Mujeres en la Iglesia, una interpelación de fondo

1 noviembre 1997

Rosario Marín 

Rosario Marín es directora de la revista «Vida Nue­va»

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO

Tras una rápida ojeada a la historia de las mujeres en la sociedad y en la Iglesia, his­toria siempre «a remolque de las reivindicaciones sociales de los movimientos feminis­tas», la autora constata el camino nuevo que abrió el concilio Vaticano II a la mujer en el ambiente eclesial. Los pequeños pasos iniciados con él se han ido confirmando en otras muestras de reconocimiento de la dignidad de la mujer. Más allá de todo ello y, sobre to­do, más allá de polémicas inútiles, «está el hecho real del lento, tímido y a veces doloroso avance concreto de las mujeres en la Iglesia». Ahí está la interpelación de fondo. El artí­culo finaliza proponiendo algunas pistas concretas para encararla.

El último siglo del segundo milenio se re­cordará seguramente por la proclamación uni­versal de la Declaración de los Derechos Huma­nos, aunque su consecución esté aún muy le­jos. Igualmente, se recordará al siglo XX como el siglo en el que las mujeres tomaron concien­cia de su igualdad, lucharon por su dignidad y expresaron su derecho a la diferencia. Todo ello aunque hoy las mujeres sigamos siendo aún, en muchos casos, ciudadanas de segunda.

Existen aún muchas diferencias económi­cas, políticas, y sociales entre hombres y mu­jeres y entre mujeres y mujeres de clases dis­tintas o países distintos. «Con demasiada fre­cuencia, -señala el último informe de la ONU sobre la Situación de la Mujer en el Mundo[1] las mujeres y los hombres viven en mundos distintos, mundos que difieren en el acceso a la educación y las oportunidades de empleo, así como en la salud, la seguridad personal y el tiempo de descanso.»

Se dan también diferencias impuestas por las religiones –de modo notorio en el Islam­que nos sitúan a las mujeres en un plano cuan­do menos Inferior al hombre.

Si hablamos de la religión cristiana en gene­ral, podemos quizá sentirnos mejor tratadas, más respetadas históricamente que la mujer en el judaísmo o el islam. Pero si miramos al evangelio y vemos la exigencia de igualdad que presenta y el trato de Jesús con las muje­res, debemos afirmar que la historia no ha ca­minado hacia el rumbo que Él quería.

Respecto a la Iglesia católica, hemos de re­conocer un pasado triste de relegación, sumi­sión, oscurecimiento de dones. Pero hemos también de mirar con esperanza un camino im­parable -por más que a algunos les asuste­- abierto por el concilio Vaticano II. Un camino que más que de «mayoría de edad’ de la mu­jer, como se ha escrito en algunos textos, o de «madurez del laicado» como prefieren decir otros, es un «camino de Iglesia». Porque si la Iglesia somos todos la madurez hay que pedir­la a todos. En una Iglesia de comunión no cabe decir que la mujer no ha alcanzado la «mayoría de edad» sin pensar que algo de culpa tendrán los demás miembros de la Iglesia en ello.

Es más, no deberíamos hablar de minoría de edad de la mujer en la Iglesia o de que la Iglesia no cuenta con un laicado maduro cuan­do en la sociedad de nuestro entorno estamos viendo el avance claro de las mujeres por su propia competencia o cuando encontramos mujeres desempeñando tareas en todos los estratos y ámbitos sociales. Más bien deberí­amos preguntarnos por qué ese laico o esa mujer, adultos y responsables en su vida fami­liar, laboral, social, cuando llegan a la Iglesia se ven considerados menores de edad. Como apunta Joaquín Losada, «hay que dar una res­puesta satisfactoria al desequilibrio existente entre la condición del laico en su vida civil, miembro de pleno derecho de una sociedad democrática, y su identidad de menor de edad en el interior de la Iglesia»[2].

Es importante que toda la Iglesia -y especial­mente clérigos y religiosos- tome conciencia de que podemos estar ante una primavera del Espíritu que está gestando algo nuevo. Abrirse a ese Espíritu de novedad, no entorpecer su pa­so renovador… es una actitud interior que hay que pedir siempre y especialmente en momen­tos así, en los que emerge, con sus luces y sombras, un perfil nuevo que a algunos asusta y a otros fascina. Hoy todavía es más fácil criti­car el pasado que apuntar caminos para el fu­turo. Coexisten entre nosotros, por así decirlo, pasado, presente y atisbos de futuro. Si el Con­cilio supo otear que los caminos del Espíritu pasaban por la no discriminación de la mujer, quiere decir que el recorrido realizado desde entonces tiene que ahondarse en la misma di­rección, sin atender a las voces de quienes aún no se atreven a vislumbrar lo nuevo aunque sea ya, en algunos lugares, realidad.

Por tanto, en este umbral del tercer milenio, cuando las mujeres estamos en una posición privilegiada, por el potencial social, cultural, personal, que podernos desarrollar más allá del reducido ámbito familiar, la Iglesia no pue­de ser la única en no aprovecharlo. Espere­mos que no suceda con las mujeres lo que al­gunos lamentan que sucedió con obreros e in­telectuales, que abandonaron masivamente la Iglesia por no sentir acogidas ni entendidas sus demandas; por notar en definitiva, que la Iglesia no estaba de su lado.

Esta actitud de la Iglesia hacia las mujeres es una cuestión decisiva, como señala Rafael Agui­rre, «una cuestión clave, en la que se juega su relación con el mundo y la forma de entender su fidelidad al evangelio»[3]. De momento, las consecuencias negativas se pueden estar viendo en el desinterés de muchas jóvenes ha­cia la Iglesia. Y creo, como también señala Aguirre, que «si no se dan cambios profundos y rápidos, el abismo con las nuevas genera­ciones de mujeres amenaza con convertirse en insalvable. A diferencia de lo que sucede con otras causas y reivindicaciones, el feminismo tiene en el interior de la Iglesia un sujeto histó­rico activo y consciente, numeroso, y, en gran medida, dispuesto a todo»[4].

1. A remolque de la historia

¡Que bonito hubiera sido que la Iglesia se hubiera adelantado a la sociedad en pro­poner la «opción por las mujeres»! Sin embar­go, ésta empezó a tomar conciencia de la si­tuación de la mujer muy a remolque de las rei­vindicaciones sociales de los movimientos fe­ministas. En muchos casos con bastantes re­celos y sólo por la necesidad de defenderse de las acusaciones de estar perpetuando la relegación y minoría de edad de la mujer.

Con la revolución francesa y la ilustración se había dado el tímido despertar de corrientes so­ciales que desembocarían después en los mo­vimientos por el derecho al voto de las mujeres, y en los feminismos que se han ido sucediendo desde la segunda guerra mundial hasta hoy.

Es verdad que la Iglesia ha mirado siempre con recelo a esos movimientos feministas, no obstante, también algunos grupos de mujeres católicas se plantearon desde primeros de si­glo contribuir a la «promoción de la mujer».

Fueron, sobre todo, los grupos de mujeres pertenecientes a la Unión Mundial de Organi­zaciones Femeninas Católicas (UMOFC) orga­nismo que, como relata María Salas en su in­teresante libro, De la promoción de la mujer a la teología feminista[5] nació de la base, por ini­ciativa de las propias mujeres.

Estas organizaciones femeninas católicas se centraron en promover el mayor acceso de las mujeres a la educación o reivindicar un tra­to laboral más justo. Hay que pensar que an­te la demanda de mano de obra que se pro­dujo con la industrialización, muchas mujeres e incluso niñas, realizaban trabajos duros en condiciones infrahumanas.

En muchos casos, la acción caritativa de la Iglesia intentaba luchar contra éstas y otras la­cras sociales, como la pobreza extrema, pero sin introducir cambios en la mentalidad, que consideraba que el lugar de la mujer era la fa­milia, y sólo como accidente, o por desgracia, el mundo laboral.

La Iglesia adoptó, en esa época anterior al concilio Vaticano II, el término «promoción» de la mujer para proponer su propia versión del feminismo, más acorde con la imagen enton­ces admitida de la mujer y la familia, y para contrarrestar la labor emancipatoria de los grupos feministas.

Preocupaba a la Iglesia también mantener la propagación de la fe a través de la mujer, en cuyas manos, de madres o maestras, estaba depositada la educación de los niños.

Apertura concibar

Por fin, el concilio Vaticano II intentó abrir el camino. La constitución conciliar Gaudium et Spes señaló: «Toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural. por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada, por ser contra­ria al plan divino» (GS 29).

No había nacido esa formulación del deseo de promover importantes cambios respecto a la situación de la mujer en la Iglesia; más bien una sede de acontecimientos sociales y políticos, unidos a una fuerte secularización, propiciaron la revolución cultural de los se­senta que también afectó a la Iglesia que em­pezó por reconocer en ello «un signo de los tiempos».

En el seno de la Iglesia se han ido dando pe­queños pesos en esas tez; décadas que nos separan ya del Concilio: el movimiento ecumé­nico, el despertar del laicado, el avance de las mujeres. Tras la reforma conciliar, los hombres y las mujeres seglares empiezan a participar de otro modo en la liturgia y en tareas eclesiales, cursos de formación, etc.

Como señala Maná Salas, «El redescubrimiento de la iglesia como Pueblo de Dios, la clara formulación del sacerdocio común de los fieles, la revaloración del laicado y el plan­teamiento de la posible instauración de nue­vos ministerios fueron otros tantos motivos para enfatizar lo minusvalorado que había es­tado en la Iglesia el laico en general, y la mu­jer, muy en particular»[6].

La Iglesia, vivió en su interior una corriente de simpatía hacia el mundo. En el postconci­lio se rompieron barreras y rigideces eclesiales dejando también que entrara, ya fuera levemente, el clamor, cada vez más fuerte, de los grupos feministas, igual que el de otros movi­mientos sociales de corte progresista.

Los institutos y órdenes religiosas femeni­nas, que tuvieron que entrar en un proceso de adaptación interna al Concilio, asumieron de modo nuevo retos y tareas en la sociedad y la Iglesia. Con mayor espíritu crítico, muchas re­ligiosas empiezan a distanciarse de plantea­mientos paternalistas para asumir como parte de su misión la transformación social, la lucha contra la injusticia y la pobreza, y el trabajo en primera línea contra la marginación.

Algunas mujeres, religiosas o laicas, empe­zaron a estudiar teología. En Estados Unidos y Europa se comenzó a hablar de «teología fe­minista», porque mujeres cristianas, militantes o afines a movimientos feministas, llevaron al interior de la Iglesia y de la teología, reivindi­caciones paralelas a las que se habían pedido en años anteriores en la sociedad»[7].

3. «Carta a las Mujeres»

Tras el Concilio, el análisis de la situación de la mujer en la Iglesia no ha perdido actuali­dad. En esos más de treinta años se encuentran múltiples referencias al mismo en docu­mentos Papales, sínodos, reuniones de alto nivel, conferencias, charlas, artículos…

Juan Pablo II con la Mulieris Dignitatem (1988) se ha convertido en el primer Papa que escribe una «Carta Apostólica» sobre la digni­dad de la mujer. La carta, fue muy bien acogi­da por bastantes grupos eclesiales de mujeres y ofrece como mejor fruto, una reinterpreta­ción del relato del Génesis en el que tantas ve­ces se habían basado los teólogos para fun­damentar la subordinación femenina al hom­bre. «El texto bíblico, afirma el Papa en el nú­mero 6 de la Carta, proporciona suficientes ba­ses para reconocer la igualdad esencial entre el hombre y la mujer desde el punto de vista de su humanidad».

Más recientemente, ante la Conferencia de la ONU sobre la Mujer que se iba a celebrar en Pekín en 1995, Juan Pablo II volvió a escribir una Carta a las mujeres, que reconoce entre otras cosas: «Por desgracia, somos herederos de una historia de enormes condicionamien­tos que, en todos los tiempos y en cada lugar, han hecho difícil el camino de la mujer, des­preciada en su dignidad, olvidada en sus pre­rrogativas, marginada frecuentemente e inclu­so reducida a esclavitud. Esto le ha impedido ser profundamente ella misma y ha empobre­cido a la humanidad entera de auténticas ri­quezas espirituales. Si en esto -continúa el Pa­pa- no han faltado, especialmente en determi­nados contextos históricos, responsabilida­des objetivas incluso en no pocos hijos de la Iglesia, lo siento sinceramente. Que este sen­timiento se convierta para toda la Iglesia en un compromiso de renovada fidelidad a la inspi­ración evangélica, que precisamente sobre el tema de la liberación de la mujer de toda for­ma de abuso y de dominio, tiene un mensaje de perenne actualidad, el cual brota de la ac­titud misma de Cristo. Él, superando las nor­mas vigentes en la cultura de su tiempo, tuvo, en relación con las mujeres, una actitud de apertura, de respeto, de acogida y de ternu­ra «[8]. Depende de todos, sacerdotes y laicos, que en nuestras parroquias y grupos se sa­quen las consecuencias prácticas de estas afirmaciones Papales. 

4. Más allá de las polémicas

Pero más allá de los documentos y de lo que el magisterio ha ido exponiendo sobre la mujer, está el hecho real del lento, tímido y a veces doloroso avance concreto de las mujeres en la Iglesia. Hay muchos caminos abier­tos: el de las mujeres que son ya hoy profeso­ras de teología, el de otras muchas que van desempeñando en sus diócesis tareas hasta ahora realizadas por sacerdotes u hombres. Muchas jóvenes, algunas laicas, otras religio­sas, están ya estudiando teología o haciendo cursos de algún tipo. En las parroquias, cole­gios, hospitales, las mujeres son, cada vez más, presencia eficaz y visible de una Iglesia que sin embargo, de cara al pueblo, sigue vién­dose como eminentemente dirigida, represen­tada y gobernada por hombres y en concreto por sacerdotes y obispos.

Es, por una parte, un problema de visibili­dad social en el que mucho depende de los medios de comunicación de masas. Sin duda la atmósfera creada en torno a la exclusión de la mujer del sacerdocio femenino ha contribui­do a que se perpetúe esta imagen, pero la po­lémica precisamente lo que ha conseguido es silenciar otros avances posibles y a la larga transformadores.

Hacia dentro, en el interior de la Iglesia, es una cuestión más profunda. Depende de que la Iglesia toda, en sus diferentes ministerios, ca­rismas, e identidades personales, se viva a sí misma más comunitaria, más toda ella para el mundo, más desde las claves del evangelio y menos desde concreciones históricas que no se han ido depurando.

Como señala Mª Clara Lucchetti, teóloga y madre de familia brasileña: «Por su diferencia fundamental, que perturba la visibilidad ordina­riamente masculina de la Iglesia, la mujer intro­duce en ella una interpelación de fondo que es, sin lugar a dudas, antropológica, pero que no deja de ser también profundamente teológica. Su presencia cada vez más creciente y su de­seo manifiesto de participación plena en la vi­da de la Iglesia, producen serios interrogantes en la propia identidad eclesial y, consecuente­mente, en su organización y misión»[9].

La propia jerarquía eclesial ha propuesto, en documentos oficiales, vías de avance para las mujeres que en muchos casos no parecen ni siquiera haberse leído. Cito a continuación tres ejemplos distintos de lo que acabo de apuntar. Estos textos bien pueden contribuir a un trabajo en grupos para su discusión y pues­ta en práctica allí donde aún no han sido asumidos. 

4.1. «Christifideles Laici»

El primer texto está constituido por lo que propone Juan Pablo II en la exhortación postsi­nodal Christifideles Laici. Se pueden encontrar en todo el documento elementos interesantes y afirmaciones como: «Es del todo necesario, en­tonces, pasar del reconocimiento teórico de la presencia activa y responsable de la mujer en la Iglesia a la realización práctica”10. Pide luego que se pongan «en práctica con mayor tem­pestividad y determinación» las disposiciones del Derecho Canónico acerca de la participa­ción de la mujer en la vida y misión de la Iglesia.

Concretamente, señala después: la partici­pación de las mujeres en los Consejos Pasto­rales diocesanos y parroquiales y en los Con­cilios particulares; en las consultas y elaboración de decisiones; en la preparación de docu­mentos pastorales e iniciativas misioneras; etc.

Se hace otro apunte a continuación pidien­do «promover con más fuerza» el estudio, in­vestigación y docencia teológica. Esta cita es sólo una muestra de que a veces, cuando la Iglesia dice palabras de apertura -por tímidas que sean- no se entera nadie, y sí corren a los cuatro vientos aquellas noticias que pueden hacernos frenar el paso. Hay que hacer hueco a lo primero.

 4.2. «Cristianos en el mundo» 

Un segundo texto es de Los Cristianos Laicos Iglesia en el mundo, documento de la Conferencia Episcopal Española que pretendía «promover la corresponsabilidad y partici­pación de los laicos en la vida de la Iglesia y en la sociedad civil».

En un breve párrafo dedicado a la mujer se dice: «Las comunidades eclesiales, animadas ya por la participación de numerosas mujeres en tantos servicios, promoverán su participa­ción sin discriminación en los cauces de co­rresponsabilidad, en las consultas y tomas de decisiones, y se les confiará asimismo, los ade­cuados ministerios laicales de acuerdo con las normas canónicas vigentes.» 

4.3. «Escuchar la experiencia de la mujer»

En tercer lugar, he elegido como muestra lo que la XXXIII Congregación General de la Compañía de Jesús dijo sobre la situación de la mujer en la Iglesia y la sociedad. Puede ser­vir de pauta para acciones concretas que po­demos acometer entre todos: clérigos, religio­sos, laicos, hombres y mujeres.

«Invitamos a todos a escuchar la experien­cia de la mujer con atención y valentía. Mu­chas mujeres creen que los varones simple­mente no las escuchan. El escuchar no tiene sustitutivo. Es lo que más que nada cambiará las cosas. Sin escuchar, cualquier iniciativa en este campo, por bien intencionada que sea, corre el peligro de soslayar los intereses reales de la mujer, confirmar la condescendencia del varón y reforzar su dominio…»

Los jesuitas proponen una serie de suge­rencias prácticas, por ejemplo: apoyar los mo­vimientos de liberación de la mujer que se oponen a su explotación y promueven su par­ticipación en la vida pública; atender especial­mente al fenómeno de la violencia contra la mujer; debida presencia de mujeres en activi­dades e instituciones de la Compañía, incluso la formación; tener parte real en la consulta y toma de decisiones de los apostolados de la Compañía; uso del lenguaje inclusivo por los jesuitas cuando hablan o escriben; etc. 

4.4. Acciones concretas

Pero más concretamente, ¿qué pode­mos hacer quienes por nuestra vocación y for­mación estamos sencillamente entre lo que se suele llamar un laicado comprometido?

  • Podríamos primero hacer una lista de actitu­des a cultivar. y son esencialmente las que Jesús manifestó en el trato con sus amigos y amigas que le seguían: escucha, compren­sión, respeto, acogida de los/las más débi­les, ayudar a todos y todas a dar lo mejor de sí…
  • Las mujeres seglares, como cualquier bau­tizado, tenemos que vivir el seguimiento de Jesús desde nuestros quehaceres, desde el estado y el modo de vida propios, haciendo esa síntesis te-vida tan propia de la voca­ción-misión laical. Es importante para ello que, también como cualquier bautizado, nuestro itinerario de fe no se haga en solita­rio. Mujeres y hombres seglares, -unidos a sacerdotes y religiosos-, hemos de formar grupos o comunidades, reunirnos y aso­ciarnos, si queremos de verdad renovar y recrear nuestros modos de expresar y vivir el seguimiento de Jesús y la pertenencia eclesial que nos envían al mundo. Si hoy es difícil vivir la fe en medio de tan complejos reclamos sociales y culturales, es práctica­mente imposible hacerlo si no hay un grupo o comunidad de referencia.
  • Hoy se hace también cada vez más nece­saria la formación. Para muchas mujeres es ya un hecho el estar cultivando en cursos o lecturas esta inquietud, pero aún hay mu­cho camino para que nuestra fe también pueda tener el lenguaje de nuestro tiempo y no el de cuando éramos niñas. Formarse e informarse es primordial, con la disposición también de transmitir aquello que vamos re­cibiendo y asimilando.

5. Trabajadores de la viña

Para terminar este artículo, y por si a al­guien le resulta sugerente, me atrevo a ofrecer una parábola que puede tener el papel de provocar y también tiene el valor de expresar sen­timientos negativos que experimentamos las mujeres en la Iglesia. En la solución final no hay buenos ni malos, sino amigas y amigos que siguen a Jesús.

Era el atardecer de una jornada de trabajo intenso. Algunas amas de casa, viudas y señoras del barrio, se encontraban en el templo rezando sencillamente el rosario mientras otras preparaban, animadas, en la sala contigua, la liturgia del domingo. El párroco entró en la sacristía para prepararse a celebrar la misa vespertina. Mirando de reojo vio a las mismas muje­res sencillas de siempre, tan poco instruidas en los misterios de Dios, tan necesitadas de su per­sona y de su magisterio. De su interior salió una plegaria sentida: “Te doy gracias Padre, por ha­ber nacido varón, por mi vocación sacerdotal por no tener como esas mujeres la cabeza tan en las cosas pequeñas y poder sondear tu inmensidad en mi estudio y oración. Dales a ellas aunque sea un poco de tu Espíritu para que puedan echar una mano en las ingenies tareas de esta parroquia”.

Las mujeres terminaron su rosario y permanecieron allí para celebrar la Eucaristía. Cuando fal­taban unos minutos entró en el templo un tal Jesús de ojos amables y voz clara. Sin pensarlo dos veces se dirigió a las mujeres: «Amigas, ¿por qué estáis aquí así, paradas? ¿No sabéis que la mies es mucha, que hay trabajo también para vosotras? Mirad que como dijo una de vosotras estáse ardiendo el mundo.»

Le respondieron: «Es que nadie nos ha contratado».

Él les dijo entonces: «Venid, venid también vosotras a mí viña. Venid conmigo que necesito vuestras manos y vuestras voces y vuestros ojos para la tarea. Venid sin miedo aunque no sepáis aún qué podéis o sabéis hacer, porque hay trabajo para todos y todas,  porque en mi viña no hay grande ni pequeño, hombre ni mujer. Venid sobre todo porque en la fiesta  de la casa de mi pa­dre las mujeres -aunque algunos os hayan dicho lo contrario- sois las invitadas de honor.»

Unas a otras se miraron perplejas, Alguna dijo que prefería quedarse a la Misa porque era pri­mer viernes y luego iría; otras que tenían que consultarlo con el marido… Otras se levantaron pre­surosas y se pusieron en camino.

Jesús sencillamente las miró con ternura y dijo, Bueno, a vosotras os toca decidir. Sea como cada una quiera.»

El sacerdote asomaba ya en la puerta de la sacristía. Jesús habló un rato con él y le pidió dis­culpas por llevarse a algunas feligresas. El sacerdote empezó asentir algunos sudores recordan­do su plegaria de hacía un rato. Jesús Lo tomó del brazo y le susurró algo al oído. Al final llegaron a un acuerdo: aceptó ir también él a trabajar a la viña y por el mismo salario que las mujeres, tal y como Jesús había dicho».

 Rosario Marín

 

[1] NACIONES UNIDAS, Situación de la Mujer en el Mun­do, 1995. Tendencias y estadísticas, Nueva York 1995.

[2] J. LOSADA, El coste eclesial de una «Iglesia laical», «Sal Terrae», 3(1985), 193-204.

[3] R. AGUIRRE, La comunidad de iguales y diferentes que Jesús quería, «Sal Terrae» 3(1993), 197-210.

[4] Ibídem.

[5] Cf. M. SALAS, De la promoción de la mujer a la teología feminista. Cuarenta años de historia, Ed. Sal Térrea, Santander 1993

 [6] Ibídem.

 [7] Cf. M. RAMOS-M.J. ARANA, «Mujeres y Teología» en: Recordamos el futuro, Ed. Publicaciones Claretianas, Madrid 1995.

[8] JUAN PABLO II, Carta a las mujeres, Ed. PPC, Madrid 1996.

[9] Mª C. LUCCHETTI, El laico y la mujer en la Iglesia: dar entrada a la «diferencia» y a la santidad, «Sal Terrae» 6(1992), 457-464.

10 JUAN PABLO II, Christifideles Laici (Exhortación apostólica postsinodal sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, 1988), n° 51.

También te puede interesar…

Los itinerarios de fe de los jóvenes

Por Koldo Gutiérrez, sdb

El autor pone el punto de partida de su reflexión en la misión evangelizadora de la Iglesia, situando en ella
el marco de referencia necesario para cualquier itinerario de educación en la fe. Recorriendo con maestría
el reciente magisterio posconciliar, con especial atención al pontificado de Francisco, Gutiérrez señala el
horizonte del diálogo fe-cultura como el gran desafío que la transmisión de la fe debe asumir. En la segunda
parte de su estudio, el autor señala las diez claves que, a su juicio, deben ayudar a implementar y desarrollar
itinerarios de educación en la fe para los jóvenes de hoy a la luz del actual Directorio para la catequesis.