Necesidad de dar sentido a la vida

1 enero 2004

Alfonso López Quintás
 
Alfonso López Quintás es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Partiendo de la reflexión de V. Frankl, el autor presenta no sólo la necesidad de dar sentido a la vida, sino también, todo lo que ello implica, desgranando gradualmente su verdadero significado. Subraya, de manera especial, que el sentido manifiesta una condición relacional, equivale a orientación adecuada, pende del ideal de la unidad, se manifiesta en una trama de acciones interconexas. Y, sobre todo, supone ampliar el horizonte humano en la dirección del Ser Infinito.
 
El gran psicólogo vienés Víctor Frankl se vio, de joven, sometido al horror del campo de concentración de Auschwitz. En su bellísimo libro El hombre en busca de sentido nos cuenta que la única forma de levantar el ánimo a los que estaban desesperados era ayudarles a descubrir que la vida todavía tenía sentido y valía la pena seguir viviendo. “No le preguntéis a la vida –solía decirles- qué tienes que darme, sino a quién puedo servir”. Los que preguntaban lo segundo sacaron fuerzas de flaqueza y sobrevivieron. Los que sólo esperaban algo gratificante del exterior perdieron pronto la esperanza y sucumbieron rápidamente. Frankl sacó de esa terrible prueba la conclusión de que nada hay más importante en la vida que llenarla de sentido.
Más tarde, en el apogeo de su carrera, realizó en Estados Unidos una encuesta sobre la felicidad entre un grupo de jóvenes triunfadores. Contra lo que era de esperar, todos manifestaron que se sentían muy infelices porque su vida “carecía de sentido”, se hallaba interiormente vacía. Frankl llegó a la convicción de que, en la actualidad, la causa de tantos desarreglos psíquicos como atormentan a las gentes no radica en la represión sexual, como afirmaba Freud, ni en la falta de poder, como pretendía Adler –dos psiquiatras asimismo vieneses-, sino en la falta de sentido. Nos urge saber con precisión cómo debe ser nuestra vida para que tenga sentido y, por tanto, equilibrio, buen ánimo y felicidad.

En un programa televisivo de gran audiencia apareció un joven de 17 años, con la cara velada, y manifestó lo siguiente:
“Hasta hace poco yo era totalmente feliz: adoraba a mi madre, quería a mi novia, disfrutaba con mi carrera; pero me aficioné al juego de azar y me convertí en un enfermo del juego, un ludópata. Ahora ni mi madre, ni mi novia ni mi carrera me interesan nada; sólo me interesa una cosa: seguir jugando. Y lo que me da más rabia es que todo esto lo hice libremente, y ahora me veo convertido en un esclavo”.

¿Tuvo sentido para este joven entregarse a la fascinación del juego de azar? Obviamente no, porque ahora se halla absolutamente desilusionado, desmotivado, desvalido. Es lástima grande que ningún educador le haya advertido a tiempo que la libertad para entregarse a un tipo de vértigo –como es el juego de azar- no es la auténtica libertad –la libertad creativa-, porque no crea nada, sino destruye. No se orienta uno bien en la vida cuando se deja arrastrar por cualquier tipo de vértigo, que al principio no exige nada, promete todo y lo quita todo al final. Piénsese en el vértigo del juego de azar, del poder, del dominio, del alcohol y las drogas, del sexo desgajado del verdadero amor, el amor que va unido a la decisión de crear una forma elevada de unidad.
 

  1. Tener sentido es estar bien orientado

 
El gran escritor Miguel de Unamuno confiesa en su Diario Íntimo que es un enfermo de egoísmo, y añade: “Ya no volveré a gozar de alegría, lo preveo. Me queda la tristeza por lote mientras viva”. Unamuno fue un triunfador. Logró cuanto podía desear: ser catedrático e incluso rector de universidad, escritor celebrado, conferenciante aclamado en todos los foros, y, para colmo de dicha, padre de una familia acogedora. ¿Por qué se vio alejado de la felicidad? Él mismo sugiere la respuesta al subrayar el nexo entre la tristeza y el egoísmo. El egoísmo nos cierra en nosotros mismos y nos impide crear formas auténticas de encuentro, que son las que nos permiten desarrollarnos como personas. Según la Biología actual más cualificada, los seres humanos somos “seres de encuentro”: vivimos como personas, nos desarrollamos y perfeccionamos como tales creando diversas formas de encuentro. Al percatarnos de que estamos bloqueados por nuestra falta de apertura generosa a los demás y no nos orientamos hacia nuestra plenitud personal, sentimos tristeza, incluso angustia y amargura. Esa orientación equivocada implica una falta radical de sentido. No lo olvidemos: Tener sentido equivale a estar bien orientado.
Veamos si estaban bien orientados los dos protagonistas de la película de Bernardo Bertolucci: El último tango en París. El protagonista masculino (H), en su madurez de los 40 años, convive en un piso con una jovencita de 18 (M). Ésta, un buen día, echa de menos una relación personal entre ellos, e inicia el siguiente diálogo:
 
M. No sé cómo te llamas.
H. ¡No tengo nombre!
M. ¿Quieres saber el mío?
H. ¡No, no! ¡No me lo digas! No quiero saber tu nombre. Tú no tienes nombre y yo tampoco. No hay nombres. Aquí no tenemos nombre.
M. ¡Estás loco!
H. Es posible que lo esté, pero no quiero saber nada de ti. No quiero saber dónde vives ni de dónde eres. No quiero saber absolutamente nada de nada. ¿Has comprendido?
M. ¡Me asustas!
H. ¡Nada! Tú y yo nos encontraremos aquí, sin saber nada de lo que nos ocurra fuera. ¿De acuerdo?
M. Pero, ¿por qué?
H. Pues porque aquí no hace falta saber nombres. No es necesario. ¿No lo comprendes? Venimos a olvidar. A olvidar todas las cosas, absolutamente todas. Olvidaremos a las personas, lo que sabemos, todo lo que hemos hecho. Vamos a olvidar donde vivimos, a olvidarlo todo.
M. Yo no podré. ¿Tú sí?
H. No lo sé. ¿Tienes miedo?
M. No.

¿Por qué le parece a la joven que su compañero “está loco”? ¿Qué observa él en ella para preguntarle “si tiene miedo”? Cuando una conducta es ordenada y se halla centrada y se orienta hacia una meta noble -que nos eleva a lo mejor de nosotros mismos-, no provoca miedo, no se muestra “extraña” o “anormal”. Lo que desborda sentido suscita confianza, estima, afán de colaboración y encuentro; produce, por tanto, felicidad. De ese diálogo dramático se desprende que estos jóvenes viven con absoluta libertad de trabas, sin ninguna inhibición, abiertos a cuanto puede darles un sorbo de satisfacción sensible y psicológica, pero no sienten ni un adarme de felicidad, porque no se encuentran verdaderamente y se ven faltos de sentido.
En la película de I. Bergman El silencio, una joven le dice a su hermana que está encantada porque tiene relaciones íntimas con un extranjero, y, al no saber su lengua ni él la suya, no pueden comunicarse. ¿Podría alegrarse esta jovencita si supiera que el lenguaje es el vehículo de la creatividad, y tener relaciones corpóreas íntimas y no poder comunicarse implica rebajar la vida personal a un nivel infracreativo? Los instintos humanos no tienen capacidad creativa, responden a un impulso y dan lugar a un proceso de trayectoria prefijada: comienzo, desarrollo y fin. Este proceso no crea una relación de amistad; se reduce a un mero desahogo. ¿Tiene sentido alegrarse de vivir de forma tan desajustada al propio ser, tan ajena a sus mejores anhelos?
 

  1. Nuestro ser está llamado a la comunicación y el encuentro


La experiencia nos muestra que el sentido abarca más que el significado. Para captar el significado de una acción basta analizar ésta en sí misma. Su sentido sólo se nos revela cuando contemplamos tal acción en una trama de acciones interconexas. Tienes hambre y ves un cestillo de manzanas apetitosas en una frutería. Para ti tiene un gran significado tomar una de ellas y comértela. Te apetece, te gusta, te sacia. Ese gesto de tomar la manzana y comerla significa mucho para ti en ese momento. Pero ¿tiene sentido? La manzana que te apetece comer no es abstracta, se halla en un contexto concreto: pertenece al frutero y no puedes apropiártela sin concertarlo con él. Concertar algo implica entrar en una red de relaciones y ajustarse a sus exigencias. El sentido sólo se nos alumbra cuando tomamos cierta distancia y contemplamos una acción o una realidad en su contexto. El sentido presenta una condición relacional.
Veo un trozo de pan en la mesa familiar, y tiendo a considerarlo como un simple alimento, una realidad que he adquirido y de la que puedo disponer con objeto de nutrirme. Este es, ciertamente, su significado más a mano. Pero, si quiero descubrir su sentido pleno, debo recordar que el pan se elabora a base de frutos de la tierra, por ejemplo el trigo, y éste germina y madura en el campo como fruto de una confluencia múltiple de elementos: el campesino que recibe de sus mayores unas semillas, las deposita en la madre tierra y espera confiado a que venga la lluvia y el sol dore la mies… El trigo y, derivadamente, el pan son fruto de una confluencia de mil y una realidades. Por eso sirve para simbolizar la unidad que media entre una persona que invita a otra a comer en su casa, y parte, reparte y comparte con ella el pan de la amistad. Algo semejante podemos decir del vino y de un racimo de uvas. El que sólo ve en el vino y el pan un medio para saciar la sed y el hambre no altera su significado básico, pero amengua la amplitud de su sentido.
Ahora podemos comprender mejor cuándo y cómo surge el sentido de nuestra vida y cada una de sus acciones. Según la investigación científica actual, lo que más necesita un bebé es ser acogido por sus familiares de tal modo que entre ellos se forme una “urdimbre afectiva” (J. Rof Carballo), una trama de afecto y de tutela. Ello mueve a biólogos y pediatras a recomendar vivamente a las madres que, a ser posible, amamanten ellas a sus hijos, porque amamantar no implica sólo dar alimento sino también acoger. El bebé tiende a asirse a los senos maternos no por miedo a caerse, sino para sentirse acogido. Por eso debemos procurar que el cuidado de los niños esté en manos de quienes les profesen verdadero cariño y los traten con ternura al asearlos, vestirlos, acompañarlos.
Esta necesidad primaria de sentirnos acogidos está enraizada en nuestro origen: Venimos del encuentro amoroso de nuestros padres y estamos llamados a crear nuevas formas de encuentro. Tal llamada genera nuestra vocación básica como personas y nuestra misión en la vida. Cuando mis opciones fundamentales, mis hábitos y mis actos se orientan hacia el cumplimiento de esta misión y esta vocación, la marcha de mi existencia se realiza en el sentido adecuado, en la dirección justa. En la misma medida, tiene “sentido”. Vemos una vez más que sentido equivale a orientación adecuada.
 
3. El sentido de nuestra vida pende del ideal de la unidad
 
Nuestra vida, de por sí, está orientada a la unidad con las demás personas a través del encuentro, bien sabido que encontrarse no se reduce a estar cerca o a tratarse de forma superficial. Podemos vivir juntos durante años y no encontrarnos de verdad ni una sola vez. El encuentro verdadero exige voluntad de ayudarnos mutuamente, enriquecer nuestra personalidad, comprendernos, participar de la vida del otro, compartir sus problemas y sus gozos. Cuando creamos una relación auténtica de encuentro entre tú y yo, dejamos de estar el uno fuera del otro; configuramos un modo de unión estable, valioso y comprometido, en el cual tus problemas son mis problemas, tus triunfos son mis triunfos.
Al elegir en cada momento, no lo que más nos apetece, sino lo que mejor nos lleva a realizar el ideal de la unidad a través del encuentro, ganamos la verdadera libertad, la libertad creativa, y nos hacemos responsables y creativos. Por eso, si quiero colmar mi vida de sentido no debo estar a la espera de que la vida me dé algo; he de averiguar a quién puedo servir. Figurémonos que alguien necesita realmente algo de mí, y no dudo en concedérselo. Este gesto generoso llena mi vida de sentido, pues la orienta hacia el verdadero ideal, le permite crear una relación benevolente, la pone en verdad, al hacer posible el encuentro. A la inversa, el que sólo se preocupa de lo que puedan reportarle los seres del entorno, tiende a reducirlos a medios para sus fines, con lo cual los rebaja a condición de objetos y hace inviable su propia actividad creativa, la capacidad sobre todo de crear encuentros. En consecuencia, vacía su vida de sentido, pues no funda encuentros ni crea nuevos ámbitos de vida; se reduce a manipular a las personas, como si fueran objetos. Sitúa su vida en un plano inferior al debido, se aleja de la orientación que debe seguir, agosta su capacidad creadora. Así, el que confunde el amor personal -comprometido con la tarea de crear verdadera amistad- con el mero erotismo –que se limita a movilizar un instinto- corre peligro de reducir la otra persona a fuente de gratificaciones. Esta vida de relación interesada puede tener un significado intenso, incluso conmovedor, pero carece de sentido, pues no crea relaciones personales valiosas; se limita a manejar realidades gratificantes. Esta falta de autenticidad y ajuste a las condiciones del propio ser personal se traduce en mengua de sentido.
Cuando me dejo llevar por la seducción de lo agradable, que me arrastra, y desoigo la llamada de los valores superiores, que me atraen respetando mi libertad, oriento mi vida en una dirección falsa, la despojo de sentido.
 

  1. ¿Tiene sentido nuestra vida?


Formulada así, de modo general, esta pregunta no tiene una respuesta convincente. El sentido brota merced a la actividad creativa, y los seres humanos sólo podemos ser creativos en situaciones concretas. Alguien sufre un accidente, y tú te revelas al ver su mutilación. Tu irritación te lleva a pensar que la vida carece de sentido. No pierdas el tiempo en hacer consideraciones generales sobre la vida. Ponte a ayudar a ese ser menesteroso, y verás cómo tu vida se llena de sentido hasta los bordes. En el encuentro personal auténtico, el sentido se hace palpable, denso, sugerente, reconfortante.
Para captar el sentido, más allá del significado, debemos ampliar nuestro horizonte vital: los criterios de interpretación de la vida, las pautas de conducta, las perspectivas desde las que podemos contemplar nuestra existencia y sus avatares. Un torero se quedó paralítico por un accidente, y, al verse incapaz de ejercer su carrera, se quitó la vida. No supo el infortunado ver su vida futura desde una perspectiva distinta a la anterior. No acertó a ensanchar su horizonte de creatividad, que no se limitaba al ejercicio del arte del toreo, sino que pudo haber adoptado otras formas no menos dignas y fértiles. De haberlo hecho, su vida no le hubiera parecido absurda, indigna de ser vivida, sino desbordante de nuevas posibilidades. Con un poco de imaginación creadora podía haber esbozado otras líneas de acción, sobre la base de sus capacidades actuales, y dar lugar a multitud de encuentros de diverso orden.
He conocido dos casos de reacción opuesta ante la desgracia de perder la vista. En un caso, el paciente, ya mayor, se fue encerrando en sí mismo a medida que dejaba de ver el entorno. Se entregó a la tristeza en tal forma que prácticamente se negó a vivir. Pereció en poco tiempo. El segundo caso fue protagonizado por una persona de mediana edad. En dos días aciagos pasó de la luz a las tinieblas. Tras unas semanas de intensa conmoción interior, pensó que su vida no podía ser destruida por esa terrible pérdida, y se consagró a ayudar a quienes ahora conocía por dentro. Al cabo de un año ya tenía en marcha dos asociaciones de ayuda a invidentes, diversos grupos de trabajo, proyectos de todo orden. “Nunca como ahora –confesó en una entrevista radiofónica- he sido tan creativo, pues antes desarrollaba mi vida profesional para conseguir bienes individuales; ahora consagro todas mis fuerzas a aliviar la suerte de mis compañeros de infortunio”.
Cuando se sintió abatido por el drama de la sordera, Beethoven recomendó a su hermano Carlos, en su testamento de Heiligenstadt, que no dejase de practicar la virtud, pues gracias a ella -y al amor a su arte musical- había superado la tentación de recurrir al suicidio. Por virtud entendía Beethoven la defensa de la libertad de los demás, la entrega al servicio del necesitado (véase su ópera Fidelio), la fidelidad a las raíces últimas del ser -que radican en «el Padre amoroso” que rige el universo “tras la carpa de las estrellas”, como escribe Friedrich Schiller en su Oda a la alegría, inmortalizada en la Novena Sinfonía beethoveniana. En definitiva, actitud virtuosa es la actitud solidaria en todas las vertientes de la vida. Esta actitud acogedora suscita el profundo gozo que nos eleva a cimas inigualadas en el último tiempo de dicha sinfonía.
Según Henri Bergson, la alegría «anuncia siempre que la vida ha triunfado, que ha ganado terreno, que ha reportado una victoria; toda gran alegría tiene un acento triunfal». No hay triunfo mayor que crear formas elevadas de unidad, porque en ellas reside el sentido más hondo de la vida.
 

  1. El logro de la forma suprema de sentido

 
Si una persona amplía su horizonte humano en dirección al Ser Infinito, confiere un rango nuevo y superior al sentido de su vida. Esta experiencia excepcional de sentido la realizamos cuando respondemos activamente a la palabra revelada, que nos trae un mensaje de riqueza sobrehumana y fundamos una relación de encuentro con el Creador. Esta relación es la más enriquecedora para nosotros, pues ya sabemos que el encuentro es tanto más fecundo cuanto más elevadas son las realidades que lo fundan. El que haya vivido, al menos una vez en la vida, esta experiencia de encuentro perfecto verá su existencia enriquecida con ese horizonte de sentido, que lo invitará a superar toda realización precaria de sí mismo y a desarrollar plenamente su vocación y su misión.
Ese horizonte supremo viene dado por la fe religiosa, entendida radicalmente no sólo como un frío asentimiento intelectual a ciertos dogmas, sino como la adhesión personal al Ser Supremo, que la religión cristiana define como Padre y como Amor (1 Jn 4, 16). El encuentro con el Ser absolutamente perfecto eleva al hombre a lo mejor de sí mismo, al máximo despliegue de sus aspiraciones más nobles, y le produce sentimientos de entusiasmo y felicidad plena. Con razón afirma S. Kierkegaard, en su obra programática La enfermedad mortal, que el antídoto de la desesperación es la fe. La fe no se reduce a una adhesión intelectual; implica entrega personal, vinculación, amor. La desesperación es una forma suprema de amargura, que responde al vacío existencial provocado por el encapsulamiento egoísta en sí mismo y la ruptura de todo vínculo amoroso.
La fe, vinculada a la confianza y la fidelidad, está en la base del proceso creador de encuentros que suelo denominar «éxtasis». La desesperación es la fase del proceso de “vértigo” que precede a la destrucción de la propia personalidad.
Responder activamente a toda invitación al encuentro -invitación que supone un gran valor, porque hace posible la realización del ideal de la unidad- es condición ineludible para conferir sentido pleno a la vida, a la propia e incluso a la de otras personas, que están llamadas a dejar de sernos extrañas y convertirse en íntimas. Ese paso se da en la experiencia de participación. Al participar, el hombre se trasciende a sí mismo y descubre que «lo más profundo que hay en mí no procede de mí» (G. Marcel). El hombre alcanza su sentido cabal, su plenitud humana, cuando orienta su vida en el sentido (es decir, la dirección) que marcan las condiciones de la actividad participativa. Aprender a participar, en el pleno sentido de la palabra, es la meta de toda formación humana auténtica.
Lo antedicho nos permite concluir que al hombre no le viene dado de antemano el sentido de su propia existencia como un objeto que pueda ser poseído y retenido. Se le dan potencias y posibilidades para fundar relaciones de encuentro, que son otros tantos campos de juego en los que puede desarrollar su vida personal. El sentido constituye, así, para el hombre una meta y una tarea siempre renovada, un reto que le insta a trascender en cada momento los hitos ya alcanzados.
 

  1. Modo de superar el vacío existencial


Un día de otoño de 1958, el gran científico y humanista Werner Heisenberg nos contó la siguiente anécdota en el aula magna de la universidad de Munich. El 6 de agosto de 1945, él y otros físicos atómicos, confinados en un campo de concentración inglés, se enteraron de que una “bomba atómica” acababa de destruir una bella ciudad japonesa. Pensaron que se trataba de bomba de gran potencia, pero no propiamente atómica, pues había transcurrido muy poco tiempo desde la invención de la fisión del átomo de uranio. Horas después salieron de su error al oír una descripción técnica de tal artefacto. A partir de ese momento, Otto Hahn, el físico inventor de la fisión del átomo de uranio –último eslabón teórico para la invención de una bomba basada en las fuerzas del átomo-, entró en una profunda depresión:
“Acabo de ver –confesó a sus colegas- que mi vida entera carece de sentido. Yo investigué por puro amor a la verdad, por descubrir el secreto de las cosas, y ese saber ha sido traducido, muy a mi pesar, en un poder aniquilador”.
 
Esta desilusión fue la experiencia de varias generaciones, de toda una época, no de una sola persona. Durante la Edad Moderna se había dado por supuesto que el aumento de saber se traduce automáticamente en aumento de poder, de dominio de la realidad, de producción de artefactos de todo orden, de comodidad y bienestar, de felicidad para un número cada vez mayor de personas y grupos sociales. Se pensaba que el progreso es lineal e ininterrumpido. Todo tipo de investigación que aumente el saber del hombre y su dominio sobre la naturaleza constituye, ciertamente, un avance de la humanidad, un progreso. En la misma medida supone un acontecimiento lleno de sentido y un beneficio para el género humano. El investigador se agota al realizar sus especulaciones y experimentos, pero sabe que es un benefactor del género humano, y de esta convicción brota una energía inagotable.
Pero justo cuando el saber se hizo muy elevado y dio lugar a un poderío técnico asombroso, sobrevino la hecatombe de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). En los años siguientes se alzó en toda Europa un clamor entre los intelectuales pidiendo un cambio en el estilo de pensar, un giro espiritual, una verdadera conversión. Una reflexión seria sobre el origen y las motivaciones radicales del conflicto bélico llevó a la conclusión de que algo fundamental había fallado en los planteamientos de la Edad Moderna. Se había tomado como ideal el aumento del saber y el poder, con vistas a incrementar el dominio de la realidad material y el predominio sobre personas y pueblos. Se intentó crear una cultura del dominio y del predominio con un espíritu básicamente egoísta. Ante el paisaje devastador de la posguerra, pensadores individuales y corrientes enteras de pensamiento postularon un cambio de ideal: del ideal egoísta de poder debía pasarse a un ideal de colaboración y ayuda.
Tal cambio se produjo en grupos aislados, pero no en el conjunto de la sociedad. Y sobrevino la segunda catástrofe mundial. Pensadores insignes volvieron a levantar la voz para indicar que resulta vano buscar las causas en personas y grupos concretos. Es la actitud general de la humanidad la que se ha mostrado fallida. Karl Jaspers, Martin Heidegger, Gabriel Marcel, todos los pensadores dialógicos o personalistas, los fenomenólogos y tantos otros postularon el ascenso a una «vida auténtica», una vida marcada por el afán creativo, no por la obsesión dominadora. Al recibir el Premio Erasmo al mejor humanista europeo, Romano Guardini afirmó que Europa ha creado durante siglos una deslumbrante cultura del dominio, y su tarea futura debe consistir en configurar una cultura de la solidaridad y el servicio. De no hacerlo, perderá una ocasión histórica para conceder a su actividad un auténtico sentido.
La amarga experiencia de los últimos tiempos nos ha llevado a pensar que el verdadero progreso humano no depende solamente de los avances científicos y técnicos. Éstos encierran gran importancia y albergan una potencialidad inmensa en orden a solucionar diversos problemas. Pero su aplicación es, como todo lo humano, ambivalente. Necesita ser orientada por una concepción muy sólida del ser humano, que determine lo que es, la meta que ha de perseguir, las leyes a que debe someter su conducta si quiere que su desarrollo personal sea perfecto.
Esta concepción del hombre ha de ser configurada por diversas disciplinas: las científicas y las humanísticas. Todas ellas deben trabajar en pie de igualdad, bien conscientes de que ninguna puede arrogarse el privilegio de poseer el único método válido de acceso a lo real. Durante siglos se tendió a pensar que sólo el método científico es riguroso, por ser verificable. Poco a poco se fue descubriendo que otros métodos de conocimiento pueden y deben ser también rigurosos y válidos si cumplen las exigencias que les plantean los tipos de realidad que se proponen conocer. La vertiente de la realidad que desea conocer el método filosófico es distinta de la que investiga la ciencia y no se revela al método científico sino a un método diferente, que presenta asimismo gran complejidad y dificultad.
De día en día se acrecienta la conciencia de que es necesario plantear los problemas con amplitud de espíritu y una implacable voluntad de ir al fondo de las cosas. Para orientarnos debidamente, necesitamos una concepción extremadamente cuidadosa de lo que es la vida humana y, en general, toda la realidad. Mas aquí tropezamos con una dificultad no pequeña. En los últimos tiempos, las ideologías han fracasado estrepitosamente. Y este fracaso parece arrojar un aura de descrédito sobre todo lo que se presente con aureola de Weltanschauung, de concepción general de la vida y la realidad. A la vista del declive de las ideologías, ciertos autores se creen autorizados a pronosticar el imperio absoluto de las formas de conocimiento que resisten un control científico y se traducen en poderío técnico.
Esta conclusión es precipitada y peligrosa. Si han fracasado las ideologías, ello se debe a que han sido fruto más bien de adhesiones sentimentales e interesadas que de un análisis severamente racional, metódicamente impecable. Frente a las ideologías, entendidas del modo restringido que es usual hoy en Sociología, debemos esforzarnos en configurar concepciones del mundo que respondan a un estudio serio y competente de la realidad.
Estas concepciones tienen un gran componente subjetivo. Es el sujeto humano quien las elabora, y lo hace poniendo en juego todo su ser: su inteligencia, su voluntad, su sentimiento. Pero ello no significa que se deje llevar por el mero sentimentalismo. La vibración sentimental es la reacción del hombre frente a lo valioso. Siempre es la realidad la que manda, no el propio arbitrio. En arte, en ética, en religión… no se puede conocer una realidad con la frialdad con que se determinan las dimensiones de una mesa o se investiga la composición de un metal. Ese tipo de conocimiento brota en el encuentro, y todo encuentro implica compromiso personal y, por tanto, sentimiento. Pero esta carga sentimental no se opone al rigor del conocimiento; lo hace posible.
Es urgente aprender a pensar con todo rigor en los diferentes ámbitos de la vida. Y ello requiere un aprendizaje lento y bien dirigido. Es todo un arte que debemos aprender. Pero en las escuelas apenas se enseña sistemáticamente dicho arte. Se estudia una disciplina y otra, se hace con mayor o menor aplicación y talento, pero no se dedica un tiempo especial a acostumbrar el ánimo a los diferentes métodos de conocimiento que hemos de conocer a fondo para que nuestra formación sea completa y nuestra vida disponga de las pautas de orientación necesarias para un cabal desarrollo de nuestras potencialidades.
Debemos superar, como algo pasado, todo empeño de considerar la disciplina que cultivamos como la modélica, la única válida. Lo decisivo es colaborar, abrir todos los campos posibles e integrarlos. La vida del hombre es compleja y es una, forma una estructura; no admite desgarramientos.
Poco antes de morir, el gran científico y humanista Albert Einstein nos hizo esta grave admonición: «La fuerza desencadenada del átomo lo ha transformado todo, excepto nuestra forma de pensar. Por eso nos encaminamos hacia una catástrofe sin igual». La forma de pensar que debiéramos haber cambiado para evitar ese riesgo es sin duda la reduccionista, según la cual el único modo de conocimiento auténtico es el científico, atenido a la vertiente cuantificable de la realidad. Frente a esta posición unilateral, debemos reconocer que existen otras vertientes de la realidad, y para acceder a ellas hemos de movilizar las formas de conocer adecuadas a las mismas: el conocimiento poético, el filosófico, el político, el religioso. Sólo esta forma de conocimiento integral, comprehensivo, puede decirnos con precisión cuándo tiene sentido nuestra existencia y cómo hemos de lograrlo.
 
Cf. O. cit., Herder, Barcelona 1979.
Cf. O. cit., Alianza Editorial, Madrid 1970, p. 123.
Cf. Juan Rof Carballo: Urdimbre afectiva y enfermedad, Labor, Barcelona 1961; El hombre como encuentro, Alfaguara, Madrid 1973. Manuel Cabada Castro: La vigencia del amor, San Pablo, Madrid 1994.
Una versión española de este escrito la ofrezco en Vertigo y éxtasis. Bases para una vida creativa, Madrid, 21991, págs. 389-391.
Cf. L’énergie spirituelle, PUF, Paris 321944, p. 23.
No existe ninguna desesperación –escribe- «cuando en la relación consigo mismo y al querer ser sí mismo el yo se apoya lúcido en el poder que lo fundamenta». (Cf. La enfermedad mortal o De la desesperación y el pecado, Guadarrama, Madrid 1969, p. 245. Véase, además, p. 49).
En sus memorias –publicadas en español con el título Diálogos sobre la física atómica, Bac, Madrid 1972-, W. Heisenberg alude a este significativo episodio.
Cf. Europa. Wirklichkeit und Aufgabe en Sorge um den Menschen I, Werkbund, Würzburg 1988. Versión española: “Europa. Realidad y tarea”, en Obras de Guardini I, Cristiandad, Madrid 1981, págs. 11-27.
Cf. Gonzalo Fernández de la Mora: El crepúsculo de las ideologías, Rialp, Madrid 1965.
Sobre este tema puede verse mi trabajo “Las ideologías”, en Varios: Razonalismo. Homenaje a Fernández de la Mora, Fundación Balmes, Madrid 1995, págs. 153-159..
Tal aprendizaje es la tarea que propongo en mi Inteligencia creativa, BAC, Madrid 32002 (remodelación del libro El arte de pensar con rigor y vivir de forma creativa).
Sobre el sentido de la vida pueden verse las obras siguientes: M. Benzo Mestre: Sobre el sentido de la vida, BAC, Madrid 1986; E. Fromm: La patología de la normalidad, Paidós, Barcelona 1994; J. Gómez Caffarena: Metafísica fundamental, Revista de Occidente, Madrid 1969; R. Lauth: Die Frage nach dem Sinn des Daseins, J. A. Barth, Munich 1953; A. López Quintás: El encuentro y la plenitud de vida espiritual, Ed. Claretianas, Madrid 1990, págs. 27, 37, 111. 127; R. May: Libertad y destino en psicoterapia, Desclée de Brouwer, Bilbao 1988; J. Rof Carballo y J. del Amo: Terapéutica del hombre. El proceso radical del cambio, Desclée de Brouwer, Bilbao 1986.