Maite López
De la mujer en la Iglesia se han dicho muchas cosas. En realidad, salta a la vista que las mujeres dentro del Pueblo de Dios “somos legión”, aplastante mayoría: madres de familia, catequistas, sacristanas y ayudantes de todo tipo, miembros de los consejos parroquiales, monjas de clausura, religiosas de vida apostólica, laicas consagradas, jóvenes voluntarias en ONGs, asociaciones diocesanas y parroquiales, movimientos y comunidades de base, profesoras de religión, teólogas, acompañantes, maestras del espíritu, directoras de ejercicios, expertas en diversas materias y un largo etcétera de múltiples presencias.
No estoy tan segura de que esto signifique una justa y adecuada valoración de lo que realmente aportamos. Las mujeres en la Iglesia somos un potencial de vida enorme, no siempre reconocido, ni siquiera a veces entre nosotras mismas. Por eso mi mejor manera de hacer “denuncia profética” es sacar a la luz esta riqueza que llevamos dentro. Mi aportación quiere ser algo sencillo y, sobre todo, desde el corazón, para lo cual se me ocurre volver la mirada al evangelio.
Impresiona la capacidad de Jesús de descubrir, acoger y potenciar lo mejor que cada mujer puede dar. Él sí que apreció, de manera única, nuestra particular sensibilidad y capacidad de comunicar a Dios, tanto que quiso vincularnos fuertemente a su vida y misión, incluyéndonos entre su grupo de sus más allegados. Os invito a orar quedándonos en silencio, mirando, escuchando y dejándonos conducir por Jesús, destacando algunos rasgos que las mujeres aportamos a la Iglesia vistos desde el Evangelio, desde Jesús.
Propongo un sencillo esquema –simplemente orientativo- para hacer una oración en grupo, que siempre puede convertirse en un momento de diálogo personal con el Señor. Como introducción o motivación puede valer la lectura del párrafo anterior o un comentario en la misma línea. Los cantos que yo propongo (los que yo escogería si animara la oración) deberían ser sustituidos por otros que se consideren más adecuados y que inviten a la participación de todos.
ORACIÓN
Canto: TÚ SABES QUE TE AMO (Glenda)
No me preguntes, si te amo…
si te amo, si te amo, si te…
Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo…
Tú sabes que te amo, Tú sabes que te amo.
No me preguntes … si te amo.
Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.
Tú sabes que te amo, Tú sabes que te amo,
que te amo, que te amo, que te amo…
Adentrémonos en el Evangelio para mirarlo con detalle. A través de las mujeres del Evangelio descubrimos que Dios sabe ver, reconocer y valorar…
- La alegría de una embarazada:
«En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo.» (Lc 2, 39-41)
- La ternura de una Madre:
«Y sucedió que, al cabo de tres días, le encontraron en el Templo sentado en medio de maestros, escuchándoles y preguntándoles; todos los que le oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas. Cuando le vieron, quedaron sorprendidos y su madre le dijo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”». (Lc 2, 48-49)
- La servicialidad de una suegra:
«Saliendo de la sinagoga, entró en la casa de Simón. La suegra de Simón estaba con mucha fiebre, y le rogaron por ella. Inclinándose sobre ella, conminó a la fiebre, y la fiebre la dejó; ella, levantándose al momento, se puso a servirles» (Lc 4, 38-39).
- La generosidad de una viuda:
«Alzando la mirada vio a unos ricos que echaban sus donativos en el arca del Tesoro; vio también a una viuda pobre que echaba allí dos moneditas, y dijo: “De verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos. Porque todos éstos han echado como donativo de lo que les sobraba, ésta, en cambio, ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto tenía para vivir”». (Lc 21, 1-4)
- La paciencia de una enferma:
«Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor, habiendo oído lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. Pues decía “si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré”. Inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal.» (Mc 5, 25-29)
- La fidelidad de una anciana:
«Había también una profetisa, Ana, hija de Famuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.» (Lc 2, 36-38)
- La humildad de una pagana:
«En esto, una mujer cananea, que había salido de aquel territorio, gritaba diciendo: “¡Ten piedad de mi, Señor, hijo de David!, mi hija está malamente endemoniada”. Pero él no le respondió palabra. Sus discípulos, acercándose, le rogaban: “Concédeselo, que viene gritando detrás de nosotros”. Respondió él: “No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel”. Ella, no obstante, vino a postrarse ante él y le dijo: “¡Señor, socórreme!”. Él respondió: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos”. “Sí, Señor – repuso ella -, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Entonces Jesús le respondió: “Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas”. Y desde aquel momento quedó curada su hija.» (Mt 15, 21-28)
- La entrega de una amante:
«Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume y, poniéndose detrás, a lo pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume.» (Lc 7, 38)
- El derroche de una anfitriona:
«Seis días antes de la Pascua, Jesús se fue a Betania, donde estaba Lázaro, a quien Jesús había resucitado de entre os muertos. Le dieron una cena. Marta servía y Lázaro era uno de los que estaba con él a la mesa. Entonces María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume.» (Jn 12, 1-4)
- La hospitalidad de una extranjera:
«Llega, pues, a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua. Jesús le dice: “Dame de beber”. Pues sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar comida. Le dice la mujer samaritana: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mi que soy una mujer samaritana?” (porque los judíos no se tratan con los samaritanos)». (Jn 4, 5-9)
- La confianza de una amiga:
«Estaba María junto al sepulcro fuera llorando. Y mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro […] Jesús le dice: “María”. Ella se vuelve y le dice: “Maestro”. Jesús le dice: “No me toques que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios. Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y le había dicho estas palabras». (Jn 20, 11.16-17)
En el hoy de la Iglesia y del mundo, estas actitudes siguen teniendo rostros y gestos concretos. Que nuestra oración no se limite a contemplar el Evangelio, sino que sepamos también agradecer el presente, poniendo nombres, fechas y lugares, recordando experiencias personales con mujeres creyentes. Se trata ahora de reconocer la presencia de Dios en la mediación de las mujeres que conocemos o hemos encontrado en nuestro camino: ¿Cuándo y dónde he experimentado o he visto alegría, ternura, servicialidad, generosidad, paciencia, fidelidad, humildad, entrega, derroche, hospitalidad, confianza, etc.?. Vale la pena pararse a pensarlo y orarlo. Sobre todo porque, como es bien sabido, la dinámica del amor es contagiosa y si es cierto lo que dice el refrán – “amor, con amor se paga”- encontraremos formas, sencillas pero eficaces, de hacer sentir a cada mujer su valor dentro de la Iglesia.
Silencio
En este momento se invita a compartir el fruto de nuestra reflexión o de nuestra oración, bien sea comentado alguno de los textos del evangelio, bien sea en forma de acción de gracias o de petición.
Oración compartida
Podemos terminar con un canto a María, la mujer de la que Jesús aprendió a ser Buena Noticia para el mundo, modelo de entrega y fiel compañera en nuestro camino.
Canto: SANTA MARÍA SERVIDORA (Elia Fleta)
Porque fuiste mujer de un pueblo esclavo, soñabas una nueva Nazaret.
Cuando no te dejaban pronunciarte entonaste un canto a Yahvé.
Porque fuiste mujer que en el silencio escuchabas la palabra del Señor,
sabías que el amor es siempre justo, que compromete y da valor.
SANTA MARÍA SERVIDORA DE LA PALABRA DE YAHVÉ,
SANTA MARÍA SERVIDORA DE LA ALIANZA DE ISRAEL. (BIS)
En tu vientre se formó el hombre nuevo, encarnando en ti la salvación.
Confiabas en el Dios enamorado, aunque mañana sintieras el temor.
Porque fuiste mujer cercana y fuerte, acompañaste a tu Hijo hasta la cruz.
La esperanza firme en tu mirada, aunque a los ojos faltara luz.
Porque fuiste mujer que por el Reino ofrecías la vida y el dolor,
apoyaste la fe de los primeros diciendo a todos: Resucitó.
Fortalece mi paso en tus sandalias, fortalece mi voz en tu canción.
Que viva y que proclame la palabra al servicio del Reino de Dios.