No creemos en la Iglesia, creemos eclesialmente

1 mayo 2001

 «Dios sí, Iglesia no»

 
Perdón por los aires provocadores, pero no vienen mal para situar el tema evitando malentendidos peores. Creer, creer —quede claro—, sólo se puede creer en Dios. La fe es un movimiento dinámico con un único fin: Dios. Por eso, en los credos o en cualquier otra formulación doctrinal, nunca aparece la Iglesia como objeto, término o contenido de la fe. «Hay que creer la Iglesia, pero no creer in ecclesiam», sentenció Trento. Por desgracia, las distinciones latinas —credo «in» Deum y credo ecclesiam— terminan igualándose en castellano, y hasta podría estarse confirmando de rondón esa especie de «pequeña herejía» de la actual traducción del credo largo o niceno-constantinopolitano (Creo en la Iglesia).
Por tanto —y a pesar de la mala versión del credo que solemos proclamar—, la fe no es fe en la Iglesia. Sin embargo y por supuesto, la fe es necesariamente eclesial; no designa el término, pero sí el modo: la fe en el Dios Trinitario es intrínsecamente comunitaria. Creer, lo que se dice creer en un Dios que es Comunión Absoluta, sólo puede hacerse en comunión. Así es como entra la Iglesia en el credo. Ni que decir tiene que esa Iglesia del credo no es la jerarquía, ni la llamada «Iglesia-institución, sino la «Iglesia-comunión».
 
 

       Pueblo de Dios sí, «jerarquía» no

 
La actual crisis religiosa, por más que se insista en vincularla a la modernidad y su crisis de fe, es también —particularmente entre nosotros y, en general, en Occidente— crisis de credibilidad de la misma Iglesia. La profunda renovación iniciada por el último concilio pronto se vio asediada por múltiples temores. Miedo, primero, por la crisis externa —pérdida de influencia social—; también por la interna, después —inseguridad doctrinal y cuestionamiento tanto de la autoridad como de las instituciones eclesiásticas—.
El Vaticano II nos ha transmitido la imagen central de una Iglesia como comunión del pueblo de Dios que marcó y marca el futuro. Desgraciadamente, el presente no lo deja claro. Aunque formalmente nadie admite identificar sin más «Iglesia jerárquica» y Pueblo de Dios, el «control» ejercido por la jerarquía domina por encima de la participación, del diálogo y del consenso. El malestar por todo esto encierra tintes tan pesimistas como para asistir, en muchos casos, a la «emigración silenciosa» de quienes optan por «pasar de la Iglesia oficial» para evitar enfrentamientos y conflictos dolorosos.

 

       Reino sí, «institución» no

 
El futuro de la Iglesia, sobre todo, sigue pasando por el servicio al Reino, por tomar en la práctica conciencia de que no existe para sí misma sino para llevar adelante el proyecto de liberación-salvación de Dios sobre la humanidad. Solidaridad con el mundo y Reino para la justicia, la paz y libertad definitivas han de constituir los anhelos supremos y el doble punto de referencia de toda actividad en la Iglesia.
De ahí la perplejidad en momentos, como los que vivimos hoy, donde prima la búsqueda de «signos de Iglesia» por encima de los «signos del Reino», el retorno a disciplinas de reagrupamiento y la búsqueda de certezas más que el diálogo con el mundo y la encarnación «de parte» de los pobres.
Particularmente triste el espectáculo del retorno a una «formación sacerdotal de seminario» o de la «teología vigilada», cada vez más al margen del aire universitario y de las corrientes culturales seculares.
 
 

       «Cristo sí, Iglesia no»

 
Cuando se reflexiona sobre aspectos como los precedentes y al resultar balances de tal cariz, siempre asalta la duda de si no estará uno produciendo simples tautologías negativas a partir de «impresiones subjetivas» del mismo género. Habrá que dejarse acompañar por aguijón semejante para que nunca se produzca una tal fatal deducción, pero honradamente parece que existen datos más que suficientes para justificar el análisis expuesto.
Si fueran necesarios otros apoyos, bastaría con echar una mirada a las jóvenes generaciones, cada día más lejos de la Iglesia y considerándola como «algo pasao», cargada de gestos, signos y palabras que o no entienden o estiman literalmente «increíbles» para los tiempos que corren. Nada extraño, entonces, que los jóvenes descubran automáticamente una especie de señal de peligro —como la de portada— cuando miran a la Iglesia.
Expresamente, ya no se invoca la proclama de la antigua juventud —«Cristo sí, Iglesia no»—; sin embargo, bien podríamos considerar que sigue manteniendo, de algún modo, una vigencia fáctica. Méritos hacemos cuando, como Iglesia, ni estamos donde Jesús de Nazaret, el Cristo, estuvo ni actuamos comonos mandó que hiciéramos. No otro es el peligro —resbaladizo— que corremos los cristianos.
 
 
José Luis Moral
director@misionjoven.org