[vc_row][vc_column][vc_column_text]PIE AUTOR:
Agustín Domingo Moratalla es Profesor Titular de Filosofía Moral y Política en la Universidad de Valencia.
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El objetivo del articulo es proporcionar instrumentos para plantear la identidad del voluntariado en el marco de la ética contemporánea. Se parte de que la identidad es un desafío que implica tanto a personas como organizaciones. Este desafío se puede abordar desde tres ángulos: el de una identidad sustancialque reduce la identidad a carácter, el de una identidad impersonal que anula la persona en la organización y el de una identidad narrativa donde la responsabilidad tiene una dimensión solidaria. Este último modelo de identidad exige una renovación de las éticas del voluntariado reclamando no sólo una ética del compromiso, sino una ética de los proyectos de vida. ¿Puede haber cultura de la solidaridad si no hay un proyectos de vida?, ¿puede reducirse una ética del voluntariado a una ética del compromiso?
- La identidad, un desafío personal y organizativo
La identidad de los voluntarios se ha convertido en una de las preocupaciones centrales de todas las organizaciones que los acogen. Cada día es más habitual que nos pregunten: ¿Cómo distinguir a los voluntarios «verdaderos» de los «falsos»? ¿Hay algún «criterio de homologación» o «denominación de origen» con el que establecer una selección acertada?. Esto en el mejor de los casos, porque hay veces que la propia organización tiene establecido un perfil determinado de acuerdo con una determinada «identidad» de la organización[1].
Ciertamente, es natural que cada organización establezca un perfil propio para facilitar la integración en todos los procesos organizativos. Es natural que las propias organizaciones sean las primeras interesadas en clarificar las motivaciones de los voluntarios. No serían organizaciones responsables si no fueran capaces de provocar el discernimiento, la reflexión y el autoanálisis en quienes desean realizar algún tipo de colaboración. Uno de los objetivos de las entrevistas, encuestas o procesos de selección es poner al voluntario ante sí mismo. De esta forma, la identidad del voluntario se plantea como un desafío personal porque descubre las coordenadas éticas, políticas o existenciales con las que está situado en el mundo. Un desafío con el que se inicia un proceso donde el voluntario reflexiona, toma distancia respecto a otras formas de compromiso y descubre un lugar que puede ocupar su proyecto de vida en un espacio social compartido.
Este proceso es importante en la construcción de la identidad. Desde entonces, descubre que sus inquietudes pueden cobrar una nueva dimensión; dejan de ser simples sentimientos o afanes impetuosos de hacer algo por los demás para convertirse en inquietudes significativas. Descubre que sus inquietudes adquieren nuevas dimensiones y nuevos valores, tanto en el contacto con las personas de la organización como en la realización de las tareas que se le asignan. Descubre que construir un proyecto de vida y crecer en una determinada dirección es participar en un proceso de identificaciones compartidas.
No se trata sólo de un desafío personal, sino de un desafío institucional porque la propia organización pone a prueba su capacidad para generar identificaciones compartidas. Es más fácil pedir que los voluntarios se adapten o integren en la organización que poner en cuestión el “sentido de la organización”. Esto no sólo significa que la identidad es un proceso, sino que la identidad es un proceso complejo donde también está en juego la capacidad de las organizaciones para generar valor y significado, es decir, la capacidad que tengan para generar credibilidad y hacer atractiva la identificación con ellas.
- Modelos de identidad y compromiso
Para precisar este doble desafío podemos servinos de lo que Paul Ricoeur ha llamado «identidad narrativa»[2]. En su preocupación por describir los complejos procesos de identidad en los que se sitúa el hombre moderno, Ricoeur plantea la necesidad de superar dos formas deficientes de afrontar la identidad personal[3].
2.1. Mantener el carácter o la identidad sustancial
Por un lado, una forma sustancialista de entender la identidad de los procesos personales, como si la identidad consistiera en la adquisición de una determinada forma de ser, en la apropiación personal de una determinada sustancia moral, o en mantenimiento invariable de un determinado carácter. Como si el carácter estuviera constituido de antemano y de una forma precia a los actos humanos[4]. Es el modo más habitual de plantear la identidad personal, como si se tratase de un proceso de conquista (apropiarse de una identidad que no se tenía previamente) o resistencia personal (mantener una identidad previa o anterior a la acción).
Para entenderlo mejor podríamos utilizar la imagen de un maniquí al que se le pueden adaptar diferentes modelos según la temporada. Hay una sustancia individual que aguanta y resiste los cambios, es decir, hay algo así como un “yo” que soporta diferentes roles sociales, que permanece inmutable al paso del tiempo. Ahora bien, con ello no respondemos a la pregunta quién soy yo, sino qué soy yo.
Quienes mantienen esta teoría de la identidad tienen una visión naturalista y atomista de la vida humana. Imaginan que la sustancia humana es una sustancia cerrada, como si la identidad de una persona fuera la identidad de un mineral. Olvidan que la identidad personal es la de una esencia abierta, llena de unas posibilidades que pueden realizarse y actualizarse de variadas maneras. También imaginan que la persona se comporta como un átomo social, movido por fuerzas mecánicas de atracción y repulsión, de acción y reacción, como si de antemano ya tuviera una carga con la que moverse en un determinado campo de fuerzas. Olvidan que la identidad personal emerge de una relación social, de momentos de encuentro, de unas relaciones con solidaridades anteriores a los procesos de individuación o atomización (familia, ambiente, clima social, etc.).
Esta teoría de la identidad nos la encontramos en dos tipos de organizaciones de voluntariado. En primer lugar, aquellas que tienen miedo a que el carácter desaparezca con el cambio de las situaciones y los contextos, es decir, aquellas que temen las modas y los trajes de temporada. Unas organizaciones que apelan a identidades cerradas y doctrinarias que están fuera del espacio y el tiempo; como si la acción voluntaria no tuviera capacidad de abrir posibilidades y transformar el carácter de las personas.
En segundo lugar, aquellas que sólo quieren «manos» para trabajar en tareas prefijadas, es decir, aquellas que en lugar de buscar personas voluntariasbuscan manos de voluntarios. Hay muchas «oenegés»[5] que no buscan personas que piensen, quieran o se identifiquen con la organización, que sólo buscan alguien que eche una mano, dediquen parte de su tiempo o colabore puntualmente con ellas. Son organizaciones que no ponen en cuestión los presupuestos individualistas y atomizadores de la cultura contemporánea. Estas organizaciones gestionan servicios para que los individuos busquen, comparen y seleccionen «ofertas de filantropía». Son organizaciones sin voluntad de cambio social y sin memoria histórica. No les preocupa la identidad porque lo consideran un problema estrictamente individual; como si fuera un problema, anterior o posterior a la vida de la organización.
2.2. Olvido de sí mismo o identidad gregaria
Por otro lado, una forma impersonal de entender la identidad. Ante las dificultades que plantea pensar en profundidad la vida humana con sus momentos de permanencia y de cambio, de identidad y de diferencia, hay quienes piensan que se trata de un problema irresoluble. Para Ricoeur, quienes así piensan consideran que detrás de la pregunta por la identidad personal siempre está el problema de los intereses propios e individuales, como si la preocupación por la identidad escondiera cierta complicidad con alguna forma de individualismo. En este modo de plantear la identidad, lo realmente importante no es la transformación interna del proyecto personal del voluntario sino sus experimentos sociales, sus encuentros, sus relaciones, sus actividades comunitarias.
Este modo de pensar la identidad está próximo a los planteamientos de cierta postmodernidad que ha desplazado el problema de la identidad por el problema de la diferencia. Una postmodernidad que plantea la identidad desde «el otro» (Autrui) o «lo otro» (autrui). Sin entrar a precisar los significados de esta «otreidad» o «alteridad»[6], estas éticas postmodernas piden que el individuo se olvide de sí mismo, se entregue a la causa del otro y se des-viva en tareas orientadas hacia el otro. Hay muchas organizaciones que utilizan el anzuelo del «otro» para pescar voluntarios disponibles en el río revuelto de la solidaridad postmoderna. Con ello se instrumentaliza la generosidad, se domestica la energía solidaria y se embriaga la buena voluntad de muchos jóvenes que ven en el voluntariado un bálsamo milagroso para compensar la mala conciencia de un individualismo en el que han crecido. Hay una serie de expresiones que nos resultan familiares e indican que se ha caído en las «redes del otro». Por ejemplo, cuando oímos que ser voluntario es «olvidarse de uno mismo», «compartir el tiempo con los demás« o «responder a la necesidad del otro».
Cada vez es mayor el número de organizaciones que utilizan el «anzuelo del otro» para construir la identidad de sus voluntarios. Aunque unas veces se trata de un recurso legítimo para hacer frente al autismo moral de muchos jóvenes, otras se trata de un anzuelo envenenado con el que se busca anestesiar la personalidad del voluntario. Muchas organizaciones necesitan voluntarios con proyectos personales anestesiados, es decir, voluntarios entregados incondicionalmente a la causa de la organización sin posibilidad de plantearse un proyecto de vida propio, sin posibilidad de tomar distancia con la propia organización o la propia causa que lo ha movilizado. En estos casos, las organizaciones pueden generar procesos de identificación que anulan la libertad y responsabilidad de las personas. Dejan de ser organizaciones donde se practica la responsabilidad solidaria para convertirse en organizaciones donde se promueve la irresponsabilidad gregaria.
2.3. Responsabilidad de sí o identidad narrativa
Para superar las deficiencias que presentan los planteamientos anteriores, Paul Ricoeur nos ofrece la alternativa de lo que él llama una identidad narrativa[7] La llama así para describir la estructura narrativa que tiene la vida humana en su conjunto. La vida humana no se entendería si no tuviera esta estructura narrativa. Cuando damos cuenta y razón de los que hacemos con nuestra vida no realizamos una simple descripción de cómo ha evolucionado nuestro carácter, no somos simples agentes en interacción que se desviven por los demás sin saber quiénes son. Para dar cuenta y razón de nuestra vida tenemos necesidad de acudir a narraciones de las que formamos parte como personajes que participan en una historia.
La historia (o historias) de las que formamos parte no son un invento nuestro, nos las hemos ido encontrado a lo largo de nuestra vida y hemos ido integrándonos en ellas con diferentes grados de implicación. Unas veces somos actores que aparecen como extras, otras actores de reparto y otras actores principales. A lo largo de la vida vamos desempañando diferentes papeles, diferentes personajes en lo que Calderón de la Barca llamaba «el gran teatro del mundo». La trama de estas historias está sin cerrar, sabemos que participamos en ellas como personajes, pero los guionistas nos han dejado el guión abierto para que realicemos una buena interpretación. Nuestro papel es un papel abierto y tenemos que ir arriesgándonos ante las opciones que se presentan en los diferentes acontecimientos. Aunque nuestras actuaciones están abiertas, no podemos estar siempre improvisando, una buena interpretación exige animar y formar el personaje a medida que afronta los acontecimientos.
La participación y pertenencia a estas historias hace inteligibles no sólo nuestras vidas, sino las de los demás. De esta forma nos vamos identificando como personajes, es decir, nos sentimos parte de un doble proceso en el que cada personaje es co-autor de una identidad que el resto de personajes también va forjando en el transcurso de la trama. Los actores no sólo realizan actuaciones y «hacen» cosas, sino que realizan actividades con las que «se-hacen» a sí mismos al hacerlas. Los actores se convierten en autores de sus propias vidas, y lo que hacen nos permite identificarlos en el conjunto de la trama.
La identidad narrativa es el resultado de un proceso de identificación donde los personajes no sólo hacen cosas o realizan actuaciones, sino donde los personajes se hacen en lo que hacen. Cuando explicamos lo que podemos hacer, lo que sabemos hacer, lo que queremos hacer o lo que debemos hacer estamos desplegando una historia de la que formamos parte; una historia que hace comprensible la co-autoría de la vida humana en su conjunto.
El despliegue de esta historia tiene una estructura narrativa porque realizamos un recorrido narrativo, es decir, cuando describimos nuestra identidad lo hacemos como un proceso donde hay un relato o narración que facilita la identificación y el reconocimiento de los personajes. Esta narración articula y teje los significados de las acciones, de forma que lo importante no es un acto puntual sino la narración con la que se hace significativa. A través de la narración, el personaje va construyendo la figura de su vida.
Así, la identidad no se plantea únicamente como un proceso de identificación, sino como un proceso de configuración. Conseguir una identidad no es sólo lograr una identificación, sino ir consiguiendo una forma y figura. Con los relatos no sólo identificamos y hacemos significativa nuestra vida sino que la vamos configurando y refigurando. Incluso puede haber momentos en los que también pueda des-figurarse o deformarse.
Ricoeur culmina sus reflexiones sobre la identidad narrativa recordándonos lo que él llama «las implicaciones éticas del relato». Lo hace después de recordarnos que la estructura narrativa es un puente entre lo que somos y lo que debemos ser, entre la descripción y la prescripción de las acciones, entre el personaje que somos y la figura que anhelamos. Un puente en que se formulan las promesas, o quizá mejor una fragua en la que se van forjando los compromisos. El acto de prometer no es un simple acto de comunicación humana, sino un acto constitutivo de la comunicación humana. Las promesas nos permiten adscribir e imputar las acciones a los personajes, convierten a los agentes de una narración en protagonistas responsables, es decir, nos convierten en co-autores del guión de la trama humana.
- Del compromiso ocasional a un proyecto de vida
Nos centramos en un doble aspecto: el paso de las experiencias significativas a los proyectos de vida, por un lado; e imaginar la trama de una historia común, por otro.
3.1. Experiencias significativas y proyectos de vida
Una de las reflexiones más interesantes de este planteamiento de la identidad narrativa es la importancia que concede al acto de prometer. Prometer no es sólo decir la palabra, sino mantenerla y someterse a ella. De esta manera, sin promesas no habría trama, es decir, en torno a la palabra se constituyen las alianzas entre los personajes y desde ella se hace inteligible la historia. Los personajes dejan de ser agentes de una acción para convertirse en autores de un proyecto de vida cuando estructuran su identidad en torno a la palabra. Y no se trata de una palabra escrita, textualizada y muerta, sino de una palabra expresada, contextualizada y viva; se trata de diálogo como palabra compartida capaz de mantener las alianzas y mantener la intriga de la trama.
Aplicadas a la vida del voluntariado, estas reflexiones cobran un relieve muy especial. Sobre todo cuando los voluntarios se toman en serio la dimensión ética y política de sus compromisos, lo que significa, también, la dimensión ética y política de las organizaciones en las que se integran. Planteada en clave de identidad narrativa, la identidad de un voluntario no puede reducirse al compromiso ocasional que se produce cuando el rostro del otro le conmueve y seduce.
Todos conocemos a voluntarios conmovidos ante situaciones de pobreza, marginación o desamparo. Todos conocemos a voluntarios seducidos por carencias y necesidades que han descubierto al visitar una cárcel, un piso de acogida, una residencia de ancianos, un campo de refugiados o una unidad de dolor. Estos momentos de conmoción y seducción son muy importantes en la vida del voluntariado, pero también pueden convertirse en árboles que les impidan ver con perspectiva el bosque del compromiso.
El compromiso nace de experiencias significativas, de hecho, sin las sacudidas o zarandeos que provoca la presencia del otro nuestras vidas permanecerían bajo mínimos en un tono vital de aletargamiento moral. Ahora bien, aunque estas experiencias sean la parte central y nuclear del compromiso, éste se conforma, refigura y configura mediante un proyecto de vida. Para que el compromiso se realice en clave de solidaridad necesita formar parte de un proyecto. Para que el proyecto de vida se realice en clave de responsabilidad necesita traducirse en compromisos. De esta forma, proyecto de solidaridad y compromiso responsable son dos caras de la misma moneda.
Cuando una ética del voluntariado se plantea en estos términos, entonces descubrimos que no es ni una simple «promoción del compromiso», ni un simple «programa de solidaridad». Planteada desde la identidad narrativa, la narración de la vida no se construye sólo de abajo hacia arriba, como si fuera un conjunto amontonado y fragmentario de experiencias significativas que dan lugar a compromisos. La vida también se construye de arriba hacia abajo, traduciendo en compromisos los proyectos de vida, es decir, construyendo historias de sentido que nos hagan inteligible la vida.
Si estamos insatisfechos por el comportamiento de muchos voluntarios y de numerosas organizaciones no es porque comprobamos que la gente no se compromete, sino porque comprobamos que se comprometen sin proyecto de vida. Es más fácil invitar al compromiso ocasional que promover proyectos de vida, es más fácil generar inquietudes por una solidaridad ocasional y cosmética que generar responsabilidades por una solidaridad estructural e histórica.
Los proyectos de vida son más peligrosos porque exigen mayores niveles de autenticidad tanto para los voluntarios como para las organizaciones. Cuando hay un proyecto de vida, el voluntario busca una organización significativa y no se conforma con cualquiera; incluso puede prescindir de la mediación institucional si considera que el compromiso propuesto es éticamente insignificante. Cuando hay un proyecto de vida, el voluntario desempeña un papel activo en la organización de manera que la mediación institucional es un trampolín para el crecimiento personal y comunitario.
3.2. Imaginar la historia para recrear la vida
Esta reivindicación de los proyectos de vida en la ética del voluntariado tiene que desempeñar un papel importante en toda pregunta por la identidad. Hay que plantear a voluntarios y organizaciones de qué historias se encuentran formando parte, de qué proyectos de humanización o de figuración humana los animan. Aunque todos los proyectos de vida sean legítimos, no todos tienen el mismo valor. El valor lo consiguen cuando se plantean la pregunta por el tipo de historia humana que están construyendo, por el tipo de bienes que están promoviendo o incluso por el modelo de imaginación social que están alimentando.
Aunque sea más fácil limitarse a formar parte de pequeñas historietas, cuentecillos o narraciones de salón, la ética del voluntariado tiene que realizar el esfuerzo de imaginar la trama de una historia común. Esto no significa despreciar o minusvalorar todas y cada una de las historias que se construyen en primera persona, historias que gozan de un valor propio cuando nacen de una buena voluntad. Hoy la trama de una historia común puede reconstruirse porque muchos voluntarios responde a preguntas que siguen golpeando nuestra memoria. Siguen diciendo «¡Heme aquí!» cuando alguien les pregunta: «¿Dónde está tu hermano?».
Quizá haya que dar un paso más y reconstruir esta identidad personal en una clave más institucional, global y planetaria. Una clave donde, quizá, sobren compromisos puntuales y falten proyectos de vida. Proyectos políticos y culturales, proyectos económicos y religiosos, proyectos con todas y cada una de sus dimensiones si no queremos que la ética del voluntariado sea marginal en el conjunto de la ética contemporánea. En definitiva, una reflexión sobre la identidad del voluntariado es una oportunidad privilegiada para vivir y proyectar la unidad narrativa de todas las vidas. Una nueva oportunidad de imaginar la historia para recrear la vida[8]. n
Agustín Domingo Moratalla
Misionjoven.org
[1][1] Esta interacción entre ética del voluntariado y ética de la organización la hemos analizado en nuestro libro Ética y Voluntariado. Una solidaridad sin fronteras, PPC, Madrid 21998.
[2] P. RICOEUR, Sí mismo como otro, Siglo XXI, Madrid, 1996, 106-172.
[3] Un desarrollo más completo de lo que aquí planteamos como «identidad narrativa» se encuentra en nuestro trabajo Ética Narrativa. Desclée, Bilbao, 2001 (en prensa).
[4] Utilizamos intencionadamente el término «carácter» de una forma restringida. El término carácter (êthos) puede ser pensado como la raíz viva y fecunda que unifica en una totalidad abierta el conjunto de actos humanos. Como principio de unidad, vitalidad y continuidad en la vida se interpreta aquí de una forma restringida para describir una personalidad moral cerrada desde y por sí misma. No como principio y raíz de apertura al resto de la humanidad, sino como principio y raíz de limitación o perspectiva. Cfr. J.L. LÓPEZ ARANGUREN, Ética, Alianza, Madrid, 981, 140 ss.; P. RICOEUR, Finitud y Culpabilidad, Taurus, Madrid, 1982, 78 ss.
[5] El término «oenege» (ONG) no describe con precisión la realidad de la acción voluntaria. Como ya hemos indicado en otro lugar, para ser más exactos deberíamos hablar de «organizaciones cívicas», cfr. Ética y Voluntariado, o. c., cap. 1.
[6] Para una clarificación de estos términos de clara raíz levinasiana, Cfr. G. GONZÁLEZ, E. Levinas: Humanismo y Ética, Cincel, Madrid 1988.
[7] Ricoeur ha desarrollado con éxito el término «identidad narrativa». Cfr. «L’ identité narrative», Esprit 7-8 (1988), 295-304. Versión de Tomás Domingo en Diálogo Filosófico 24 (1992), 315-324. La identidad narrativa es un concepto de origen literario y teológico al que también se refirió J. L. López Aranguren, aunque de forma ocasional, cfr. Propuestas Morales. Tecnos, Madrid 1987, p. 66ss.
[8] Un aplicación de estos planteamientos al ámbito de la educación universitaria puede verse en nuestro trabajo, «El intelectual y la universidad: la reanimación intelectual de la vida universitaria», en J.M. ESQUIROL-F. TORRALBA, Perplejidades y paradojas de la vida intelectual, Caparrós-I. E. Mounier, Madrid 2000, 115-134.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]