Narrar el evangelio

1 septiembre 2009

Fernando García
 
Los recuerdos de la madre
…………………………………………………………………………………………….
 
Jonás y Miriam habían llegado antes de lo previsto. Aún así la casa ya estaba llena de gente. Como buenamente pudieron se sentaron en un rincón de la habitación. Las miradas de todos los presentes estaban fijas en la mujer de la túnica negra que ocupaba el centro de la sala. A su lado, un hombre de mediana edad le agarraba la mano con cariño.
– Parece que estamos todos, madre, le susurró al oído.
María no pudo abrir la boca porque inmediatamente un hombre con barbas tomó la palabra y se dirigió a ella diciéndole: Madre, cuéntanos cosas sobre Jesús… A nosotros nos hubiera gustado tanto conocerlo…
En efecto, entre aquel grupo a los que algunos habían comenzado a llamar cristianos, había bastantes que no habían conocido en persona al maestro. Tal vez por ello deseaban como nadie escuchar los recuerdos de la madre. Su rostro estaba surcado de arrugas que reflejaban el paso de los años, pero su mirada no había perdido nada de la fuerza y de la dulzura de aquella muchacha nazarena.
De los primeros años no hay mucho que contar, comenzó diciendo mirando a todo el grupo. Jesús fue un niño de lo más normal que ayudaba a su padre en el taller y cumplía con la tradición religiosa de su pueblo. Solamente recuerdo de especial aquel día en Jerusalén… Aunque legalmente ya era considerado un hombre adulto, para nosotros seguía siendo un chiquillo y llevábamos varias horas buscándolo entre los grupos de peregrinos. Os tengo que confesar que por un momento pensé que había perdido a mi hijo.
Fue José el que me hizo caer en la cuenta de un grupo de personas que hacían corro en uno de los atrios del Templo. Eran letrados y escribas que debían estar discutiendo sobre sus asuntos. Por un momento dudé acercarme o no a ellos. No eran el tipo de gente al que se le pregunta si han visto a un niño de doce años que se ha perdido. Una vez vencido el primer reparo nos dirigimos a ellos y… ¡cuál fue nuestra sorpresa! Allí estaba Jesús, hablando con ellos sobre pasajes de la Biblia como si fuese un anciano que ha dedicado toda su vida al estudio.
Algunos ya sabéis lo que me contestó. «Tengo que ocuparme de las cosas de mi padre». Os tengo que confesar que no me esperaba esta respuesta y que tampoco la entendí en aquel momento. Yo callé, le cogí de la mano y volvimos a casa en silencio. ¿Qué otra cosas podía hacer?
Y desde entonces, nada de especial. Fue un chico como cualquier otro y un joven que no llamaba especialmente la atención. Fueron casi veinte años de esa dulce monotonía que da estar con las personas a las que quieres. Veinte años de vida cotidiana en los que tuvimos tiempo para hablar para trabajar y para descansar, para hablar de Dios y de los problemas de nuestro pueblo, para reír y para llorar… Hasta que una tarde sin hacer demasiado ruido cortó los hilos que lo ataban a nuestro hogar y dejó de ser mío para pasar a ser vuestro.
María había puesto una fuerza especial en su última palabra. La mirada hablaba de una mezcla de nostalgia y satisfacción personal. Juan, que estaba sentado a su lado, se incorporó y se tomó la palabra.
– Gracias madre. Hemos venido  a hacer memoria del Señor, él sigue presente aquí en medio de nosotros. Traed el pan y el vino y preparad la mesa.
 
Ayer y hoy
Reunirse para hacer memoria de Jesús ha sido desde los inicios la señal de identidad de la comunidad cristiana. Con el paso de tiempo se corrió el riesgo de hablar tanto de la divinidad de Jesús que se perdió casi de vista que fue un hombre como nosotros, que sudó con el calor y pasó frío en el invierno; que disfrutó del buen vino y sufrió con las penas de sus amigos. Volviendo a ese Jesús de Nazaret que pasó por la vida haciendo el bien y que nosotros creemos vivo y resucitado podemos encontrar buenas razones para vivir con alegría nuestra vida, la de cada día, hecha como la suya de monotonía, de rutinas, de sonrisas y lágrimas, de éxitos y fracasos, de ilusiones y desesperanzas.
 
 
La mujer pecadora
…………………………………………………………………………………………….
Para el viejo Juan las peleas, divisiones y enemistades con las que le tocaba lidiar entre los cristianos de su comunidad, eran la cruz con la que tenía que convivir sus últimos meses de vida. Si fuese capaz transmitiría la mitad de sus recuerdos, de sus experiencias, de su vida junto al maestro, para que todas esas divisiones se esfumaran como el viento.
Salió de su humilde casa y se dirigió hacia el pozo que a unos pocos metros de la puerta servía como punto de reunión para todas las personas del poblado. En otro pozo hacía muchos años él había aprendido una lección que nunca olvidaría. Allí, en Samaría, en aquella odiosa región, Jesús le había enseñado que no hay barreras suficientemente grandes que impidan el cariño y la cercanía hacia las personas. Mucho tiempo después de aquello, ahora era él el que estaba sentado en el pozo, pensando cómo hacer llegar este mensaje a los testarudos cristianos de su comunidad.
Se refrescó la cara con el agua limpia y cristalina. Las telarañas que tapaban parcialmente sus ojos eran ahora menos densas. Dirigió su vista hacia el cielo y dio gracias a Dios por todas las cosas buenas que esa mañana le había regalado.
Se dirigió de nuevo a su casa. La luz entraba por las ventanas dando vida a todos los rincones de la humilde vivienda. Mientras recorría los pocos metros que separaban el pozo de su casa, sin saber muy bien por qué el pensamiento había volado hacia Miriam.
Su historia fue, tal vez, la que más le impactó de cuantas presenció en compañía del maestro. La primera vez que la vio la llevaban a presencia de Jesús un grupo de hombres mandados por escribas y fariseos. No faltaban los gritos y los insultos. La daban patadas, golpes en la cabeza, la insultaban. Finalmente un empujón, la hizo rodar por tierra justo delante de donde se encontraban.
– Maestro, dijo con sorna uno de los acusadores. Hemos pillado a esta mujer en adulterio. La ley de Moisés es clara al respecto. ¡Debe morir a pedradas! Pero antes de cumplir la sentencia, nos gustaría conocer tu opinión. Todos te tienen por sabio…
En su voz no sólo había ironía, había provocación y engaño. Quería pillar a Jesús en un renuncio. Allí estaban miembros del Sanedrín que podían utilizar lo que Jesús dijese en contra suya. Desde hacía un tiempo, los fariseos le tenían muchas ganas al maestro.
Sin embargo Jesús hizo una cosa muy extraña. Miró a la cara al grupo de acusadores, estaba muy enfadado y triste. Luego miró a aquella mujer que escondía su rostro entre sus manos. Se agachó y empezó a escribir en el suelo.
El ambiente no podía ser más tenso. Los acusadores esperaban una respuesta, la mujer gemía tirada por tierra, Simón y Judas apretaban la espada que llevaban bajo el manto y Jesús callaba… callaba y esperaba.
Por fin, rompiendo su silencio, Jesús dejó de escribir. Se encaró con los acusadores y dijo con la voz más fuerte que jamás se le había escuchado:
– ¡El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra!
¡Fue increíble lo que pasó! Jesús con su autoridad, sacó vida de donde sólo había muerte. Los acusadores se habían convertido en acusados. Uno a uno se fueron marchando. Nadie, absolutamente nadie se atrevió a tirar su piedra contra Miriam.
Juan se sentó en el diván de su casa. Si estos hijitos míos hubieran estado allí para ver los ojos con que Jesús miró a Miriam, no estarían siempre divididos y acusándose entre ellos. ¿Cómo podría hacerlos entender lo que Jesús nos pide?
 
Ayer y hoy
La vida de las primeras comunidades cristianas no fue de color de rosa. El fragmento idílico que se recoge en el libro de los Hechos en el que todos los creyentes compartían todo, se preocupaban de los demás y vivían como un único corazón, no se ajusta a lo que nos han transmitido testigos de primera mano como Juan o como Pablo.
Y es que el cáncer de la división, de la envidia, de las peleas y del rencor, ha acompañado al género humano desde sus orígenes hasta la actualidad. La oración de Jesús al Padre pidiéndole que después de él mantuviera a sus hijos unidos, sigue siendo hoy más necesaria que nunca.
Las personas nos empeñamos en hacer montañas de pequeños montones de arena, guardamos rencores, perdonamos pero no olvidamos, retiramos la palabra a los que hasta hace poco eran amigos o familiares… A la base de muchos de nuestros problemas y de muchos de nuestros sufrimientos están las divisiones y los muros que levantamos con las personas que hasta hace poco queríamos. ¿En qué familia no hay parientes más o menos cercanos enemistados entre sí?
Igual que Juan se empeñó en transmitir a sus cristianos, que el cariñosamente llamaba hijitos míos, que el mensaje de Jesús es un mensaje de unidad entre las personas, nosotros tenemos que poner todo lo que esté en nuestra mano para cuidar los pequeños detalles que consiguen que no haya divisiones entre nosotros porque en la raíz de grandes discusiones, está siempre algo insignificante, un cariño descuidado, que desgraciadamente tuvo luego grandes consecuencias.
 
Construir la casa
…………………………………………………………………………………………….
 
La vida con Jesús no era toda de color de rosa. Ciertamente que había buenos momentos: era gratificante comprobar la ilusión y la esperanza que su sola presencia transmitía a la gente sencilla, era impresionante ser testigo directo de alguno de sus milagros, era consolador sentir su compañía, su comprensión, su apoyo…
Pero estar con él y pertenecer a su grupo unas veces se tornaba peligroso, dada la creciente animadversión que iba creando entre los poderosos, y otras, difícil por su obstinación en llevar un ritmo de vida sencillo y austero alejado de todas esas comodidades que todos nos empeñamos en buscar.
Aquella tarde un grupo había acudido para despedirse de Jesús. Llevaban un tiempo con él, le habían seguido por los caminos e incluso habían tenido la oportunidad de ver cómo aquel mudo comenzaba inexplicablemente a hablar tras el mandato de Jesús, pero unos por unas razones y otros  por otras había decidido dejarlo y volver a casa. Era una separación amistosa. Sentían admiración por el maestro, pero había otras cosas que pesaban más en las balanzas de sus vidas: la estabilidad, la tranquilidad del hogar, las comodidades, la ausencia de preocupaciones…
Jesús no intentó convencerlos. Se despidió de ellos con cariño y con un poco de tristeza; con la misma tristeza que se dibujaba en su rostro cada vez que invitaba a alguien a seguirle y recibía una excusa o un no por respuesta…
Cuando el grupo se hubo alejado de su vista, Jesús se sentó junto a un grupo de niños y comenzó una historia.
«Dos hombres decidieron casi al mismo tiempo construirse una casa. Los dos tenían la cabeza llena de ilusiones y proyectos. Querían hacer la casa de sus sueños. La diferencia entre los dos hombres era que uno tenía mucha prisa y el otro no, que uno quería acabar cuanto antes y el otro no, que uno quería el camino fácil y al otro no le importaba trabajar…
Y el primero eligió para construir un terreno blando. Allí era fácil cavar, poner los cimientos y empezar a construir. El otro prefirió tomarse las cosas con calma y con paciencia y eligió un terreno rocoso. Cada metro que se cavaba en la roca suponían muchas horas de duro esfuerzo y de gruesos goterones de sudor.
Los vecinos comentaban el progreso de las obras. La casa del primero ya tenía los tabiques y se podía adivinar cómo iba a ser la distribución de las habitaciones, mientras que la del segundo no era más que un gran agujero en el corazón de la roca. Al poco tiempo, nuestro primer amigo celebró la fiesta de inauguración de su nuevo hogar y comenzó a disfrutar de la vida.
Mientras, el otro hombre continuaba avanzando paso a paso en la construcción de su casa. Alguna noche cuando caía en la cama derrumbado por el cansancio, se preguntaba por qué no habría elegido el camino más fácil. Si hubiese construido junto a aquel hombre ya estaría disfrutando como él de la buena vida. Pero a pesar de estas dudas, siguió día a día, ladrillo a ladrillo, teja a teja… y al final también la casa de sus sueños se hizo realidad y sus amigos pudieron acudir a la fiesta de inauguración.
Había pasado un año de todo esto, cuando en pleno invierno un terrible temporal azotó ambas casas. El viento era huracanado, el río cercano se había desbordado y la lluvia caía con fuerza desde el cielo. La casa que estaba construida sobre arena poco pudo resistir. El terreno comenzó a desplazarse y toda ella cayó a plomo en pocos minutos. En cambio la segunda casa que hundía sus cimientos en la roca aguantó hasta que amainó el temporal. Algunas tejas habían volado y algunas ventanas estaban rotas, porque los temporales siempre dejan heridas, pero la casa seguía siendo perfectamente habitable.
Los niños miraban fijamente a Jesús esperando que continuase. ¿Habéis entendido lo que os quiero decir?, les preguntó. Uno de los más pequeños le respondió con soltura: – ¿Tal vez que tenemos que estudiar aunque no nos apetezca?
 
Ayer y hoy
La parábola de las dos casas tiene multitud de aplicaciones. Un niño sin duda la lee desde su vida de estudiante en el colegio, una pareja de novios desde sus sueños de matrimonio, un adulto desde las opciones que va realizando en la vida…
Jesús nos invita a no elegir siempre lo más cómodo, el camino más fácil, lo que nos apetece en el momento. Nos invita a tener algo tan impopular hoy como son las convicciones, los principios, los proyectos de vida estables y sólidos aunque éstos conlleven, en ocasiones, fastidiarse y no poder hacer lo que gusta y apetece. Nos invita a estar preparados para poder afrontar las dificultades con las armas de la coherencia, los valores y la fe, para no caer ahogado a la primera riada de dificultades.
 
El mandamiento principal
…………………………………………………………………………………………….
 
Había algo en los fariseos con lo que Jesús no podía convivir. Esa tendencia a sentirse superiores a los demás y a vivir a costa suya. Esa actitud de apoderarse de Dios y en nombre suyo marginar a mujeres, niños y enfermos. Esa dureza de corazón que les impedía aprender, escuchar, cambiar…
Y ahí estaban de nuevo, al acecho, con preguntas retóricas, buscando que él cometiese un traspié para desautorizarlo y ridiculizarlo.
Un fariseo joven, más o menos de su edad, se le acercó con un aire teatral.
– Maestro, dinos, ¿cuál es el principal de los mandamientos?
– Amarás al Señor, tu Dios, con todas tus fuerzas y a tu prójimo como a ti mismo.
Jesús sabía que aquel fariseo no quería aprender, por eso fue lacónico en su respuesta. No conforme con una respuesta tan obvia para un conocedor de la ley judía, volvió a la carga con una segunda pregunta: – Muy bien maestro, ¿y quién es mi prójimo?
Jesús, dudó un instante. No tenía ganas de polémica. Miró alrededor y vio a un numeroso grupo que esperaba una respuesta. Pensando más en ellos que en el fariseo que le había preguntado comenzó esta historia.
Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó por un tortuoso camino. De repente, tras unas rocas apareció un grupo de bandidos que pillándole por sorpresa le dieron una brutal paliza, le quitaron hasta el último céntimo y le dejaron tirado por tierra lleno de dolores por las contusiones.
Aquel hombre semiinconsciente no sabía cuánto tiempo había pasado desde su desafortunado incidente, cuando oyó unos pasos por el camino. A lo lejos, borrosamente por los hematomas que tenía por toda la cara, pudo observar la figura de un rico saduceo. Posiblemente era miembro del Sanedrín, a juzgar por la elegancia de sus vestidos. Aquel hombre se sintió salvado, pero para su sorpresa el saduceo, al pasar junto a él, se tapó la cara, aligeró la marcha y pasó de largo.
Un tiempo después fue la figura de un fariseo la que divisó en la lejanía. Esta vez sí, pensó para sus adentros. Pero… cuando volvió a mirar, ¡el fariseo ya no estaba! Percatándose del hombre tirado por tierra aquel celoso cumplidor de la ley había dado un rodeo para no encontrase con el desdichado y caer en impureza.
Aquel hombre se sentía morir. El tiempo pasaba y los dolores iban en aumento. Intentó levantarse, pero una pierna debía estar rota porque no sostenía su peso. Mientras se acomodaba de nuevo junto a las rocas otra figura se acercaba por el camino. Esta vez era un samaritano.
Un murmullo se alzó entre los que escuchaban a Jesús. El odio a los samaritanos estaba demasiado enraizado en los judíos como para permanecer en silencio cuando se pronunciaba su nombre.
Indiferente a la reacción de la gente, Jesús continuó. Aquel hombre de Samaría, al ver al pobre desdichado se acercó a él, le vendó las heridas, le montó en su cabalgadura y le llevó a una posada donde pagó de su bolsillo la estancia.
Jesús miró al fariseo que le había hecho la pregunta. Ahora dime, ¿cuál de los tres fue el prójimo de nuestro amigo? – El que tuvo misericordia de él, respondió.
Muy bien, pues ahora vete y haz tú lo mismo.
 
Ayer y hoy
La parábola del Buen Samaritano fue uno de los discursos más subversivos y arriesgados de Jesús. La bondad o maldad de las personas no reside en el cargo social, político o religioso que ocupen sino en el buen corazón.
Romper con la división entre judíos y samaritanos es romper con cualquier prejuicio que tengamos hacia las personas, para pasar a ponernos siempre en disposición de ayudar. Hoy necesitamos cristianos samaritanos que pasen como el maestro por el mundo haciendo el bien. Con todo, la mayor fuerza de la parábola está en la última frase, una sentencia que hoy Jesús dirige a todo hombre que quiera tomarse en serio ser su discípulo: «Vete y haz tú lo mismo».
 
La petición de una madre
…………………………………………………………………………………………….
 
Quien conociera la historia de aquel grupo que acababa de partir de Galilea, no podía por menos que sorprenderse. Simón y Mateo, el revolucionario zelote y el antiguo colaborador romano, marchaban charlando amigablemente. Unos pasos más atrás un grupo de analfabetos pescadores compartían risas  con Bartolomé, el culto judío buen conocedor de la Biblia y de la Ley. Cerrando la marcha caminaba una conocida prostituta, un trío de mujeres y un par de hombres que aún conservaban la espada corta ajustada al cinto, por si acaso…
Estos eran los que acompañaban a Jesús hacia la ciudad santa. De vez en cuando se acercaban al grupo parientes y amigos para despedirse. Era un largo viaje y estarían un tiempo sin verse. Juan, le dio un golpe a su hermano Santiago en el brazo.
– Mira, ¿no es mamá, aquella que viene hacia nosotros?
En efecto, su madre, había oído por unos parientes, la decisión de Jesús de bajar a Jerusalén con sus seguidores y se acercaba para despedir a sus hijos. Llenó de besos y de buenos consejos a los dos hermanos y se aproximó con una cierta complicidad al maestro.
– Hola, Juana, le dijo Jesús, besando la mejilla de la robusta aldeana.
– Jesús, sé que vais a la ciudad santa. Tengo una cosa que pedirte…
– Si está en mi mano, sabes que lo tendrás.
– Mira, Jesús, tú sabes que mis hijos te han seguido desde el inicio. Te pido que sientes uno a tu derecha y otro a tu izquierda cuando comiences tu reinado.
– ¿Mi reinado?, sonrió con tristeza, Jesús.
– Es injusto, protestó Simón, que había escuchado la petición. ¿Qué tienen ellos que no tengamos nosotros?
– Cierto, mi hermano y yo también te seguimos desde el principio, se hizo eco de la protesta Andrés.
Jesús calmó los ánimos que empezaban a encresparse. ¡Calmaos! ¿Es que no habéis entendido nada después de estos tres años conmigo? ¿Sois capaces de compartir conmigo la suerte que me espera?
– Sí, lo somos, respondieron todos comenzando por Santiago y Juan.
– ¿Pero en que reino estáis pensando? ¿Aún creéis que voy a promover una rebelión contra los romanos y me voy a sentar en el trono de Herodes? ¿De verdad es eso lo que pensáis? No, amigos. Mirad a Herodes y a Pilatos y a todos los reyes y grandes del mundo. Ellos os oprimen, viven a costa vuestra, abusan de su poder, se aprovechan de la gente. Que nunca sea así entre vosotros. El que quiera ser el más importante que sea vuestro servidor, el que quiera ser el más grande que sea siempre el más dispuesto a ayudar… Ese es mi reino. ¿Quién quiere subir conmigo a Jerusalén?
Se hizo silencio. Pedro y Andrés fueron los primeros en reanudar la marcha detrás del maestro. Luego Mateo, Tadeo, Santiago, Bartolomé, Juan y uno a uno todo el resto del grupo. Judas miró a Simón, mostrándole la empuñadura de la espada que colgaba del cinto. Se acercó a él y le susurró al oído: ¡Es una locura, vamos hacia la muerte!
 
Ayer y hoy
Tal vez por la cabeza de muchos de sus seguidores rondaba la idea de que Jesús pudiera convertirse en un líder político y militar que cambiase el orden social de su pueblo. Al fin y al cabo, las armas habían sido hasta ese momento el principal argumento para organizar la vida de los hombres y de los pueblos. Pero todos estaban equivocados. El diálogo de Jesús con la madre de los hermanos Zebedeo, inauguró un tiempo nuevo. El poder cedía su puesto al servicio, la violencia, a la fuerza de la paz.
El «no sea así entre vosotros» pronunciado por Jesús es un auténtico mandamiento nuevo, que por desgracia los cristianos no hemos acabado de vivir a lo largo del tiempo. Hoy vivimos en una sociedad que por un lado es muy sensible a la necesidad de la paz, pero por otro es altamente competitiva. Para el cristiano, siguiendo el mandato de Jesús, servir es reinar, ser el primero es ser el último, querer ser el más importante es siempre estar más dispuesto que nadie a ayudar a los demás.
Ser seguidor del que lavó los pies a sus discípulos y del que anunció que no hay mayor amor que dar la vida por los amigos, nos tiene que alejar a los cristianos de hoy de toda tentación de poder, dominio, orgullo o de destacar a costa de los demás.
 
La oración del pecador
…………………………………………………………………………………………….
 
El discurso de aquella tarde fue duro. Nunca Jesús había hablado tan claro y tan contundentemente. Los fariseos le escuchaban repletos de odio mientras recibían  apelativos tan poco agradables como raza de víboras o sepulcros blanqueados…
Ni siquiera el grupo de los doce, que llevaba con él desde el principio, estaba preparado para un ataque tan directo. Por eso la actitud de Jesús había suscitado entre ellos comentarios. Bartolomé, que era conocido entre ellos por ser un celoso cumplidor de la Ley estaba desorientado. Por eso se acercó a Jesús a preguntarle…
– Maestro, ¿por qué te has enfadado tanto con los fariseos? Es peligroso…
– Más peligroso es no respetar a las personas y dividir a los hijos de Dios en buenos y malos.
– Sí, pero de tus palabras parece deducirse que los mandatos de la Ley ya no sirven.
– Los mandatos de la Ley sirven, amigo. Pero hay uno que es el fundamental y que esta gente aún no ha acabado de entender, que Dios nos quiere a todos como un padre quiere a todos sus hijos; que nadie es más que nadie sea cual sea su historia, sus cualidades, su sexo, o su condición económica; que todos tenemos que querernos y respetarnos como hermanos… Esto es lo realmente importante.
– Pero maestro, los fariseos son nuestros modelos, nuestros guías, los ejemplos en los que nos fijamos.
– ¿Vuestros ejemplos? Mira Bartolomé, te voy a contar una historia.
En una ocasión un fariseo entro en el templo para rezar. Lo hizo por la puerta principal con el mejor de sus vestidos y causando gran admiración entre la gente. Caminó por el pasillo central y ocupó uno de los asientos nobles del Templo. Miró a alrededor y de pasada cayó en la cuenta de una figura que también oraba con la cabeza baja en la parte trasera y oscura del edificio.
Y el fariseo empezó su oración a Dios dándole gracias por el éxito que le acompañaba en la vida, porque él no era como la chusma que se amontonaba en la puerta del Templo, porque él era un perfecto cumplidor de los mandamientos, porque él estaba orgulloso de ser fariseo.
Mientras tanto la triste figura del fondo del Templo también rezaba sin levantar los ojos del suelo. Se sentía poca cosa; estaba arrepentido de sus malas acciones y deseoso de ser perdonado como un chiquillo que tiene remordimientos de la travesura realizada. Una y otra vez mascullaba la misma oración: «Perdóname, Señor, que soy un pobre pecador».
Bartolomé, si tú fueras Dios ¿a cuál de los dos escucharías con más gusto?
– Yo creo que al pecador
– Cierto amigo, no estás lejos del pensamiento de mi Padre, porque todo el que se enaltece será humillado y todo el que se humilla será enaltecido. ¿Entiendes ahora mi enfado con los fariseos?
 
Ayer y hoy
La gran polémica entre Jesús y los fariseos fue probablemente una de las causas de su muerte. Jesús no es que tuviese manía a este grupo o que desease su ruina por intereses políticos o económicos. Jesús hablaba claro de su proyecto del amor de Dios para todos los hombres, y los fariseos, por opción personal, se situaban fuera de él. Los fariseos manipulaban a Dios y lo convertían en una posesión suya que justificaba la pobreza y desigualdad de muchos hombres. Los fariseos cuidaban escrupulosamente las apariencias pero luego estaban repletos de falsedad e hipocresía.
Ante esta situación, Jesús ni se colocó en lo políticamente correcto, ni calló prudentemente para salvar la propia vida o quedar bien delante de la gente. La sinceridad con la que se expresó, que tal vez a nosotros nos puede parecer un poco dura, era expresión de la pasión que él ponía en el anuncio del reino.
No hace mucho, se inculcaba a los niños una espiritualidad centrada en la presencia de Dios. Decir al pequeño «Dios te ve», era una invitación a la coherencia y a la responsabilidad y a no comportarse de una determinada manera dependiendo de quién estuviera delante. La presencia de Dios, lo sabemos bien, no es la de un policía inquisidor, sino la de un padre que nos quiere y que nos invita a que nos pongamos delante de él con sinceridad, humildad y arrepentimiento, lejos de la arrogancia y la soberbia del fariseo.
 
La utopía del Reino
…………………………………………………………………………………………….
 
Jonás era padre de tres niños pequeños y vivía de lo que pescaba en el lago. No tenía dinero suficiente para comprar una barca propia, por lo que se conformaba con lo que le pagaba el patrón para el que trabajaba. El dinero que ganaba era diferente cada semana, dependiendo tanto de lo que se pescaba como de los impuestos que exigían los romanos. Su vida era una auténtica lucha por la supervivencia de su familia.
Miriam era una mujer diferente. Ella sabía muy bien cuáles eran sus obligaciones de esposa. Siendo aún una jovencita, su padre se la había ofrecido a un artesano acomodado. Trabajaba en casa y cuidaba con esmero de su niña pequeña. Pero a ella le hubieran gustado otras cosas. Miraba con envidia a los hombres que acudían a la sinagoga y que podían estudiar pasajes de la Biblia. A ella le hubiera gustado aprender, participar de la vida pública… pero esto estaba vetado para las mujeres de su época.
Josué tenía sentimientos contradictorios. No le gustaba la violencia, pero menos aún le apetecía contemplar cómo los romanos limitaban la libertad de su pueblo. Sentirse dominado por un pueblo extranjero era algo que le hervía la sangre, pero no sabía muy bien qué había que hacer. ¿Luchar o esperar?
Jonás, Miriam y Josué habían acudido aquella tarde a escuchar a Jesús. Se habían reunido en la ladera de una pequeña colina y el maestro de Nazaret hablaba con una fuerza inusual. Podía decirse que estaba soñando despierto y su sueño lo estaba compartiendo con una multitud. – Felices los pobres porque de ellos será el reino de los cielos. Jonás, se tocó el bolsillo vacío de monedas para ver si la promesa iba por él. – Felices los que lloran, los que sufren, los constructores de la paz, felices los que pasan hambre… felices, felices, felices.
La vida de ellos no era para nada felicidad. La pobreza, la marginación y la opresión eran las realidades con las que se las tenían que ver cada día, pero el sueño de Jesús era una promesa maravillosa. ¿Por qué no soñar con él e intentarlo hacerlo realidad?
 
Ayer y hoy
Casi todo en el cristianismo se explica por la dinámica del «don y de la tarea». El creyente acepta la vida como un regalo de Dios, pero al mismo tiempo como un campo de trabajo y una tarea de realización.
La lógica de las bienaventuranzas es la del «sí pero todavía no»… Los cristianos tenemos que vivir con los pies en la tierra, luchando hasta la extenuación por hacer de este mundo una sociedad más humana, donde los valores del reino prevalezcan sobre el odio, el poder y las injusticias, pero, al mismo tiempo, los cristianos sabemos que no todo está en nuestra mano. El sueño de Jesús tiene una alta dosis de utopía que se hará realidad más allá de este mundo marcado por la división. Saber esto, lejos de paralizarnos o esclavizarnos como Nietzsche decía, nos impulsa a luchar aún con más fuerza y esperanza.