No sabes cómo lo siento

1 diciembre 2003

Las maravillosas fiestas navideñas tienen, ciertamente, cientos de momentos mágicos, inexplicablemente hermosos e irrepetibles. Pero, para muchos, también suponen una zurra emocional que nos hace llegar a la cuesta de enero con el corazón casi más agotado que el bolsillo, que ya es decir. Y es que no hay escuelas para los sentimientos.
Salvo contadas excepciones de burricie irreparable e irremediable, digo yo que todos nos hacemos cargo de nuestro trabajo, aterrizamos en un puesto determinado con un cierto equipaje de formación. O sea que, antes de cobrar nuestro primer sueldo, por miserable que este sea, hemos dedicado largo tiempo a aprender un montón de cosas: informática, finanzas, geología, dialectos del Himalaya o cómo unir bien ladrillos para que no se caigan las paredes, lo cual es tan importante como una licenciatura en Ciencias Exactas.
Y, sin embargo, nosotros, los currantes, solemos tener una importante laguna, una carencia que repercute -para mal- en nuestra tarea y en nuestras relaciones humanas: nos falta educación sentimental… No, no me refiero a noviazgos, matrimonios, ligues o cualquier otro tipo de emparejamiento. Lo que digo es que somos bastante analfabetos a la hora de identificar nuestros sentimientos en el ámbito laboral: nos metemos en espantosos y peligrosos berenjenales porque no sabemos explicar bien -ni siquiera explicarnos a nosotros mismos- qué nos pasa por el corazón y por la cabeza, qué emoción exacta nos embarga y qué resorte sentimental ha hecho que nuestro colega se esté dando cabezazos contra la pared o haya convertido la lámpara del techo en un trapecio en el que se columpia lanzando gritos de angustia a lo Tarzán…
Ejemplo al canto: el trato profesional y personal con jefes, colegas y subordinados abarca una muy amplia gama de sentimientos que, siempre dentro de la imprescindible dignidad, van desde la consideración hasta el afecto, pasando por el respeto y el aprecio… El primer sentimiento, la consideración, no puede saltarse jamás a la torera; su ausencia reduce a los demás a la condición de felpudos o de pañuelos para sonarse los mocos, con perdón. En cambio, uno puede trabajar lustros y lustros con gentes a las que considera, respeta y aprecia pero por las que no siente el mínimo afecto. Y no pasa nada: la amabilidad no supone enamoramiento…
En el extremo opuesto, cuando pintan bastos en el trabajo, uno puede sentir disgusto, malestar, rabia y hasta ira jupiterina: son peldaños de una escalera que va desde el morro torcido porque una tarea concreta nos ha salido rana hasta montar la escandalera ante una injusticia flagrante y reiterada. Todos esos sentimientos son humanos y, en ocasiones, necesarios; pero es imprescindible ajustarlos al momento y a la circunstancia: uno no puede agarrarse el mismo cabreo por un fallo ínfimo en el ordenador que por la traición de su mejor compañero.
Y cuando esta pedagogía sentimental haya surtido efecto y podamos llamar por su nombre a todos y cada uno de nuestros sentimientos, aún nos faltará algo para doctorarnos cum laude: buscar las raíces más profundas de nuestra alegría y de nuestra tristeza. Porque no basta conocer el nombre de la madeja, de la pelota sentimental: hay que saber de qué hilo tirar para devanarla.
Pilar Cambra
 
Para hacer

  1. Este texto, tomado Expansión & Empleo (4 y 5 de enero de 2003), corresponde a la sección “La trastienda”, que aborda dentro de “El tópico de la semana” asuntos concretos referidos a las relaciones laborales. ¿Qué nos parece lo que dice?
  2. El título, pues, se refiere a un tópico que podemos aprender a usar no sólo en las relaciones laborales sino en cualquier otro tipo, y no solo en navidades sino en todo tiempo y lugar.¿Cómo lo hacemos? ¿Cómo lo podemos hacer?
  3. El dibujo de la Imagen de este mismo Cuaderno Joven corresponde a la ilustración de este artículo. Trabajar según lo que allí se dice.

 

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