Multiculturalidad y praxis cristiana

1 abril 1997

José Antonio Lobo

José Antonio Lobo es profesor en el “Instituto Superior de Ciencias Morales” de Madrid.

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO

Una vez considerado el hecho de la multiculturalidad y las claves que explican su ca­rácter problemático, el autor se plantea la cuestión central del artículo: «¿Cuál es la res­puesta que puede darse desde el mensaje y la propia actitud de Jesús al problema de la multiculturalidad?» En primer lugar, «Jesús se encarnó en la cultura de los pobres como único camino posible para anunciar la buena noticia de la vida y de la libertad para todos»; después, Pablo situó el cristianismo lejos del sectarismo fundamentalista o de la desinte­gración anárquica. Tras analizar algunos temas básicos como los citados, el artículo concluye sugiriendo pautas concretas para la praxis cristiana en nuestros días.

El problema que se platea en este núme­ro de Misión Joven es el de cómo organizar de manera constructiva y pacífica la conviven­cia en un mundo culturalmente plural y en el que la coexistencia en un mismo espacio de perso­nas diferentes y de culturas diferentes cada vez va siendo un hecho más frecuente.

El aspecto de este problema que nos ha co­rrespondido desarrollar es el de la incidencia de este hecho sobre el modo de entender y vivir la fe cristiana. Este aspecto de la cuestión bien se podría resumir en una pregunta: ¿có­mo se puede enfocar este hecho a partir de la fe y cómo debe actuar un creyente en un mun­do culturalmente plural? Y dar una respuesta a esta pregunta es lo que intentaremos hacer en estas páginas.

Antes de entrar en la respuesta quizá conven­ga hacer una observación. Si se plantea este pro­blema no es por mero pasatiempo, sino porque se trata, por una parte de un problema real y de no fácil solución y, por otra, de un problema que a veces es resuelto de manera incorrecta y ello da origen a conflictos y a sufrimientos para mu­chos seres humanos. Encontrar el modo adecua­do de convivir entre personas diferentes y entre culturas diferentes es tema en algunos casos o situaciones de vital importancia.

Para llegar a dar una respuesta desde el Evan­gelio a este asunto y antes de trazar las pautas de acción a seguir por un creyente ante la reali­dad de la multiculturalidad, conviene previa­mente señalar el alcance del problema así co­mo descubrir las razones por las que parece resultar difícil la convivencia entre los diferen­tes, sean personas o culturas.

  1. Multiculturalidad: realidad y problema

Para entender la multiculturalidad será preciso acercarse previamente al concepto de cultura. Por cultura entendemos aquí el modo de interpretar y de situarse en el mundo una persona o un determinado grupo humano: La cultura es la concreción de la manera de vivir en el tiempo y en el espacio que tiene determina­da persona o grupo. La misma religión es una expresión cultural de lo Transcendente [Alterna­tivas, 3/4 (Guatemala 1995), 20]. La cultura abar­ca, pues, tanto el modo de entender y organizar las relaciones con los otros seres humanos, como las relaciones con el resto de los seres que pueblan la naturaleza y el cosmos y las relaciones con el Ser con mayúscula. Los ele­mentos de la cultura van desde los alimentos que se consumen y el modo de condimentar­los, el tipo de vivienda, de vestido y los utensi­lios empleados, hasta los conocimientos, los valores y las creencias. La cultura es algo así como el estilo de ser hombre.

De este concepto de cultura ya podemos extraer dos consecuencias para nuestro asun­to. La primera es que la existencia humana es necesariamente una existencia inculturada. To­do ser humano nace, vive y se desarrolla ne­cesariamente dentro de una cultura: ésta no se restringe a simple adorno de las clases privile­giadas, ni se considera prerrogativa exclusiva de artistas, intelectuales y literatos, sino que se identifica con un modo de vida[1].

La segunda consecuencia es precisamente la de la pluralidad cultural. Los modos de en­tender la vida en todos los campos y las ma­neras de entender y organizar la inmensa red de relaciones (con los otros seres humanos, con la naturaleza y con Dios) que configuran la existencia humana, no sólo han sido diferentes en el espacio y en el tiempo, sino que lo son y lo seguirán siendo. El pluralismo cultural deriva de la propia naturaleza humana. Esta no se agota en una sola interpretación y una única respuesta ante las situaciones de la vida, sino que es flexible y está siempre abierta a la crea­ción y a la posibilidad de encontrar respuestas diferentes e interpretaciones diferentes del mun­do: hoy sabemos muy bien que la cultura no es una realidad estática ni única, sino plural y cam­biante. Por ello hablamos de culturas advenien­tes o emergentes, de culturas dominantes y de culturas cada día menos vigentes y llama­das a retroceder. Culturas que coexisten en un mismo país y sociedad cuando éstos son re­lativamente homogéneos, no tienen la misma actualidad ni la misma vigencia, en muchos aspectos se subordinan unas a otras, siendo fácil distinguir una cultura dominante orienta­dora, pero sin que ello quiera decir que la cul­tura subordinada desaparece (Alternativas, p. 76).

La multiculturalidad es, pues, constatable a lo largo y ancho de la historia humana. Por eso, lo extraño no es la coexistencia de culturas diferentes en el espacio y en el tiempo, sino el que esto todavía resulte en muchos casos un hecho mal asumido y sobre todo que siga siendo difícil la convivencia entre los diferen­tes, ya sean personas o culturas.

Así ha ocurrido, sin embargo, en el pasado y sigue ocurriendo hoy día. En el pasado es posi­ble, sin duda, recordar experiencias de convi­vencia constructiva y pacífica entre personas di­ferentes, religiones y culturas distintas: el caso de la convivencia en armonía y el contacto enri­quecedor durante mucho tiempo entre las reli­giones judía, musulmana y cristiana en la ciudad de Toledo suele nombrarse como un ejemplo. Pero también fueron numerosos los casos y las situaciones en las que tal convivencia resultó conflictiva y prácticamente imposible: cruzadas, guerras de religión y genocidios tampoco han faltado por desgracia a través de la historia.

Y sin llegar a estos extremos sangrientos de guerras y exterminios programados de los di­ferentes, lo difícil que ha resultado la conviven­cia en paz y el entendimiento y contacto enri­quecedor entre grupos diferentes por la etnia, la religión o cualquier otro elemento cultural es un hecho más que evidente: la difícil relación en­tre payos y gitanos, por hablar de hechos cer­canos a nosotros, resulta paradigmática a este respecto ayer tanto como hoy.

Y en el presente ni siquiera podemos dar por desaparecidos los enfrentamientos san­grientos entre grupos étnicos y religiosos dife­rentes ni los genocidios. Los casos son más numerosos de lo deseado y conocidos: en el Ulster, sin ir más lejos, en el enfrentamiento católicos-protestantes existen, sin duda, razo­nes sociopolíticas, pero sobre ellas inciden, y negativamente, también las diferencias religio­sas; en Bosnia están todavía sin cicatrizar las heridas de la última guerra que, aunque obe­deciendo a causas complejas, no deja de ser cierto que en ella estuvieron implicados gru­pos culturales y religiosos diferentes (croatas católicos, serbios ortodoxos y bosnios musul­manes). Aquí se llevaron genocidios progra­mados contra el grupo rival, lo mismo que ge­nocidios en curso hay ahora mismo en zonas como la de Los Grandes Lagos, en África.

Estos hechos y situaciones dramáticas, re­petidas a través de la historia y hasta ahora mismo, hacen obligado preguntarse por las ra­zones que puedan explicar las dificultades que suele plantear la multiculturalidad, sobre todo en los casos en que grupos diferentes por la etnia, la religión u otro elemento cultural impor­tante de diferenciación, están llamados a con­vivir en un mismo espacio: Sarajevo, ciudad que fue ejemplo también de una convivencia multicultural pacífica y enriquecedora, pasó a convertirse durante la citada guerra justamen­te en lo contrario: ¿por qué?

  1. ¿Por qué resulta problemática la multiculturalidad?

La búsqueda de la propia identidad que sienten como una necesidad no sólo las per­sonas, sino también los grupos, suele hacerse por un doble camino. Uno, mediante la integra­ción en un grupo, al que consideramos como propio y cuyos elementos culturales asumimos­ y otro, mediante el contraste y distanciamiento de otros grupos, cuyos elementos culturales (etnia, religión…) no compartimos. Afirmar la propia identidad supone, pues, identificarse con unos y distanciarse de otros. Por eso, no es aventurado pensar que el rebrote de los na­cionalismos, del racismo y del fundamentalismo religioso pueda tener su explicación como un mecanismo de defensa frente al riesgo de perder la propia identidad por efecto del pro­ceso de globalización o mundialización que hoy se vive en todos los campos.

Con esto queremos decir que el hecho de ser diferente, por razones de raza y de cultura, constituye en sí mismo una dificultad para la convivencia. En cualquier caso, que no se tra­ta de una dificultad insalvable lo demuestra el hecho de que, en muchos casos, esa convi­vencia se ha conseguido y se consigue. Por añadir un caso más a los ya citados, el actual conflicto de Los Grandes Lagos, siendo cierto que están implicadas y enfrentadas dos etnias distintas, los tutsis y los hutus, también lo es que en el pasado han convivido sin problemas mayores que los que lleva consigo toda convi­vencia humana y que, en el presente, no son nada infrecuentes, en el contexto de auténti­cas acciones genocidas, los gestos de solida­ridad interétnica.

Esto lo decimos para dar a entender que el solo hecho de ser diferentes o de la multicul­turalidad no basta para explicar los casos de conflictos o las dificultades para una convi­vencia en paz entre grupos culturales diferen­tes. Tendrá que haber otras razones para ex­plicar que las diferencias resulten un obstácu­lo insalvable para la convivencia. ¿Cuáles son esas razones? Es lo que pasamos a ver.

Una razón puede ser que el contacto y la re­lación que se ha establecido entre las culturas diferentes no se ha llevado a cabo en un plano de igualdad y de respeto mutuo, sino bajo la forma de imposición y dominio de unas cultu­ras sobre otras. El modo en que se ha llevado a cabo el proceso colonizador, en general y tan­to de América como de África, es el ejemplo más claro de lo que decimos. Cuando hace unos pocos años se recordaba el V Centenario de la llegada de los españoles a América, fren­te a las celebraciones oficiales de marcado ma­tiz triunfalista, se recordó con insistencia por parte de muchos, personas y grupos, que lo que allí se dio fue no tanto un encuentro de culturas, como pomposamente se presentaba a veces el evento, como un «encontronazo». Y ello fue así porque esa mentalidad dominante y excluyente del otro culturalmente diferente existía, como prueba un texto de Juan Ginés de Sepúlveda: «¿Qué cosa pudo suceder a es­tos bárbaros más conveniente ni más saluda­ble que el quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombre civilizados en cuanto pueden serlo; de torpes y libidinosos, en probos y honrados; de impíos y siervos de los demonios, en cristianos y adoradores del verdadero Dios?».

Este tipo de mentalidad por la que una cul­tura despreciaba y excluía a otra, justificando de esta manera su avasallamiento y destruc­ción más que el respeto y el diálogo, existía y ejerció su influjo a través de todo el proceso colonizador. Por eso, las actuales dificultades para el diálogo intercultural en muchos espa­cios y situaciones tiene algo que ver con este pasado: de aquellos polvos, éstos Iodos. Esto conviene no olvidarlo, pues la convivencia en­tre personas, etnias, religiones y, en general cul­turas diferentes, sólo será pacífica, constructiva y enriquecedora para todas las partes, si se ba­sa en la justicia, si se asienta sobre la base de la igualdad y de un respeto recíproco.

Una última razón que puede ayudar a expli­car las dificultades que todavía hoy existen pa­ra la convivencia en armonía entre etnias o cul­turas diferentes es que detrás de muchos de los conflictos que enfrentan a etnias o culturas diferentes hay determinados intereses econó­micos, políticos y de toda índole, que aprove­chan esas diferencias para sacar provecho. Nadie ignora, por ejemplo, que en el conflicto que en este momento asola a la región africa­na de Los Grandes Lagos se dilucidan intereses foráneos, intereses de carácter geoestraté­gico y político que nada tienen que ver con los intereses de las poblaciones, víctimas inocen­tes de esos juegos ocultos de poder. Reducir el drama que asola a aquellas tierras a un me­ro conflicto interétnico, sería un auténtico in­sulto a aquellas poblaciones. En lugar de bus­car las vías adecuadas para resolver los posi­bles problemas y diferencias reales que pue­dan darse entre las etnias diferentes que coe­xisten en la zona, se azuzan las rivalidades y se arma a los grupos extremistas rivales en detri­mento de la mayoría de la población y en pro­vecho únicamente de grupos minoritarios de la zona y extranjeros.

Que las razones interesadas existen y que la ideología de la hegemonía cultural, de la falta de respeto por las culturas diferentes se dan, conviene tenerlo en cuenta tanto para enten­der e interpretar correctamente algunos de los conflictos, actuales lo mismo que pasados, su­puestamente de carácter interétnico o inter­cultural, como a la de encontrarles una salida razonable.

Multiculturalidad y praxis cristiana

Los supuestos anteriores nos parecía ne­cesario tenerlos en cuenta para resolver co­rrectamente el asunto que nos ocupa, ¿cuál es la respuesta que puede darse desde el men­saje y la propia actitud de Jesús a este proble­ma de la multiculturalidad? y, en consecuen­cia, ¿cuál tendría que ser el modo de actuar de los creyentes en este asunto para ser fieles a ese mensaje y actitud de Jesús?

El 21 de diciembre de 1996, en Nairobi, 27 obispos de Burundi, Ruanda, Zaire, Uganda y Tanzania, es decir, de la Región de Los Gran­des Lagos en la que se está viviendo un con­flicto que se está cobrando muchos miles de muertos, firmaban un documento colectivo cu­ya primera afirmación era ésta: La diversidad de etnias constituye la riqueza de un país. Es­ta nos parece que debiera ser la afirmación clave a la hora de guiar la praxis cristiana fren­te al hecho de la multiculturalidad: la existen­cia de culturas diferentes ni es un mal, ni de­be constituir un problema, sino que es un bien, algo querido por Dios y la ocasión para un enriquecimiento mutuo, entre las personas diferentes y entre las culturas diferentes.

Para corroborar esta afirmación acudiremos a la práctica de Jesús, que es el modelo para toda praxis cristiana, y al ejemplo de las pri­meras comunidades cristianas enfrentadas lo mismo que Jesús y nosotros al hecho de la multiculturalidad, tomando como ejemplo la actitud y la respuesta dada a este problema por Pablo de Tarso.

La postura de Jesús la vamos a intentar re­sumir en una serie de afirmaciones. En ellas queremos reflejar el modo concreto en que Jesús vivió el hecho totalmente evidente tam­bién en su tiempo de la multiculturalidad.

Por eso, la primera de ellas, tal como seña­la un autor al que vamos a seguir muy de cer­ca en este asunto, es la siguiente: En el tiem­po y en la tierra de Jesús había culturas dife­rentes y hasta opuestas: la de los sacerdotes del Templo, la de los fariseos y doctores de la Ley, la de Herodes y sus partidarios, la del im­perio romano, la del pueblo pobre en el interior de Galilea, la de los grupos de oposición al sistema, como los del Bautista, los esenios y los Zelotes (Altemativas, p. 20).

La segunda afirmación es que Jesús no se comportó como un extraterrestre, sino que, al asumir la condición humana en todo menos en el pecado, su incorporación a la historia fue co­mo la de cualquier ser humano: El también tu­vo su propia cultura y desarrolló su actividad marcado por ella: Fue un judío campesino de Galilea. Su cultura era rural. Hablaba arameo, la lengua de los campesinos marginados y excluidos del poder y del saber. El modo de ex­presarse de Jesús era muy campesino, muy sencillo y muy existencial. Nada de discursos bonitos, largos e intelectualizados. Acostum­braba a hablar en parábolas (Mt 13,3), casi to­das ellas tomadas del ambiente campesino. El pueblo disfrutaba escuchándole (Lc 5,1.15) y quedaba admirado (Mc 1,27-28) (ibíd., p. 21).

Y, tercera, ubicado de esta forma humana en la historia, fue como intentó hacer realidad su sueño o proyecto, llamado Reino de Dios (Mc 1,18-20). Este era la buena noticia de la libera­ción y de la dignidad para los pobres, de la li­bertad para los oprimidos (Lc 4,18-20). La bue­na nueva de Jesús, su sueño, consistió en abrir el horizonte a tiempos nuevos de solidaridad y de fraternidad.

Tales afirmaciones ponen de relieve que Je­sús, sin vivir fuera de una cultura, ni estando en contra de las culturas que no eran la suya, lo que sí buscó con empeño fue el que todos, cualquiera que fuera su cultura, creyesen en esa buena noticia de salvación, de libertad y de fraternidad para todos. Y este núcleo esencial de su mensaje lo utilizó en un doble sentido. Primero, para criticar su cultura, en la medida que en la propia cultura de los pobres puede haber actitudes y comportamientos opuestos a ese mensaje, y para criticar la cultura de los fa­riseos y de doctores de la Ley, que era abierta­mente opuesta a la realización del sueño de la solidaridad y fraternidad universales.

Pero ese sueño o mensaje le sirvió, en se­gundo lugar, para salvar o sanar todas las cul­turas, la propia y las otras diferentes. Como ejemplo de esta apertura de Jesús a las otras culturas, su convicción de que también en otras culturas puede enraizar el Evangelio, citan los expertos el pasaje del encuentro con la mu­jer sirio-fenicia (Mc 7,24-30). Esa mujer era pa­gana, perteneciente al selecto grupo de los que controlaban las riquezas de Tiro, en perjuicio de los campesinos explotados de la región, mu­chos eran judíos emigrados de Galilea. Jesús fue duro con aquella mujer pagana, símbolo de la élite que Jesús llamó perros que no permiten que el pan llegue a la mesa de los campesinos judíos desplazados en la región y duramente explotados. La mujer admitió ese pecado e im­ploró la misericordia de Jesús en favor de su hi­ja gravemente enferma. Apeló a las migajas del Reino, a ese nuevo tipo de sociedad anunciada y testimoniada por Jesús, sin que por eso ella tuviera que estar esperando en la última fila. Je­sús se emocionó por la fe de aquella mujer. Acepto su petición y la mujer probablemente se convirtió al sueño bonito del Reino de Dios. Fue un encuentro de culturas diferentes. Jesús y la mujer sirio-fenicia se dejaron cuestionar recí­procamente y los dos salieron ganando.

«En resumen, Jesús se encarnó en la cultura de los pobres como único camino posible para anunciar la buena noticia de la vida y de la liber­tad para todos. Pero no absolutizó ninguna cul­tura, ni siquiera la de los pobres. Toda cultura para no terminar en un gueto cerrado y peligro­samente autosuficiente, debe estar en un pro­ceso de conversión permanente. Desde la fe todas las culturas necesitan salvación» (Alter­nativas, p. 22).

Jesús dejó a sus discípulos la misión de continuar su obra (Hech 1,8), les dejo el reto de anunciar y encarnar el mensaje del Reino en otras tierras y en otras culturas. Para ello no les dejó ninguna receta, sino únicamente su testimonio. ¿Cómo lo hicieron? Los resul­tados a través del tiempo fueron muy diver­sos: muchas veces los cristianos llevaron a otras tierras y a otras culturas más que el mensaje del Reino sus propias tradiciones y culturas absolutizadas, que incluso llegaron a imponer por la fuerza. Pero al comienzo no fue así: los primeros creyentes, como demuestra el ejemplo de Pablo de Tarso, consiguieron no sin dificultades y conflictos implantar el men­saje en otras tierras y en otras culturas, sin ne­gar a éstas su autonomía y validez.

3.1. Praxis cristiana después de Jesús

Pablo parece que fue la persona escogi­da por la voluntad de Dios para salvar al cris­tianismo, cuando éste todavía estaba dando sus primeros pasos, del peligro del sectarismo fundamentalista o de la desintegración anárqui­ca. El dio con su testimonio el ejemplo de có­mo es posible implantar el mensaje del Reino en una cultura diferente de la cultura rural de Palestina, a la que se dirigió fundamentalmente Jesús. El consiguió implantar, entre logros y fa­llos, el mensaje de Jesús en un contexto urba­no y sirviéndose para ello de imágenes y com­paraciones propias de la ciudad, como la del cantero-constructor (1 Cor 3,10-15) o la de los juegos olímpicos (1 Cor 9,24-27).

El camino recorrido por Pablo tuvo diversas etapas. Él se identificó, como no puede dejar de hacer un ser humano, con su propia cultu­ra. Solía presentarse a sí mismo como judío en toda la regia: «Circuncidado al octavo día; del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo e hijo de hebreos, y según la Ley fariseo, y por el celo de ella perseguidor de la Iglesia; según la justicia de la Ley, irreprensible» (Fil 3,5-6).

La identificación con su cultura fue tan fuerte en Pablo que adquirió, en una primera etapa, un carácter sectario y fanático. En este primer momento él consideraba a las otras religiones y culturas como obras del demonio y, por eso, actuó como perseguidor de las mismas, como confesaba en el texto anterior y en otros (Hech 9,1-2). Más adelante, en sus andanzas misio­neras, hubo de encontrarse con creyentes que querían encerrar la novedad del mensaje de salvación universal predicado por Jesús dentro de las tradiciones judías, sin ver la posibilidad de que el mismo mensaje pudiera ser vivido dentro de otras tradiciones o culturas. Y estos persiguieron a Pablo por oponerse a su postu­ra (Hech 13,50-52; 14,19; 22,22-24).

Pero, en una segunda etapa, la que sigue a su conversión en el camino de Damasco (Hech 9) Pablo defendió la novedad del Evangelio y relativizó las leyes y las tradiciones (Gál 3,2.24­25), poniendo como criterio para discernir al verdadero creyente no la fidelidad a unas tra­diciones relativas, sino la fidelidad a Jesús y a su Evangelio, pues «para mí la vida es Cristo, y la muerte, ganancia» (Fil 1,21). Para Pablo en la segunda etapa lo que salva no son las tra­diciones recibidas, sino Jesús y su mensaje de fraternidad y solidaridad universal.

En resumen, después de su etapa de fana­tismo e intolerancia frente a los otros diferentes -personas, religiones, culturas- en la segunda etapa Pablo enfrentó la inculturación del Evan­gelio como un modo humano de vivir el Evan­gelio en culturas y costumbres diferentes. Va­loró y al mismo tiempo relativizó las culturas. Fue aprendiendo entre aciertos y fallos… Lo más importante para Pablo era el seguimiento de la persona de Jesucristo, partiendo cada uno de sus condiciones concretas (Alternati­vas, p. 26-27).

3.2. Pautas para la praxis cristiana

El testimonio de Jesús y de Pablo de Tar­so, en el comienzo del transvase del Evange­lio a otras culturas, es una referencia válida para la praxis cristina en este asunto de cómo enfrentar el tema de la multiculturalidad y de como actuar ante el otro diferente, sea una persona o una cultura. Las lecciones que pa­ra la práctica cristiana derivan de tales testi­monios son más o menos las que siguen.

Primera, la práctica cristiana debe recono­cer y asumir un hecho indiscutible: la cultura forma parte de la naturaleza humana. Somos y producimos cultura todos los días en cuan­to hacemos o en nuestras relaciones. Cono­cer, vivir y amar la propia cultura no es contra­rio a ninguna exigencia evangélica. En cual­quier caso, la cultura es algo necesario y rela­tivo al mismo tiempo. Toda cultura, la nuestra y las demás, debe someterse en todo mo­mento a un proceso de discernimiento.

Segunda, el criterio para discernir una cultu­ra y sus elementos no es que sea diferente a la nuestra, sino ver si concuerda o no con el men­saje de vida, de libertad, de fraternidad y soli­daridad que aporta el mensaje de Jesús. Por eso, es cierto que hay culturas de vida y cultu­ras de muerte, culturas que oprimen y culturas que valoran las luchas por la vida y la libertad de las personas y de los pueblos. La praxis cristia­na habrá de apostar por las culturas o aquellos elementos de una cultura que apuestan por la vida y por la libertad y oponerse a aquéllas que producen la muerte o la esclavitud.

Tercera, la experiencia de Dios es posible vi­virla en diferentes culturas. Negar esta verdad es tanto como absolutizar una cultura y cerrar el diálogo necesario entre las diferentes cultu­ras. Lo que hace válida una cultura como ex­presión del único mensaje de Jesús no es el que sea la mía o sea diferente a la mía, sino el que esté abierta a los valores del Reino.

Partiendo de estos supuestos o consecuen­cias derivadas del testimonio de Jesús y de sus testigos cualificados, como lo fue Pablo de Tarso entre otros, es posible y conveniente que el creyente viva un ecumenismo universal, al estilo del que expresan unas palabras de D. Pedro Casaldáliga, que asumimos totalmente y con las que quisiéramos terminar: » No se tra­ta de minimizar la revelación bíblica, ni de ne­gar la universalidad de la mediación de Cristo Jesús, ni de ignorar la especificidad cristiana. Se trata de rever nuestra teología, nuestro cris­tología y nuestra eclesiología, aculturadamen­te miopes, secularmente colonizadoras. Se tra­ta de creer efectivamente en la voluntad salví­fica universal de Dios que envió su hijo al mun­do no para condenarlo, sino para salvarlo.

Yo me pregunto en un poema-noema: Mi Díos, ¿me deja ver a Dios?

Tal vez «cambiar a Dios» -por exigencias, re­pito, de la misma fe cristiana- sea el más pro­fundo y el más urgente desafío que se les pla­tea a las iglesias cristianas en la diakonía ma­yor del Reino, para que el mundo crea y para que toda la familia humana de Dios se haga familia de verdad, conviva en la justicia, se ame en la paz y haciendo historia se prepare para el encuentro definitivamente feliz» [Rev. Éxodo, 36(1996), 58-59].

José Antonio Lobo

[1] E. CHÁVARRI, Perfiles de nueva humanidad, Ed. San Esteban, Salamanca 1993,15.

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