[vc_row][vc_column][vc_column_text]José Antonio Lobo es profesor en el “Instituto Superior de Ciencias Morales” de Madrid.
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Una vez considerado el hecho de la multiculturalidad y las claves que explican su carácter problemático, el autor se plantea la cuestión central del artículo: «¿Cuál es la respuesta que puede darse desde el mensaje y la propia actitud de Jesús al problema de la multiculturalidad?» En primer lugar, «Jesús se encarnó en la cultura de los pobres como único camino posible para anunciar la buena noticia de la vida y de la libertad para todos»; después, Pablo situó el cristianismo lejos del sectarismo fundamentalista o de la desintegración anárquica. Tras analizar algunos temas básicos como los citados, el artículo concluye sugiriendo pautas concretas para la praxis cristiana en nuestros días.
El problema que se platea en este número de Misión Joven es el de cómo organizar de manera constructiva y pacífica la convivencia en un mundo culturalmente plural y en el que la coexistencia en un mismo espacio de personas diferentes y de culturas diferentes cada vez va siendo un hecho más frecuente.
El aspecto de este problema que nos ha correspondido desarrollar es el de la incidencia de este hecho sobre el modo de entender y vivir la fe cristiana. Este aspecto de la cuestión bien se podría resumir en una pregunta: ¿cómo se puede enfocar este hecho a partir de la fe y cómo debe actuar un creyente en un mundo culturalmente plural? Y dar una respuesta a esta pregunta es lo que intentaremos hacer en estas páginas.
Antes de entrar en la respuesta quizá convenga hacer una observación. Si se plantea este problema no es por mero pasatiempo, sino porque se trata, por una parte de un problema real y de no fácil solución y, por otra, de un problema que a veces es resuelto de manera incorrecta y ello da origen a conflictos y a sufrimientos para muchos seres humanos. Encontrar el modo adecuado de convivir entre personas diferentes y entre culturas diferentes es tema en algunos casos o situaciones de vital importancia.
Para llegar a dar una respuesta desde el Evangelio a este asunto y antes de trazar las pautas de acción a seguir por un creyente ante la realidad de la multiculturalidad, conviene previamente señalar el alcance del problema así como descubrir las razones por las que parece resultar difícil la convivencia entre los diferentes, sean personas o culturas.
- Multiculturalidad: realidad y problema
Para entender la multiculturalidad será preciso acercarse previamente al concepto de cultura. Por cultura entendemos aquí el modo de interpretar y de situarse en el mundo una persona o un determinado grupo humano: La cultura es la concreción de la manera de vivir en el tiempo y en el espacio que tiene determinada persona o grupo. La misma religión es una expresión cultural de lo Transcendente [Alternativas, 3/4 (Guatemala 1995), 20]. La cultura abarca, pues, tanto el modo de entender y organizar las relaciones con los otros seres humanos, como las relaciones con el resto de los seres que pueblan la naturaleza y el cosmos y las relaciones con el Ser con mayúscula. Los elementos de la cultura van desde los alimentos que se consumen y el modo de condimentarlos, el tipo de vivienda, de vestido y los utensilios empleados, hasta los conocimientos, los valores y las creencias. La cultura es algo así como el estilo de ser hombre.
De este concepto de cultura ya podemos extraer dos consecuencias para nuestro asunto. La primera es que la existencia humana es necesariamente una existencia inculturada. Todo ser humano nace, vive y se desarrolla necesariamente dentro de una cultura: ésta no se restringe a simple adorno de las clases privilegiadas, ni se considera prerrogativa exclusiva de artistas, intelectuales y literatos, sino que se identifica con un modo de vida[1].
La segunda consecuencia es precisamente la de la pluralidad cultural. Los modos de entender la vida en todos los campos y las maneras de entender y organizar la inmensa red de relaciones (con los otros seres humanos, con la naturaleza y con Dios) que configuran la existencia humana, no sólo han sido diferentes en el espacio y en el tiempo, sino que lo son y lo seguirán siendo. El pluralismo cultural deriva de la propia naturaleza humana. Esta no se agota en una sola interpretación y una única respuesta ante las situaciones de la vida, sino que es flexible y está siempre abierta a la creación y a la posibilidad de encontrar respuestas diferentes e interpretaciones diferentes del mundo: hoy sabemos muy bien que la cultura no es una realidad estática ni única, sino plural y cambiante. Por ello hablamos de culturas advenientes o emergentes, de culturas dominantes y de culturas cada día menos vigentes y llamadas a retroceder. Culturas que coexisten en un mismo país y sociedad cuando éstos son relativamente homogéneos, no tienen la misma actualidad ni la misma vigencia, en muchos aspectos se subordinan unas a otras, siendo fácil distinguir una cultura dominante orientadora, pero sin que ello quiera decir que la cultura subordinada desaparece (Alternativas, p. 76).
La multiculturalidad es, pues, constatable a lo largo y ancho de la historia humana. Por eso, lo extraño no es la coexistencia de culturas diferentes en el espacio y en el tiempo, sino el que esto todavía resulte en muchos casos un hecho mal asumido y sobre todo que siga siendo difícil la convivencia entre los diferentes, ya sean personas o culturas.
Así ha ocurrido, sin embargo, en el pasado y sigue ocurriendo hoy día. En el pasado es posible, sin duda, recordar experiencias de convivencia constructiva y pacífica entre personas diferentes, religiones y culturas distintas: el caso de la convivencia en armonía y el contacto enriquecedor durante mucho tiempo entre las religiones judía, musulmana y cristiana en la ciudad de Toledo suele nombrarse como un ejemplo. Pero también fueron numerosos los casos y las situaciones en las que tal convivencia resultó conflictiva y prácticamente imposible: cruzadas, guerras de religión y genocidios tampoco han faltado por desgracia a través de la historia.
Y sin llegar a estos extremos sangrientos de guerras y exterminios programados de los diferentes, lo difícil que ha resultado la convivencia en paz y el entendimiento y contacto enriquecedor entre grupos diferentes por la etnia, la religión o cualquier otro elemento cultural es un hecho más que evidente: la difícil relación entre payos y gitanos, por hablar de hechos cercanos a nosotros, resulta paradigmática a este respecto ayer tanto como hoy.
Y en el presente ni siquiera podemos dar por desaparecidos los enfrentamientos sangrientos entre grupos étnicos y religiosos diferentes ni los genocidios. Los casos son más numerosos de lo deseado y conocidos: en el Ulster, sin ir más lejos, en el enfrentamiento católicos-protestantes existen, sin duda, razones sociopolíticas, pero sobre ellas inciden, y negativamente, también las diferencias religiosas; en Bosnia están todavía sin cicatrizar las heridas de la última guerra que, aunque obedeciendo a causas complejas, no deja de ser cierto que en ella estuvieron implicados grupos culturales y religiosos diferentes (croatas católicos, serbios ortodoxos y bosnios musulmanes). Aquí se llevaron genocidios programados contra el grupo rival, lo mismo que genocidios en curso hay ahora mismo en zonas como la de Los Grandes Lagos, en África.
Estos hechos y situaciones dramáticas, repetidas a través de la historia y hasta ahora mismo, hacen obligado preguntarse por las razones que puedan explicar las dificultades que suele plantear la multiculturalidad, sobre todo en los casos en que grupos diferentes por la etnia, la religión u otro elemento cultural importante de diferenciación, están llamados a convivir en un mismo espacio: Sarajevo, ciudad que fue ejemplo también de una convivencia multicultural pacífica y enriquecedora, pasó a convertirse durante la citada guerra justamente en lo contrario: ¿por qué?
- ¿Por qué resulta problemática la multiculturalidad?
La búsqueda de la propia identidad que sienten como una necesidad no sólo las personas, sino también los grupos, suele hacerse por un doble camino. Uno, mediante la integración en un grupo, al que consideramos como propio y cuyos elementos culturales asumimos y otro, mediante el contraste y distanciamiento de otros grupos, cuyos elementos culturales (etnia, religión…) no compartimos. Afirmar la propia identidad supone, pues, identificarse con unos y distanciarse de otros. Por eso, no es aventurado pensar que el rebrote de los nacionalismos, del racismo y del fundamentalismo religioso pueda tener su explicación como un mecanismo de defensa frente al riesgo de perder la propia identidad por efecto del proceso de globalización o mundialización que hoy se vive en todos los campos.
Con esto queremos decir que el hecho de ser diferente, por razones de raza y de cultura, constituye en sí mismo una dificultad para la convivencia. En cualquier caso, que no se trata de una dificultad insalvable lo demuestra el hecho de que, en muchos casos, esa convivencia se ha conseguido y se consigue. Por añadir un caso más a los ya citados, el actual conflicto de Los Grandes Lagos, siendo cierto que están implicadas y enfrentadas dos etnias distintas, los tutsis y los hutus, también lo es que en el pasado han convivido sin problemas mayores que los que lleva consigo toda convivencia humana y que, en el presente, no son nada infrecuentes, en el contexto de auténticas acciones genocidas, los gestos de solidaridad interétnica.
Esto lo decimos para dar a entender que el solo hecho de ser diferentes o de la multiculturalidad no basta para explicar los casos de conflictos o las dificultades para una convivencia en paz entre grupos culturales diferentes. Tendrá que haber otras razones para explicar que las diferencias resulten un obstáculo insalvable para la convivencia. ¿Cuáles son esas razones? Es lo que pasamos a ver.
Una razón puede ser que el contacto y la relación que se ha establecido entre las culturas diferentes no se ha llevado a cabo en un plano de igualdad y de respeto mutuo, sino bajo la forma de imposición y dominio de unas culturas sobre otras. El modo en que se ha llevado a cabo el proceso colonizador, en general y tanto de América como de África, es el ejemplo más claro de lo que decimos. Cuando hace unos pocos años se recordaba el V Centenario de la llegada de los españoles a América, frente a las celebraciones oficiales de marcado matiz triunfalista, se recordó con insistencia por parte de muchos, personas y grupos, que lo que allí se dio fue no tanto un encuentro de culturas, como pomposamente se presentaba a veces el evento, como un «encontronazo». Y ello fue así porque esa mentalidad dominante y excluyente del otro culturalmente diferente existía, como prueba un texto de Juan Ginés de Sepúlveda: «¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombre civilizados en cuanto pueden serlo; de torpes y libidinosos, en probos y honrados; de impíos y siervos de los demonios, en cristianos y adoradores del verdadero Dios?».
Este tipo de mentalidad por la que una cultura despreciaba y excluía a otra, justificando de esta manera su avasallamiento y destrucción más que el respeto y el diálogo, existía y ejerció su influjo a través de todo el proceso colonizador. Por eso, las actuales dificultades para el diálogo intercultural en muchos espacios y situaciones tiene algo que ver con este pasado: de aquellos polvos, éstos Iodos. Esto conviene no olvidarlo, pues la convivencia entre personas, etnias, religiones y, en general culturas diferentes, sólo será pacífica, constructiva y enriquecedora para todas las partes, si se basa en la justicia, si se asienta sobre la base de la igualdad y de un respeto recíproco.
Una última razón que puede ayudar a explicar las dificultades que todavía hoy existen para la convivencia en armonía entre etnias o culturas diferentes es que detrás de muchos de los conflictos que enfrentan a etnias o culturas diferentes hay determinados intereses económicos, políticos y de toda índole, que aprovechan esas diferencias para sacar provecho. Nadie ignora, por ejemplo, que en el conflicto que en este momento asola a la región africana de Los Grandes Lagos se dilucidan intereses foráneos, intereses de carácter geoestratégico y político que nada tienen que ver con los intereses de las poblaciones, víctimas inocentes de esos juegos ocultos de poder. Reducir el drama que asola a aquellas tierras a un mero conflicto interétnico, sería un auténtico insulto a aquellas poblaciones. En lugar de buscar las vías adecuadas para resolver los posibles problemas y diferencias reales que puedan darse entre las etnias diferentes que coexisten en la zona, se azuzan las rivalidades y se arma a los grupos extremistas rivales en detrimento de la mayoría de la población y en provecho únicamente de grupos minoritarios de la zona y extranjeros.
Que las razones interesadas existen y que la ideología de la hegemonía cultural, de la falta de respeto por las culturas diferentes se dan, conviene tenerlo en cuenta tanto para entender e interpretar correctamente algunos de los conflictos, actuales lo mismo que pasados, supuestamente de carácter interétnico o intercultural, como a la de encontrarles una salida razonable.
Multiculturalidad y praxis cristiana
Los supuestos anteriores nos parecía necesario tenerlos en cuenta para resolver correctamente el asunto que nos ocupa, ¿cuál es la respuesta que puede darse desde el mensaje y la propia actitud de Jesús a este problema de la multiculturalidad? y, en consecuencia, ¿cuál tendría que ser el modo de actuar de los creyentes en este asunto para ser fieles a ese mensaje y actitud de Jesús?
El 21 de diciembre de 1996, en Nairobi, 27 obispos de Burundi, Ruanda, Zaire, Uganda y Tanzania, es decir, de la Región de Los Grandes Lagos en la que se está viviendo un conflicto que se está cobrando muchos miles de muertos, firmaban un documento colectivo cuya primera afirmación era ésta: La diversidad de etnias constituye la riqueza de un país. Esta nos parece que debiera ser la afirmación clave a la hora de guiar la praxis cristiana frente al hecho de la multiculturalidad: la existencia de culturas diferentes ni es un mal, ni debe constituir un problema, sino que es un bien, algo querido por Dios y la ocasión para un enriquecimiento mutuo, entre las personas diferentes y entre las culturas diferentes.
Para corroborar esta afirmación acudiremos a la práctica de Jesús, que es el modelo para toda praxis cristiana, y al ejemplo de las primeras comunidades cristianas enfrentadas lo mismo que Jesús y nosotros al hecho de la multiculturalidad, tomando como ejemplo la actitud y la respuesta dada a este problema por Pablo de Tarso.
La postura de Jesús la vamos a intentar resumir en una serie de afirmaciones. En ellas queremos reflejar el modo concreto en que Jesús vivió el hecho totalmente evidente también en su tiempo de la multiculturalidad.
Por eso, la primera de ellas, tal como señala un autor al que vamos a seguir muy de cerca en este asunto, es la siguiente: En el tiempo y en la tierra de Jesús había culturas diferentes y hasta opuestas: la de los sacerdotes del Templo, la de los fariseos y doctores de la Ley, la de Herodes y sus partidarios, la del imperio romano, la del pueblo pobre en el interior de Galilea, la de los grupos de oposición al sistema, como los del Bautista, los esenios y los Zelotes (Altemativas, p. 20).
La segunda afirmación es que Jesús no se comportó como un extraterrestre, sino que, al asumir la condición humana en todo menos en el pecado, su incorporación a la historia fue como la de cualquier ser humano: El también tuvo su propia cultura y desarrolló su actividad marcado por ella: Fue un judío campesino de Galilea. Su cultura era rural. Hablaba arameo, la lengua de los campesinos marginados y excluidos del poder y del saber. El modo de expresarse de Jesús era muy campesino, muy sencillo y muy existencial. Nada de discursos bonitos, largos e intelectualizados. Acostumbraba a hablar en parábolas (Mt 13,3), casi todas ellas tomadas del ambiente campesino. El pueblo disfrutaba escuchándole (Lc 5,1.15) y quedaba admirado (Mc 1,27-28) (ibíd., p. 21).
Y, tercera, ubicado de esta forma humana en la historia, fue como intentó hacer realidad su sueño o proyecto, llamado Reino de Dios (Mc 1,18-20). Este era la buena noticia de la liberación y de la dignidad para los pobres, de la libertad para los oprimidos (Lc 4,18-20). La buena nueva de Jesús, su sueño, consistió en abrir el horizonte a tiempos nuevos de solidaridad y de fraternidad.
Tales afirmaciones ponen de relieve que Jesús, sin vivir fuera de una cultura, ni estando en contra de las culturas que no eran la suya, lo que sí buscó con empeño fue el que todos, cualquiera que fuera su cultura, creyesen en esa buena noticia de salvación, de libertad y de fraternidad para todos. Y este núcleo esencial de su mensaje lo utilizó en un doble sentido. Primero, para criticar su cultura, en la medida que en la propia cultura de los pobres puede haber actitudes y comportamientos opuestos a ese mensaje, y para criticar la cultura de los fariseos y de doctores de la Ley, que era abiertamente opuesta a la realización del sueño de la solidaridad y fraternidad universales.
Pero ese sueño o mensaje le sirvió, en segundo lugar, para salvar o sanar todas las culturas, la propia y las otras diferentes. Como ejemplo de esta apertura de Jesús a las otras culturas, su convicción de que también en otras culturas puede enraizar el Evangelio, citan los expertos el pasaje del encuentro con la mujer sirio-fenicia (Mc 7,24-30). Esa mujer era pagana, perteneciente al selecto grupo de los que controlaban las riquezas de Tiro, en perjuicio de los campesinos explotados de la región, muchos eran judíos emigrados de Galilea. Jesús fue duro con aquella mujer pagana, símbolo de la élite que Jesús llamó perros que no permiten que el pan llegue a la mesa de los campesinos judíos desplazados en la región y duramente explotados. La mujer admitió ese pecado e imploró la misericordia de Jesús en favor de su hija gravemente enferma. Apeló a las migajas del Reino, a ese nuevo tipo de sociedad anunciada y testimoniada por Jesús, sin que por eso ella tuviera que estar esperando en la última fila. Jesús se emocionó por la fe de aquella mujer. Acepto su petición y la mujer probablemente se convirtió al sueño bonito del Reino de Dios. Fue un encuentro de culturas diferentes. Jesús y la mujer sirio-fenicia se dejaron cuestionar recíprocamente y los dos salieron ganando.
«En resumen, Jesús se encarnó en la cultura de los pobres como único camino posible para anunciar la buena noticia de la vida y de la libertad para todos. Pero no absolutizó ninguna cultura, ni siquiera la de los pobres. Toda cultura para no terminar en un gueto cerrado y peligrosamente autosuficiente, debe estar en un proceso de conversión permanente. Desde la fe todas las culturas necesitan salvación» (Alternativas, p. 22).
Jesús dejó a sus discípulos la misión de continuar su obra (Hech 1,8), les dejo el reto de anunciar y encarnar el mensaje del Reino en otras tierras y en otras culturas. Para ello no les dejó ninguna receta, sino únicamente su testimonio. ¿Cómo lo hicieron? Los resultados a través del tiempo fueron muy diversos: muchas veces los cristianos llevaron a otras tierras y a otras culturas más que el mensaje del Reino sus propias tradiciones y culturas absolutizadas, que incluso llegaron a imponer por la fuerza. Pero al comienzo no fue así: los primeros creyentes, como demuestra el ejemplo de Pablo de Tarso, consiguieron no sin dificultades y conflictos implantar el mensaje en otras tierras y en otras culturas, sin negar a éstas su autonomía y validez.
3.1. Praxis cristiana después de Jesús
Pablo parece que fue la persona escogida por la voluntad de Dios para salvar al cristianismo, cuando éste todavía estaba dando sus primeros pasos, del peligro del sectarismo fundamentalista o de la desintegración anárquica. El dio con su testimonio el ejemplo de cómo es posible implantar el mensaje del Reino en una cultura diferente de la cultura rural de Palestina, a la que se dirigió fundamentalmente Jesús. El consiguió implantar, entre logros y fallos, el mensaje de Jesús en un contexto urbano y sirviéndose para ello de imágenes y comparaciones propias de la ciudad, como la del cantero-constructor (1 Cor 3,10-15) o la de los juegos olímpicos (1 Cor 9,24-27).
El camino recorrido por Pablo tuvo diversas etapas. Él se identificó, como no puede dejar de hacer un ser humano, con su propia cultura. Solía presentarse a sí mismo como judío en toda la regia: «Circuncidado al octavo día; del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo e hijo de hebreos, y según la Ley fariseo, y por el celo de ella perseguidor de la Iglesia; según la justicia de la Ley, irreprensible» (Fil 3,5-6).
La identificación con su cultura fue tan fuerte en Pablo que adquirió, en una primera etapa, un carácter sectario y fanático. En este primer momento él consideraba a las otras religiones y culturas como obras del demonio y, por eso, actuó como perseguidor de las mismas, como confesaba en el texto anterior y en otros (Hech 9,1-2). Más adelante, en sus andanzas misioneras, hubo de encontrarse con creyentes que querían encerrar la novedad del mensaje de salvación universal predicado por Jesús dentro de las tradiciones judías, sin ver la posibilidad de que el mismo mensaje pudiera ser vivido dentro de otras tradiciones o culturas. Y estos persiguieron a Pablo por oponerse a su postura (Hech 13,50-52; 14,19; 22,22-24).
Pero, en una segunda etapa, la que sigue a su conversión en el camino de Damasco (Hech 9) Pablo defendió la novedad del Evangelio y relativizó las leyes y las tradiciones (Gál 3,2.2425), poniendo como criterio para discernir al verdadero creyente no la fidelidad a unas tradiciones relativas, sino la fidelidad a Jesús y a su Evangelio, pues «para mí la vida es Cristo, y la muerte, ganancia» (Fil 1,21). Para Pablo en la segunda etapa lo que salva no son las tradiciones recibidas, sino Jesús y su mensaje de fraternidad y solidaridad universal.
En resumen, después de su etapa de fanatismo e intolerancia frente a los otros diferentes -personas, religiones, culturas- en la segunda etapa Pablo enfrentó la inculturación del Evangelio como un modo humano de vivir el Evangelio en culturas y costumbres diferentes. Valoró y al mismo tiempo relativizó las culturas. Fue aprendiendo entre aciertos y fallos… Lo más importante para Pablo era el seguimiento de la persona de Jesucristo, partiendo cada uno de sus condiciones concretas (Alternativas, p. 26-27).
3.2. Pautas para la praxis cristiana
El testimonio de Jesús y de Pablo de Tarso, en el comienzo del transvase del Evangelio a otras culturas, es una referencia válida para la praxis cristina en este asunto de cómo enfrentar el tema de la multiculturalidad y de como actuar ante el otro diferente, sea una persona o una cultura. Las lecciones que para la práctica cristiana derivan de tales testimonios son más o menos las que siguen.
Primera, la práctica cristiana debe reconocer y asumir un hecho indiscutible: la cultura forma parte de la naturaleza humana. Somos y producimos cultura todos los días en cuanto hacemos o en nuestras relaciones. Conocer, vivir y amar la propia cultura no es contrario a ninguna exigencia evangélica. En cualquier caso, la cultura es algo necesario y relativo al mismo tiempo. Toda cultura, la nuestra y las demás, debe someterse en todo momento a un proceso de discernimiento.
Segunda, el criterio para discernir una cultura y sus elementos no es que sea diferente a la nuestra, sino ver si concuerda o no con el mensaje de vida, de libertad, de fraternidad y solidaridad que aporta el mensaje de Jesús. Por eso, es cierto que hay culturas de vida y culturas de muerte, culturas que oprimen y culturas que valoran las luchas por la vida y la libertad de las personas y de los pueblos. La praxis cristiana habrá de apostar por las culturas o aquellos elementos de una cultura que apuestan por la vida y por la libertad y oponerse a aquéllas que producen la muerte o la esclavitud.
Tercera, la experiencia de Dios es posible vivirla en diferentes culturas. Negar esta verdad es tanto como absolutizar una cultura y cerrar el diálogo necesario entre las diferentes culturas. Lo que hace válida una cultura como expresión del único mensaje de Jesús no es el que sea la mía o sea diferente a la mía, sino el que esté abierta a los valores del Reino.
Partiendo de estos supuestos o consecuencias derivadas del testimonio de Jesús y de sus testigos cualificados, como lo fue Pablo de Tarso entre otros, es posible y conveniente que el creyente viva un ecumenismo universal, al estilo del que expresan unas palabras de D. Pedro Casaldáliga, que asumimos totalmente y con las que quisiéramos terminar: » No se trata de minimizar la revelación bíblica, ni de negar la universalidad de la mediación de Cristo Jesús, ni de ignorar la especificidad cristiana. Se trata de rever nuestra teología, nuestro cristología y nuestra eclesiología, aculturadamente miopes, secularmente colonizadoras. Se trata de creer efectivamente en la voluntad salvífica universal de Dios que envió su hijo al mundo no para condenarlo, sino para salvarlo.
Yo me pregunto en un poema-noema: Mi Díos, ¿me deja ver a Dios?
Tal vez «cambiar a Dios» -por exigencias, repito, de la misma fe cristiana- sea el más profundo y el más urgente desafío que se les platea a las iglesias cristianas en la diakonía mayor del Reino, para que el mundo crea y para que toda la familia humana de Dios se haga familia de verdad, conviva en la justicia, se ame en la paz y haciendo historia se prepare para el encuentro definitivamente feliz» [Rev. Éxodo, 36(1996), 58-59].
José Antonio Lobo
[1] E. CHÁVARRI, Perfiles de nueva humanidad, Ed. San Esteban, Salamanca 1993,15.
[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]