Narrar el evangelio

1 enero 2009

Fernando García
 
AGRADECIMIENTO
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Después de un día de cansancio, perseguido por multitud de gente que buscaba milagros, consejos, consuelo, había empezado a atardecer. Jesús tenía ganas de descansar, tenía ganas de estar sólo. Había dicho a sus amigos que se quedaran en casa de Pedro en Cafarnaún, él iría dentro de un tiempo.
Estuvo caminando alrededor de una hora. En su cabeza se agolpaban los rostros de las personas que se habían acercado a él en ese día; pasaban deprisa por su memoria, cada uno con sus problemas, sus miedos, sus esperanzas…
Acompañado de aquellas vidas anónimas que habían acudido a él buscando algo que por sí solos no podían encontrar, llegó hasta lo alto de una cima. Desde allí se veía el lago y las tenues luces de las casas que lo circundaban.
El silencio y la paz envolvían a una naturaleza que se preparaba para dormir. ¡Cómo contrastaba con los gemidos de los enfermos y los gritos de los centuriones romanos! Se sentó junto a un árbol y dejó su mente en blanco pensando en el infinito. Su espíritu se llenaba de paz. Ahí en algún lugar estaba su Padre, dándole fuerzas para continuar. En silencio se dirigió a él sin abrir los labios y de su pensamiento nació un sencillo ¡gracias!
Pero en la vida de Jesús la tranquilidad era un sentimiento pasajero. Tras una noche de paz, a la mañana siguiente comenzaba de nuevo el ajetreo de personas que acudían en su búsqueda. Unos por curiosidad, otros por ver si había suerte y podían ser testigos de alguno de sus prodigios, otros buscando solución a sus problemas…
Mientras iban de camino el tintineo de varias campanillas sobresaltó al grupo que lo acompañaba. Urgía dar un rodeo. Su sonido era inconfundible. Eran las campanillas que se veían obligados a llevar los leprosos para advertir a los caminantes de su presencia. Todos esperaban que Jesús diese media vuelta, pero él seguía hacia delante haciendo caso omiso del sonido que alertaba de la presencia de la temida enfermedad.
Efectivamente, un grupo de leprosos estaban sentados junto al camino. El olor de la carne en descomposición era fuerte y un sentimiento de repugnancia recorrió el cuerpo de los discípulos. Jesús imprudentemente se acercó a ellos. Eran diez.
– ¿Qué queréis?
– ¿Qué vamos a querer? ¿Hemos oído cosas increíbles de ti? ¿Podrías hacer algo por nosotros?
– Podría… Id y presentaos a los sacerdotes…
Y con estas palabras Jesús hizo ademán de continuar su camino.
Los diez hombres se quedaron desconcertados. Dudaron… y uno a uno se fueron levantando para cumplir con el mandato de Jesús.
No habían pasado ni diez minutos cuando un hombre dando grandes gritos sorprendió al grupo de Jesús por sus espaldas. ¡Maestro soy yo, soy yo! Uno de los diez leprosos. Estoy curado… Fue de repente, increíble, mientras iba de camino hacia la sinagoga… ¡Increíble! ¡Gracias maestro!
Jesús le abrazó con cariño. ¿Y los otros?, le preguntó. No sé… al verse también curados salieron disparados cada uno en una dirección. Me imagino que habrán vuelto a sus aldeas a toda prisa. ¡Pero yo quería volver para darte las gracias!
 
Ayer y hoy
La relación de Jesús con los leprosos es altamente significativa de lo que él quería enseñarnos. Tal vez esa relación fue la mejor de las parábolas contada con la fuerza de los hechos. Y es que los leprosos en su tiempo eran los marginados de los marginados. Considerados pecadores públicos desde la concepción judía de que la enfermedad era un castigo divino por la maldad de las acciones, los leprosos eran expulsados de las aldeas, confinados a guetos y obligados a vagar por los caminos con campanillas que avisasen de su presencia para evitar contacto con los hombres de bien.
Que Jesús hablase y tocase a esta gente significaba mucho. Arriesgándose a ser contagiado de la enfermedad, él mismo se situaba en la marginalidad y en la impureza desde las concepciones religiosas de su pueblo. Saltando esta barrera, Jesús con su gesto, se acercaba a los últimos de los últimos pidiendo como única respuesta el agradecimiento.
El mensaje del evangelio es una apuesta por los más pobres, por los que menos tienen. Ser seguidor de Jesús de Nazaret exige tener un corazón agradecido ante tantos favores que hemos recibido de la vida, en comparación con los que luchan por sobrevivir sin haber hecho nada para merecer eso.
Evidentemente, nosotros no estamos en la situación de aquellos leprosos, tal vez por ello tenemos más motivos para dar gracias a Dios. Muchas veces rezamos para pedir a Dios que nos ayude en nuestras dificultades y nos acordamos de santa Bárbara sólo cuando truena, sin embargo nuestra oración de cada día, sencilla y sincera, debería empezar siempre por una oración de agradecimiento, por tantas cosas que tenemos y que convertidas en rutina de nuestra vida, no valoramos lo suficiente. ¿Cuáles son estas cosas? Cada uno de nosotros lo sabemos…
 
FE
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Habían pasado unos cuantos años desde la marcha de Jesús y sus seguidores intentaban vivir con la frescura de su recuerdo. Tomás, que había sido uno de los doce, había formado una pequeña comunidad cristiana. Los que no habían conocido al maestro estaban sedientos de información y Tomás era una figura respetada en medio de ellos. Una tarde mientras estaban reunidos un muchacho le preguntó: – Vosotros que estuvisteis con él… ¿cuándo os hicisteis creyentes?
Tomás cerró los ojos y haciendo un esfuerzo comenzó a hablar diciendo:
Podría ahora mismo volver a aquellas tardes en Galilea; recordar el día que le conocí y que me llamó por mi nombre para que estuviera con él; podría ver de nuevo la cara de extrañeza de Pedro que no podía admitir que un traidor como Mateo que cobraba los impuestos para Roma, pudiese formar parte de los doce; sentir de nuevo el cansancio de las caminatas, la sorpresa de los que veían sus milagros y el odio contenido de los fariseos ridiculizados por un maestro que en boca del pueblo, enseñaba con autoridad…
Que Jesús era especial, lo sentíamos todos. Tenía un algo que atraía y no te dejaba indiferente. Él veía en las personas lo que nosotros no podíamos o no queríamos ver. Él vio en Mateo, algo más que un asqueroso colaboracionista, en Zaqueo a un ser humano deseoso de cambiar de vida, y en María a una pecadora arrepentida. Los tres cambiaron su  vida sólo porque Jesús fue capaz de devolverles la dignidad perdida, de darles esperanza para el futuro y de enfrentarse a los que veían las cosas de otra manera…
Sí, Jesús era grande. Y además tenía poder. Eso lo empezamos a percibir muy pronto. Fue en Caná de Galilea, en aquella boda en la que el agua acabó convertida en vino, donde empezó a crecer nuestra fe en el maestro. Pero aún estábamos muy lejos de ser creyentes. Nosotros vimos muchos milagros, vimos salir andando a aquel paralítico que habían bajado sus amigos desde el techo de la casa donde Jesús estaba enseñando, vimos recuperar la vista al ciego de nacimiento, vimos salir de la tumba a Lázaro, el amigo de Jesús.
Pero los milagros no nos hicieron creyentes. Tal vez hicieron crecer nuestra admiración por Jesús, y en algunos de nosotros, renacer la esperanza de una liberación política de los malditos romanos que nos oprimían. Pero después de los milagros seguíamos sin ser creyentes.
Por eso nuestras esperanzas se desinflaron como un globo cuando los acontecimientos empezaron a precipitarse después de la cena pascual que tomamos en Jerusalén. En el huerto, tras aquella misteriosa noche, el miedo tomó presa de nuestros cuerpos y cuando vimos los palos, espadas y faroles de la guardia del Templo, huimos para salvar la vida. ¿Qué creyente hubiera hecho eso? Es que aún no lo éramos.
Ni fuimos creyentes durante la vida de Jesús, ni lo fuimos durante su proceso a muerte. Tuvimos que esperar a verlo de nuevo entre los vivos, a encontrarnos con él resucitado, para entender realmente cuál había sido la pasión de su vida. Fue en esos días que pasaron tras la resurrección cuando nació nuestra fe en el Señor Jesús. Fue entonces cuando empezamos a entender en qué consistía el «poder» de sus milagros; fue entonces cuando recordamos el significado de sus palabras y sus gestos durante la última cena; fue entonces cuando entendimos qué quería decir que no hay mayor amor que dar la vida por los amigos…
[Nuestra fe nació al pie de la cruz y creció al encontrarnos con el Señor resucitado. Desde entonces vivimos llenos de esperanza. Descubrimos que no había motivos para el miedo o la tristeza. Aprendimos a sentirnos repletos de paz.
Nuestra fe ya no dependía de la situación social o de que nos dieran una palmadita en la espalda. Antes sí… por eso habíamos huido todos en Getsemaní. Pero ahora era distinto porque habíamos entendido que Jesús no había sido un hombre cualquiera, habíamos descubierto que en Jesús se nos había manifestado el verdadero rostro y la verdadera palabra de Dios. Nosotros no creíamos en ideas peregrinas. Creíamos en un rostro concreto que era nada menos que el rostro de nuestro Dios.
Creer en Jesús nos llenó de razones para vivir y para vivir en profundidad. Nos descubrió una espiritualidad de lo ordinario, en la que no había que hacer grandes oraciones, ni solemnes plegarias, sino vivir con la sencillez de aquella viuda y de aquel publicano de las historias que él nos había contado.
Y nuestra fe en él, nos llevó por todas partes a anunciar la Buena Noticia que nosotros habíamos descubierto, como he hecho yo aquí entre vosotros. No la intentamos imponer sino que se la contamos a quiénes quisieron escucharla. Y siguiendo el ejemplo del maestro, no calculamos nuestro beneficio en ello, sino que arriesgamos en la partida. No nos importó que nos mirasen mal, que nos tomaran por borrachos o que nos azotaran para acallar nuestro mensaje.
No teníamos oro y plata, sino una perla preciosa: nuestra fe en Jesús. Y esa perla que daba vida y esperanza, que hacía saltar de alegría a los que estaban tullidos es lo único que podíamos comunicar a los demás. Fue ahí cuando llegamos a ser creyentes; cuando aprendimos a ver el mundo con los ojos de Jesús, a ver a las personas con los ojos de Jesús; a esperar el futuro con la esperanza de Jesús… Al fin y al cabo él nos había dicho que estaría con nosotros hasta el fin del mundo.
Tomás había hablado con el corazón en la mano a aquel muchacho. El grupo le miraba embelesado, pero aún le faltaba una frase más por decir. Mirando al chico que le había preguntado le dijo: – Y tú, ¿has llegado ya a ser creyente?].
 
Ayer y hoy
Los discípulos de Jesús se hicieron creyentes después de la resurrección. Ni las palabras de Jesús, ni sus milagros les llevaron a la fe. Tuvieron que esperar a encontrarse con el resucitado para entender cuanto habían vivido con él y cuanto habían escuchado de sus labios.
Hoy necesitamos creyentes verdaderos, que lean sus acontecimientos desde los valores del evangelio, que tengan una rica vida interior con espacios para el silencio, para la reflexión sobre la propia vida y para la oración.
 
LIBERTAD
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La noticia había corrido como un reguero de pólvora por los alrededores. Roma había decidido dar un escarmiento definitivo a aquellos incómodos galileos. Más de doscientos sospechosos de rebelión serían crucificados en menos de una semana. Quien no tenía un familiar, tenía un conocido entre aquellos desafortunados hombres.
El grupo de Jesús no era ajeno al clima de indignación que se respiraba por toda la región. ¿Cómo puede Dios permitir estas cosas? ¿No es él el todopoderoso? ¡Que intervenga contra estos malditos romanos que matan a los hombres de su pueblo!
Jesús detuvo un momento la marcha y reunió en torno suyo a sus seguidores. Cuando todos estaban en silencio comenzó a contar una historia.
Un día salió el sembrador a sembrar. Y sembró sin poner mucha atención de donde caía la semilla que llevaba en el zurrón. Tiraba al aire puñados y puñados de simiente que caían al azar según él iba caminando y según soplase el viento.
Parte de esa semilla cayó al borde del camino. Allí a pesar de la lluvia y del sol, pocas plantas nacieron. Demasiada gente pisoteaba aquella tierra. Otra parte tuvo más fortuna y cayó en un lugar alejado del paso de la gente. Esa semilla empezó a crecer, pero las zarzas que poblaban la zona acabaron ahogando a las jóvenes plantas que acabaron por secarse. Por fin, otra parte de la semilla, cayó en tierra buena y por eso germinó, se hizo planta robusta y cuando llegó la primavera dio buen fruto.
Se hizo silencio.
– ¿Ya?, susurró Simón a Juan. ¿Qué quiere decir Jesús con esta historia?. No logro sacarle el significado.
Jesús hizo como que no había escuchado a su amigo y miró el rostro de los demás. Sus caras le decían que ninguno había entendido mucho más que Simón.
Jesús dejó el lenguaje de las parábolas y continuó hablando con claridad. ¿Por qué culpáis a  Dios de los males que pasan en el mundo? ¿Os gustaría ser marionetas suyas movidas a su antojo? No, amigos, Dios es como ese sembrador que lanzó la semilla de su palabra por el mundo, para que cada hombre con su libertad tomara la decisión de acogerla o rechazarla.
Hay gente que son como la tierra del borde del camino, ni siquiera se paran a escuchar a Dios y poco de su mensaje cala dentro de ellos. Otros son como la tierra poblada de zarzas. Acogen el mensaje de Dios, pero tienen poca voluntad y las comodidades, los placeres o las malas compañías acaban asfixiándoles. Y por fin, hay personas que en sus vidas dan frutos de amor y de bondad.
Mi tarea y la vuestra, amigos, es sembrar, no forzar a nadie. Nuestra misión es proponer, no imponer. Así que, levantémonos y sigamos sembrando para que cada vez haya más hombres que se decidan a dar fruto.
 
Ayer y hoy
Echar la culpa a Dios de los males del mundo ha sido un recurso fácil de los que se niegan a creer en él. Ya en el siglo XVII, el filósofo Leibniz escribió todo un volumen para argumentar la injusticia intelectual de responsabilizar a Dios de los males que causamos los seres humanos.
Hace poco leí una historia que me hizo sonreír. En una peluquería un hombre soltaba sapos y culebras contra Dios. Cómo va a existir Dios con la cantidad de guerras, actos terroristas y males en general que pasan en el mundo… El peluquero, hombre sosegado y creyente, le dijo con tranquilidad. Mire usted, yo ayer caminando por la calle me crucé con un hombre con unas melenas espantosas y de ahí deduje que los peluqueros no existen.
– Qué dice usted, replicó el hombre. El asunto no es que los peluqueros no existan sino que se hombre no acude a ellos.
– A lo mejor eso es lo que a los hombres nos pasa con Dios…
 
ORACIÓN
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A lo largo de su vida había buscado muchos momentos de soledad para dialogar con su Padre. Con él, alejado del gentío que le seguía mañana y tarde y no le dejaba apenas tiempo para comer, había desahogado sus ilusiones, sus alegrías, sus dudas.
A él le había agradecido la acogida que sus palabras estaban teniendo entre tantas personas sencillas y humildes de corazón, frente a la indiferencia de los que se tenían por sabios y entendidos. Con él, a solas, en la ladera de la montaña mientras el sol se ponía en las inmediaciones del lago, había dialogado pidiéndole la fuerza necesaria para superar la tentación de usar su poder en beneficio propio. Una tentación, que ahora en ese huerto repleto de olivos volvía con más fuerza que nunca.
Sus amigos, aquellos que hacía una hora prometían fidelidad hasta la muerte, dormían por el cansancio. Él sabía muy bien lo que se le venía encima. No quería sufrir, no quería pasar aquella terrible tortura, no quería morir. ¿No podría haber otro camino? ¿No podría hacerse la voluntad de Dios de una forma más sencilla y cómoda? ¿Por qué su Dios callaba?, ¿dónde estaba ahora que le necesitaba más que nunca?, ¿por qué el silencio era su única respuesta?
La tensión se le estaba disparando. Un sudor frío de angustia le cubría la frente. Su cuerpo temblaba ante la decisión final. ¿Qué hacer? ¿Usar su poder para escapar de esta situación o confiar en un Dios que ahora estaba mudo? Las lágrimas se le saltaban de pena y amargor.
Hincó sus rodillas en el suelo y se dirigió a Dios con aquella palabra que tanto encolerizaba a los fariseos: Abbá, papá… Papá callaba, pero él sabía bien cuál era la misión que tenía en esta vida. Nunca había buscado su comodidad y su beneficio y no lo iba a hacer ahora. Si su vida coherente y entregada acababa desembocando en la muerte, habría que aceptarla con amor.
La tentación de usar su poder para escapar había pasado. Sus discípulos seguían durmiendo y un destello de antorchas se divisaba acercándose hacia él. En uno de los pocos momentos que le quedaban de estar solo en esta vida, susurró: Padre, que se haga tu voluntad.
 
Ayer y hoy
Jesús rezó y mucho. En ocasiones nos quedamos sólo con la figura del Jesús activo, implicado en los problemas de los otros, en una acción incansable de pueblo en pueblo, curando, dando esperanza, predicando, animando… Pero los evangelios nos pintan diversos cuadros de Jesús en oración, en soledad, interiorizando su vida y su acción.
La oración es un elemento fundamental para poder ser hoy creyentes en el resucitado. Vivimos en una sociedad que marcha a un ritmo vertiginoso. No paramos de hacer cosas y dedicamos muy poco tiempo a pensar en nosotros mismos, a hacer examen de conciencia, a ponernos delante de Dios para pedirle su fuerza, darle las gracias o suplicarle su perdón.
Hoy más que nunca, hemos de decir que sin vida interior no puede haber creyentes, sin oración es difícil mantener la fe, sin una rica espiritualidad es improbable superar las tentaciones del materialismo, del hedonismo y del activismo de nuestra sociedad.
 
VOCACIÓN
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Saulo estaba convencido de que su comportamiento agradaba a Dios. Desde pequeño había sido instruido en las tradiciones de su pueblo. Conocía al pie de la letra las historias de la creación del mundo, de Abraham, de José y sus hermanos, de Moisés y la salida de la esclavitud de Egipto, rezaba los salmos del rey David y guardaba hasta los últimos preceptos de la ley judía.
Había estudiado en una de las sinagogas más importantes de su tiempo y de él se decía que era uno de los jóvenes más prometedores de cara a ocupar puestos de importancia en el Sanedrín.
Por eso Pablo estaba seguro de que el camino para amar a Dios discurría por las mismas sendas que el de odiar a sus enemigos. Y de entre ellos destacaba ese nuevo grupo de blasfemos galileos que seguían a un tal Jesús de Nazaret.
Esa mañana Saulo estaba excitado. Aún era demasiado joven para participar en el juicio que se iba a producir pero algo podría hacer. A mediodía uno de esos seguidores de Jesús sería ajusticiado por su oposición al Sumo Sacerdote y por hablar con descaro de Dios. Cuando Saulo llegó al lugar convenido le extrañó la entereza con la que Esteban esperaba su final. Lejos de tener miedo, miraba al cielo y con la vista perdida no dejaba de contar la historia de aquel galileo que él afirmaba que era el Hijo de Dios.
Los fariseos encargaron a Saulo que guardase sus mantos y capas. La ejecución fue rápida. Decenas de personas apedrearon a Esteban que seguía bendiciendo a Dios hasta que las fuerzas le abandonaron.
Saulo fue el último en abandonar el sitio. Una sombra de duda le pasó por la mente. Aquel extraño hombre había muerto perdonando a sus verdugos. ¿Estaría bien lo que habían hecho? La duda se disipó con rapidez. Saulo había aprendido desde pequeño que a los enemigos de Dios había que eliminarlos…
Habían pasado años de esto. La muerte de Esteban lejos de contribuir a la desaparición de la nueva secta, la había incrementado. Saulo era un hombre respetado entre los miembros de Sanedrín y marchaba hacia Damasco para apresar a un grupo de seguidores del nazareno. Antes de partir había hecho sus oraciones y bendecido al Dios del cual estaba seguro de ser un buen servidor.
Por el camino algo extraordinario le aconteció. Una luz intensa le hizo parar. Una figura de hombre caminaba hacia él envuelto en un dorado resplandor. Saulo curiosamente no sentía miedo sino paz. ¿Quién eres le preguntó? – Yo soy Jesús, a quien tú persigues. – ¿Jesús?, ¿el mismo Jesús en quien creen esos cristianos? – El mismo, Saulo. Y yo te he elegido para que seas mi seguidor y anuncies mi resurrección no sólo a los judíos sino a todo el mundo que quiera creerte. Tú pensabas servir a Dios persiguiendo a los cristianos, pero ahora que me has visto, te será más fácil darte cuenta que a Dios sólo se le puede servir amando y perdonando…
Saulo no sabía que decir. El hombre iba desapareciendo de su vista y la voz se oía ya en la lejanía. – Como signo del cambio que va a experimentar tu vida a partir de ahora te llamaran Pablo…
Un silencio profundo se hizo en el camino. Los que acompañaban a Saulo no habían visto ni oído nada. Lo zarandeaban una y otra vez buscando una explicación, pero Saulo no podía decir nada. Siguió el camino hacia Damasco pero con un objetivo muy diverso. Así que lo que decían aquellos cristianos era verdad y ese Jesús de Nazaret había resucitado. Inmediatamente el recuerdo le transportó a aquella mañana en que Esteban moría apedreado con su aprobación.
 
Ayer y hoy
Sin Pablo de Tarso la extensión del cristianismo hubiera sido muy distinta de cómo fue. Lo más sorprendente de su vocación es que él no sufrió una conversión al modo del que lleva una vida perdida por malos caminos y a un cierto tiempo se da cuenta de que debe dar un cambio de rumbo en su vida. No, el Saulo, estricto judío y perseguidor de cristianos, se consideraba un perfecto servidor de Dios. Camino de Damasco no sufrió un cambio de vida en el sentido ético, sino que descubrió el verdadero rostro del Dios en que él creía. Pablo en ese viaje experimentó al mismo tiempo el misterio de la Navidad y de la Pascua.  Dios se le manifestó con rostro humano para que él se convirtiera en su testigo ante los hombres.
Hoy los cristianos no acabamos de tomarnos en serio nuestra vocación más radical. Con independencia de nuestras cualidades, de nuestro estilo de vida, de que estemos casados, solteros o consagrados, todos nosotros, como Pablo, hemos sido llamados a dar testimonio de Jesús resucitado, no sólo a los más cercanos, sino a todos los que nos quieran escuchar.
Cierto es, que este testimonio no implica elaborar grandes discursos con los que aburrir a la gente. El éxito de Pablo, por así decirlo, no llegó en el areópago ateniense, cuna de la retórica y la oratoria. Allí pocos quisieron escucharle. El testimonio de Pablo, como el nuestro, se fundamentó en las obras y no sólo en sus palabras, fue se empeño y se pasión por la causa de Jesús lo que arrastró a cientos, miles de personas de su tiempo a creer. Si él pudo hacerlo, ¿por qué no podemos nosotros?