Fernando García
Nací un 22 de septiembre de 1974 en el hospital Clínico de Madrid. Al menos eso es lo que siempre he creído porque así se lo he escuchado decir a mis padres desde que yo era niño. Mi madre, como todas las madres siempre más atenta para guardar detalles en la caja fuerte del corazón, me ha dicho cientos de veces que aquel año el 22 de septiembre cayó en domingo, que hacía un día estupendo y que yo dejé de darle guerra para venir a este mundo a eso de las nueve de la mañana.
¿Cómo puedo estar seguro de que todo esto es verdad? Tengo que confesarte que es la primera vez que me hago esta pregunta. Sí, puedes estar seguro que nunca se me ha pasado por la cabeza emprender alguna de esas medidas «objetivas» que me darían la certeza de que las cosas efectivamente fueron así y no he vivido estos treinta años en un perfecto engaño. No, nunca he pedido una prueba de paternidad y nunca he exigido una fotocopia de mi partida de nacimiento. Esto sería muy objetivo y muy seguro, pero estarás de acuerdo conmigo que sería también muy repugnante. Si mis padres me han dicho que yo nací el 22 de septiembre, nací el 22 de septiembre. ¡Y basta!
Cambiemos de tema. Posiblemente has quedado cientos de veces para ir al cine con tus amigos mandando o recibiendo un mensajito con el móvil. «A las siete en el kilómetro cero», o «en la Fuente Agria», o «en la Plaza Mayor», o en cualquiera de esos puntos que se convierten en nuestras ciudades, en lugares rituales de encuentro. Si fueses una persona desconfiada, antes de cerrar la cita, deberías pedir a tus amigos una prueba evidente de que efectivamente se presentarán allí para ir al cine y que el mensaje del móvil no se trata de una tomadura de pelo. Podrías hasta exigirles un documento firmado o una grabación…
Con estas pruebas en el bolsillo, podrías encaminarte con total seguridad hacia el kilómetro cero, para, con la misma seguridad, verte allí más sólo que la una. Y no deberías extrañarte. Al fin y al cabo ir al cine con un «tío raro» que se comporta de este modo con sus amigos, no es demasiado agradable. Ya sé que esta situación te parece ridícula. También a mí, porque cuando hablamos con los amigos, si hemos dicho que quedamos a las siete, quedamos a las siete. ¡Y basta!
¿Dónde se encuentra la fuerza de las afirmaciones de ambos ejemplos? ¿Por qué nos parecen tan excéntricas y ridículas ambas situaciones? ¿Por qué no cabe en cabeza alguna, pedir pruebas objetivas a ciertas personas y en ciertos momentos?
Tanto yo con mis padres, como tú con tus amigos, nos relacionamos en clave de confianza. Nos fiamos de sus palabras, porque quienes las dicen, no son unos desconocidos para nosotros, sino personas con las que hemos intercambiado pequeños gestos de cariño, que de forma casi imperceptible, han llegado a construir, con el paso del tiempo, una relación especial, sólida y estable.
Yo sé que nací un 22 de septiembre porque creo en mis padres, al menos, con la misma fe que tú crees en tus amigos y tienes la seguridad de que esta tarde a las siete no te darán plantón.
Aunque hoy en día parece que uno es estúpido por ser «creyente», es decir, por tener fe, yo estoy convencido que la fe no es ninguna estupidez. Al contrario, lejos de serlo, me parece que es una realidad con la que las personas convivimos cada día y humanizamos nuestro conocimiento. Creer en alguien, es una forma de conocer muy diversa a la demostración del teorema de Pitágoras, pero no menos importante para nuestra vida.
Cuando nos fiamos de las personas que queremos y que nos quieren, establecemos con ellas una comunicación de sentimientos, de afectos y de experiencias que nos ayudan a afrontar con éxito la vida y a caminar hacia esa felicidad que nunca somos capaces de alcanzar. No es más sabio el que pasa por la vida mirando con ojos desconfiados a los demás con el convencimiento de que así será más científico.
Tener fe no es ni ser un pobre ingenuo que se cree todo lo que le dicen, ni hacer un salto mortal para defender con la bandera de un determinado dios, cosas que resultan incomprensibles para nuestras pobres inteligencias. Decir «creo en ti», es establecer una relación con una persona que va más allá de lo que se ve, que se fundamenta en algo que se escapa a los simples análisis. Tal vez ésta sea la mejor respuesta que podemos dar a quien nos pregunta que es eso de la fe. «Creer es mirar con profundidad las cosas de cada día». La afirmación puede sonar un poco abstracta, por eso te la voy a intentar explicar con dos ejemplos.
- Erá mi mamá
El primero se lo he escuchado contar a un amigo. Fue con ocasión de la muerte de su mamá. Un momento triste e íntimo de nuestra historia personal, que es necesario pasar para poder comprenderlo. Días después del entierro, la casa del pueblo se convirtió en un desfile de familiares, amigos, vecinos y conocidos, que de forma diversa habían tenido una relación con su madre y se veían ahora en la obligación o necesidad de expresar al hijo su tristeza.
En las diversas conversaciones salían a la luz anécdotas, historias, recuerdos. Curiosidades que dibujaban el rostro de su madre y que en muchas ocasiones, ni siquiera él conocía. Escuchaba con atención y con placer todas las cosas buenas que se decía de su madre… pero al mismo tiempo que oía contar a la vecina lo mucho que habían compartido juntas y lo bien que la conocía, una sonrisa junto a una lágrima escurridiza se dibujaba en su rostro mientras pensaba… ¡sí, tú puedes contar todo lo que quieras…pero era mi mamá! Tal vez esta «mirada más profunda», que sólo el podía hacer y que le hacía exclamar ante el torrente de anécdotas sobre su madre, ¡era mi mamá!, sea lo que mejor defina la mirada de fe.
- Un electricista con memoria
La otra anécdota la he vivido personalmente. Se me ha quedado grabada una conversación que tuve con un chaval que trabajaba en una empresa de electricidad y que se pasó una tarde por el colegio en el que hace unos años él había estudiado y ahora yo daba clase. Charlando de aquellos años de niñez, le brotaban a borbotones los recuerdos: los partidos de fútbol, las fiestas, las clases de matemáticas, las excursiones, los motes de los profesores, que perduraban ante el paso del tiempo… La conversación nos condujo a uno de los profesores que le había dado clase cuando tenía once años. Él no había sido un buen alumno, ni en estudios ni en disciplina, pero al recordar a aquel profesor se detuvo unos instantes, y con una cierta solemnidad me dijo: «Fulanito, creyó en mí». Tal vez ese profesor fue capaz de mirar un poco más profundo que el resto de sus colegas de claustro, para descubrir todo lo bueno que nuestro amigo electricista llevaba dentro.
Debo reconocer que aquel día aprendí una de esas lecciones que no se olvidan fácilmente. Nada de lo que hacemos con las personas es indiferente. Con nuestras palabras, nuestros gestos, nuestros gritos, nuestras sonrisas… transmitimos mensajes de confianza o desconfianza hacia quienes nos rodean, que llegan bastante más dentro de lo que nos cabría esperar.
Pero no te creas que la lección de nuestro amigo electricista es sólo para los que trabajan como profesores, o para los que son padres, o para los que desempeñan alguna función educativa. Mirar al otro con unos ojos que comprendan y no juzguen, que vean lo positivo y no siempre los defectos, que animen y den esperanza y no hundan en el pozo de la desesperación, es una tarea que nos toca a todos.
Y para echar este vistazo optimista, para poder creer en los demás, sin duda, tenemos que empezar por creer en nosotros mismos. Este es un tema muy delicado y difícil. Conozco demasiada gente, que por razones muy diversas ha caído en el pozo de la depresión y sufre enormemente para recuperar la confianza en si mismo.
Todos necesitamos «querernos y creernos». A veces he oído decir alguno: «Me he comprado este caprichito. Al fin y al cabo, ¡tengo que quererme más!». No es este el significado que me gustaría que adoptasen mis palabras. Querernos y creernos no es zambullirnos en la lógica consumista de nuestra sociedad, para satisfacer compulsivamente nuestras necesidades. “Querernos y creernos” es sacar lo mejor de nosotros e intentar hacer crecer cada día, todas las posibilidades de ser persona que llevamos dentro, a pesar de que nuestras acciones no respondan siempre a nuestros ideales. Es soñar con los pies en el suelo; es confiar en nuestras posibilidades, sin hundirnos al descubrir lo terriblemente fuertes que son nuestras limitaciones. Es caminar con los demás, ayudando y dejándonos ayudar para crecer en humanidad.
Por todo esto creer en las personas que nos rodean es el primer consejo que me gustaría dejarte, a ti que has compartido estas cuatro páginas conmigo. Sé que la vida no es de color de rosa y que muchas veces las actitudes y acciones de los demás nos invitan a la desconfianza, pero si dejamos que en nuestro mundo de relaciones, el recelo acabe triunfando sobre la confianza, este planeta en que vivimos, será cada día más inhumano.
Por eso te invito a que hagas crecer tu fe en los demás. A que no la limites a aquellos que te son más cercanos, sino que la vayas extendiendo más y más, para que llegue a todas las personas con las que compartes vida.
Creyendo en las personas, encontrarás signos de esperanza en la vida de cada día, aprenderás a mirar los acontecimientos con una mirada más profunda y, tal vez, descubras que no es tan estúpido creer en Dios.
AHORA TE TOCA A TI…
1.- ¿Qué razones encuentras para creer?
2.- ¿Qué razones encuentras para no creer?
3.- Intenta escribir una respuesta al autor de este artículo, rebatiéndole o apoyándole en alguno de sus argumentos
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