Pablo, evangelizador y evangelio

1 diciembre 2007

El apóstol, modelo de evangelización y contenido del evangelio

Juan José Bartolomé es teólogo biblista. Actualmente trabaja en la Curia General Salesiana (Roma).
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El artículo parte de la convicción de que hoy la cuestión esencial de la evangelización está en los evangelizadores, y propone a Pablo como estímulo e inspiración, a quien la misma comunidad cristiana presenta como modelo y medida del apóstol. Señala los aspectos más significativos de la misión paulina (envío a los paganos, urbana, familiar, en colaboración, creadora de comunidad); analiza su correspondencia como medio y parte de su misión y, desde 1 Cor, precisa algunas de las opciones estratégicas de su actuación evangelizadora, subrayando especialmente la presentación que hace el mismo Pablo de su propia vida como argumento de evangelización y ejemplo vivo del evangelio que predica.
 
En tiempos de nueva evangelización, como los que corren, andamos no muy sobrados de modelos en los que inspirar una renovada actuación misionera y, quizá, algo escasos de motivos que nos devuelvan a la tarea y la ilusión por ella. Hoy se habla mucho de cómo ha de hacerse la evangelización, y poco sobre cuantos la han de llevar a cabo; parecería que los problemas se concentran en “el ardor, el método, las expresiones” de la nueva evangelización, cuando, en realidad, la cuestión crucial sigue estando en si los evangelizadores están ya, suficientemente, evangelizados.
Hacer memoria de Pablo apóstol puede ser camino de recuperación apostólica. Con toda intención se opta aquí por recordar dos elementos esenciales de la evangelización paulina, que de ser tenidos en cuenta hoy, devolverían a la nueva evangelización el entusiasmo y la eficacia de los inicios. Primero, la misión paulina fue, básicamente,urbana; sus destinatarios, habitantes de populosas ciudades, y sus primeros ‘templos’, casas particulares; ello confirió a la evangelización paulina un tono de universalismo cosmopolita y, al mismo tiempo, un gran sentido de familia. Segundo, la paulina fue una evangelización que estuvo en manos de testigos. Y una evangelización testimonial obliga al evangelizador a convertirse en realización viva de cuanto anuncia, teniendo la audacia de presentarse como modelo evidente del evangelio que predica.
 

  1. Pablo, modelo de evangelizador

 
La elección de Pablo como estímulo e inspiración de evangelizadores está más que justificada. La comunidad cristiana, que ha contado siempre con un evangelio que proclamar, Jesucristo y éste crucificado (1 Cor 2,2), ha considerado al evangelizador Pablo como el apóstol por antonomasia.
La primera ‘canonización’ del apóstol es obra del autor de Hechos. Pero fue decisión eclesial la aceptación canónica de ese libro, como lo había sido, con anterioridad, la preservación de la correspondencia paulina y su consideración normativa para la vida cristiana. Es, pues, la misma comunidad cristiana quien ha presentado a Pablo como su mejor evangelizador, modelo y medida de apóstoles. Y ello, a sabiendas de que el apóstol de Cristo no había sido discípulo de Jesús – ni elegido por él ni por él educado – mientras predicaba el reino de Dios. Pablo, quien pudo no haber conocido personalmente a Jesús de Nazaret (2 Cor 5,16), ha sido, sin duda alguna, quien mejor lo da a conocer.
Aquí reside la perenne actualidad del apóstol: si quien no fue evangelizado por Jesús, pudo ser su mejor evangelizador, quienes no han llegado aún a ser buenos discípulos no deberían desesperar de acabar un día como excelentes testigos.
 
1.1 La misión paulina
 
Pablo no fue el iniciador de la misión cristiana al mundo gentil ni creó sus presupuestos. Apenas convertido, eso sí, se insertó en una comuni­dad misionera y, como su delegado, asumió la tarea evangelizadora (Hch 13,1-3). Pero, abandonando muy pronto el terreno que él no había sembrado (Rom 15,20), buscó predicar sin más fronteras que las que le imponían los límites del mundo (Rom 15,24.28). Intentaba así pagar la deuda contraída con Cristo, quien le había enviado a predicar el evangelio (1 Cor 1,17) a los paganos (Gal 1,15-16; Rom 1,14; 15,15-16).
 

  • Enviado a los paganos

La conciencia de ser apóstol de los gentiles motivó su incansable misionar “llenándolo todo con el evangelio de Cristo”  (Rom 15,19). Vivía su vocación como un acontecimiento definitivo, que le hizo com­prender su vida y su misión de un modo radicalmente novedoso, convencido de que el ‘día del Señor’ era inminente (Flp 2,14-16; 1 Cor 4,3-5): el evangelio debía ser predicado con urgencia a los paganos, pues “la noche está avanzada y el día ya se echa encima” (Rom 13,12). De ahí que no aceptara límites para su misión ni fronteras, geográficas, culturales o sociales, para su evangelio (Gal 3,25-28).
A lo único que se siente vincula­do, sin remedio y sin solución, es a Cristo (2 Cor 11,23), al evangelio (1 Cor 1,17; Gal 1,6-9.11-12), de cuyo anuncio no se avergüenza (Rom 1,16) y cuya proclamación es para él quehacer ineludible, pues ¡ay de él si no evangelizara! (1 Cor 9,16). En su evangelización lo que estába en juego no era el éxito de su vida personal sino “el poder de Dios para la salvación de los que creen” (Rom 1,16).
 

  • Constructor de vida en común

Pablo se entendió a sí mismo más como fundador de comunidades que como su acompañante, primer predicador antes que permanente catequista (1 Cor 1,17; 3,6).
Como fundador, Pablo se sabía padre de comunidades (Corinto: 1 Cor 4,15; 2 Cor 6,12; 12,14. Filipos: Flp 2,22. Tesalónica: 1 Tes 2,11) y de creyentes individuales (Onésimo: Flm 10. Timoteo: 1 Cor 4,17; Flp 2,22; 1 Tim 1,2.18; Tito: Tit 1,4). Sentía por los suyos profundo amor (2 Cor 2,4; 6,11-13); su suerte le angustiaba (1 Tes 2,17; 2 Cor 11,28-29); le indignaban sus crisis (Gal 1,6-9; 4,16-20; 2 Cor 1,13-14); le causaba alegría su fidelidad (Flp 4,1). Su oración por ellos era constante, con gozo (Flp 1,4) o preocupación (1 Tes 3,10). Su afecto era tan grande que pudo declararse dispuesto a gastar la vida por quienes sabe no le aman demasiado (2 Cor 12,15).
El amor y la ternura, con todo, no le hacían abdicar de su autoridad (2 Cor 10,6; Flp 2,12; Flm 2), conferida por Cristo para la edificación de sus iglesias (2 Cor 10,8; 13,10).  Supo mantener con sus comu­ni­dades una rela­ción diferenciada y personal. Si no todas las comuni­dades por él fundadas le fueron siempre fieles, ninguna le fue indiferente. Las cartas que nos ha dejado lo demuestran y, al mismo tiempo, prueban el interés del apóstol por seguir informado de sus vicisi­tudes y preocupado por su continua forma­ción. Tener que crear nuevas comunidades, no le liberó de la responsabilidad de seguir acompañando el crecimiento de las ya por él fundadas.
 

  • La urbe, campo de misión y centro misionero

Pablo concentró su esfuerzo evangelizador en unas pocas ciudades, donde no había llegado aún el evangelio (Rom 15,20). Las grandes urbes, situadas a lo largo de las calzadas romanas, eran más fácilmente alcanzables; sólo en ellas podía Pablo hacerse entender siempre en griego. La metrópoli helenística era el lugar donde se podía tomar contacto con la nueva civilización, donde se tropezaba con las novedades, donde podían ofrecerse cambios, “donde estaba el imperio y donde empezaba el futuro” (W. Meeks).
Ahora bien, el influjo que las comunidades recién creadas pudieran tener en su territorio era, en realidad, escaso, dado su exiguo número y la escasa relevancia social de sus miembros; en Corinto, p. e., la comunidad cristiana podría contar con un centenar de miembros, mientras que la metrópoli superaba el medio millón de habitantes. Ello hace más significativa la táctica evangelizadora del apóstol; quiso sembrar el imperio de pequeñas células, estratégicamente situadas y permanentemente ligadas a su persona, a las que encargaba proseguir su misión personal. Las comunidades, recién fundadas, debían hacerse inmediatamente responsables de la evangelización de la entera región: Filipos, de Macedonia (Flp 4,5); Tesalónica, de Macedo­nia y Acaya (1 Tes 1,7-8); Corinto, de Acaya (1 Cor 16,15; 2 Cor 1,1), Éfeso, de Asia Menor (Rom 16,5; 1 Cor 16,19; 2 Cor 1,8).
 

  • Un cristianismo muy ‘doméstico’

En permanente peregrinaje, Pablo tuvo que recu­rrir frecuentemente a la hospitalidad  de los hermanos en casas privadas. Judas en Damasco (Hch 9,11), Lidia en Filipos (Hch 16,14-15.40), Jasón en Tesalónica (Hch 17,5-7), Áquila y Priscila en Éfeso (1 Cor 16,19; Hch 18,18-19; Rom 16,3) lo mismo que Ticio Justo y Cayo en Corinto (Hch 18,2-3.7) fueron algunos de sus huéspedes habitua­les. Es probable que, a veces, recurriera a casas de alquiler (en Éfeso: Hch 19,9-10; en Roma: Hch 28,16.30).
La casa particular le ofreció alojamiento y cobijo y, además, un ambiente adecuado para la propaganda y el culto (Rom 16,5). En la residencia de Áquila y Priscila se reunía la comuni­dad de Éfeso (1 Cor 16,19), algún año más tarde la de Roma (Rom 16,3.5); en la de Filemón, la de Colosas (Flm 1-2); en la de Ninfa, la de Laodicea (Col 4,15). Sin estos lugares de acogida, que por fuerza exigían comunidades reducidas en número (1 Cor 1,14), hubiera sido impensable la misión paulina.
Único lugar de reunión en grandes núcleos urbanos, el ambiente familiar de la casa contribuyó a la familiarización de la vida cristiana, de sus estructuras, de su gobierno, de sus códigos de conducta (Col 3,18-4,1; Ef 5,21-6,9; 1 Pe 2,18-3,7). El vocabulario paulino lo refleja: los cristianos son hermanos (1 Cor 8,11.13; 15,58; Flp 2,25; 3,1; 4,1; Col 4,7; Flm 7), hermanas; el apóstol se ve como padre (1 Tes 2,11; 1 Cor 4,14-15; Flm 10; Flp 2,22), como madre (Gal 4,19; 1 Tes 2,7). Pablo habla de construir la comunidad como si de una casa se tratara (1 Tes 5,11; 1 Cor 10,23; 14,12.26; 2 Cor 10,8;f 13,10; Rom 14,19) y se considera a sí mismo como su administrador (1 Cor 4,1-2) o arquitecto (1 Cor 3,10).
 

  • Una misión en colaboración

Pablo acudió a la ayuda de colaboradores para cuidar de los suyos en su ausencia, dada la imposibilidad de visitarlos más a menudo. Las fuentes conocen casi un centenar de personas que le ayudaron en su misión; sólo al final de su carta a los romanos llega a citar 26 colaboradores suyos (Rom 16,3-16). Y aunque Hechos, de forma indebida, reduzca su papel al de meros compañe­ros de viaje, en realidad algunos fueron auténticos apóstoles, con iniciativa pro­pia, como Bernabé (Hch 11,25-30; 12,24), Apolo, judío de Alejandría (1 Cor 1,12; 3,4-9; 4,6; 16,12; Hch 18,24-28) o el matrimonio de Áquila y Priscila (Hch 18,2-3.18-26; 1 Cor 16,19; Rom 16,3-5).
Otros acompañaron perma­nentemente a Pablo, como Silas (Hch 15,40-18,17; 1 Tes 1,1; 2 Cor 1,19), y llevaron a cabo misiones muy difíci­les: Timoteo será enviado a Tesalónica (1 Tes 3,2), a Corinto (1 Cor 4,17; 16,10) y Filipos (Flp 2,19) a resolver situaciones muy delicadas; Tito, tras el fracaso de Timoteo en Corinto, logrará el éxito (2 Cor 7,6-7), y será mandado de nuevo allí para organizar la colecta (2 Cor 8,6-7).
Tanto Hechos como la correspondencia paulina afirman la presencia activa de mujeres en la misión paulina. Algunas eran conversas, como Lois y Eunice (2 Tim 1,5), Damaris (Hch 17,34) o Lidia (Hch 16,14); otras llegaron a ocupar puestos de responsabilidad en las comunidades locales, como Cloe (1 Cor 1,11) y Ninfa (Col 4,15); unas compartieron con Pablo misión apostólica: Evodia y Síntique (Flp 4,2); otras llegaron, probablemente, a ejercer funciones ministeriales, como Febe, diaconisa en Cencres y protectora del apóstol (Rom 16,1.3; cf. 1 Cor 3,5; 2 Cor 3,6; 6,4) y Junia, ilustre entre los apóstoles y compañera de prisión de Pablo (Rom 16,7); con algunas, la querida Pérside y la madre de Rufo, que la considera como propia (Rom 16,12-13), mantuvo relaciones de afecto.
Pablo supo movilizar alrededor de su proyecto misionero a muchas personas y programar un trabajo articulado y eficaz de propaganda. Sólo así se explica que su actividad evangelizadora, que duró unos veinte años, se haya podido extender tanto y haya conocido éxitos tan dura­deros. Bien sabía Pablo que esos colaboradores no eran suyos, sino de la misión (1 Tes 3,2; 1 Cor 3,5-9; 2 Cor 6,1-4). En su modo de relacionarse y educar perso­nal­mente a sus colabo­radores, a quienes concede libertad total de acción y de iniciativas, mientras espera de ellos que se atengan al evangelio y guarden la unidad con él (1 Cor 1,11-12; 3,10-11) reside la grandeza de Pablo apóstol.
 
1.2      Escritor por necesidad
 
La correspondencia que mantuvo con sus comunidades era el modo eficaz de hacer presente su voz y su autoridad apostólica cuando, ausente (Gal 4,20; 1 Cor 4,19-21; 2 Cor 10,11), no podía visitar la comunidad (1 Tes 2,17-18) ni mandarle un emisario personal (1 Tes 3,1-2; 2 Cor 12,17-18). Sus cartas fueron sólo parte de su misión y, en su opinión, probablemente, no la más importante.
 
Surgi­das como reacción personal a unas cir­cunstancias dadas (cf. 1 Cor 1,14; 7,1; 16,23), teniendo como desti­nata­rios directos un reducido grupo de perso­nas, las cartas de Pablo fueron escritos de ocasión. A excepción de 1 Tes, redactada mientras el apóstol evangelizaba Corinto (Hch 18,5), las demás vieron la luz probablemente durante su larga estancia en Éfeso (Hch 19,1-20,3). No obstante su origen circunstancial, sus cartas constituyen la más preciosa heren­cia: el motivo prin­ci­pal de su influjo perma­nente en la iglesia, el testi­go litera­rio más antiguo y, sin duda, mejor logrado de la novedad del cristia­nismo naciente.
 

  • Primera literatura cristiana

Cuando aparecieron las cartas paulinas, entre los años 50 y 60 d.C., no se conocía todavía el evangelio escrito y, a lo sumo, circulaban por las comunidades colecciones de sen­tencias, resúmenes de milagros y alguna narración de los últimos días de Jesús en Jerusalén. La correspondencia paulina, el testimonio literario más cercano a los hechos pascuales que ha llegado hasta nosotros, refleja las tensiones y los logros, las dificultades y los éxitos de una evangelización ya universal.
Las cartas de Pablo, conservadas por las co­munidades destinatarias, intercambiadas entre comunidades afines y posteriormente coleccionadas para evitar su des­aparición, fueron ocasión y causa de que naciera entre los primeros cristianos la conciencia de que tenían en las manos un «testamento nuevo».
 

  • Dos importantes consecuencias

La primera es la más obvia. Antes de que existiera el NT, existió un apóstol, cuya urgencia por estar en comunicación con sus comunidades provocó el nacimiento de un epistolario. Pablo, seguramente, jamás pensó en que sus cartas valieran más que para lo que fueron escritas: ser leídas por la comunidad destinataria. El hecho es que con su correspondencia nació el NT.
Fue el celo de un apóstol, su voluntad de acompañar el proceso de conversión al evangelio que se desarrollaba dentro de sus comunidades, asumiendo sus problemas e indicando soluciones nuevas, la causa histórica de que el Dios, que ya había roto su silencio resucitando a Jesús de entre los muertos, empezara a dejar constancia por escrito de su plan nuevo de salvación. Bastó, pues, un apóstol que escribía sólo cuando no podía estar presente, que no abandonaba a sus comunidades aunque estuviera ausente de ellas, que se ocupaba de las preocupaciones de sus cristianos, para que Dios dejase escrita su voluntad, renovada, de cercanía: un testamento nuevo. Si el NT lo inició un apóstol que, precisamente por estar lejos de los suyos, quería que lo sintieran cercano y ocupado en sus problemas, sólo apóstoles cercanos a sus comunidades podrán acercar­les el evangelio.
Que Dios quisiera abrir una nueva revelación mediante la correspondencia de un apóstol fue, sin duda, una decisión personal de ese nuevo Dios, que escapa a la intención del apóstol escritor de cartas. Por eso mismo – y ésta es la segunda consecuencia –,  nos descubre un rasgo típico de ese Dios nuevo. El haber elegido Dios la carta como género literario pre­dominante en el NT (20 de los 27 libros del NT lo son), tiene como consecuencia el que ha ya querido hablarnos a través de la vida de las comunidades. Mientras el Dios del AT se reveló, de modo preferente, a través de la historia de su pueblo, el Dios del NT se des­vela en la crónica diaria de sus comunidades creyentes. Ya no es el relato de hazañas pasadas lo que identifica a nuestro Dios, ni será la experiencia de los antepasados el criterio de la nueva experiencia de Dios. Bastará con que se nos cuente la propia vida común, repleta de tensiones y de esfuerzos de fidelidad; bastará con hacer experiencia de la fe y del pecado común, para encontrarse con el Dios del Señor Jesús.
 

  1. Pablo, contenido del evangelio

 
Por fortuna abundan en las cartas paulinas confesiones, arrancadas casi siempre en medio de la polémica, con las que Pablo, legitimando su evangelio y su misión, traiciona el origen y la razón de su apostolado (Gal 1,11-12.15-16; 1 Cor 15,9; Flp 3,6-9). Si ahora nos atenemos a ese pequeño tratado de la existencia apostólica que es 1 Cor 9,1-27, es porque en él expone Pablo, tan breve como certeramente, sus credenciales de apóstol y algunas de las opciones estratégicas que rigieron su actuación evangelizadora.
Que estas reflexiones paulinas estuvieran destinadas a los cristianos de Corinto las hacen, si cabe, más significativas. En  ninguna otra ciudad helenística evangelizada por Pablo su misión encontró tantas resistencias ni suscitó tanto fervor. Los cristianos en Corinto, una minoría dentro de una metrópoli populosa, célebre por sus juegos y sus vicios, salidos de una cultura ajena, cuando no contraria, a la tradición donde había surgido y se había conformado el evangelio, habían aceptado la predicación paulina con tanto entusiasmo como superficialidad.
La lectura de 1 Cor nos permite repasar de cerca los esfuerzos por adaptar un movimiento religioso, surgido en un ambiente agrícola dentro del mundo oriental, a una población urbana de la parte occidental del imperio romano; nos permite, además, recordar las incomprensiones del nuevo evangelio que inevitablemente producía la diversidad cultural en que vivían los nuevos oyentes, y que a menudo llegaban a ser perversiones del único evangelio.
Ello, qué duda cabe, hace más seductora la personalidad de Pablo y menos idílico su trabajo como evangelizador. Los esfuerzos de Pablo por transmitir el evangelio a unos oyentes de diversa fe y cultura, podrían llenar de imaginación y coraje a quienes hoy deben predicar ese evangelio en un mundo en el que está emergiendo una cultura al margen de la fe en Cristo.
 
2.1            Una fe aún no madura
 
La comunidad de Corinto, como cualquier otra surgida dentro del mundo grecorromano, tuvo que afrontar problemas que surgían más de su pasado no creyente que de la nueva fe; recién convertida al cristianismo, no se había desligado aún de las creencias y costumbres de su entorno pagano.
El caso de las carnes inmoladas a los ídolos es más que simple anécdota; nos puede parece obsoleta incluso, pero para los nuevos cristianos la cuestión representaba un grave reto a la pureza de su fe nueva y un grave peligro para una vida común apenas estrenada. Buena parte de la carne que se vendía en los mercados de las grandes ciudades helenísticas o se ofrecía en las festividades públicas procedía de los templos: era carne sacrificada a los dioses. Este origen sagrado ponía a los nuevos cristianos en el dilema de aceptar invitaciones de amigos y familiares, no renunciando a la convivencia con ellos, o declinar una familiaridad que les marginaba socialmente.
Las soluciones que se iban encontrando a un nivel personal, creaban tensiones, escándalo incluso, dentro de la comunidad. El reparo a comer carne sacrificada se alimentaba de un paganismo, diluido pero no superado, en algunos cristianos; otros, más seguros de su fe monoteísta, supieron librarse fácilmente de la repugnancia y dar testimonio concreto de esa libertad frente a los falsos ídolos que la fe en el señorío de Jesús concede a sus fieles. El miedo a ser libres, producto de una fe inmadura, atenazaba unos; en otros, la certeza de no tener más que un Dios les ponía en la tentación de perder a sus hermanos, con tal de mantener una libertad recién inaugurada. La vida de fraternidad estaba siendo cuestionada en Corinto, porque no todos sacaban las mismas consecuencias de una misma confesión de fe.
Pablo reacciona contundentemente, como le es habitual. Elabora en tres momentos una respuesta que formula leyes fundamentales de la existencia cristiana: afirma la absoluta libertad del creyente pero, al mismo tiempo, establece los límites de la libertad cristiana en el hermano que no se puede perder porque por él ha muerto Cristo (1 Cor 8,1-13); reivindica para sí la libertad apostólica y se pone como ejemplo de renuncia a sus derechos (1 Cor 9,1-27); recuerda, apoyándose tanto en la memoria bíblica como en la vida sacramental cristiana, los peligros de una recaída en el paganismo (1 Cor 10,1-11,1).
 
2.2      La vida del evangelizador, evangelio para la comunidad
 
Para motivar la renuncia exigida a quienes vivían su fe con mayor coherencia que Pablo el apóstol se pone como modelo. Su vida apostólica es argumento de su exhortación y medida de la vida de su comunidad; más que con sus palabras, evangeliza su comunidad con su existencia apostólica, en la que se cumple ya cuanto desea de los suyos: él ha sabido sacrificar su libertad y algunos privilegios en beneficio ajeno. Cuanto acaba de imponerles con autoridad, puede proponerlo como por él vivido y, por tanto, como posible para ellos; atreviéndose a convertir su forma de vida apostólica en norma de vida cristiana, se presenta ante su comunidad como evangelizador y evangelio.
 

  • Las credenciales del apóstol de Cristo (1 Cor 9,1-2)

Antes de afirmar la renuncia a sus derechos apostólicos (1 Cor 9,3-14), Pablo se presenta como auténtico apóstol de Cristo (1 Cor 9,1-2). Se sabe libre, por saberse enviado. Y se sabe apóstol, por haber visto al Señor. La conciencia apostólica radica, pues, en la experiencia pascual vivida por Pablo.
El origen de su vocación estuvo en el descubrimiento del Hijo que Dios tuvo a bien concederle (cf. Gal 1,15-16); la meta se consigue cuando el testimonio personal se hace eficaz y visible en una comunidad de creyentes. Apóstol de Cristo es por presentarse ante la comunidad como testigo personal del Resucitado y por presentarse ante Dios con una comunidad concreta como santo y seña de su apostolado.
Ambos títulos, más que privilegios que acaparar son causa de liberación: haber visto al Señor y haber construido comunidad le liberan de sentirse obligado a exigir derechos. Un apóstol que conoce a quiénes se debe no pierde el tiempo pretendiendo ser reconocido; la seguridad de tener un encargo que llevar a término le capacita para pasar por alto el aprecio debido, sintiéndose ya recompensado por cumplir el servicio al que se debe.
Si toparse con el Señor Jesús constituyó a Pablo apóstol de Cristo, la raíz de la misión cristiana está en el encuentro con el Resucitado: quien no tiene experiencia pascual, no tiene el mundo como tarea apostólica. Podrá cuestionarse, pues, una evangelización de la que no surja vida en común; como ha de dudarse de un cristiano, creyente en la resurrección de Jesús, que no se sepa, por ello mismo, su enviado.
 

  • La renuncia apostólica al reconocimiento debido (1 Cor 9,3-14)

Pablo, que es apóstol libre, ha renunciado a vivir a costa de su comunidad. No deben, y bien lo saben sus lectores, mantener a la mujer que, como era habitual en la primera misión cristiana, acompañaba a los predicadores itinerantes. En su caso, tampoco tienen que sostenerle a él (pero Flp 4,10-18). Lo podría exigir, y con mayores méritos que otros, por ser fundador y padre. Si renuncia al salario debido, es por buenas razones: un evangelio de la libertad ha de ser presentado sin recortar libertades; el anuncio de una actuación gratuita de Dios es fehaciente si se realiza gratuitamente.
El evangelio no debe cargarse con otras imposiciones que las que el mismo evangelio comporta. El evangelista no ha de convertirse en óbice o carga para el evangelio al que sirve. Una evangelización liberada de trabas personales hace más gratuito el evangelio de Dios; si no hay que dar satisfacción al portavoz, se puede uno concentrar en cumplir con la Palabra. Quien ha liberado a los suyos del servicio a otros señores no puede soñar en convertirse en señor de ellos; la libertad que consigue el destinatario de la misión apostólica, sea efectiva o afectiva, pecuniaria o sentimental, no puede ser recortada por la necesidad del apóstol. El evangelio de la libertad se hace creíble si crea comunidades libres, también de sus evangelizadores. La renuncia al derecho apostólico hace más gratuita la predicación y más fehaciente el apostolado.
 

  • Un buen motivo para una renuncia ejemplar (1 Cor 9,15-18)

No es, pues, por inadvertencia que Pablo renuncia al salario debido. Quien sirve al evangelio de la gracia ha de hacerlo gratuitamente; en ello reside su autoridad personal. Ser apóstol es ya su salario; su gloria está en poder presentarse como enviado de Dios; cuando lo consigue, se sabe ya bien pagado. El poder del apóstol, aquél que se ejercita como renuncia a ser sustentado por la propia comunidad, nace y se apoya en la conciencia apostólica: si predicar no es electivo para el evangelizador, ha de resultar gratuito ser evangelizado.
Y es que Pablo se sabe obligado, irremisiblemente, a la proclamación del evangelio. No hace lo que quisiera sino aquello para lo que ha sido querido: el evangelio es su tarea y su quehacer, su encargo y su destino. Vive bajo el peso de su llamada como un mandado; cuanto haga no merece paga ni recompensa, pues será obediencia debida. Aceptarser siervo de Cristo le hace servidor de los cristianos; y por serlo, es liberador y creíble como apóstol.
 

  • El objetivo de la libertad apostólica (1 Cor 9,19-23)

La renuncia a los derechos que nacen de la actuación apostólica no es, pues, para Pablo simple estratagema o táctica útil en su esfuerzo proselitista. La libertad apostólica está finalizada en el servicio a sus destinatarios. Es lo que el apóstol explicita a continuación.
El texto es clave, tanto para comprender la actitud personal de Pablo como para hacerse con el concepto de apóstol que tiene. Pues descubre el criterio básico que rige su actuación apostólica: el siervo de Dios se sabe libre de cualquier otra obediencia, pero se quiere servidor de quienes Dios le indicó como destinatarios de su llamada.
Tener que predicar un evangelio que no es propio no significa que el apóstol lo debe imponer a los demás; estar a disposición del mensaje impide ponerlo a su disposición. Pero no poder cambiar el contenido del evangelio no convierte a su predicador en testigo inmutable, persona insensible, frente a sus oyentes. El evangelizador debe a su audiencia el evangelio y su persona, la palabra de Dios y la vida que le presta su voz y el corazón. Eligiéndolo como su enviado, Dios ha convertido al apóstol en dueño de nada, de nadie; le hizo, más bien, siervo de todos y del evangelio.
La libertad apostólica no se realiza como liberación de los destinatarios sino como servicio de amor real que conduce a la identificación. El apóstol se iguala a ellos y, mientras sea enviado de Dios ante ellos y para ellos, abrazará su forma de vivir la vida y sus modos de enjuiciarla. Precio a pagar son la acomodación a las leyes o preferencias que rigen la existencia de sus comunidades, la asunción de trabas de las que el apóstol se sabe libre, la indiferencia ante costumbres que le son familiares, la contemplación de escrúpulos que no le son propios y la aceptación de debilidades que le son ajenas. Testigo de una salvación por encarnación, el evangelizador no la anuncia fehacientemente sin aceptar sincera y radicalmente el mundo de los evangelizados.
Para que esta asimilación de costumbres e ideas no termine por ser pérdida de identidad apostólica, Pablo menciona dos criterios. El primero, y principal, apunta a la causa: el apóstol no tiene más ley, ni norte, que Cristo (1 Cor 9,21); si puede ser como todos es porque está enraizado en uno, si se da a todos es por deberse únicamente a Él. El segundo, y consecuencia, establece el objetivo: el fin de todo ese esfuerzo no está ni en conseguir mayor libertad para el apóstol ni en asegurar una eficacia mejor para su actuación proselitista; solo pretende la salvación de unos cuantos (1 Cor 9,22). La voluntad de servicio es universal, la capacidad de cambio y acomodación no tiene más límites que destinatarios encuentre su evangelización; pero los resultados, al no estar en relación con el esfuerzo necesario, pueden ser escasos. Y el apóstol lo sabe: su trabajo puede ser ímprobo; y lo será, si pretende asemejarse a sus destinatarios; pero ello no garantiza el éxito que solo la intervención de Dios asegura. Pablo sabe que de su apóstol Dios no espera logros sino trabajos.
Que la decisión de ser igual a sus destinatarios no sea opcional para Pablo, se colige de su confesión: todo lo hace por el evangelio, del que espera participar un día (1 Cor 9,23). Al siervo no se le recompensan los trabajos ni se le tiene en cuenta las renuncias; el mandado no se salva por hacer lo que le fue mandado; el apóstol podrá soñar con tener asegurado su encuentro con Cristo cuando esté seguro de haberlo hecho posible a los suyos. La certeza de llegar a poseer a Dios depende de su oficio apostólico: no de los triunfos en él logrados, sí del servicio prestado.
 

  • El atleta Pablo o la evangelización como competición (1 Cor 9,24-27)

Con el símil de la competición, una experiencia muy cercana a la comunidad de Corinto, cuyos juegos atléticos eran proverbiales en el mundo grecorromano, Pablo advierte que no basta con actuar para triunfar, que participar sólo no lleva a verse coronado. La vida cristiana, y por ende la apostólica, no exime del esfuerzo por ser gracia recibida; más bien, lo exige. Quien se encuentra entre los corredores, debe participar en la carrera; comenzarla bien no garantiza llegar a la meta; al atleta, que desea el triunfo, no le duele las renuncias que se lo faciliten; se impone una disciplina que puede llevarle a abstenerse de lo lícito, con tal de conservarse en la lucha; la meta a la que aspira convierte en perecedero a todo lo que no se la posibilite.
 

  1. Libertad apostólica, método de evangelización

 
Poniéndose como ejemplo en su reivindicación de la libertad cristiana como libertad con un solo límite, el hermano más crédulo y menos creyente por quien Cristo murió (1 Cor 8,12), Pablo ha tenido el valor de apelar a su forma de vivir el ministerio apostólico. Al presentar su vida como argumento de evangelización ha conseguido presentarse como ejemplo vivo del evangelio que predica.
La libertad apostólica se ha convertido así en motivo y tema de su evangelización en Corinto, porque el ejercicio legítimo de la libertad cristiana podía poner en peligro la fraternidad entre los creyentes. Por defender una libertad que se mantiene sólo cuando ha de sacrificarse por no sacrificar al hermano, Pablo se ha propuesto como ejemplo de libertad ‘condicionada’.
Aunque el apóstol se sabe enviado de Dios y libre de cualquier señor, sabe también que su libertad está hipotecada hasta que su hermano no consiga igualmente verse libre. La renuncia al ejercicio de la libertad, derecho inalienable que nace de la fe, encuentra una única justificación en el mantenimiento de la fraternidad (libertad del creyente) o en la ganancia para ella de nuevos candidatos (libertad del apóstol). El cristiano libre se hace siervo del escrúpulo de su hermano, con tal de no servirle de escándalo. Y para recordárselo, el apóstol debe vivir tan libre como para poder hermanarse con todos sus destinatarios, privilegiando a los débiles. Un apóstol tan liberado de sí se convierte para su comunidad, más que en simple modelo que repetir, en evangelio que salva.
Si nuestras comunidades hoy, como la de Corinto ayer, dispusieran de evangelizadores que pudieran presentar su libertad apostólica como argumento y paradigma de sus exigencias, serían, sin duda, de nuevo evangelizadas. Si, como Pablo ayer, los apóstoles hoy cifraran su ilusión en ejercitar su libertad haciéndose solidarios con sus destinatarios, no menguaría la capacidad de salvar que tiene el evangelio al que sirven como enviados de Dios.

Juan José Bartolomé

 
 
Juan Pablo II, AAS 75 778.