de la fe como totalidad es desarrollada magistralmente por J. SOBRINO, La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas, Trotta, Madrid 1999. Sobrino se inspira directamente en Karl Rahner, su maestro, e indirectamente en Xavier Zubiri, maestro de Ellacuría.
[14] Cf. E. BLOCH, El principio esperanza, 3 vols., Aguilar, Madrid 1977-1980; J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 1969; J.-J. TAMAYO, Religión, razón y esperanza, Verbo Divino, Estella 1992.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]