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SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
FRENTE a imágenes de Dios poco significativas y hasta deformadas, el autor nos propone «siete rostros» que son otras tantas «buenas noticias› de y sobre Dios para los hombres de hoy: Dios existe, es único y es amor, es padre y madre, «no es daltónico» y,; en fin, es una familia.
HACE treinta años, Juan Arias publicó en el periódico «Pueblo» hoy desaparecido- un artículo titulado «El Dios en quien no creo», que levantó mucha polvareda. Inspirándose en aquella famosa frase del patriarca Máximos IV que decía «muchos ateos, en io que no creen es en un Dios en el que yo tampoco creo», ofreció una larga lista de imágenes deformadas de Dios.
Nunca ponderaremos bastante el daño que pueden hacer esas imágenes deformadas. Casi siempre, antes de creer o dejar de creer, existe una imagen de Dios que condiciona en un sentido o en otro la decisión vital que después se adoptará.
En estas páginas -escritas sin pretensiones académicas- quiero adoptar la
perspectiva positiva y ofrecer una selección de buenas noticias de y sobre Dios.
Dios existe
LA primera noticia que necesitamos comunicar al hombre actual es que Dios existe; cosa evidente en épocas pasadas, pero ignorada por muchos en nuestros días.
Se trata de una buenísima noticia porque, si Dios no existiera, no sabríamos de dónde venimos ni adónde vamos. No me atrevo a decir que la vida sería absurda sin Dios, porque es evidente que el amor, la amistad, la belleza… son experiencias llenas de sentido. Pero, vistas las cosas a cierta distancia, sería difícil evitar una sensación de vertigo ante aquellas cuentas que hacía Marchenoir: «Un minuto acaba de transcurrir, y con él, alrededor de cien muertes y cien nacimientos: un centenar de vagidos y un centenar de suspiros de agonía. Es el balance del hormigueo de la humanidad. Al cabo de una hora, seis mil cadáveres estarán debajo de tu lecho y seis mil criaturas, en tierra o en sus cunas, llorarán en torno tuyo».
Sin Dios, nuestras pequeñas vidas tendrían momentos felices, pero no dejarían de ser un suspiro entre dos nadas. Faltaría lo que E. Lévinas llamaba «el sentido de los sentidos, la Roma a la que conducen todos los caminos, la sinfonía en la que todos los sones cantan, el cantar de los cantares». Por eso Auguste Valensin pudo escribir: «Si, por un imposible, en mi lecho de muerte, se me manifestase con evidencia perfecta que me he equivocado, que Dios no existe, no lamentaría haber creído. Pensaría que el error no era mío por haber pensado que Dios existe, sino de Dios por no existir».
Dios es único
LA segunda noticia que debemos comunicar a todos es que sólo hay un Dios. Esto es de sentido común, porque si hubiera varios dioses se limitarían unos a otros y, al final, ninguno de ellos sería Dios. En el caso de la palabra «Dios», el plural no multiplica el singular, sino que lo desvirtua.
Es igualmente una buenísima noticia, porque los falsos dioses suelen exigir sacrificios humanos. Ayer fueron Moloc o los dioses aztecas; hoy son el dinero, el poder o la nación cuando se absolutizan. (Desde el punto de vista fenomenológico, los dioses no son necesariamente figuras de madera pintada, sino cualquier realidad que colocamos en el lugar más alto de nuestra jerarquía de valores, de la que esperamos todo y a la que estamos dispuestos a sacrificar todo).
A muchos, eso de «Yo, Yahveh, soy tu Dios. No habrá para ti otros dioses delante de mí» (Ex 20, 2-3; Dt 5, 6-7) les suena a precepto. Pero en realidad es una bendición y una promesa: Ya no necesitas tener otros dioses delante de mí, no necesitas tomarlos en serio, ni temerles, ni pagarles tributo. Por eso, una oración pertinente sería: «Señor, haz que me contente con un solo Dios».
Naturalmente, puesto que hay un solo Dios, debemos amarle «con todo el corazón, con toda la mente v con toda la fuerza» (Dt 6, 5; Mt 22, 37’v par.). Si hubiera varios dioses, justo sería repartir equitativamente el amor entre todos ellos, pero el Señor es único y no tolera ídolos a su lado. Es, como leemos a menudo en el Antiguo Testamento, un «Dios celoso» (Ex 20, 5; 34, 14; Dt 4, 24; 5, 6, 15; Jos 24, 19; Ez 39, 25; Nah 1, 2).
Pero notemos que, cuando Dios se califica de «celoso», no es de los hombres de quienes siente celos, sino de los ídolos. Inseparable del mandamiento de amar a Dios con todo el corazón está el de amar al prójimo como a nosotros mismos (Lev 19, 18; Mt 22, 39). Se ve, pues, «que el amor a Dios, a pesar de reclamar «todo el corazón», deja todavía sitio en el corazón para el amor a los hombres. En realidad, más que «dejar sitio» deberíamos decir que «hace sitio». Allá por el siglo XVI observaba el místico Francisco de Osuna que el amor de Dios es «más ensanchador que ocupador».
De hecho, Dios quiere ser amado a través de los hombres, y nunca a costa de ellos. «Si alguno dice «yo amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso, porque quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4, 20). Por eso Jesús repudia al sacerdote y al levita que, por ir al templo para ofrecer sus sacrificios a Dios, pasaron de largo ante el caído al borde del camino (cfr. Lc 10, 29-37). Curiosamente fue el samaritano -que no iba al templo- quien se encontró con Dios en aquel hombre malherido.
Los santos nunca olvidaron esa lección. El Maestro Eckhart (1260-1327), por ejemplo, escribió: «Si estando en éxtasis como San Pablo oyeras que un enfermo necesita una sopita, yo considero preferible que renuncies al éxtasis y sirvas al necesitado con gran amor». Recordemos igualmente aquel conocido texto de Santa Teresa de Jesús en las Moradas quintas: «Cuando veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella (que parece no se osan bullir ni menear el pensamiento, porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido), hácerme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión. Y piensan que allí está todo el negocio. Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor, y que, si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esa devoción y te compadezcas de ella».
- Dios es amor
DESDE Nietzsche hasta Sartre, muchos hombres se han rebelado contra la idea de un Dios presente en todas partes que todo lo ve. El hombre -dicen- no puede soportar un testigo semejante. Ellos sólo eran capaces de imaginar una mirada escrutadora, que juzga implacablemente las inevitables debilidades humanas. No fueron capaces, por ejemplo, de imaginar la sensación de seguridad que provoca en el niño la mirada de su madre, llena de ternura hacia él.
¿Cómo es realmente la mirada de Dios? Sabemos que Dios es poderoso y sabio, justo y misericordioso, fiel y paciente, amante y celoso. Pero la conciliación de todas esas cualidades no resulta fácil en la práctica (pensemos, por ejemplo, en la justicia y la misericordia). Necesitamos saber cómo se unifican todos esos contrarios en Dios, y la respuesta nos la da el Nuevo Testamento al decir con toda sencillez: «Dios es Amor» (1 Jn 4, 8).
Es una frase verdaderamente luminosa. ¿Queréis saber cómo es Dios? Basta que en el famoso himno al amor de San Pablo (1 Cor 13, 4-7) vayáis sustituyendo la palabra «amor» por la palabra Dios:
«Dios es comprensivo, Dios es servicial y no tiene envidia, Dios no presume ni se engríe, no es mal educado ni egoísta, no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra con la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites». ¿No es verdad que ese fue precisamente el rostro de Jesús?
Quizás alguno piense: Si Dios es Amor, y no lleva cuentas del mal, disculpa sin limites, etc., es imposible que condene eternamente a nadie. Así lo creo también yo. El Dios Amor no condena a nadie, pero es infinitamente respetuoso con nuestra libertad. Si algún hombre, con pleno conocimiento y deliberación, rehusara hasta el final ese amor que se le regala, Dios no se atrevería a forzarle a vivir con Él.
- Dios es Padre
JESÚS siempre llamaba a Dios ‘Abbá. El hecho de que los evangelios -escritos en griego– hayan conservado esa palabra aramea revela la sorpresa que debió producirles a quienes le escuchaban. ‘Abbá era originalmente un balbuceo infantil -equivalente a nuestro «pa-pá»que más tarde se convirtió en una fórmula para tratar cariñosamente al propio padre, en vez de la antigua fórmula ‘abi (padre mío), que había caído en desuso. En tiempos de Jesús se llamaba ‘abbá al padre de la tierra, pero nunca a Dios. Para Él todo respeto parecía poco. Cuando, al leer las Escrituras, aparecía el nombre divino era frecuente taparse los ojos y guardar un momento de silencio sin osar pronunciarlo. Por eso debió asombrar profundamente a los discípulos que Jesús llamara a Dios con una expresión tan corriente que podía escucharse por la calle cuando cualquier niño llamaba a su padre.
Jesús podía llamar así a Dios debido a una intimidad con Él que nadie más poseía: Era el Hijo eterno de Dios hecho hombre. Pero lo curioso es que, cuando los discípulos le rogaron que les enseñara a rezar, les autorizó a dirigirse a Dios de la misma forma («cuando oréis, decid: «Padre…»»: Lc 11, 2). Las antiguas liturgias de la Iglesia tenían una conciencia tan clara de la magnitud de ese regalo que preludiaron la oración dominical con un «nos atrevemos a decir…».
En nuestros días se ha problematizado la figura del padre. Pero en su espontaneidad más sencilla, no contaminada por deformaciones patológicas, el símbolo paterno hace pensar en el don de la vida, estímulo para crecer y, sobre todo, amor incondicional. Cuando los cristianos llamamos «Padre» a Dios estamos seguros de que Él nos seguirá queriendo siempre, hagamos lo que hagamos; que si nos marchamos de casa, esperará cada mañana nuestro retorno como el padre bueno de la parábola y nos recibirá sin reproches ni caras largas (Lc 15, 11-32).
Quienes llamamos «Padre» a Dios sabemos que nuestra relación con Él no puede basarse en el miedo, como los esclavos; ni en el interés, como los negociantes, sino únicamente en el amor, como los hijos. San Basilio, entre otros Padres de la Iglesia, escribió: «Se me ocurren tres motivos distintos para someterse a la voluntad de Dios. O bien puede apartarnos del mal el temor de los suplicios, y esta disposición de ánimo nos coloca en el rango de los esclavos; o bien cumplimos sus mandamientos por la esperanza de obte-
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ner así recompensas ventajosas, y esta motivación interesada nos coloca entre los mercenarios; o bien tenemos como único motor de nuestros actos la rectitud que debe acompañarlos, y el amor de Aquel que nos ha dado la ley, llenos de -gozo porque nos han encontrado dignos de servir a un Dios tan bueno y tan glorioso, y esta pureza de intención nos hace estar en el número de los hijos».
Al llamar «Padre» a Dios, por último, descubrimos que tenemos hermanos. Ante todo los que unen sus voces a la nuestra para invocarle con esa palabra tan entrañable, pero también todos los que no son conscientes de ser hijos de Dios. Como dijo el Concilio Vaticano II, «no podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a conducirnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios» (Nostra aetate, 5 a). Por desgracia, las extremas desigualdades económicas que existen en nuestro Planeta indican que los casi seis mil millones de personas que lo habitamos estamos todavía muy lejos de vivir como hermanos.
Dios también es Madre
LGUNOS temen que llamar «Padre» a Dios pueda servir -hoy, como ayer– para alimentar la preeminencia masculina.
Desde luego, cuando Jesús invocaba a Dios llamándolo «’Abbá, Padre» (Mc 14, 36) estaba muy lejos de legitimar las estructuras de dominación patriarcal, puesto que expresamente reservó para Dios el nombre de «Padre» y afirmó que ningún ser humano puede pretender ser otra cosa que hermano de los demás (cfr. Mt 23, 8-9).
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Por otra parte, resulta obvio que Dios está más allá de los sexos. Tan legítimo es llamarle «Padre» como llamarle «Madre». Es significativo que la Biblia, a pesar de haberse escrito en el seno de una cultura patriarcal, no vacile en atribuir rasgos femeninos a Dios. El Segundo y el Tercer Isaías, por ejemplo, ponen en boca de -Dios las siguientes palabras: «¿Acaso puede olvidar una mujer a su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella llegase a olvidar, yo no te olvidaré» (Is 49,15); «como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo» (Is 66, 13). El salmista dice igualmente que, estando agitado su espíritu, se tranquilizó en los brazos de Yahveh «como un niño en brazos de su madre» (Sal 131, 2).
En el Nuevo Testamento es verdad que Jesús llama ‘Abbá a Dios, y no ‘Immá (madre, mamá), pero la misericordia entrañable que le atribuye es más propia de una madre que de un padre. Por eso Juan Pablo I pudo decir con toda razón el 10 de septiembre de 1978: Dios «es padre; más aún, es madre. No quiere hacernos mal. Quiere hacemos sólo bien a todos sus hijos. Si, por desgracia, está uno enfermo, posee un título mejor para ser amado de la madre».
Dios no es daltónico
AS palabras de Juan Pablo I nos introducen en un tema recurrente en la Sagrada Escritura: El amor preferencial de Dios por los últimos de la tierra, que resumió muy bien María en el Magnificat. Dios «hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del
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trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1, 51-53). Es lógico; un padre -y más todavía una madre- no puede querer sino el bien y la igualdad de todos sus hijos y, como la balanza se inclina siempre del lado del más fuerte, intenta restablecer el equilibrio. No hace falta decir que los cristianos debemos ser instrumento de ese amor preferencial de Dios por los últimos de la tierra.
Quizás recordará el lector la canción «¿De qué color es la piel de Dios?», que cantaba el conjunto Viva la gente allá por los años sesenta. Su respuesta era: «negra, amarilla, roja y blanca es». Desde luego, ellos sabían que Dios no tenía piel (y menos todavía de tantos colores como la cola de un pavo real); querían decir simplemente que «todos somos iguales a los ojos de Dios».
Otros han dado respuestas más radicales a esa pregunta. Desde que un obispo metodista negro llamado Henry McNeal Turner escribió en 1898 un artículo con el título Dios es negro, muchos han hecho suya esa afirmación. Y, cuando se tomó conciencia de que las negras estaban todavía más marginadas que los negros, se puso en circulación el provocativo eslogan «Dios es negra». Entre nosotros, Andrés Torres Queiruga ha escrito unas páginas sugerentes sobre ese tema.
Si Viva la gente quería decirnos que todos somos iguales a los ojos de Dios, esta teología negra-feminista va más lejos y nos dice -con palabras de James Cone- que «Dios no es daltónico», es decir, no le resultan indiferentes los colores, porque se pone siempre a favor de los últiznos. Y conviene tenerlo presente,
ahora que hay entre nosotros tantos inmigrantes sin papeles.
Dios es una Familia
NTES de que existieran los cristianos, los judíos habían proclamado ya dos cosas muy importantes: que Dios es uno solo y que es un ser personal. Pero ellos no se dieron cuenta del problema que planteaban esas dos afirmaciones juntas. Si la relación con un «tú»’ es un constitutivo esencial de la persona y Dios es uno solo, ¿cómo podría tener naturaleza personal? Naturalmente, sería una ingenuidad responder que lo que constituye a Dios como persona es su relación con nosotros; en primer lugar porque los humanos nunca podremos ser un «tú» suficiente para Dios y en segundo lugar porque, en tal caso, antes de crear al hombre, Dios no sería un ser personal.
La respuesta a ese problema sólo puede estar en la fe trinitaria. Dios supera las categorías de unidad y multiplicidad. Es un misterio que no podemos comprender, pero del que deducimos algo importante para nosotros: Si Dios -a cuya imagen estamos hechos- no es «el perfecto solitario de la metafísica», sino que en Él se da el fenómeno del diálogo, se deduce que la relación con otros seres humanos es un fenómeno esencial, constitutivo de la persona. La motivación teológica última de la sociabilidad humana, o del ser solidario de cada persona, está en el misterio de Dios mismo.
De hecho, Jesús rogó al Padre que «todos sean uno, como nosotros también somos uno» (Jn 17, 21).
Luis González-Carvajal[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]