Fernando García
Llamados al seguimiento
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El sol de primavera resplandecía sobre el lago provocando una combinación de colores fascinante. Los varios tonos de azul del agua en calma se salpicaban de destellos plateados intermitentes. En la orilla, ajenos al paisaje por el narcótico de la rutina, un grupo de pescadores remendaban sus redes con vistas a una noche de trabajo.
– Andrés, cose ese agujero o se escaparán por él todos los peces del lago.
– Si es que cogemos algo esta noche, hermanito, porque últimamente no se está dando nada bien.
– Y encima esos malditos romanos que nos sangran a impuestos. ¿Qué les importa a ellos si hemos pescado o no? Sólo quieren cobrar y sacar dinero. ¡Malditos sean!
Simón, no había terminado aún su maldición diaria contra los invasores, cuando un codazo le hizo salir de su rutina. Levantó la vista de las redes y sus ojos se cruzaron con los de un hombre que a unos pocos metros de distancia caminaba hacia ellos. Simón le miró fijamente; el rostro no le era familiar; no debía ser, ni de Cafarnaún, ni de los alrededores, porque de ser así le hubiera conocido. Venía solo y parecía que su único objetivo era hablar con ellos… ¿Qué demonios querrá ahora este? – pensó para sus adentros.
Juan y Santiago, que estaban arreglando su barca, se acercaron a los dos hermanos. El forastero había comenzado a hablar con Simón. Su voz era tranquila y sosegada. La conversación giraba en torno a los temas que los cuatro incultos pescadores mejor dominaban: el arte de la pesca, cómo iban los preparativos, la previsión del tiempo para la noche, los condenados impuestos… A un cierto punto el forastero clavó los ojos en Simón:
– Yo también me estoy preparando para una larga jornada de pesca y necesito una cuadrilla. Pero mi pesca va a ser bien diferente de la vuestra… necesito pescadores de hombres. Simón, ¡ven conmigo!
Simón no daba crédito a lo que estaba oyendo. Un hombre del que sólo sabía que se llamaba Jesús, le estaba invitando a dejar su trabajo para ir con él a no se sabe dónde… Si se hubiese parado un minuto a pensarlo seguro que le habría mandado a paseo para continuar remendando sus redes, pero Simón era todo corazón y además había algo en ese hombre que enganchaba…
– Muy bien, tenemos tiempo hasta la noche, veamos qué tienes que enseñarme.
Jesús hizo un gesto a los otros tres pescadores y también ellos se levantaron detrás de Simón. Total, la limpieza que estaban haciendo de las barcas era más rutinaria que necesaria y esa noche podrían salir perfectamente a faenar. Pero esa noche no hubo pesca para las dos parejas de hermanos. El día se había convertido en una semana junto a Jesús y en ese tiempo habían recorrido junto a él las aldeas que rodeaban el lago. Estaban alucinados de sus palabras. Enseñaba con autoridad y grupos de personas empezaban a acudir donde él estaba con el único objetivo de escucharle.
Había pasado ya un mes desde aquella mañana en el lago. A las dos parejas de hermanos se habían unido otros galileos a los que Jesús había invitado personalmente: Tomás, Bartolomé, Judas… incluso Leví, un recaudador de impuestos que colaboraba con los romanos, había dejado su tenderete ante el imperativo «ven y sígueme» de los labios de Jesús. En ese mes el forastero se había convertido en el maestro y el maestro en el amigo.
Ayer y hoy
No eran los mejores de la clase, ni los más inteligentes, ni los que mejor fama tenían. Eran rostros desconocidos para los importantes de la época y en algunos casos rostros de mala reputación. Pero en ellos se fijó Jesús y ellos respondieron a su llamada. Confiaron en él y fueron comprendiendo poco a poco, con el paso del tiempo.
Y sus nombres –que en su tiempo apenas conocían un puñado de personas- han sido repetidos por millones de creyentes a lo largo del tiempo. Ellos pasaron a la historia por su fe en el nazareno construida día a día, con luces y sombras.
Y es que pocas cosas se pueden hacer de forma individualista y aislada. Darse cuenta de que la unión hace la fuerza y de que necesitamos a los demás es el primer paso para realizar grandes logros.
Hoy sin embargo vivimos en una sociedad altamente individualista. Intentamos ser felices adquiriendo el mayor número de bienes de consumo, nos encerramos en casas lo más confortables posibles, reducimos al ámbito de lo privado cuestiones tan importantes como qué es el bien, dónde podemos encontrar la verdad o cuál es la mejor forma de vivir.
Por eso, el mensaje de Jesús, que desde los inicios fue asumido y vivido en comunidad es impopular en una sociedad individualista y consumista. Los cristianos ni podemos «pasar» del que vive a nuestro lado, ni podemos caer en la extendida tentación del relativismo, en la que ninguna cosa es más importante que la otra y cada individuo allá se las ve con aquello que considera importante. Vivir en comunidad y compartir con los demás creyentes penas y alegrías es el reto para los discípulos de hoy que siguen recibiendo la invitación del maestro: «¡Ven y sígueme!».
Alegría
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Jesús no era un profeta al uso. Poco tenía que ver con Juan el Bautista, que vivía en la mayor de las austeridades y pobrezas anunciando al pueblo la conversión. Jesús comía y bebía con la gente y se mostraba pronto a la risa y a la alegría. Por eso los fariseos lo criticaban acusándolo de borracho y vividor. Un grupo de fariseos se acercaron donde él estaba con los suyos. Jesús había oído las críticas, por eso no les dejó ni hablar.
– No sabéis lo que queréis, sois como aquellos con los que hagas lo que hagas siempre están a disgusto, si tocas la flauta no bailan y si cantas himnos fúnebres no lloran. ¿Por qué criticabais al Bautista, por ser austero? ¿Por qué me criticáis ahora a mí, por reír con la gente y compartir un vaso de buen vino?
Los fariseos no se atrevieron a responderle, pero a Jesús las críticas no le hicieron mella y aceptó la invitación a la boda de unos parientes en Caná de Galilea. Con él fueron su madre y sus seguidores más cercanos.
La fiesta estaba resultando estupenda hasta que un aire de inquietud empezó a soplar entre los sirvientes. La madre de Jesús se percató al momento del problema y le susurró al oído. – No les queda vino. Jesús frunció el ceño. – Aún no es el momento, madre. Pero la confianza de María en su hijo no tenía límites. Llamó a los sirvientes y les dijo con firmeza: – ¡Haced todo lo que él os diga!
Simón y Juan se habían dado cuenta de todo y seguían la escena con impaciencia. El resto estaban demasiado bebidos como para darse cuenta de lo que estaba pasando. Los sirvientes llenaron las tinajas de agua y obedeciendo a Jesús empezaron a servirla en las copas vacías de los invitados. El agua cristalina caía ahora sobre las copas con el rojo aterciopelado del mejor de los vinos.
Simón y Juan lo habían visto todo desde el principio y corrieron a contárselo al resto de los doce… ¡Mirad, Jesús ha convertido el agua en vino! ¡Ha sido increíble! No hay palabras… En efecto no había palabras. Por eso allí en Caná de Galilea aquel grupo de pescadores y hombres del campo comenzaron a creer realmente en Jesús de Nazaret.
Ayer y hoy
Fue curiosa la crítica que los fariseos hicieron a Jesús: Éste, éste es un comilón y un borracho… sí, sí, este Jesús es un poco superficial…
No entendían nada. Jesús había venido a manifestar a los hombres una profunda alegría. La alegría que brota por sentirse queridos por Dios, la paz interior que nace cuando uno tiene la conciencia tranquila y se siente unido a ese Dios que le quiere.
La alegría y el optimismo deben ser cualidades eminentemente cristianas. Hubo quien dijo que un santo triste era un triste santo. Toda una escuela de santidad, es decir de perfección de vida cristiana, se resumía en un sencillo lema: «Nosotros hacemos consistir la santidad en estar siempre alegres».
Hoy el modelo de alegría para muchos jóvenes es el botellón de fin de semana, el exceso, la satisfacción inmediata e indiscriminada de las necesidades y pasiones. La alegría de la que Jesús nos habla, brota de la vida interior, es un estado estable de ánimo y no un flash de la emoción del momento.
Respeto
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Jesús tenía una capacidad impresionante para leer entre líneas. Sabía ver más allá de las apariencias y descubrir los misterios que esconden el corazón de las personas. Tal vez por eso Leví, el odiado recaudador de impuestos había recibido la invitación de unirse al grupo de los doce; Zaqueo, el conocido colaboracionista había reconocido públicamente sus errores tras encontrase con Jesús y Miriam había dejado una vida denigrante para volver a caminar con la cabeza bien alta.
Gente como esta, de mala fama y de mal vivir eran los preferidos del maestro. A ellos dedicaba sus mayores atenciones y de ellos recibía las mayores alegrías.
Esta maldita manía de considerar a todas las personas iguales, de empeñarse en valorar a los últimos de la sociedad y de despreciar a los poderosos, le iba colocando día a día en una situación cada vez más delicada.
El eco de las palabras que esa mañana había dirigido hacia los fariseos aún resonaba en los muros de adobe de las casas del poblado. El grupo que estaba con Jesús había podido verlo en el mayor de sus enfados ante la obstinación de aquellos hombres en considerar más importantes sus tradiciones y costumbres que la misma vida de las personas… Les había llamado hipócritas, raza de víboras, sepulcros blanqueados… y ante la admiración de todos apuntándoles directamente con el dedo se había dirigido a los atónitos aldeanos diciéndoles: «Vosotros haced caso de sus buenos consejos y de sus buenas caras, pero no imitéis sus acciones, porque dicen una cosa y luego son otra…»
Ayer y hoy
Jesús miraba a las personas con profundidad. Estaba convencido que lo realmente importante no eran las normas rituales sino lo que sale de dentro del corazón del hombre. Por eso miraba con respeto a gente que sin más eran marginados por los dirigentes religiosos de su época.
Hoy en día seguimos viviendo de las apariencias, pero éstas como las etiquetas sociales o los prejuicios hacia las personas, pueden hacernos equivocarnos. Podemos juzgar a alguien sin conocerlo realmente o ensalzar a personas que realmente no lo merecen.
Mirar en lo escondido y no en lo superficial; buscar las actitudes del corazón y no sólo quedar bien nos ofrece otra visión de las personas que comprende y no juzga, que ayuda y no condena.
Servicio
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Había una calma tensa en el ambiente. Todo había sucedido muy deprisa desde la mañana en que los peregrinos galileos habían entrado en la ciudad santa para la fiesta de la Pascua. Simón y Judas habían intercambiado miradas de expectación mientras la gente aclamaba a Jesús como rey. Pedro había apretado la empuñadura de su espada cuando Jesús fuera de sí, tiraba por tierra el mercado del Sumo sacerdote en el templo. Todos tenían la cabeza llena de preguntas y el corazón embotado de inquietudes…
Pero ahora estaban de nuevo solos. Los doce con Jesús en casa de unos amigos para cenar juntos. Tal vez el maestro aprovechara la ocasión para aclararles algo… Tenían tantas dudas y Jesús se estaba volviendo cada día más enigmático… Juan había resumido el sentir del grupo mientras iban de camino hacia la casa: «Al maestro se le ve preocupado».
No habían terminado de acomodarse en torno a la mesa cuando Jesús les sorprendió a todos. En silencio, había tomado la jofaina que estaba junto a la puerta y se había arrodillado ante Tomás de la misma forma como solían hacer los esclavos ante los señores de la casa. Jesús le lavó lo pies en silencio con una sonrisa en el rostro. Luego pasó a Bartolomé, el israelita intachable, luego a Simón, el amigo de los revolucionarios zelotes, luego a a Leví, el antiguo recaudador de impuestos… Cada uno llevaba dentro de sí su historia personal, sus miedos, sus esperanzas que se reflejaban en las atónitas miradas que dirigían al maestro mientras éste hincaba las rodillas en el suelo delante de ellos y enjuagaba con cariño sus pies sudorosos.
Cuando les llegó el turno a los hermanos Zebedeo, sus miradas hablaban en silencio. Sólo hacía una semana que su madre había pedido a Jesús para sus hijos los dos puestos más importantes en su inminente reinado. Y ahora ahí estaba el supuesto rey, arrodillado ante ellos. ¿Qué es lo que habían pedido por boca de su madre?
Pedro fue le único que protestó. El clima de silencio se rompió con la voz del recio pescador y con sus protestas ante Jesús. «¡Tú no me lavarás a mí los pies jamás! ¡No puedo tolerar que te humilles de esa manera!». Jesús le dejó desfogarse… le conocía demasiado bien como para preocuparse por las voces. Cuando el ímpetu de Pedro se hubo apagado, Jesús le miró fijamente movimiento lentamente la cabeza.
– Pedro, ¿me quieres?
– ¡Cómo dices eso! Tú sabes que te quiero. He dejado todo por seguirte y estar contigo.
– Es cierto Pedro, aunque tu amor se va a poner a prueba en las próximas horas…
– Pero Maestro…
– Mira Pedro, si quieres ser mi discípulo tienes que dejar que te lave los pies porque este gesto resume lo que significa ser seguidor mío…
Pedro quedó unos segundos en silencio. Por su cabeza pasaron fugazmente imágenes vividas con Jesús. Vio a los leprosos curados; a la mujer que iba a ser apedreada salvada de milagro; vio a Simón, el fariseo, con su cara agria e inquisidora y a María con sus lágrimas de pena tumbada ante los pies del maestro; vio la lejanía de los ricos y el cariño que Jesús suscitaba ante los pobres…
Sus ojos se cruzaron con los de Jesús y sin decir nada levantó su túnica y ofreció su pie desnudo al maestro.
Ayer y hoy
Lavar los pies es ponerse a disposición del otro, es pensar más en las necesidades de los demás que en las propias, es abandonar las comodidades para tomar siempre una actitud de ayudar a los demás.
El servicio ha sido la marca de miles de cristianos que se han desgastado por los más pobres en cientos de acciones caritativas. El servicio más que una acción concreta o un buen gesto debería ser un talante, una actitud ante las personas y ante la vida.
Perdón
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Esa tarde Jesús, como desde hacía tiempo, caminaba por los senderos que bordeaban el lago. Hasta ahora las cosas estaban saliendo bastante bien. Los discípulos que le seguían estaban encantados. Les había maravillado el barullo de admiración que se había montado esta misma mañana, cuando había ayudado a caminar a un pobre paralítico. –El maestro no es como los demás profetas, les había escuchado decir, cura a los enfermos, libera a los hombres del mal que los encadena…
De momento él los dejaba hacer. No quería convertirse demasiado pronto en un aguafiestas, aunque intuía que todo no iba a ser de color de rosa en su vida y que tarde o temprano llegarían las dificultades. Tal vez no tardando mucho las cosas cambiarían y el apoyo mayoritario de la gente se volvería rechazo. No siempre las cosas podían acabar tan bien, como aquella tarde en Caná junto a su madre. El agua sucia de las tinajas de lavar los cacharros se había convertido en el mejor de los vinos… ¡Había pasado más de un año desde aquel día y en la memoria parecía que había sido ayer!
Con la mente viajando de pensamiento en pensamiento, Jesús no se había dado cuenta de que se estaban acercando a un pequeño poblado. Un puñado de casas en torno a la sinagoga, construidas sobre una colina. – ¿Entramos?, dijo Pedro. – Creo que nunca hemos estado aquí, continuó Mateo. – ¡Vamos!, resolvió con determinación Jesús, poniéndose al frente del grupo.
Recorrieron los cincuenta metros que les separaban de la entrada del poblado. Delante de la primera casa cuatro hombres les esperaban con bastones en la mano.
– No podéis entrar, les dijeron sin rodeos.
– ¿Cómo?, respondió atónito Simón. ¿Desde cuando se niega hospitalidad a unos paisanos cansados por el camino?
– Tú eres el profeta de Nazaret… ¿No es así?
Jesús asintió sin pronunciar palabra.
– No podéis entrar, continuó el que hacía de portavoz de los cuatro hombres. Ayer llegaron al poblado un grupo de maestros de la ley y de fariseos, y nos dijeron que no deberíamos acogeros aquí. Tú profanas el sábado, no cumples la ley de nuestros padres, te enfrentas a nuestros maestros y sacerdotes… ¡Ni tú, ni ninguno de tus seguidores, merece entrar en nuestro pueblo!
Jesús tenía su cara más triste. Por fin se dirigió al cabecilla de los guardianes.
– ¿Vosotros creéis que el sábado esta hecho para el hombre o que el hombre está hecho para el sábado?
– Nosotros no sabemos de teologías. Obedecemos a nuestros jefes que nos transmiten la voluntad de Dios, respondieron mientras apretaban visiblemente los bastones.
– ¡Vámonos! Dijo a sus discípulos al tiempo que se daba la vuelta. Seguramente habrá otros sitios donde quieran escucharnos. Los discípulos comenzaron a murmurar entre ellos. Era la primera vez que les pasaba tal cosa. – ¡Malditos fariseos! ¡Malditos aldeanos testarudos! – ¡Se merecían una lección!, dijo Simón a Santiago, dejándole ver la pequeña espada que escondía bajo su manto. – Pero al maestro no le gusta la violencia…, apuntó Andrés…
Cuando habían retomado el camino principal y el poblado quedaba a una cierta distancia, Juan y Santiago, haciéndose portavoces del sentir del grupo se acercaron a Jesús y le dijeron:
– Maestro, tú haces cosas grandes. ¿Por qué no pedimos juntos a Dios para que haga llover del cielo fuego y azufre y acabe con ellos?
– ¿Estáis locos? ¿Qué es lo que decís? ¿Es que aún no habéis entendido nada?
– Pero maestro, se merecen un castigo
– ¿Vosotros creéis que Dios castiga a los que obran mal?
– Por supuesto, dijo Mateo, ¿cómo nos haces esa pregunta? Cada sábado rezamos en la sinagoga que Dios es fiel y misericordioso por mil generaciones con quienes le aman y castiga y hace perecer a quienes le odian.
– Cierto, añadió Bartolomé, está escrito en nuestra Ley. Moisés mismo lo escribió de su puño y letra para nosotros.
– Sentaos junto a mí en esta sombra del camino, dijo Jesús con paciencia. Mirad el cielo. ¿Qué os parece? Una bonita jornada, ¿verdad? Y vosotros, ¿qué pensáis, que Dios sólo hace salir el sol sobre los buenos, o que manda sólo la lluvia sobre los campos de trigo de los justos? No, Dios manda sol y lluvia, sobre buenos y malos, sobre justos e injustos.
– Pero entonces, ¿cómo debemos entender las palabras de Moisés?…
– Moisés, como todos los hombres que a lo largo de la historia han intentado vivir como Dios quiere, sabía perfectamente que Dios siempre está dispuesto a perdonar. Imaginaos que vosotros tuvieseis dos amigos que os debieran dinero. Uno un puñado de monedas y el otro millones. Si decidierais perdonar a los dos su deuda, ¿cuál creéis que os estaría más agradecido?
– ¡Qué preguntas haces!
– Pues así es vuestro Dios. Él perdona a todo el que quiere empezar de nuevo y muchas veces el que más ama es al que más se perdonó. Así que no juzguéis tanto a los que llamáis malos y aprended un poco más de ellos.
Ayer y hoy
El perdón no fue una actitud que Jesús predicara sin más. El perdón fue una realidad que vivió hasta las últimas convicciones, hasta el punto de acompañar sus últimas gotas de sangre de estas palabras: «Perdónales porque no saben lo que hacen».
Nuestra sociedad necesita recuperar la experiencia del perdón. Necesitamos recuperar la conciencia de pecado, primer paso para poder vivir el perdón. Poco se puede construir desde la inconsciencia. Necesitamos, a continuación, vivir un perdón sincero en los acontecimientos sencillos de cada día, más allá del rencor, e incluso de la estricta justicia.
Narrar el evangelio