Cuatro mujeres comiendo en el Capital Hilton de Washington. Renée es del D.F. mexicano, Carolina es una argentina que vive en Madrid, Dina es otra mexicana, pero residente en Estados Unidos, y servidora, la catalana del grupo. Charla de mujeres en estado puro.
Empezamos por cuestiones de la actualidad. Las cuatro tenemos profesiones liberales, muy vinculadas al pulso de la sociedad, y pronto situamos el mapa de los conflictos en la mesa… Parece que el mundo está comiendo amigablemente con nosotras, mostrándonos sus quejas y sus miedos. Pero pronto ajustamos la óptica a la dimensión más cercana, y la vida de todas nosotras se enmaraña en una telaraña de sorprendentes coincidencias. Hablamos de nosotras, de nuestras profesiones exitosas, de ellos, que nos acompañan por la vida, y la conversación parece, por un momento, una charla despreocupada y alegre. Alegre, hasta que aterriza en la médula ósea de todas nosotras.
¿Mujeres emancipadas? Sin duda, si aplicamos la definición clásica del término. Sin embargo, ¿por qué estamos tan cansadas, tan hiperresponsa-bilizadas, tan asustadas? Aparecen los hijos, y todas mostramos sentimientos de culpa. Aparecen los maridos, y las cuatro hacemos proclamas de lo mucho que los amamos y lo poco que nos entienden. Aparecen las profesiones, y las quejas se amontonan en nuestra garganta, hartas de tener que vencer cada día a los elementos.
Aparece la edad, y la seguridad se torna miedo. Nos gustamos y, sin embargo, ¡cuán poco nos gustamos! Somos fuertes, y ¡cuán débiles parecemos! Tenemos éxito y, sin embargo, ¡cuánto nos asusta! Y así, en una tranquila mañana de primavera, en la ciudad donde Henry James situó su bella Washington Square, cuatro mujeres de diverso origen reproducíamos el común denominador de la emancipación femenina: nos ha salido muy caro. Recuerdo que hace años mi hija adolescente, viendo mi agenda imposible, me espetó una frase demoledora: «Mamá, viendo cómo vas, prefiero ser como la abuela». Mi madre habría querido ser como yo, yo quería ser como nadie, y mi hija quería ser como mi madre, y así se cerraba un estrecho círculo donde las tres buscábamos la identidad perdida. O la identidad deseada…
Ser mujer en el siglo XXI. Cuando le preguntaron a François Mitterrand cómo sería el hombre del siglo XXI, dio una bella respuesta: «El hombre del siglo XXI será mujer». Sin duda, el siglo XX situó a la mujer en el plano del derecho internacional, y la dotó de leyes, en los países democráticos, que protegían sus derechos. Desde esta perspectiva, el siglo XXI representa la eclosión de un sueño larvado durante siglos: el coliderazgo social y, con él, la construcción de una sociedad más justa. Pero este largo proceso, que va desde la invisibilidad social de la mujer hasta su protección legal, va dejando, inevitablemente, algunos rotos por el camino. Entre otros, los rotos que sufrimos las mujeres de las generaciones de tránsito, cuyos derechos nos son plenamente reconocidos, pero cuyas realidades habitan en sociedades culturalmente marcadas por el patriarcado.
La mayoría, mujeres que intentan llegar a todos los objetivos, el de la profesión, el de la familia, el del amor, eternamente atrapadas en una sociedad que piensa en masculino. Y no me refiero, por supuesto, a los hombres de nuestro tiempo, muchos de ellos tan desconcertados y presionados como nosotras. Me refiero a los códigos internos –laborales, familiares y emotivos– que regulan nuestra sociedad, y que obligan a la mujer a una carrera de fondo, hasta una meta siempre inalcanzable.
Entre la culpa histórica, que nos hiperresponsabiliza como madres, la trampa del amor, que nos hiperresponsabiliza como parejas, y el techo de cristal, que nos rebaja las expectativas laborales, las mujeres de hoy gozamos de una emancipación harto traumática. Hemos avanzado tan deprisa que no hemos tenido tiempo de tomar precauciones. Y así estamos, libres, pero inseguras. Competitivas, pero agotadas. Exitosas, pero asustadas.
La Vanguardia, 10/05/2009