Son cada día más los que, obligados por ley a estar en la escuela y en la misma enseñanza hasta los dieciséis años, no quieren este tipo de estudio, pero no tienen otra salida y son un factor frecuente de conflictos. Cabe recordar que, en nuestro país, la escolarización no es sólo un derecho, sino una obligación hasta los dieciséis años y ello es un factor de distorsión para muchos maestros, además de un gasto público extraordinario.
Muchos consideramos que, a partir de los catorce años, el estudiante ya debería poder decidir si continuar el ejercicio del estudio o empezar una iniciación profesional con rigor y competencia. El mito de que todos tienen que llegar a la universidad necesariamente es un error descomunal y sólo se alcanza rebajando niveles de exigencia.
Estudios realizados en varias provincias, por diferentes instituciones, corroboran el dato siguiente: las experiencias escolares negativas son el mejor camino hacia el deslizamiento de los niños y los adolescentes hacia la droga y la delincuencia. En cambio, son menos vulnerables los niños y adolescentes que, aunque tengan un rendimiento académico normal, tienen una adecuada integración en el medio escolar.
Los educadores sabemos que no somos islas y que no educamos en campanas antirruidos. A la escuela llegan todos los estímulos de la satisfacción vital que los niños y adolescentes disfrutan en la calle, en los círculos de amistades, o que les venden los medios de comunicación. Y la escuela no es siempre un espacio y un tiempo placentero y lúdico, sobre todo a partir de ciertas edades, en las que la carga de estudio exige más aplicación y rendimiento y en las que el éxito y el fracaso cobran más significado social.
La escuela exige esfuerzo, grandes dosis de voluntad para concentrarse; exige abnegación, sacrificio personal, constancia, paciencia laboriosa, organización, autodominio y fortaleza interior. En contra, predomina en nuestra sociedad un clima de moral blanda, guiada por los deseos y la imaginación, las pasiones y la búsqueda ilimitada de sensaciones, en definitiva, una cultura que convierte los deseos en derechos.
En contra, la difusión de mensajes reduccionistas sobre la democratización de la escuela nos arrastró hacia una cierta tiranía del estudiante que se resiste ante el esfuerzo, ante las exigencias de los profesores, ante la necesidad de respetar las reglas de juego del trabajo y la convivencia. Es el resultado de la prevalencia de lo que me apetece y lo que no me gusta en el seno de la escuela, la familia y la sociedad.
Hoy es urgente recuperar en la escuela las condiciones previas para reflexionar, para aprender, para convivir, para educar: el orden ambiental, la disciplina, el ambiente sano y seguro. Para ello, es esencial discernir antes los dieciséis quiénes tiene aptitudes y capacidades para el desarrollo de la vida intelectual y quiénes pueden articular con competencia una labor profesional de tipo manual.
Algunos estudiantes están dilapidando el tiempo en las aulas. Y no sólo ellos, sino también tiempo del maestro y tiempo de sus compañeros. No podemos permitirnos este lujo y menos aún en contextos de movilidad laboral y de competitividad. Debemos formar excelentemente a nuestros jóvenes para que puedan competir con otros jóvenes procedentes de otros países europeos con un nivel de exigencia mucho más elevada. La cultura de la permisividad y del todo vale tiene los días contados.
Hace falta sobre todo recuperar el sentido de jerarquía y autoridad, el respeto a las normas sociales y a las leyes; en definitiva, el respeto a los derechos y deberes propios y de los demás.
FORUMLIBERTAS.ORG, 29/12/2008