Eugenio Alburquerque Frutos
El reciente Sínodo sobre “la palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia” nos invita a recuperar la práctica de la lectio divina, la lectura orante en el Espíritu Santo, “capaz de abrir al fiel no sólo el tesoro de la palabra de Dios sino también de crear el encuentro con Cristo, Palabra divina y viviente” (Mensaje del Sínodo al Pueblo Dios).
Ya los primeros monjes desarrollaron y emplearon este método orante de lalectio para abordar la Sagrada Escritura y para encontrar en ella al mismo Dios; y señalaron cuatro pasos precisos: lectio, meditatio, oratio y contemplatio. El primer paso consiste en leer atentamente el texto de la Sagrada Escritura, no simplemente para entenderlo y comprenderlo mejor, sino para llegar a encontrar verdaderamente a Dios mismo en su palabra. El segundo, busca dejar que la Palabra entre en el corazón del creyente, masticándola, saboreándola, gustándola. Los sentimientos que va provocando se expresan ya en el tercer paso, que consiste precisamente en hacer oración los deseos y afectos que surgen en el corazón del orante. Y, finalmente, en la contemplatio dejamos ya de reflexionar y pensar. Nos quedamos en paz, en silencio, ante Dios, en esa quietud a la que nos han conducido los anteriores pasos, porque, como decían los primeros monjes, la Palabra abre las puertas al misterio sin palabra de Dios.
Este esquema y esta perspectiva es la que hemos seguido en los ejercicios concretos que ofrecemos. Se trata de cinco ejercicios de oración a través del método de la lectio divina. Ofrecemos el texto completo del pasaje elegido. Nos detenemos en el momento de meditación, desmenuzando el sentido de la Palabra y proponiendo algunos interrogantes que motiven la reflexión personal. En los dos pasos siguientes, oración y contemplación, esbozamos simplemente las pistas que el orante puede seguir para orar y contemplar; e invitamos siempre, al final, a compartir de manera sencilla y espontánea la oración, compartiendo la experiencia vivida y a través de la acción de gracias.
En Misión Joven hemos ofrecido en diversos números reflexión y ejercicios de lectio divina. Durante el año pasado y seguirá también durante este año, la sección Tiempo interior ofreció y ofrece, de forma muy sintética, un ejercicio. Nos mueve a ello la convicción de su importancia especialmente en la vida espiritual de los agentes de pastoral.
- «¿Cómo puede uno nacer siendo viejo?»
- Lectura: Jn 3,1-21
«Había entre los fariseos un hombre llamado Nicodemo, magistrado judío. Fue éste donde Jesús de noche y le dijo: «Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar las señales que tú realizas, si Dios no está con él». Jesús le respondió: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el reino de Dios». Dícele Nicodemo: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?» Respondió Jesús: «En verdad, en verdad te digo el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo nacido de carne es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu. No te asombres de que te haya dicho: Tenéis que nacer de lo alto. El viento sopla donde quiere, y oyes su voz pero no sabes de donde viene ni a donde va. Así es todo el que nace del Espíritu.» Respondió Nicodemo: «¿Cómo puede ser eso?» Jesús le respondió: «Tú eres maestro en Israel y ¿no sabes esto? En verdad, en verdad te digo: nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio. Si al deciros cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo?. Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es condenado; pero el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. Y la condenación está en que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios».
- Meditación
Nicodemo es un fariseo de prestigio y un hombre religioso, fiel a la ley de Moisés, influyente en el pueblo. Es, además, magistrado, un «jefe entre los judíos», un miembro del Sanedrín. Es, pues, maestro de la ley y hombre de gobierno; miembro de la clase dirigente de Israel y un hombre que ha dedicado su vida al cultivo de la ley divina.
Seguramente ha oído hablar de Jesús y de su mensaje. Quizás le han impresionado también sus milagros, su actuación en el templo (Jn 2,13-32); y ha tenido que discutir con sus compañeros fariseos las palabras y las obras del Galileo. Algo hay en Él que le atrae y le inquieta. Y como es un hombre sincero, que busca y ama la verdad, no puede permanecer más tiempo en el desasosiego y la inquietud. Se decide a ir a ver a Jesús.
Pero esta decisión le ha debido costar mucho. Es un hombre prudente, quizás cobarde, no se atreve a arriesgarse, huye del compromiso, teme la ironía y el desprecio del entorno social. La cobardía de Nicodemo ¿no es, con frecuencia, mi cobardía ante Jesús? ¿No temo el encuentro porque tengo miedo de que me lo pida todo, porque rehuyo la entrega y el compromiso, porque es más fácil vivir en la ambigüedad que en el testimonio decidido de conversión?
Nicodemo, porque es un hombre espiritualmente inquieto, que ama la verdad, se decide, por fin, a ir a ver a Jesús; y, porque en el fondo es cobarde, va a verle de noche. En las tinieblas va hacia la luz. Si fue capaz de encontrarla o se quedó con la noche dentro, San Juan no lo aclara en este momento. Cuando entre los sumos sacerdotes y fariseos comienza a urdirse la trama para condenarlo, aunque de una manera tímida, Nicodemo aboga por Jesús. Quizás no llegó a superar nunca su cobardía; no llegó a la audacia que Jesús pide a sus seguidores. Quizás tras el encuentro de aquella noche, vivió siempre atormentado entre el miedo y la decisión del seguimiento. Quizás fue uno de aquellos que eran discípulos «en secreto por miedo de los judíos».
Pero, ciertamente, el encuentro de aquella noche, altera la vida y la persona de Nicodemo. Queda desconcertado y deslumbrado por las palabras del Rabbí que, conociendo lo que hay en el hombre, ha entrado en su corazón, se le ha revelado como el Mesías y le ha pedido, de manera inaudita, nacer de nuevo: un nuevo nacimiento en el Espíritu.
El encuentro comienza con el reconocimiento de Jesús como maestro. Nicodemo ve incluso en El un maestro acreditado por Dios mismo. Reconoce que Jesús viene de Dios y que Dios acompaña su misión y su actividad. Y lo confiesa de una manera generosa y humilde, distanciándose así del grupo de los fariseos y de las autoridades del templo que antes le habían pedido sus credenciales.
Jesús le revela que para ver el Reino de Dios es necesario “nacer de lo alto”, “nacer del agua y del Espíritu”. El Reino de Dios presupone un hombre nuevo. Exige un cambio radical, una ruptura con el hombre viejo, un re-nacimiento. No basta, tal es el caso de Nicodemo, el conocimiento y la observancia de la ley; la ley no da vida nueva. Nicodemo pensaba en Jesús, como un Mesías que interpretaría la ley, aseguraría su observancia, y establecería así el reinado de Dios. Para Jesús, en cambio, la irrupción del Reino de Dios supone una nueva calidad de vida, un nacer de arriba, una conversión radical.
La dificultad de Nicodemo, «¿cómo puede uno nacer siendo ya viejo?», ¿no es también nuestra propia dificultad?¿Es posible cambiar? Humanamente la vida es irreversible; no es posible volver al seno materno, como arguye Nicodemo. Somos hijos de nuestro pasado; dependemos de nuestros genes y de nuestra psique; estamos atados a nuestra propia experiencia humana. Y con frecuencia nos quedamos instalados ahí, mirando complacidos el pasado, con el peligro de quedar convertidos en estatuas de sal. No nos atrevemos a salir y romper con lo que fuimos y somos. Negándonos a cambiar, estamos negando a Dios la posibilidad de intervenir en nuestra vida y nos cerramos a la esperanza de una vida nueva.
Ante las objeciones y preguntas de un asombrado Nicodemo que, aún siendo maestro en Israel, no comprende sus palabras, Jesús termina revelando lo más profundo de su misterio: Dios ha amado tanto al mundo que le ha entregado a su Hijo para que el mundo se salve por El. Y el signo de la salvación y de la nueva vida que el Padre nos da, no es otro que la cruz de Cristo. Del árbol de la muerte brotará la vida; de la cruz vendrá la salvación. Es comprensible el desconcierto y aturdimiento de Nicodemo. Es el primero que se enfrenta con la locura de la cruz. Nicodemo buscaba en Jesús sinceramente a Dios; pero no fue capaz de aceptar sus señas de identidad. ¿No seguimos todavía los hombres pensando en Dios como manifestación del poder, la fuerza y la sabiduría humana?. Cristo levantado en la cruz sigue ofreciendo otras señales: la humillación y el despojo, el dolor, el desgarro y la muerte.
- Oración
Como Nicodemo, he salido de noche para encontrarme con Jesús.
– Le pido perdón por mi ambigüedad, por mis miedos, por mi cobardía para testimoniarle, para comprometerme.
– Le pido que me ayude a nacer de nuevo, a cambiar, a convertirme, a ponerme en su seguimiento de una manera más firme, más fiel, más coherente.
– Le doy gracias porque Él me invita continuamente al encuentro y al seguimiento, porque se me ha revelado y manifestado, me ha hecho contemplar su luz, su cruz y su gloria.
- Contemplación
Rememora la escena evangélica. Llega a la casa de Jesús. Lo saludas; te sientas. Permanece ya en sosiego ante Dios. Detente, agradecido, en contemplar a Jesús que habla contigo, como habló con Nicodemo. Mírale en silencio. Hazle también tú tus preguntas. Pero, sobre todo, escucha su palabra: “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna”. Contempla a Dios Padre que envía a su Hijo y nos lo entrega, acoge gozosamente su amor y deleita tu corazón con el amor de Dios.
Si se realiza en comunidad, puede terminarse la lectio divina compartiendo juntos la oración durante algunos momentos.
- «Llega una mujer de Samaría»
Lectura: Jn 4,1-42
«Cuando Jesús se enteró de que había llegado a oídos de los fariseos que él hacía más discípulos y bautizaba más que Juan, -aunque no era Jesús mismo el que bautizaba sino sus discípulos- abandonó Judea y volvió a Galilea. Tenía que pasar por Samaría. Llega, pues, a una ciudad de Samaría, llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, como venía fatigado del camino, se sentó junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta. Llega una mujer de Samaría a sacar agua. Jesús le dice: «Dame de beber». Pues sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar comida. Le dice la samaritana: «¿Cómo tu, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» (Porque los judíos no se tratan con los samaritanos). Jesús le respondió: «Si conocieras el don de Dios, y quien es el que te dice: Dame de beber, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva». Le dice la mujer: «Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, tienes esa agua viva? ¿Es que tú eres más que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?» Jesús le respondió: «Todo el que beba de esa agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna». Le dice la mujer: «Señor, dame de esa agua para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a sacarla». Dícele Jesús: «Vete, llama a tu marido y vuelve acá». Respondió la mujer: «No tengo marido». Jesús le dice: «Bien has dicho que no tiene marido, porque has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo; en eso has dicho la verdad». Le dice la mujer: «Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es donde se debe adorar». Le dice Jesús: «Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén, adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu y los que adoran deben adorarle en espíritu y verdad». Le dice la mujer: «Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando él venga, nos lo anunciará todo». Jesús le dice: «Yo soy, el que te está hablando». En esto llegaron sus discípulos y quedaron sorprendidos de que hablara con una mujer. Pero nadie le dijo: «¿Qué quieres?» o «¿qué hablas con ella?» La mujer dejando su cántaro corrió a la ciudad y dijo a la gente: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será éste el Cristo?» Salieron de la ciudad e iban donde él. Entretanto, los discípulos le insistían diciendo: “Rabbi, come” Pero él les dijo: “Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis”. Los discípulos se decían unos a otros: “¿Le habrá traído alguien de comer?. Les dice Jesús: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo sus obrar… Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por las palabras de la mujer que atestiguaba: «Me ha dicho todo lo que he hecho». Cuando llegaron don él los samaritanos, le rogaron que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Y fueron muchos más los que creyeron por sus palabras, y decían a la mujer: “Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que este es verdaderamente el Salvador del mundo”.
- Meditación
El texto del evangelio de san Juan relata el encuentro de Jesús con la mujer samaritana. Lo que allí acontece, es, ante todo, un encuentro. Jesús se revela a la samaritana y la conduce a la fe. Y este encuentro con Jesús transforma de tal manera su vida que la mujer pecadora se convierte en anunciadora. Ha sido evangelizada y siente inmediatamente la urgencia de trasmitir lo que ha visto y oído. La misión no es para ella un compromiso, una tarea, un mandato; es una necesidad interior que brota del encuentro. A través de un proceso dialogal, se ha dejado encontrar y seducir por el Dios de Jesús y ha quedado transformada. Evangelizada, llega a ser evangelizadora.
Entre judíos y samaritanos existía una antigua y profunda enemistad que había desembocado en un cisma religioso: los samaritanos construyen un templo en el monte Garizim, estableciendo un culto alternativo al de Jerusalén; y de los libros del Antiguo Testamento, sólo reconocían la Torah, los cinco libros escritos por Moisés. El solo nombre samaritano era para los judíos una injuria; tal era el desprecio que sentían. Por ello, cuando Jesús se introduce en Samaría, llega a un lugar muy poco propicio para desarrollar su misión. ¿Tememos adentrarnos en territorio hostil y enemigo, en tierra de marginados y descreídos?. La salvación de Jesús tiene que llegar también hoy a todos los samaritanos.
San Juan sitúa el relato de una manera muy precisa: Jesús llega al pueblo de Sicar «cerca del terreno que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el pozo de Jacob» (v. 5). Mientras los discípulos van al pueblo en busca de provisiones, él se sienta al borde del pozo. Es mediodía, «alrededor de la hora sexta». Fatigado y agotado, el Hijo del hombre descansa a la sombra, mientras por el camino llega una mujer. ¿Por qué esa mujer sin nombre viene a sacar agua al pozo de Jacob, alejado del pueblo, en vez de acudir a la fuente más próxima? ¿Por qué elige el mediodía, la hora de más calor? ¿Evitaba acaso encontrarse con otras mujeres? No responde el evangelista a estas cuestiones. Lo que le interesa es sólo el encuentro que allí tiene lugar.
Es Jesús quien toma la iniciativa en el encuentro. Lo hace de una manera sencilla y natural, pidiéndole: dame de beber. En tiempos de Jesús, la mujer estaba discriminada social y religiosamente. Entre las muchas prohibiciones a las que estaba sometida, está la de no hablar con los hombres ni en público ni en privado. Por eso, cuando llegan los discípulos, se extrañan de que hable con una mujer. En realidad, ella misma es la primera y más sorprendida ante la actitud de aquel judío que le dirige la palabra. Se supone que no debe hacerlo, tanto por ser mujer como por ser samaritana. Pero Jesús no margina ni discrimina; no hace acepción de personas. Sin ningún tipo de prejuicios entabla el diálogo con la mujer sorprendida y admirada. Y bajo el sol del mediodía, ante el brocal del pozo, comienza la evangelización.
Jesús siente sed y pide de beber; en su sed se hace solidario de la sed y de las necesidades de los hombres. La mujer se extraña no sólo ante la actitud del judío que le habla, sino también ante su petición. La petición de Dios sorprende siempre a los hombres.¿De qué puede tener sed Dios? ¿Qué se le va a ocurrir pedirnos? ¿Cómo podemos nosotros responder a sus ansias y a sus deseos infinitos?
En el diálogo con Jesús, la mujer samaritana se sitúa simplemente en el plano humano. No parece captar su sentido simbólico o su alusión a una realidad nueva y superior. No comprende su ofrecimiento en esas palabras misteriosas: «Si conocieras el don de Dios y quien es el que dice: dame de beber, tú le pedirías a él y él te daría a ti agua viva» (v. 10). No comprende el don de Dios porque no sabe quien es el que se encuentra ante ella.
El don de Dios es Jesús mismo, su descubrimiento, el encuentro con él. Él, «pan», «vid», «puerta», «camino», es también «agua viva»; es el manantial mismo del que brota el agua que salta hasta la vida eterna. Por eso, ese hombre sediento que pide de beber, puede ofrecer y dar a la mujer samaritana no sólo lo que ella ha ido a buscar, sino también un agua que sacia todo deseo y toda apetencia humana. Aún desconcertada y sin comprender el sentido profundo de las palabras, la mujer suplica: «Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed ni tenga que venir aquí a sacarla» (v. 15).
Conocer el don de Dios es conocer a Jesús, descubrir su presencia amorosa en el mundo, reconocer su rostro en el rostro del hombre y llegar a sentirlo como hermano. Es encontrar a Cristo y sentir su salvación que colma y supera toda aspiración humana.
El largo diálogo de Jesús con la mujer de Samaría culmina en la revelación de Jesús. Lenta y progresivamente la mujer va descubriendo en él a alguien «más grande que Jacob» (v. 12), a un «profeta» (v. 19), al «mesías» (v. 25), al «salvador del mundo» (v. 42). Pero antes El ha tenido que despertar el anhelo más profundo de la samaritana. Poco a poco, Jesús ayuda a la mujer a caer en la cuenta de los deseos que anidan en su corazón, especialmente, de su sed de absoluto, de su deseo de Dios. Cuando la mujer se siente reconocida, valorada, querida, entonces llega al abandono y a la entrega: «Señor, veo que eres un profeta» (v.19).
La samaritana es seducida por Jesús y por el, conducida a la fe. Él pone su alma al desnudo, denuncia la situación en que vive, señala su llaga («maridos has tenido cinco y el que tiene ahora no es tu marido»), abre su inquietud religiosa, su deseo de Dios, y le señala el camino del encuentro. Le enseña que para llegar a Dios no hace falta acudir a lugares privilegiados, porque el hombre es su templo; y en la interioridad del corazón humano está su sagrario. Los verdaderos creyentes lo adoran en espíritu y en verdad.
El encuentro de Jesús con la samaritana manifiesta el dinamismo y la pedagogía de nuestro encuentro con Dios. Nos impulsa a un cambio de horizonte, de mentalidad, de ideales: de sentir la necesidad material del agua a sentir la necesidad del don de Dios. Nos exige un cambio de vida: de vivir con maridos y amantes, a entregarnos a su sólo señor; de pasar del adulterio, la prostitución, la infidelidad, al amor y a la entrega. Nos compromete a una relación íntima con Dios «en espíritu y en verdad». Y, especialmente, nos lleva al servicio y a la misión.
El encuentro con Jesús, la experiencia vivida, hace a la mujer samaritana, misionera. Casi automáticamente, algo más fuerte que ella misma la impulsa, desde dentro, a correr a la ciudad para comunicar y compartir lo que ha visto y oído. Lo mismo que los discípulos ante la llamada de Jesús dejan inmediatamente las redes para seguirle, la samaritana se olvida también de su cántaro. Dios puede convertir prostitutas en evangelizadoras. Basta que Dios se aproxime, se haga el encontradizo y que le dejemos entrar en nuestra vida y en nuestro corazón, que le dejemos saciar nuestra sed, para que El pueda convertirnos en testigos.
Cuando la mujer samaritana corre a la ciudad, no tenía aún mucho que compartir; simplemente la experiencia fascinante del encuentro. Había encontrado a Jesús como don de Dios y no podía menos de anunciarlo. Pero tendrá que recorrer todavía un largo camino: el camino de la reconciliación y la fraternidad, de la liberación y el amor, de la convivencia con el Maestro y del testimonio del Reino, de la misión y del compromiso, el camino del seguimiento de Jesús.
- Oración
Voy hacia Jesús que sale también a mi encuentro y me espera en el brocal de mi propia vida.
– Le pido que me ayude a entrar dentro de mí mismo para descubrir mi propia insatisfacción, mi propio pecado.
– Siento cómo el encuentro con Jesús me libera y le pido el agua de la vida, el agua que sacia toda sed.
– Le doy gracias por su gracia y le pido que me ayude a ser testigo de su amor y de su liberación.
- Contemplación
Reproduce y revive en tu mente y en tu corazón la escena evangélica. Estás llegando al pozo del agua viva. Ahí te espera Jesús, fatigado y sediento, y te pide a ti que le des de beber. Vive el encuentro. Entabla con Él un diálogo íntimo, escucha su petición y su oferta, y siente cómo Él te revela tu propio interior y su verdadera identidad, cómo te manifiesta su amor y te envía a su misma misión.
Para finalizar, si la lectio divina se hace comunitariamente, se puede terminar compartiendo durante algún tiempo la oración de manera sencilla y espontánea.
- «Al pasar vio a un ciego de nacimiento«
- Lectura: Jn 9,1-41.
«Vio, al pasar, a un ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: «Rabbi, ¿quién pecó él o sus padres, para que haya nacido ciego?» Respondió Jesús: «Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios. Tengo que trabajar en las obras del que me ha enviado mientras es de día; llega la noche cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo soy luz del mundo». Dicho esto, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, y puso el barro sobre los ojos del ciego y le dijo: «Vete, lávate en la piscina de Siloé» (que quiere decir Enviado). El fue, se lavó y volvió ya viendo. Los vecinos y los que solían verle antes, pues era mendigo, decían: «¿No es éste que se sentaba para mendigar? Es él», decían unos. «No, decían otros, sino que es uno que se le parece». Pero él decía: «Soy el mismo». Le dijeron entonces: «¿Cómo, pues, se te han abierto los ojos?» El respondió: «Ese hombre que se llama Jesús, hizo barro, me untó los ojos y me dijo: Vete a Siloé y lávate. Yo fui, me lavé y ví». Ellos le dijeron: «¿Dónde está ése?» El respondió: «No lo sé». Llevan al que antes era ciego donde los fariseos. Era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Los fariseos a su vez le preguntaron cómo había recobrado la vista. El les dijo: «Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo». Algunos fariseos decían «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado». «Pero ¿cómo puede un pecador, -replicaban otros- realizar semejantes señales? Y no se ponían de acuerdo. Entonces le dicen otra vez al ciego: «¿Y qué dices tú de él, ya que te ha abierto los ojos?» El respondió: «Que es un profeta». No creyeron los judíos que aquel hombre hubiera sido ciego y hubiera llegado a ver, hasta que llamaron a sus padres y le preguntaron: “Es este vuestro hijo, el que decía que nació ciego? ¿Cómo pues ve ahora? Sus padres respondieron: “Sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego. Pero cómo ve ahora, no lo sabemos; ni quien le ha abierto los ojos. Edad tiene; puede dar cuenta de sí mismo”… Le llamaron los judíos por segunda vez y le dijeron: «Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador». «Si es un pecador, les respondió, no lo sé. Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo»… Le llenaron de injurias y le dijeron: «Tú eres discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios; pero ése no sabemos de dónde es». El hombre les respondió: «Eso es lo extraño: que vosotros no sepáis de dónde es y que me haya abierto a mí los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; más si uno es religioso y cumple su voluntad, a ése lo escucha. Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada». Ellos le respondieron: «Has nacido todo en pecado ¿y nos vas a dar lecciones? Y le expulsaron. Jesús se enteró de que le habían echado fuera y, encontrándose con él, le dijo: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?» El respondió: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él? Jesús le dijo: «Le has visto; el que está hablando contigo, ése es». El entonces dijo: «Creo, Señor». Y se postró ante él. Y dijo Jesús: «He venido a este mundo para un juicio: para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos». Algunos fariseos que estaban con él lo oyeron y le dijeron: «¿Es que también nosotros somos ciegos?» Jesús les respondió: «Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero, como decís: Vemos, vuestro pecado permanece».
- Meditación
A la entrada del templo, un ciego pide limosna. Todos lo conocen; cada día acude antes de la hora de la oración y se sienta a la puerta para mendigar. Casualmente pasa Jesús. Y se produce, así, fortuitamente, el encuentro entre la luz y las tinieblas. El encuentro con Jesús es liberación y salvación. Abre los ojos al ciego, la inteligencia a la fe, la vida a la experiencia de Dios. Y compromete al hombre liberado de las tinieblas a ser luz, y al salvado, a ser salvador. Todo el que reconoce su ceguera y está dispuesto a reconocer la acción de Dios, puede ser curado. Quien, en cambio, se obstina en la oscuridad y se cierra a la verdad de Dios, permanecerá definitivamente en la ceguera.
Jesús, al pasar, se fija en el mendigo que pide limosna a la entrada del templo. Lo ve y comprende enseguida su situación: es un ciego que necesita ver. Su primera actitud es la comprensión, la cercanía y la misericordia. Los discípulos, en cambio, tienden inmediatamente al juicio y a la condena. Siguiendo la mentalidad imperante, sólo se les ocurre preguntar: «Rabbi, ¿quién pecó él o sus padres, para que haya nacido ciego?».
Para los judíos, la enfermedad y la desgracia eran consecuencia del pecado. Por eso, un leproso, un epiléptico, un ciego, no era simplemente un enfermo; era también un pecador. Es lo que los fariseos echarán en cara a este ciego de nacimiento: eres pecado desde que naciste. Esta parece ser también la convicción de los mismos discípulos; sin conocerle, le condenan. ¿No es ésta también muchas veces nuestra propia actitud? Alejándonos de Jesús, juzgamos a los hombres por el exterior, las apariencias, la superficie. No somos capaces de llegar al corazón.
Sin embargo, Jesús niega toda relación entre culpa y enfermedad. Para Jesús, la ceguera no es un castigo; y enseguida va a demostrar que Dios no sólo no es indiferente ante el mal, sino que quiere y ayuda al hombre a salir de su miseria. La ceguera constituye la ocasión para que en él se manifieste la acción de Dios. Más que en relación a la culpa, Jesús sitúa la ceguera de este hombre, en relación a su misión. Ve inmediatamente en él, un hombre a quien hay que devolver la dignidad y conducirle a la fe. Para Jesús, hay ceguera porque tiene que haber luz; hay pecado porque tiene que llegar la salvación. Sobre el pecado y las tinieblas ha de manifestarse la acción de Dios. ¿Cuándo vamos a ser capaces de comprender la situación íntima de pobreza y necesidad de los hombres? ¿Cuándo nos vamos a acercar a ellos con las actitudes evangélicas de Jesús? ¿Cuándo vamos a entender que Dios no juzga ni condena, que sólo quiere que el pecador se convierta y viva? ¿Cuándo vamos a proclamar que la acción de Dios es siempre liberación y salvación?
Curar, liberar, salvar, he aquí los signos del Reino y la clave de la misión de Jesús. No es extraño que Jesús apenas ve al ciego, lo hace objeto de su amor y destinatario de su misión. No necesita decir nada; ni siquiera pedir su curación. Sin que el ciego se lo pida, Jesús comienza su obra. Sin embargo, Jesús no suprime la libertad del ciego. Dios actúa, pero deja la decisión en las manos de la persona. Si quiere ver, tendrá que ir a lavarse a la piscina de Siloé. Él mismo tiene que aceptar la luz y decidirse libremente por ella. En definitiva ha visto la luz, porque Dios ha actuado en él; pero no lo ha hecho sin él. Junto a la acción de Dios está su fe y su obediencia.
Cristo no quiere que los hombres caminemos a ciegas. Basta que, como el ciego de nacimiento, nos dejemos encontrar con su mirada y con su amor para que, iluminándonos su luz, quedemos libres de las tinieblas y nos convirtamos en hombres de la luz. Abriendo Jesús nuestros ojos, podemos nosotros irradiar también la luz de Dios, podemos continuar su misión. Él nos asocia a su tarea liberadora y salvadora enviándonos al mundo para luchar contra toda clase de cegueras.
La curación va a complicar enseguida la vida del ciego pordiosero. Sus vecinos quedan perplejos; los fariseos le acosan; sus mismos padres no quieren comprometerse ni meterse en líos. Siempre el encuentro con Jesús altera nuestra vida. Él, iluminando nuestros ojos y cambiando nuestro corazón, nos hace hombres nuevos, nos implica y complica en el anuncio y testimonio del Reino. Si recibimos su luz, no somos ya los mismos; es nuevo nuestro corazón y nuestro espíritu. Ya no seremos capaces de seguir viviendo para nosotros mismos, sino que toda nuestra vida estará centrada en Cristo y viviremos para quien nos encontró y, seduciéndonos, nos envía a ser portadores de su amor y testigos de su liberación. El mendigo que antes dependía de la limosna, al darle Jesús la vista se transforma en una persona controvertida. Unos no le reconocen; otros dudan, piensan que simplemente es alguien que se le parece. Pero es acosado, sobre todo, por los fariseos. Los fariseos no se fijan en la acción misma realizada en el ciego. Para ellos, lo único importante es que se ha realizado en sábado. Toda su religión y su relación con Dios se concentra en la observancia de la ley. Por eso, alguien que no guarda el sábado, que no cumple la ley, no puede venir de Dios. Y si no viene de Dios y es un pecador, no puede tampoco realizar las señales de Dios. No se ha producido, pues, ningún prodigio. Ante ellos no hay un hombre que antes era ciego y ahora ve; ante ellos está sólo un impostor y un mentiroso, uno que «ha nacido todo en pecado». Así es su lógica. Podían haber argumentado: hace milagros, luego es un profeta. En cambio discurren: cura en sábado, luego es un pecador. Cegados por los prejuicios, atrincherados en la ley, amparados en la ideología, deforman la realidad y niegan la evidencia. La luz ha llegado a su casa; pero ellos no la reciben.
¿A dónde nos llevan nuestros prejuicios? ¿Qué nos está impidiendo llegar sencilla y humildemente a los más pobres, a abrir nuestra vida a sus necesidades, a compartir fraternalmente lo que somos y tenemos? ¿Qué nos obstaculiza contemplar y aceptar la acción de Dios? ¿Es realmente nuestra observancia cumplimiento de su voluntad y de su plan de salvación?
Lo más importante de este encuentro de Jesús con el ciego es que termina con un acto de fe. Jesús se le revela. Desde el momento de la curación reconoce en Él a un profeta. En el interrogatorio al que es sometido por los fariseos, lo ve incluso como un hombre favorecido por Dios con el poder de hacer milagros. Pero para llegar a reconocerlo como el Hijo del hombre es necesario que Jesús mismo se lo revele. Lo hace, manifestándose como luz del mundo, como liberador y salvador. Es el Hijo del hombre que ha venido a buscar, sanar y salvar al que estaba perdido. Ante la revelación, quien ha sido liberado de las tinieblas, aquel a quien Jesús ha abierto los ojos, no pone ningún obstáculo, está totalmente disponible al don de Dios. Al instante responde: «Creo, Señor» (Jn 9,38).
- Oración
Jesús pasa a mi lado, llega a mi vida:
– Reconociendo mi ceguera, le pido que me cure de ella, de mi obstinación, de mis ataduras, de todo cuanto me ata y esclaviza.
– Le doy gracias por el milagro de la liberación: él me da la luz y la vida de la gracia.
– Agradecido, le pido que me ayude a ser testigo de cuanto ha obrado en mí, a proclamar su amor y su misericordia.
- Contemplación
Estás sentado, ciego, al borde del camino. Llega Jesús. Él sí te ha visto y se detiene ante ti. Te mira con amor y abre tus ojos a la luz. Contempla tú ahora el resplandor de su rostro y contempla, agradecido, cuanto te rodea. Mira también a cuantos se te acercan y apenas te reconocen. Explícales lo que en ti ha hecho Jesús, proclama las maravillas de su acción y de su misericordia. Y, sobre todo, agradece el don de la fe y confiesa agradecido: “creo, Señor”.
- «Subió al monte a orar«
- Lectura: Lc 9,28-36
«Unos ocho días después de estas palabras, tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante, y he aquí que conversaban con él dos varones, que eran Moisés y Elías; los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén. Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño, pero permanecían despiertos, y vieron su gloria y a los dos varones que estaban con él. Y al separarse ellos de él, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, es bueno estarnos aquí; vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías», sin saber lo que decía. Estaba diciendo estas cosas cuando vino una nube y los cubrió con su sombra, y al entrar en la nube, se llenaron de temor. Se oyó una voz desde la nube que decía: «Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle». Y cuando la voz hubo sonado, se encontró Jesús solo. Ellos callaron, y, por aquellos días no dijeron a nadie nada de lo que habían visto».
- Meditación
Los tres sinópticos narran el acontecimiento de la transfiguración. Especialmente en el texto de Lucas, el relato de esta epifanía de Jesús está en relación íntima con su bautismo. Jesús inaugura su ministerio en Galilea con la intervención del Espíritu y la proclamación desde lo alto: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Lc 3,22). Ahora, antes de iniciar la subida a Jerusalén para cumplir su destino, se repite de nuevo la misma manifestación: «Este es mi Hijo, mi Elegido, escuchadle» (Lc 9,35).
La manifestación tiene lugar en la montaña, según la tradición en el Tabor, un pequeño monte cercano a Nazaret. Sus destinatarios son los tres apóstoles que normalmente representan a los demás: Pedro, Santiago y Juan; los tres que han sido testigos de la resurrección de la hija de Jairo, los mismos que van a acompañarle en la oración de Getsemaní. Jesús los llama. Quiere, encontrándose a solas con ellos, manifestarles su gloria.
La transfiguración es el encuentro de oración de Jesús con sus más íntimos. Dejando sus tareas y actividades, suben al monte a orar. Y en el monte contemplan en toda su intensidad, el misterio y la revelación de Jesús como Hijo de Dios. Esta epifanía los fascina y transforma de tal manera que estos hombres intrépidos, activos, dinámicos, quieren permanecer allí indefinidamente contemplando a Jesús. Quieren retener la presencia de Dios y el gozo que su contemplación ha producido. Quieren que esto no acabe nunca. Quieren que Dios plante indefinidamente su tienda entre los hombres y entre ellos more.
Sintiendo la presencia de Dios y deseando vivamente que permanezca, escuchan su voz que revela y declara: «Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle» (Lc 9,35). Todas las dudas de los discípulos quedan despejadas. Realmente la divinidad que contemplan en Jesús es la divinidad del Hijo elegido y proclamado. En Él se cumple lo que Isaías había profetizado sobre el siervo de Yahvé: «He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él: dictará ley a las naciones» (Is 42,1).
Pero la epifanía dura poco. Muy pronto vuelve la realidad y de nuevo encuentran a Jesús solo. Sin embargo, esta experiencia permanecerá para siempre en la memoria de aquellos apóstoles; siempre se acordarán del sol de aquel rostro. Juan no duda en confesar más tarde: «lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos… os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros» (1 Jn 1,1-3). Y Pedro mantiene tan vivo el recuerdo que, aún después de la pasión y resurrección, escribe: «Os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad. Porque recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la sublime Gloria le dirigió esta voz: Este es mi Hijo muy amado en quien me complazco. Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, estando con él en el monte santo» (2 P 1,16-18).
- Oración
Hemos subido con Jesús al monte. Él se nos va a manifestar. Comencemos poniéndonos en oración, experimentando el gozo de “estar con Él”.
– Oramos siempre con Jesús; Él nos acompaña en la oración. Sintiéndole a nuestro lado le pedimos que nos enseñe a rezar: ¡Señor, enséñanos a orar!
– Permanezcamos despiertos, venzamos la distracción, la rutina, el cansancio y entablemos nuestro diálogo con el Amigo que quiere manifestarse en nuestra vida cotidiana.
– Agradezcamos la presencia del Señor, que ha establecido su tienda en medio de nosotros.
- Contemplación
Fijemos nuestros ojos en el rostro de Jesús, transfigurado, resucitado. Contemplándole, podemos decir sencillamente como los tres discípulos en el Tabor: ¡qué bien se está aquí! Siempre se está bien con Jesús. Dejemos que se nos ensanche el alma y el corazón se nos llene de amor.
Escuchemos también las palabras del Padre: «Este es mi Hijo, mi Elegido, escuchadle». Y en la contemplación confesemos y proclamemos: «Tú eres mi único Señor; a ti consagro mi vida».
El mismo Jesús contemplado es el que nos envía a la misión, a bajar del monte y anunciar lo que hemos visto. Para terminar la oración, se puede compartir la experiencia vivida y pedir la fuerza del Señor para ser testigos de su evangelio.
«Sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra»
- Lectura: Lc 10,38-42
«Yendo de camino, entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, le recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Acercándose, pues, dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude». Le respondió el Señor: «Marta, Marta, te afanas y preocupas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada».
- Meditación
Jesús sube a Jerusalén. Y en el camino, presenta la vocación apostólica a muchos que le salen al encuentro, designa a nuevos discípulos y los envía delante de Él, instruye a los suyos. Y, ya cerca de la ciudad, entra en la pequeña aldea de Betania. Allí tiene grandes amigos. Lo que no había encontrado en el pequeño pueblo de Samaría, lo encuentra ahora en casa de Marta: alojamiento, acogida y afecto. Jesús se hospeda en su casa y allí, en la sencillez y calor del hogar, tiene lugar un encuentro de calidad única: el encuentro de Jesús con María, que, sentada a sus pies, escucha su palabra.
Siempre es posible encontrarse con Jesús. Pablo lo encuentra en el camino de Damasco, y el encuentro cambia toda su existencia; Teresa de Jesús y Juan de la Cruz quedan traspasados en la contemplación del Señor, como les había sucedido a los discípulos en el Tabor; María se embelesa y anonada, mirándole y escuchándole mientras el mundo gira a su alrededor. ¿No cabe también en nuestra vida de hombres y mujeres «normales», que trabajan y descansan, que piensan y sueñan, que sufren y gozan, un encuentro y una experiencia de Dios como la de ellos? ¿No podemos permanecer también nosotros a sus pies en nuestra pequeña Betania, prendido nuestro corazón de su palabra y de su mirada?
Aún habiendo vivido durante muchos años bajo el mismo techo y de haber crecido en el mismo clima familiar, las dos hermanas que acogen a Jesús en su casa son muy distintas. Él las conoce y comprende bien. Marta, después de los saludos de bienvenida, se pone enseguida a trabajar en la casa para preparar una acogida digna a su huésped. Muy pronto se encuentra atareada en múltiples quehaceres, preocupada por el servicio a la mesa. Honra a Jesús con un amor que manifiesta en el servicio sencillo y humilde. Le sirve en su actividad y en sus ocupaciones. En cambio, María se sienta junto a Él y se dedica sólo a contemplarle, a sorber sus palabras. No se preocupa de la casa ni de la comida; clavada ante Jesús, no se percata del ir y venir de su hermana, de su ajetreo y de su trajinar. Honra y sirve a Jesús escuchando su palabra.
Como tantas veces comentaron los Padres de la Iglesia, Betania nos enseña que se sirve a Dios con la vida activa y la vida contemplativa, con las obras y con la oración. Lo importante en la vida cristiana es, quizás, aprender a mantener la armonía entre estas dos dimensiones fundamentales: el servicio y la oración, el compromiso activo y la contemplación, la misión y la consagración.
Pero llega un momento en que Marta no comprende la actitud de su hermana y, en vez de dirigirse a ella, increpa a Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude». A Marta le importa más la diaconía que la adoración. No comprende que Jesús es y quiere ser, más que el que recibe, el que da. No aprecia el valor de estar junto a Jesús que se da y se entrega, sin buscar ni siquiera el servicio de la hospitalidad.
- Oración
– Jesús llega a mi casa. Me preparo para acogerlo, servirlo y adorarlo. Y le pido especialmente: que me enseñe a estar junto a Él, como María, a escucharle, a adorarle.
– Le pido también llegar a experimentar el don de la contemplación; llegar a ser después capaz de servirlo en los hermanos con la misma veneración y adoración.
– Le pido que me ayude a ser contemplativo en la acción, en el servicio humilde, en la actividad apostólica.
- Contemplación
Como María, nos sentamos a los pies del Señor. Y sentimos el gozo de mirarlo y escucharlo. No le decimos nada. Simplemente le miramos y nos dejamos mirar por Él. Y empezamos a escucharle en el silencio, en el sosiego, en la paz.
Estando a solas con Él, sentimos que hemos escogido la mejor parte, que lo importante no somos nosotros, ni nuestras cosas, ni la disposición y preparación de nuestra casa, ni los detalles y preparativos para acogerle. Lo importante es Él. Dejamos que su gracia y su don nos muevan a la invocación y la adoración.
Sobre todo, nos dejamos mirar por Dios, nos dejamos envolver por su gracia y su amor, para sentir, como san Juan de la Cruz:
«Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
Para concluir la oración, especialmente si la lectio se realiza en comunidad, damos gracias a Dios por este encuentro y compartimos con los hermanos lo que hemos vivido y experimentado.