El otro día leí un artículo sobre la nomofobia y cómo un estudio de la UNIR mostraba que las jóvenes de entre 14 y 16 años eran las que más la padecían. No he leído ese estudio, pero todos los que trabajamos con adolescentes sabemos que uno de los peores castigos a los que puedes someterles es el de “confiscar” su móvil hasta el final de la jornada. La prohibición del uso del móvil (en Madrid, incluso, por decreto) es uno de los temas que, si surge en una reunión de claustro, suele generar más polémica.
Hay docentes partidarios de su prohibición total: esgrimen como principales argumentos la distracción que supone, la adicción que suele provocar, el aislamiento que promueve… hay otros que abogan por su uso libre e indiscriminado: insisten en las ventajas de tener en la palma de la mano todo el “conocimiento” de la humanidad a golpe de botón. La mayoría no saben bien cómo posicionarse, pero intuyen, aristotélicamente, que una postura intermedia sería lo más apropiado.
El internet de las cosas y sus implicaciones están aquí para quedarse y, aunque suene manido, toda resistencia es inútil. Mi generación ha crecido escuchando a los adultos referirse al televisor como la caja tonta…y nosotros seguíamos viéndola; hemos temido conjurar a Belcebú al escuchar un disco de heavy metal, pues por todos era sabido que esa música infernal sólo podía ser de inspiración diabólica; hemos leído tebeos con cierta vergüenza ya que esas sandeces eran cosas de niños sin ninguna sustancia. Los videojuegos nos iban a dejar ciegos, sin amigos y con múltiples problemas de salud por no estar fuera tomando el aire y, oye, aquí seguimos muchos sin demasiadas taras. A mí nunca me gustó el fútbol (ni verlo ni jugarlo) pero recuerdo que me resultaba bastante ridículo escuchar a algunos adultos hablar con aires de superioridad y hasta con nostalgia sobre los balones de su infancia manufacturados con trapos, en contraposición al, por aquel entonces moderno, Tango España; como si jugar con pelotas de retales fuera más divertido, más auténtico, más correcto.
Me planteo que quizá lo que necesiten nuestros adolescentes no es escuchar que van a perder la cabeza, que van a convertirse en asociales, que se van a malgastar la vida mirando una pantalla… digo, que no necesitan ESCUCHAR esos mensajes, sino que necesitan AYUDA, alguien que les ACOMPAÑE, para que esos augurios no se conviertan en realidad. He empezado hablando del problema de la nomofobia. Ciertamente existe. Pero creo que la solución pasa no tanto por prohibir como por enseñar a utilizar de forma saludable. No se trata de denostar su forma de vida sino de mostrarles alternativas de las que también pueden disfrutar.
No, la verdad es que, a menudo, no se lo ponemos fácil a los jóvenes de hoy… de igual manera que, a veces, no nos lo pusieron fácil a nosotros.
Jaime Martínez, coordinador de Pastoral de Bachillerato de Salesianos Paseo
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