Mirada cristiana sobre el dinero

1 diciembre 1999

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Pie autor:
José Antonio Lobo Alonso es profesor en el «Instituto Superior de Ciencias Morales» (Madrid).
 
Síntesis del artículo:
El dinero “ha ocupado el centro de la vida de los seres humanos”. Al respecto, el autor trata aquí de responder a tres preguntas básicas: “¿Cuáles son las consecuencias de la idolatría del dinero? ¿Cómo se ha llegado a este estado de cosas? ¿Cuál sería la visión y la actitud cristiana frente al dinero?” Una vez recordadas las víctimas y analizado el proceso que conduce al «hombre burgués», la alternativa cristiana es clara: una «cultura samaritana» cargada de «gestos de vida».
 
 
            1 ¿Cómo anda el mundo de los dineros?
 
Al aproximarse desde una óptica cristiana al mundo de la economía, al mundo de los dineros, tal como funciona hoy, en él no se percibe mayormente la presencia de valores evangélicos importantes como son la fraternidad, la justicia, la solidaridad y la gratuidad. Más bien en este mundo todo parece indicar que el «dios Mammón», que se traduce en el afán insaciable de acumular bienes, en el consumo depredador por parte de algunos, pero con la exclusión de la mayoría, ha ocupado el centro de la vida de los seres humanos, en el que lo dirige todo, lo anima todo y el que se ha apoderado de mentes, voluntades y corazones.
 
El dinero, convertido en dios, resulta ser un dios idolátrico que, como todos los ídolos, exige el sacrificio de víctimas, produce muerte en torno suyo. E. Mounier ya señaló algunos de estos efectos deletéreos del dinero cuando se convierte en dios: «separa a los hombres comercializando toda relación, falseando las palabras y los comportamientos, aislándolos sobre sí mismos, lejos de los reproches vivos de la miseria».
 
Estas palabras son reveladoras de la actual situación del mundo de los dineros y ponen de manifiesto dos cosas. Primera, que el dinero, convertido en valor supremo de la vida, termina por concentrar todas las aspiraciones y energías de las personas en su búsqueda y posesión. Y segunda, que es consecuencia de la anterior, quita sensibilidad para los sufrimientos ajenos, muchos de ellos causados precisamente por el afán desmedido de riqueza, pues para que algunos acumulen bienes y despilfarren es preciso que otros sean explotados, expoliados y desposeídos.
 
Por eso, el acercamiento al mundo de los dineros desde la óptica de la fe cristiana obliga a plantearse una serie de preguntas: ¿cuáles son las consecuencias de la idolatría del dinero?; ¿cómo se ha llegado a este estado de cosas; y ¿cuál sería la visión y la actitud cristiana frente al dinero?
 
 

  1. Las víctimas del «dios Mammón»

 
Función de la economía es organizar racionalmente la producción, la distribución, el uso y el consumo de bienes, su meta parece lógico que sea poner al alcance del conjunto de los seres humanos, y no sólo de unos pocos, los bienes requeridos para satisfacer sus necesidades, al menos sus necesidades básicas, como son: alimento, vivienda, salud, higiene, educación, etc.
¿Cumple el actual modelo de organización de la economía estos objetivos? Desde luego el objetivo de la producción suficiente de bienes, al menos en su aspecto técnico[1], parece estar logrado, pues en menos tiempo y con menos manos de obra se consigue hoy producir muchos más bienes que antaño.
 
Por el contrario, el actual modelo económico no parece haber resuelto adecuadamente el problema de la distribución equitativa de los bienes producidos en abundancia. Esto es tan cierto que se puede afirmar, sin caer en demagogia, «que el problema primero y principal que existe en la actualidad es el de la pobreza en la se encuentran miles de millones de seres humanos en los países del sur»[2].
 
Esta situación no ha escapado a la mirada de la Iglesia, en la medida en que ella contempla este mundo de la economía precisamente desde la perspectiva de la fe cristiana. Juan Pablo II, en su encíclica Sollicitudo rei socialis, señalaba este hecho, «el de la persistencia y a veces ensanchamiento del abismo entre las áreas del llamado norte desarrollado y las del sur en vías de desarrollo» (nº 14), no sólo como una de las mayores lacras de nuestro tiempo, sino como uno de los más graves «pecados estructurales»[3].
 
Esta es, pues, la más escandalosa contradicción del actual sistema económico, que, a pesar de la innegable capacidad técnica para la producción de los bienes necesarios para la satisfacción de las necesidades del conjunto de los seres humanos, persiste el contraste entre las oportunidades que tienen unos, la minoría, que hasta les permite vivir en el lujo y el despilfarro, y las necesidades que padecen la mayoría de los habitantes del planeta, muchos de ellos privados hasta de los mínimos necesarios para la vida, que continúa la división, denunciada por el Papa, entre un norte rico y un sur pobre.
 
El escándalo de esta contradicción resalta más si se tienen en cuenta los siguientes datos: «En los primeros (los países ricos) sólo habitamos el 20 por ciento de los humanos y en los segundos (los países pobres) el 80 por ciento… En los países del sur existen 1.300 millones de personas por debajo del límite de la pobreza, un número superior al de toda la población de los países del norte (1.178 millones). Debemos tener en cuenta que los 1.280 millones de personas que no tienen acceso a agua apta para el consumo o los 1.200 millones de seres humanos que viven en poblados de cartón y plástico son más que toda la población del norte. Los 1.000 millones de personas que no tienen acceso a ningún servicio de salud constituyen casi el doble de toda la población europea oriental y occidental»[4].
 
Estas son las víctimas de la idolatría del dinero, del reinado del «dios Mammón». Son personas de carne y hueso, que tienen las mismas aspiraciones y los mismos derechos que la minoría de privilegiados, y, por desgracia, son demasiadas y claman a nuestra conciencia para que no nos conformemos ni quedemos pasivos ante esta situación.
Por todo ello, al mirar desde una óptica cristiana hacia el mundo de la economía, tal como funciona hoy, debemos seguir haciéndonos preguntas: ¿cuál es la razón de todo esto?, ¿acaso el dinero es malo por su propia naturaleza?, ¿cuál sería el fundamento de las actuales disfunciones en el uso del dinero?, ¿existe, vistas las cosas desde la fe cristiana, una salida alternativa, la posibilidad de un uso diferente del dinero?
 
 

  1. Cuando el dinero se convierte en un fin

 
La economía está sometida a ciertas normas. Una de ellas es la de la división del trabajo. Puesto que la autarquía, la capacidad para abastecerse de todo por sí mismo, es imposible, se convierte en necesaria la especialización de las tareas productivas, pues tiene que haber agricultores, albañiles, médicos, maestros, etc.
Como exigencia de la división del trabajo surge el mercado, otra norma de la economía[5]. Para dar salida a los productos de la división del trabajo es necesario un mercado, un espacio real o simbólico en que se realicen las transacciones, las operaciones de compra y venta.
 
Siendo el mercado una pieza necesaria para los intercambios, lo que varía es el modo como se pueden realizar los intercambios. Uno de esos modos es el intercambio de bienes por bienes o la «economía de trueque». Esta modalidad de intercambios, que se practicó algún tiempo y en algunas sociedades, cuando éstas se volvieron más complejas y los intercambios se multiplicaron en el número y en el espacio, dejó de ser viable y fue preciso encontrar un sistema de intercambios más ágil y eficaz. De esta manera nació el dinero como unidad simbólica para los intercambios, pues fijado el precio de las mercancías en dinero, éstas dejan de intercambiarse directamente y el intercambio se hará acudiendo al dinero.
 
Esta breve y sencilla explicación sobre el sentido y función del dinero, como unidad simbólica de cambio, la ofrecemos con el objeto de dejar constancia de varias cosas. Primera, el dinero ni es bueno ni es malo en sí mismo, sino que es un simple medio al servicio del funcionamiento de la economía. Y, segunda, que el uso del dinero tenga efectos negativos, ocurre siempre que deja de ser medio para convertirse en sí mismo en el fin de la economía.
 
Cuando el dinero cambia su condición de medio para convertirse en un fin, en algo que acapara mentes y voluntades y en el centro de las aspiraciones de los seres humanos, como parece ocurrir en el actual modo de concebir y funcionar la economía, se convierte en un fetiche, en un ídolo y, en cuanto tal, exige servidores y en torno a él se monta un auténtico culto.
El carácter idolátrico del dinero se pone en evidencia, en este sentido, siempre que, como vimos en el apartado anterior, del modo en que se usa y valora derivan víctimas. Ejemplo actual y paradigmático de esta inversión de la función del dinero son las víctimas producidas por el tráfico de armas y el tráfico de drogas: para amasar grandes fortunas personas y grupos, ávidos de dinero, no se detienen ante la destrucción de vidas que resulta de tales negocios.
 
Entendida la razón que lleva a que el dinero, que en sí ni es bueno ni es malo, tenga una función negativa, su paso de medio a fin, su uso idolátrico, nos queda por ver el proceso que llevó a esta inversión, que parece haberse generalizado en el funcionamiento actual de la economía, pues damos por supuesto que las cosas no cambian de la noche a la mañana, sino que los cambios en la vida y los comportamientos sociales son efecto de largos procesos.
 
Este proceso ha sido estudiado y explicado por autores conocidos, como Max Weber y Werner Sombart, quienes lo vincularon al nacimiento del «espíritu burgués», del «estilo de vida burgués», del «hombre burgués». Estos autores, por una parte introdujeron el término «espíritu» en el vocabulario sociológico y lo definieron como el sistema de valores, de convicciones profundas y de motivaciones de fondo que guían siempre a los seres humanos en su actuación práctica; y, por otra, explicaron de manera adecuada el nacimiento del «espíritu burgués».
 
Frente al «hombre medieval», según estos autores, el «hombre burgués» ya no vivirá como aquél centrado en la posesión de Dios, en la entrega piadosa a su contemplación, sino en la acción, en la que verá la forma de cumplir la voluntad de Dios, sintiéndose, además, un instrumento en sus manos para la transformación del mundo.
 
Esto quiere decir que, en sus orígenes, el «hombre burgués» fue un hombre profundamente religioso y preocupado hasta la angustia por su salvación, pero que encontró una salida a esa angustiosa incertidumbre sobre la salvación, precisamente en la dedicación al trabajo, en el ejercicio de una profesión. Más aún, el éxito profesional terminará convirtiéndose en el mejor signo de salvación, en la prueba fehaciente de gozar de las bendiciones de Dios.
De esta manera nació el «hombre burgués». Este, volcado por una parte en el trabajo y en el ejercicio riguroso de una profesión y llevando, por otra, un estilo austero de vida, tal como le exigían sus profundas convicciones religiosas, terminó por acumular el capital que sentaría las bases del «sistema capitalista».
 
Este «hombre burgués», originariamente un ser religioso, moralmente sacrificado, austero y de costumbres sencillas, y profesionalmente emprendedor, cuando con el paso del tiempo deja de ser religioso y abandona la austeridad y sus costumbres sencillas, pero no su espíritu emprendedor y competitivo en lo profesional, se convertirá en el actual modelo de persona, cuya meta será «trabajar para ganar más», «ganar y tener más para consumir más». Hemos llegado así al «espíritu» que guía al actual «hombre burgués», que vive bajo la idolatría del dinero: «tener y consumir más» en lugar de «ser más y mejor persona».
 
El dios capital, el «dios Mammón» se ha impuesto de tal manera que, en este momento, el dinero ni siquiera se utiliza ya y preferentemente para producir bienes o servicios, sino para generar más dinero. Estamos en la fase del capitalismo especulativo, en el que la fuente del enriquecimiento es especular con el dinero.
 
Un autor ejemplifica este culto idolátrico del dinero, que impone el neoliberalismo imperante, en los «shoping centers», que serán los símbolos de este mundo nuestro y de nuestras ciudades de la misma manera que las catedrales lo fueron de la ciudad medieval: Estos centros serían los templos de la religión del consumo. «No se puede ir como uno quiera, hay que ir con ropa de misa dominical y usted pasa por aquellos claustros, por aquellas capillas con venerables objetos de consumo y rodeados de bellas sacerdotisas; si usted no puede comprar se siente en el Infierno. Si puede comprar a crédito está en el Purgatorio; pero si tuvo manera de comprar está en el Reino de los cielos. Y para todos finalmente hay una comunión post-moderna: el mismo pan y el mismo vino en la mesa de McDonald»[6].
 
 

            4 Hacia una actitud y cultura samaritanas

 
El tipo de ser humano al que conduce el culto idolátrico del dinero se le podría definir, creo que con bastante exactitud, como «el hombre productor-consumidor», pues esta es su principal característica, la de vivir inmerso en el ciclo infernal del producir para consumir, sin que parezca tener fin el afán del «tener», de la «posesión-consumo» de bienes. Un ser así ha dejado de ser el dueño y el dominador de las cosas, de los objetos, del dinero, de los bienes, para convertirse en su servidor y esclavo.
 
Sin embargo, aun dando por supuesto que esta sea la situación, la tarea del cristiano cuando se enfrenta a ella, no puede limitarse a la simple constatación de los hechos, ni quedarse en la pura lamentación y menos todavía optar por el conformismo, pues tales actitudes son diametralmente opuestas a la esperanza cristiana. Por el contrario, la actitud del cristiano ha de ser siempre positiva y constructiva y, en el caso de esta sociedad idolátrica, dominada por el espíritu de lucro y el deseo de un consumo ilimitado, se ha de traducir en la búsqueda de una alternativa, en la superación de la idolatría del dinero.
 
Sin embargo, para que esta búsqueda no termine demasiado pronto en la frustración conviene, primero, poner los pies firmemente en tierra y tener en cuenta las dificultades que semejante proyecto tendrá que encarar.
 
La primera de ellas la expresó el filósofo Adorno en la siguiente frase: «Lo terrible es que el burgués no encontró sucesor». Lo que tal frase parece sugerir es que el problema no está tanto en el «hombre burgués», quien, apareciendo en la historia, habría cumplido una función positiva, la de poner fin a la concepción mágica de la vida y, en consecuencia, a la pasividad, otorgando así a los seres humanos el protagonismo que les corresponde en la transformación de este mundo, cuanto en su perpetuación o en el hecho de que se acepte esta concepción de la vida y del hombre como definitiva, considerando imposible su superación o la existencia de una alternativa.
 
Esta dificultad es importante, porque tiene sus voceros, como es el caso del norteamericano Francis Fukuyama, quien hace años decretaba el «fin de la historia» y, más recientemente, ha insistido en que lo acaecido en los últimos años sigue dándole la razón; y porque se ha convertido en el mensaje oficial transmitido por el «pensamiento único»: nuestro mundo tal como está organizado y funciona no es un mundo perfecto, pero sí es el mejor de los posibles.
 
La segunda dificultad, y no precisamente la menor, es que al «hombre burgués» lo llevamos todos dentro. Ha sido asimilado hasta tal punto por la mayoría de la gente que, hoy, el que no acumula y consume sin medida no es por falta de ganas, sino porque no ha tenido la oportunidad de hacerlo, pero ese sería su mayor deseo y vive al acecho de esa oportunidad. Este hecho lo descubrió hace tiempo en el propio proletariado A. Gramsci: «El enemigo al que habrá que combatir y vencer —advertía— no se encontrará ya fuera del proletariado, no será ya una potencia física externa limitada y controlable, sino que estará en el proletariado mismo…, en cada conciencia el hombre nuevo tendrá que luchar, en cada acto, contra el burgués al acecho»[7].
 
Frente a estas dificultades ciertas encontramos una luz de esperanza en otro hecho no menos cierto. Se trata de que está aumentando el número de personas insatisfechas con la actual cultura de la idolatría del dinero. Este hecho se refleja, según un autor, en una serie de datos tomados de Estados Unidos, un país emblemático por lo que respecta a esta cultura idolátrica: «Un 24 por ciento de los norteamericanos… se declaran hastiados de la impulsión a ganar más dinero, ascender y comprar más. Esta tendencia agrupa actualmente a 44 millones de ciudadanos que se han aunado en una plataforma de doscientas organizaciones… (tienen) el deseo de una vida más sencilla y austera. Los partidarios de esta «simplicidad» bajan el grado de ambición. Sus miembros hacen campaña diciendo no a los contenidos de la televisión, no a la comida basura, no a los centros comerciales, no al desasosiego de la hiperactividad, y  a los transportes públicos, al consumo moderado, al reciclaje y al voluntariado social[8].
 
La garantía mayor para la posibilidad de salir de esta cultura idolátrica del dinero, de superar al «hombre burgués», está, al menos desde la óptica cristiana, en la vuelta al cristianismo originario, a los valores contenidos en el Evangelio y puestos en práctica por Jesús, que se concretan en lo que se ha llamado «actitud samaritana» y también «cultura samaritana»: «Del mismo modo que la idea religiosa de «profesión» creó una psique peculiar que originó el puritano concentrado en el trabajo como eje de la vida, la socialización en la cultura samaritanapuede crear una psique militante muy peculiar en la lucha contra la desigualdad como nuevo eje de la vida salvada»[9].
 
Son diversos los textos evangélicos en los que aparece con claridad el espíritu del cristianismo originario, que se concreta en la cultura samaritana, pero dos nos parecen especialmente representativos: el de la Parábola del Buen Samaritano (Lc 10, 25-37) y el del Juicio final (Mt 25, 31-46).
 
El primero resume muy bien lo que de peculiar tiene esta cultura samaritana, que presentamos como alternativa a la cultura idolátrica del dinero, del tener y del consumo, en la medida que en ella es una forma de pensar, de sentir y de actuar: «Un pensamiento capaz de ver el problema de las víctimas y no estar ciego ante él, un sentimiento abierto al dolor de los oprimidos que queda conmovido por su situación, una acción dirigida a erradicar la situación en la que se encuentran las víctimas»[10].
 
En el segundo, se ejemplifica la tarea del buen samaritano en la historia y se concreta cuáles son algunos de esos grupos a los que habrá que aproximarse, en cuanto prójimos nuestros, para ver el modo de conseguir su liberación.
 
 

            5 Conclusión

 
Nuestra aproximación cristiana al dinero se ha detenido en el análisis de la actual situación, dominada por un culto idolátrico del dinero y del «tener», y en la descripción de cuáles son las víctimas de este culto idolátrico; pero no se ha quedado en esto, sino que hemos intentado tomar partido frente a esta situación y llamar a la implicación y el compromiso, buscando la superación de una cultura, que hoy puede definirse, si se atiende a sus efectos, como una «cultura de muerte», y su recambio por la «cultura samaritana». El fundamento de esta nueva cultura a implantar se encuentra el cristianismo originario, esto es, en lo que Jesús dijo de parte de Dios su Padre y él mismo puso en práctica
 
La apuesta por esta nueva cultura requiere, en primer lugar, hacerse cargo de la realidad del otro, sobre todo del sufriente y de los que son víctimas de la visión desenfocada y la valoración equivocada del dinero, y no pasar de lado y mirando hacia otra parte como hicieron el sacerdote y el levita de la Parábola; y, en segundo lugar, cargar sobre nuestras espaldas con la tarea de sentar a la mesa del banquete de la vida a todos los excluidos, porque este es el deseo de Dios.
 
Para que esto no se convierta en una utopía irrealizable, será necesario aceptar aquellos cambios en nuestro estilo de vida que la hagan posible. Este cambio diversos teólogos lo han concretado en el avance hacia una civilización de la austeridad. Se trata de que quienes tienen, o tenemos, un elevado nivel de bienestar y de consumo, renunciemos a parte de él para poder compartir más con los que tienen menos.
 
No se trata de un ideal imposible, ni de renunciar a la propia felicidad, sino de colocar ésta no en el «tener más», sino en el «ser más», de acuerdo con una antigua sentencia que decía: «No es más feliz el que más tiene, sino el que menos necesita». Frente a la actual cultura del «cuanto más mejor», apostar por esta otra sentencia: «De nada en exceso». En esta apuesta se juega, a nuestro juicio, no sólo el provenir de la humanidad y hasta del planeta, sino también la propia salud física, psíquica y espiritual de los individuos. n
 

José Antonio Lobo

[1] La enorme capacidad de producción de las tecnología hoy disponible salta a la vista. Cosa menos evidente es que esta posibilidades productivas se usen para la producción de los bienes que son necesarios para vivir y no de otros que, o bien son superfluos, o bien son incluso nocivos para el ser humano, como lo son la producción de armamentos cada vez más sofisticados y con un enorme poder destructivo, o de las drogas, que están matando a muchos jóvenes.
[2] R. DÍAZ-SALAZAR, La izquierda y el cristianismo, Taurus, Madrid 1998, 312.
[3] Es un concepto acuñado por el Pontífice y del que daba en esta encíclica dos definiciones. Se le identificaba, en primer lugar, con los «mecanismos económicos, financieros y sociales que llevan de modo casi automático a la actual separación entre ricos y pobres» (nº 16); y, en segundo lugar, se describía el pecado estructural como «la suma de factores que actúan contrariamente a una verdadera conciencia del bien común universal» (nº 36).
[4] R. DÍAZ-SALAZAR, o. c., p. 312.
[5] Sin entrar a explicar la diferencia entre una «economía con mercado» y una «economía de mercado», simplemente señalamos que la primera reconoce la necesidad del mercado y la segunda convierte a éste en el eje de la economía, como sucede en el actual modelo económico.
[6]  F. BETTO, Retos que nos impone el neoliberalismo, en: Revista «Alternativas», nº 13, Managua 1999, p. 192.
[7] L’Ordine nuovo, cf. R. DÍAZ-SALAZAR, o. c., pp. 419-420.
[8] V. VERDU: La merienda civil, «El País» 16 de enero de 1997.
[9] R. DÍAZ-SALAZAR, o. c., p. 303.
[10] Ibid., p. 386.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]