Paisajes del siglo XX para «recrear» en el XXI

1 julio 1999

El siglo XX es un siglo paradoja, que empieza en 1917 con la revolución Rusa, o en 1914 con el asalto a los imperios, y se nos antoja una caldera hirviendo de risas y lágrimas en la que todavía la humanidad no ha aprendido a regularse. Siglo de crisis y debate, en el que hemos puesto todo en cuestión. Crono de luces y sombras, de sociedades maniqueas y excluyentes; pero también siglo del respeto a la diferencia.
Un siglo poderoso, por un lado, porque el poder experimenta una concentración nunca antes alcanzada: siglo de grandes potencias, continuadoras de imperios, industria militar y ciencia para matar. Por otro, centuria con un asociacionismo ciudadano de notable importancia y dimensión en algunos países avanzados. La defensa de la vida privada, las asociaciones para informar, apoyar o servir de cobertura a los más débiles frente a organismos o instituciones todopoderosas, han florecido junto a grupos que proclaman los derechos de la Tierra. Centuria generosa en descubrimientos científicos y ensayos de la solidaridad. Hombres y mujeres de este siglo construyeron una doctrina desinteresada, abonada con el amor y la verdad de un nuevo universalismo.
 
Los hechos y acontecimientos que componen la crónica del presente se suceden hoy sin que al hombre moderno le sea fácil distinguir entre ellos, los que merecen la calificación de históricos. El colosal desarrollo de los medios y técnicas de comunicación social hace posible que día a día, minuto a minuto, la historia del mundo pase ante nuestros ojos y oídos con una profusión y ritmo inalcanzables e inconcebibles hace sólo unas décadas. Además, esta misma forma de conocer los datos nos llega ya bajo la poderosa influencia del medio que los selecciona, y frecuentemente los manipula, dándoles una forma en la que está omnipresente la propia intención de la fuente.
Estamos ante un mundo de imágenes del que ya no podría prescindir nuestra generación. Cinco de ellas, enmarcadas en sus correspondientes paisajes, vamos a proponer a continuación. El objetivo de estas reflexiones es, en cierto modo, sugerir más que completar. Animar al lector a extraer conclusiones y criterios tanto a favor como en contra de lo que lee, integrar como en el teatro de participación, al espectador en la obra.
 

  1. Desigualdad y «geografía del hambre»

 
Una gran mayoría de la humanidad es pobre. Incluso para la mayor porción de esa mayoría, el concepto de pobreza no pasa de ser un eufemismo bien intencionado. Entre estos que sobreviven en el límite de las condiciones humanas de resistencia, cualquier mínima eventualidad supone la muerte por decenas de miles. Situaciones que las áreas desarrolladas no pasarían de ser una relativa emergencia clínica o una estadística meteorológica, se convierten en catástrofes históricas para pueblos que todavía dependen en absoluto del cielo y la tierra como agarraderos vitales.
 
 
         1.1. «Cultura» de la opulencia
 
A finales del siglo XX, las riquezas y las bendiciones terrestres son disfrutadas en más del 60% por tan sólo el 15% de las personas. Sin temor a exagerar, se puede afirmar que escasamente uno de cada cuatro seres humanos cuenta con las oportunidades adecuadas para proveer su propio progreso y el de su especie.
Vivimos, por tanto, en un mundo poco competente y nada dichoso. Pero que muy a menudo presenta una estampa más favorable que la que corresponde a su auténtica realidad, porque esa porción menor de la humanidad que se malreparte con avaricia lo que a todos corresponde, es también la que suministra y controla la imaginería de la distorsión informativa.
 
Así, las sensaciones dominantes terminan siendo las sensaciones de la radiante minoría. Por eso, aunque la generalidad de los hombres pertenecen de hecho a una cultura de la pobreza, son el discurso y el arte de la satisfacción los que prevalecen en la totalidad de los mensajes educativos, y los que pretenden dar el tono a este mundo nuestro.
Esa cultura de la opulencia primermundista es la que hace posible, a través del dominio desproporcional de los medios, que sus problemas y accidentes parezcan los más relevantes y extendidos del globo. De ese modo las crisis cíclicas, el desempleo, la inflación, el cáncer, el infarto, la muerte en carretera, el sida, la droga, las oscilaciones de la bolsa, o el terrorismo…, y pronto el ocio o la tercera edad, se han convertido en asuntos mundiales, cuando son en realidad dramas que interfieren el plácido desarrollo de una minoría.
 
 
         1.2. «Tercer Mundo»
 
Lo cierto es que a fin del segundo milenio, las dos terceras partes de los humanos tienen su presente o futuro pendiente de más atrasadas, aunque igualmente horrorosas, plagas —como el hambre, el paludismo, la tuberculosis, el cólera…— y toda esa clase de enfermedades derivadas de la malnutrición o la falta de condiciones higiénico-sanitarias. Cientos de millones de personas todavía en el siglo XXI no tendrán la oportunidad de optar a una «cualificada» muerte moderna por exceso de alimento o velocidad, cayendo víctimas de catástrofes o epidemias, que entre esa minoría han sido desarraigadas hace tiempo.
La bipolarización mundial que siguió al final de la Segunda Guerra Mundial llevó a los países pobres a asociarse bajo la presunta bandera de una tercera posición. Pero la neutralidad política acabó siendo imposible, y la denominación de Tercer Mundo quedó como un sinónimo de pobreza desesperante. Acuñada por la sociología francesa, nunca pudo expresar la identidad de los que ni pertenecían al club del capitalismo desarrollado ni a los países de la órbita soviética.
 
La verdad es que la condición humana no tiene demasiadas razones para sentirse orgullosa a las puertas del siglo XXI. Finalizado el último gran enfrentamiento bélico, los poderosos del planeta crearon una Euroamérica abastecida, a la que pronto se uniría Japón satisfecho, y descargaron toda la porquería del sistema por la puerta trasera del hemisferio sur. Cuando en 1955 los líderes políticos del Tercer Mundo se congregaron en Bandung creyeron que tenían una misión conjunta y necesaria: librarse del abrazo del oso de los dos grandes o de cualquier otro, no tan grande.
Estados Unidos, sobre todo, pero también la URSS a su manera, procuraron siempre romper la solidaridad de los marginados en su estrategia Norte-Sur, creando su propias alianzas, tratados bilaterales y zonas de exclusión, a las que incorporaban los Estados más reaccionarios del Tercer Mundo.
Por otra parte, a los dos grandes se les fue de la mano la mayor parte de los graves conflictos que estallaron en zonas calientes de este mundo marginal, como fueron las guerras de las penínsulas asiáticas del Extremo Oriente, el contencioso árabe-israelí, las diferencias entre Irak e Irán o los interminables enfrentamientos africanos.
 
El muestrario capitalista defendía medidas técnico-económicas para poner a este pobre mundo en situación de despliegue industrial. Por su parte, la receta socialista propugnaba una salida global a través de la revolución política, sin la que sería imposible acometer la liquidación de la pobreza.
Ni unos ni otros lo consiguieron. Muy pronto se constataría, por ejemplo, que la afluencia de inversiones generaba una nueva colonización. Las multinacionales encauzaban las economías en su propia beneficio. Al final, el agujero negro del servicio a la deuda engullía los penosos esfuerzos de los pueblos más pobres para alcanzar una vida digna.
 
 

  1. Un siglo de guerras

 
Resulta evidente que el problema universal del siglo es la guerra. Su estallido y alejamiento o la utopía de su superación definitiva. De acuerdo con la propaganda de las grandes potencias, la mejor forma de evitarla consiste en prepararla. La doctrina latina del si vis pacem para bellum se ha erigido en coartada para el desarrollo casi incontrolado de una industria militar desmesurada, o para los proyectos gigantescos de rearme atómico dentro de esta política de disuasión.
Las guerras provocaron la urgencia de grandes cambios, a los que acompañará una positiva toma de conciencia sobre el progreso que la historia nos debe, pero también la sensación de culpa y decepción por la negligencia congénita del ser humano, siempre pendiente de la renovación de esperanzas y certezas.
En fin, la historia del siglo puede muy bien dividirse en dos grandes etapas, la de las guerras mundiales —vigente hasta 1945—, y la de las amenazas de nuevas guerras, en la que los militares, con el Estado, proclamarán la necesidad de prepararse para mutuos ataques. Esta estrategia, inventada en Europa, ha pasado de forma contundente al resto del mundo —los Estados Unidos, los países árabes, las dictaduras africanas o latinas, los despotismos asiáticos…—, convirtiéndose en la parte más gravosa e improductiva de los presupuestos estatales.
 
 
         2.1. Guerra mundial
 
A lo largo de este siglo, dos centenares de conflictos, cada cual más sangriento y devastador que el anterior, han rebasado la capacidad de inhumanidad que los seres humanos guardan unos para con otros. El siglo ha sido definitivamente el de las mayores guerras conocidas.
Representar este gran ciclo bélico resulta bastante fácil puesto que, entre la guerra ruso-japonesa de 1905 y la actual de los Balcanes, hay dos conflictos denominados mundiales que por sí solos comprenden y contienen todo el horror y la muerte que pueda llegar a imaginar la humanidad. Nunca antes la magnitud de ningún enfrentamiento había facilitado ni permitido la denominación de «guerra mundial».
 
Era la primera vez que el mundo asistía a conflictos bélicos que involucraban a países de los cinco continentes. En dos oportunidades, de 1914 a 1918 y de 1939 a 1945, cambió el mapa de los poderes hegemónicos: el precio fueron diez años de guerra abierta y decenas de millones de muertos.
Hasta la Primera Guerra Mundial sólo se registró el corto enfrentamiento ruso-japonés (1904-1905), ocasión para que por primera vez un Estado europeo fuera derrotado por otro asiático y motivo de crisis interna en Rusia, cuyas consecuencias aceleraron la revolución en aquel imperio. La guerra del 14 representó, en cambio, la participación de todos los estados europeos, excepto España, Holanda, Suiza y los países escandinavos. Los europeos fueron además ayudados por diversos aliados exteriores, como EE. UU., Canadá y Australia, fundamentalmente.
 
La Segunda Guerra Mundial, por su parte, superó con creces esta participación. Casi todos los Estados del mundo intervinieron en ella, en distinto grado. Sólo España una vez más, aunque ahora con la excepción del envío de un cuerpo expedicionario contra la URSS, Irlanda, Suecia, Suiza, Portugal y Afganistán, quedaron fuera del conflicto.
También respecto a la mortandad estas dos guerras son las más importantes. Hubo batallas en la primera, como la de Vergún o Somme, que costaron la vida a más de un millón de soldados. En la Segunda Guerra Mundial se barajan cifras de más de 50 millones de muertos. Además, por primera vez en la larga crónica de los enfrentamientos militares, la lista de los muertos y heridos civiles superó a la de los soldados en casi la totalidad de las naciones.
 
 
         2.2. Guerra fría
 
Los efectos devastadores de la segunda gran guerra sirvieron al menos para crear una sensación de horror injustificable, convertir a los políticos a la paz pública y otorgar argumentos a los pacifistas. Todavía insuficiente y minoritaria, esta corriente ha constituido una llamada de atención, un movimiento de vigilancia y denuncia en el que militan muchos jóvenes y no tan jóvenes.
La bomba atómica sirvió para concentrar real y simbólicamente el horror y el miedo. La primera había estallado algunos metros por encima del suelo de Hiroshima, ciudad de unos 200.000 habitantes situada a 680 km. de Tokio y dedicada a la agricultura y el comercio. Eran las ocho y cuarto del 6 de agosto de 1945. Murieron en el acto más de 70.000 personas y otras 40.000 quedaron heridas. Sólo tres días después, una segunda bomba atómica era arrojada sobre Nagasaki.
 
El mundo vivió durante décadas bajo una amenaza de conflicto nuclear que justificó la enloquecida carrera armamentística de las dos superpotencias surgidas del final de la Segunda Guerra Mundial. Desde los primeros años de postguerra, la lucha por la hegemonía política entre los grandes produjo una acelerada degradación de las relaciones internacionales que hasta entonces garantizaban el mantenimiento de la paz y la estabilidad mundiales. Salpicada de enfrentamientos regionales, esta Guerra Fría iría verdaderamente enfriándose a partir de los años ochenta.
Pero no todo ha sido oscuridad. También hemos comprobado el trabajo de otros ciudadanos y grupos, mejor o peor intencionados, que trataban de luchar formalmente contra la opción bélica tan arraigada entre los humanos. Sobre todo en la vieja Europa, el territorio más sangrado por el siglo, florecían organismos pacificadores que durante la segunda mitad de la centuria funcionaban como desviadores de conflictos. Con la excepción trágica de las guerras en la zona de los Balcanes, en este continente se consiguió una zona de exclusión, bajo la presión del recuerdo de las dos mortandades más recientes.
 
 

  1. Muchos mundos en uno

 
Siglo de decadencia de Occidente, como airadamente anunciara Spengler, pero, asimismo, de rabia y triunfo; imposición al cabo de sus formas políticas, económicas, sociales o culturales a todo el planeta. Mas, al fin y a la postre, multiplicación de mundos y naciones, siempre con desigual relieve e importancia.

3.1. El imperio USA

 
El siglo XX es el siglo americano. Hoy resulta relativamente fácil aceptar esta afirmación, pero en 1900, cuando estaban llegando bajo la estatua de la Libertad todos los desarraigados de Europa, nadie hubiera imaginado que aquellos millones de hambrientos, sumados a otros tantos negros africanos, iban a ser capaces en menos de cincuenta años de rebasar al continente madre.
Estados Unidos se ha ido consolidando a lo largo de este siglo como gran potencia, americana primero, occidental después y finalmente mundial. Hoy extiende su influencia en los cinco continentes y, después de la desaparición de la URSS, su presencia, ya sea militar, económica, política, financiera o cultural es tan abrumadora que puede hablarse con cierta garantía de la primera y única potencia verdaderamente mundial de la historia, a cuyo lado palidecen ridículamente todos los imperios de la antigüedad, las colonias ultramarinas y las ambiciones comparativamente reducidas de Napoleón o Hitler.
Después del asalto a Japón y Alemania, el napalm disparado contra el pueblo vietnamita o las más de doscientas intervenciones sangrientas en Latinoamérica, entre 1984 y nuestros días, es decir después del derrumbe soviético, USA ha recuperado su beligerancia intervencionista de forma espectacular con las invasiones de Granada, Panamá, Irak, Somalia, Haití, Kosovo… El control es ahora absoluto y la sociedad de aquel país está persuadida de que los intereses nacionales pueden ser impuestos por la fuerza y a un bajo costo dada la superioridad del aparato militar propio.
 
 

         3.2. El «grupo Europa»

 
De paisaje destruido a nueva tierra de promisión, el espacio de los imperios perdidos empezó a recuperarse cuando los EE.UU. decidieron convertirse en «potencia europea». Había llegado a través del Atlántico para detener el avance nazi, reordenar el capitalismo e instalarse definitivamente. Con un juicio (Nuremberg) y un plan (Marshall), los norteamericanos cerraron los hornos crematorios y abrieron un bazar, el mayor del mundo, para hacer de la tierra de sus antepasados un continente comercial. En este lado de Europa se formalizará un bloque capitalista, una situación militar de excepción y una de las mayores concentraciones de riqueza per capita de la historia.
Los intentos de fortalecer las alianzas entre diversos estados de Europa cristalizaron en 1957 en los Tratados de Roma. Salvando complejos obstáculos, la Europa de los Seis creció hasta los quince miembros actuales. Ahora, con el fin de siglo nacen nuevos retos para la construcción europea.
Europa ha empleado cientos de años en dividirse en estados, soldarlos por dentro, atrincherarse en sus fronteras y autocrearse como una colección de fragmentos, para luego reivindicar rasgos y riesgos comunes. Pura paradoja, esta división siempre ha tenido detractores oportunos e inteligentes.
 
         3.3. Hijos de la revolución
 
Cuando regresaba del exilio para liderar la revuelta de una todavía reducido grupo de hombres que se hacía llamar bolcheviques, seguramente ni siquiera el propio Lenin imaginaba que estaba a punto de convertirse en uno de los grandes protagonistas del la historia del siglo XX. La revolución rusa es la revolución del siglo XX. Inacabada para unos, prematura para otros, fracasada finalmente, su dimensión e influencia le han dado un lugar relevante en el acontecer de nuestra era. Desde 1917, el mundo soviético es toda una antología de ensayos sociales, propuestas universales, gigantismo económico, debate político y, por fin, crisis de un experimento.
Pese a ciertos momentos de esplendor, con sus programas de modernización económica y sus éxitos en la investigación espacial, el fracaso del sistema no tardaría en llegar, y los resultados aún permanecen en nuestra retina.
 
Como todo lo de Oriente en Occidente, la revolución china nunca fue bien contada y se ha resuelto con el nombre del fundador: Mao. El maoísmo, al fin y al cabo una incógnita sin desvelar del todo, morirá con Mao a mediados de los años setenta. Una sabia combinación de nacionalismo y protagonismo campesino le elevaron al poder. Su capacidad para controlar las nuevas situaciones generadas por la misma revolución le aseguró, no sin graves crisis, la continuidad.
La asignatura revolucionaria china se ponía a examen el primero de octubre de 1949, cuando se proclamaba en Pekín el mayor estado comunista de la historia. La revolución daba un salto gigantesco, que luego resultó ser en el vacío. Otra revolución en un medio subdesarrollado, empeñada en contradecir a Marx. Entretanto y durante muchos años, la izquierda del mundo creyó haber encontrado en el campesino el sujeto revolucionario que estaba necesitando el Tercer Mundo.
 
Territorio de gran riqueza natural, la América de habla hispana y portuguesa soporta sobre sus espaldas, sin embargo, una historia de dominación primero y convulsiones políticas más tarde. Conflictos sociales, represión, pobreza, analfabetismo y narcotráfico han azotado esta región a lo largo de gran parte de este siglo. Docenas de golpes militares, de intervenciones norteamericanas, de guerras civiles, de revoluciones internas y de enemigos externos se encuentran entre los mapas aciagos de la historia actual. Jornadas de lucha y miles de muertos, escuadrones nocturnos, torturadores de cuartel y comisaría, sindicalistas perseguidos, luchadores sociales masacrados, campesinos quemados, guerrilleros fusilados, soldados emboscados… son otros tantos efectos de las revueltas contra la miseria, la desigualdad o el hambre, en los que las viejas repúblicas del sur viven todavía.
La pelea sigue con el incansable vigor de los pueblos siempre nuevos, en los que la alternativa de las armas espera a los hijos de los guerrilleros, como única herencia, en el mismo momento de aprender a dar los primeros pasos. Existe una excepción: la pequeña isla de Cuba, justamente, desempeña en la historia del continente americano un protagonismo que sobrepasa en principio al que podía suponérsele, dado su peso específico en la zona.
 

         3.4. Frutos de la descolonización

 
Es posible que una de las consecuencias de efectos más duraderos y estables de la Segunda Guerra Mundial haya sido el movimiento de independencia de los países de Asia y África, que en el periodo anterior habían sido colonias de Europa.
El primer paso en esta causa lo darían las naciones asiáticas, en los años de entreguerras. Japón, cuyo orgullo independentista y nacionalista iba a degenerar en imperiales apetencias, China, India, Indochina o Indonesia, pusieron el pie en esta página de la historia por delante de los pueblos árabes o islamizados. Cada uno por su lado, con el apoyo o rechazo de los grandes, pero formando parte de un gigantesco proyecto de expulsión del poder europeo, culmina hacia 1955 la obra de emancipación. El punto de partida histórico fue la exultante victoria japonesa de 1905 contra Rusia.
 
Quince años después del final de la última guerra mundial, el mapa africano resultaba irreconocible. Al comienzo del periodo sólo existían cuatro Estados independientes —Egipto, Liberia, Etiopía y Sudáfrica— mientras que el resto formaba parte todavía de los grandes imperios europeos. Durante el conflicto, muchos pueblos africanos habían obtenido promesas de libertad a cambio de ayuda. Y los grupos nacionalistas supieron aprovechar la coyuntura promoviendo movimientos favorables a la total emancipación: Inglaterra aplicó su política de descompromiso, que saneó su situación y favoreció la penetración norteamericana, Francia aprendió la dura lección de Argelia, Bélgica pronto se encontró aislada y España o Portugal dejaron sus últimas colonias cuando ya se habían convertido en insostenibles adornos de un anacrónico árbol imperial. Desde los años sesenta, algo más de medio centenar de Estados africanos forman la nueva realidad política continental.
Tras la independencia, sin embargo, no resultará nada fácil recomponer la situación de estos Estados. Enfrentamientos internos, odios tribales, lucha por la riqueza natural, influencia e intereses neocoloniales de las potencias dominantes, etc., han conducido a penosas y cruentas guerras africanas, uno de cuyos ingredientes más común ha sido el nefasto trazado territorial que los colonizadores habían dejado como herencia.
 
 
3.5. Árabes, judíos y un laboratorio de imperios
 
El Islam actual es, entre otras cosas, uno de los productos más desafortunados del colonialismo europeo. Desde 1945, la consolidación de una civilización occidental y el resurgir árabe plantean incesantemente el grave dilema de una renuncia a los principios y fundamentos del Islam o de una defensa agónica frente a las imposiciones culturales, políticas y económicas de Occidente. Los islámicos aparecen divididos en fundamentalistas, reformistas y laicos; una encrucijada con frecuencia resuelta en duros enfrentamientos civiles y militares.
Los fundamentalistas están persuadidos de la posibilidad de avanzar sin necesidad de imitar el modelo occidental, y preservando además los preceptos religiosos y morales del Corán. Los reformistas piensan que ambos procesos puede convivir sin excluirse. Los laicos tampoco renuncian, en el fondo, a todo el impresionante bagaje cultural y religioso de sus pueblos, aunque adopten con ostentación formas occidentales. El Islam sigue siendo una apuesta histórica sin resolver, que avanza o retrocede con excesiva dependencia de los intereses occidentales y con la paradoja de sus riquezas pretolíferas, su realidad social y su vitalidad religiosa.
 
Más desgraciado aún es el proceso que enfrenta a judíos y palestinos. Sus raíces se localizan en los primeros movimientos de inmigración tolerados por los británicos desde 1920 y animados por las organizaciones sionistas, que van asentando lentamente a nuevas generaciones de judíos en espacios habitados por palestinos. La ONU en 1947 acuerda la división territorial, atribuyendo a los palestinos la franja de Gaza, la zona al oeste del Jordán con centro en Jerusalén y una porción al norte fronteriza con el Líbano; los judíos administrarían el resto, la franja mediterránea y los puestos de Jaifa y Jaffa, la mayor parte del Neguev y el norte del Jordán, junto a Siria.
El 14 de mayo de aquel año, Ben Gurión proclamaba la independencia de Israel en Tel Aviv, ante la imposibilidad de hacerlo en Jerusalén.
Esta primera repartición territorial sería modificada en enfrentamientos posteriores que ven el arrinconamiento de los palestinos, hasta que en Cam David los judíos aceptan retirarse del Sinaí y conceder una autonomía limitada a los palestinos que habitan en los territorios ocupados. Y la historia conflictiva sigue en nuestros días.
 
La península balcánica, donde se desarrolla actualmente el enfrentamiento bélico más sangriento, ha sido a lo largo de la historia territorio de encuentro y de choque de distintas etnias, lenguas, religiones y Estados. Allí se cometió el magnicidio que precipitó la Primera Guerra Mundial. Y allí, también, casi ochenta años después, Europa despertó horrorizada de su sueño de paz y convivencia.
El atentado de Sarajevo, en el que murió el príncipe heredero de Austria-Hungría, terminó desencadenando un conflicto madurado en años anteriores, cuyas consecuencias finales fueron la desmembración definitiva de los imperios turco y austríaco o la revolucionaria transformación de Rusia. Un mes después del atentado, Austria se decide a atacar a Serbia, a quien considera responsable política de la muerte del heredero. A continuación, Rusia apoya a Serbia y Alemania a los austro-húngaros. El 4 de agosto de 1914 Europa ardía en una guerra inesperada.
En 1991 y ante el estupor de medio mundo, serbios, croatas y bosnios vuelven a las andadas con sus hostilidades. 1999 está contemplando otro coletazo cruel de la inestabilidad de la zona.
 
 

  1. Signos y contrasignos

 
Casi telegráficamente y antes de detenernos en el paisaje concreto de la Iglesia Católica, sugerimos unos cuantos signos de nuestro tiempo cargados con la ambigüedad, cuando no con el disparate deshumanizador, que caracteriza la contingencia humana.
Los hombres y mujeres del siglo XX terminamos el recorrido por estos cien años con grandes temores y esperanzas, con gigantescas e intranquilas dudas de lo que hemos de hacer y lo que nos queda por hacer. Lo que hemos querido y lo que hemos odiado, lo que hemos matado y lo que hemos dejado vivir.
Mientras para el pensamiento idealista del siglo, la humanidad constituía una unidad que debía de estimarse como objeto de valor superior y abstracto, para los pragmáticos el conjunto de los seres vivos era algo aleatorio, solamente instrumento o medio de conseguir metas materiales, políticas o doctrinales. Todo parecía permitido.
 
 
         4.1. Los mitos de la productividad y la eficacia
 
La consigna del siglo ha sido «¡Vender»! Vender más que nadie, más que el enemigo y más que el amigo, suponiendo que en esta competición hubiera algo más que adversarios y peleas entre lobos humanos. La obligación de exportar y colocar manufacturas en los mercados libres, abiertos gracias a la persuasión de las cañoneras, se elevó a categoría patriótica.
Se trataba de venderlo todo. Ideas e ingenios, superioridad técnica y manufacturas sofisticadas. Crear necesidades de consumo y suministrar entretenimiento o armas. En el arancel de las aduanas no existía ningún código de conducta que no estuviera justificado y presidido por la razón comercial. Con las mercancías llegadas del Norte, en el Sur sobrevivían, consumían o se mataban prudentemente en tanto llegaban Cruz Roja y sus sucesoras, las ONG modernas.
En este siglo se inventó la productividad, compañera inseparable de la competencia y justificada con el mito de la eficacia. Gracias a estos conceptos se establecieron escalas internacionales de supervivencia y superioridad técnicas. Americanos, alemanes, japoneses, franceses o escandinavos estuvieron siempre por delante en esta guerra comercial con aplicaciones productivas como los inventos, la organización de empresas, la reconversión, el control de calidad y de producción, el desempleo o la presión sobre los salarios, dejando para los demás una neoesclavitud de mano de obra y servicios baratos.
 
 
         4.2. Promesas de igualdad para la mujer
 
La mujer es el hecho social más relevante del siglo XX. Emancipación, sufragismo, derechos, feminismo, igualdad de sexos… Y sin embargo, a pesar de esa gran revolución, los datos actuales siguen siendo aterradores.
Los últimos informes de las Naciones Unidas aseguran que las mujeres proporcionan las dos terceras partes del total de horas trabajadas en el mundo. Ellas producen el 44% de los artículos alimentarios… A cambio sólo reciben el 10% de los salarios y tan sólo el 1% de los bienes patrimoniales están registrados a su nombre. La situación es especialmente grave en el conjunto de los países pobres. Pero su posición social no es menos marginal en las naciones del «progreso» y de la modernidad, donde difícilmente llegan a ocupar los puestos de dirección y decisión.
 
 
         4.3. Democracia, educación y solidaridad        
 
La extensión de la educación burguesa, en su mínima expresión, a la clase obrera y la casi desaparición del analfabetismo en las ciudades del primer mundo han servido para crear el concepto de opinión pública. Sin embargo, esta supuesta opinión sólo ha sido consultada de vez en cuando y con el único objetivo de refrendar la conducta de las élites y de los grupos de vanguardia que mantienen el poder del siglo, gracias a un sistema de delegación, denominado, con poca propiedad, elecciones democráticas.
A pesar de la decepción o el descontento de un notable número de ciudadanos con este sistema, la creación de «partidos de masas», que sólo lo eran el día de las votaciones o en algunas manifestaciones en determinados días de urgencia, confería un aspecto popular del recorrido político del siglo. La realidad cotidiana, no obstante, desmentía esta «masificación» de la vida política, ya que los partidos estaban habitados por militantes obsequiosos hasta el empalago con sus mandos, y se parecían más a grupúsculos de presión que a democracias políticas.
No obstante, el siglo también redescubrió los sentimientos humanitarios. Un humanismo recreado, menos artificial que la filantropía del XIX, será ejercido la mayor parte de las veces siguiendo la estela individual, pero también de forma organizada y estable, autobautizándose con nombres como solidaridad, cooperación, o internacionalismo. La creación de las ONG, en la segunda mitad del siglo, ha forcejeado por eludir los fraudes intermedios, las maniobras gubernamentales y las trampas financieras, con éxito dispar en sus propuestas de paz por medio del progreso y la ayuda.
 
 
         4.4. Ciencia y cultura
 
Los hombres del siglo XX no sólo se enfrentaron entre sí unidos por el deseo de muerte. También luchan por la vida, contra el discurso de la naturaleza y para superar los errores humanos, que no pocas veces actúan como sus adversarios. La ciencia médica ha sido durante nuestra historia actual un buen ejemplo de las esperanzas recobradas, desde que en los años cuarenta un descubrimiento milagroso, la penicilina, llegara a nuestras clínicas y hospitales para iniciar la batalla contra los virus y las bacterias.
Por otro lado, el deterioro de la salud en los países más desarrollados, a causa de los abusos y sobreabundancias, convive a finales del siglo con el mantenimiento de enfermedades y plagas de la pobreza, que afectan a casi las dos terceras partes de la humanidad. Los descalabros de la opulencia, en forma de enfermedades de corazón o cáncer, son comparables a los ataques de la precariedad culpables del hambre, la avitaminosis o el crecimiento físico deficiente de tantos y tantos pueblos.
 
La guerra y las persecuciones dejaron un panorama empobrecido en el mundo cultural, heredado del XIX. Quizás lo más llamativo, en este aspecto, la consolidación de la cultura de masas.
Aunque las complacientes masas empezaron a ser odiadas por sus antiguos cantores. Jóvenes airados allá por el ‘68, intelectuales de resuello, fueron desposeídos de su rebeldía de identidad por un Estado del Bienestar, paternal y aburrido, que prometía encargarse de todo. Apareció el derecho a la diferencia, la lucha por la marginación, el homo solitario y el desprecio por la masificación. Este prurito se tradujo en los intentos de buscar cada vez más la línea vanguardista, el último «post-ismo», la renovación incesante del snobismo y, como consecuencia, la lucha por hacer ostensible el distanciamiento oligárquico ante los esfuerzos de los Estados que pretendían programar una democracia cultural anestesiante.
 
La revolución de la imagen es uno de los hechos fundamentales de la segunda parte de este siglo. Si el Guernica es el último poema pictórico sobre la realidad de una sociedad mortalmente enfrentada a la sinrazón bélica, el miliciano abatido y fotografiado por Capa es su contemporáneo en celuloide. Desde entonces, la fotografía, el cine, la televisión o el ordenador han completado un mundo de pantallas e imágenes, que ha recorrido todos los caminos posibles entre la denuncia y la evasión. Los años actuales son la transición del texto escrito al mundo imaginado. El esfuerzo se transforma en sensibilidad, el razonamiento en gusto estético y el pensamiento en placer sensual.
Un mundo más fácil, sin duda con más adictos y bordeando la lectura preocupante del 1984 de Orwel. Un rectángulo inquietante, negro y siniestro, que apenas descansa, es ahora el protagonista robotizado de esta última revolución de la cotidianidad. Está en todas partes y se vende en todos los tamaños, de modo que el habitante de los países desarrollados, y de los que no lo son, pueda entregarse a un desenfrenado culto, que en ocasiones sobrepasa las cinco horas diarias. Las consecuencias culturales, sociales y políticas de esta inactividad están ya entre nosotros y probablemente empiezan a desbordar cualquier previsión que hayamos podido hacer al respecto al ciudadano del presente.
 
 
 

  1. Primavera e invierno de la Iglesia católica

 
El mundo del siglo XX —que estaba empezando a confiar más en las soluciones técnicas y económicas, que en el alivio espiritual que proporcionaba la religión— no podía por menos que alejarse de un discurso que como el del Vaticano permanecía anclado en las viejas claves transcendentalistas del pasado. Sin embargo, aguas subterráneas de cambio y renovación vitalizaban algunos canales del cuerpo místico durante el largo pontificado de Pío XII. Pensadores, teólogos y filósofos estaban saliendo de las celdas intelectuales de oficio y trataban de no perder el rumbo de los tiempos. El incuestionable ascendiente del poder espiritual y temporal de la Iglesia se renovará profundamente a partir de la década de los sesenta, particularmente con el concilio Vaticano II.
 
 
         5.1. Reforma esperanzada
 
Aquel cardenal de aspecto bonachón que se llamó Juan XXIII, rompería las mejores previsiones que veían en él un modo adecuado de ganar tiempo para la transición escalonada tras la muerte del papa Pacelli. El anuncio de enero de 1959 de la preparación de un concilio, el primero y puede decirse que único de este siglo, produjo una inmensa conmoción entre los católicos de todo el mundo. Sería su aventajado sucesor, Pablo VI, quien institucionaría la renovación esperanzada a la que dio lugar aquella iniciativa.
Celebrado en cuatro fases —en las que participarían 2.500 convocados—, entre octubre de 1962 y las mismas fechas de 1965, el ciclo del concilio Vaticano II tuvo una repercusión histórica en el papel del cristianismo y de sus militantes en la vida occidental. El esfuerzo de comprensión de la realidad, apoyado en el discurso teológico entonado por el Concilio, sirvió para que el ajado mensaje de la Iglesia se vivificara en un renovado compromiso temporal. Como consecuencias de ello se produjo una mayor implicación de sacerdotes y seglares cristianos en el entorno social y político.
El concilio Vaticano II, sin duda el más universal de la historia de la Iglesia, permitió a los católicos pensar y actuar como hombres y mujeres de su tiempo y a la propia Iglesia asumir posiciones impensables hasta entonces.
 
En poco más de una docena de documentos, la teología renovadora introdujo en el ventilador conciliar los gérmenes destructores del empecinamiento y la ineficacia que habían hecho de los últimos cien años vaticanos un museo de antigüedades. El giro copernicano del Concilio estuvo en el abandono de la altivez, en la humildad del reconocimiento de errores, en la insospechada posibilidad de que la Iglesia admitiera alguno de sus pecados y en la necesidad de moderar incluso su infalibilidad.
La revolución consistió en aceptar la modernidad, sin malos gestos, y desautorizar las anteriores posiciones intransigentes, todavía en el momento preciso para reparar los lazos, ya muy débiles, entre la institución cristiana y un humanismo tantas veces anatematizado. Casi de repente, el mundo dejó de presentar el lado negativo con el que la pertinaz doctrina papal lo había entendido hasta entonces. Subrayando los aspectos positivos de la realidad humana y las grandes virtualidades de un mundo distendido, tolerante y en paz, el Vaticano II redimía la «cárcel» corporal del anterior discurso eclesiástico. Fue sobre todo una declaración de paz entre Dios y el hombre, que contribuyó a enderezar el rumbo de un catolicismo que por su afán inmoderado de divinidad ni siquiera alcanzaba a ser humano. Con la teología reconciliadora propuesta por la asamblea vaticana se abría un fértil e insospechado proceso de negociación entre los asuntos de Dios y los problemas de los hombres.
 
Es tan grande el resplandor inicial y deslumbraba tanto el Vaticano II que, en una primera hora, no deja ver las carencias, ni los rostros torvos o las venganzas aplazadas. El Concilio atendió a urgentes tareas, pero se quedó corto en otras. La reflexión sobre la Iglesia empujó la «barca de Pedro», pero las estructuras y las vigas maestras se mantuvieron en el esqueleto. El poder absoluto no se alteró.
Toda una cultura de los derechos humanos, que se había convertido en el eje de la vida cívica de Occidente, era clamorosamente ignorada en la organización religiosa mediante la coartada de la supeditación a lo divino. Pretender la libertad hacia fuera y reprimirla en su interior restó credibilidad a la Iglesia entre su clientela, que sintió dramáticamente cómo sus ideales de libertad y justicia para el mundo mal podían compaginarse con su pertenencia a una institución que, de puertas adentro, no garantizaba el ejercicio de la democracia a sus propios miembros.
 
 
5.2. Involución restauracionista
 
Treinta años después del recordado Concilio, muchos católicos siguen creyendo en la renovación de las Bienaventuranzas o suspirando por la promesa evangélica del «Todo lo que desatareis…». Otros han preferido el lado agrio de la moneda y recuperar el autoritario «Todo lo que atareis en la Tierra será atado en el cielo…» y han impuesto un drástico viraje respecto a los rumbos evangélicos anteriores.
Tras la muerte de Pablo VI y de Juan Pablo I, que apenas estuvo unas semanas en la titularidad vaticana, el arzobispo polaco Karol Wojtyla pasó a ser Juan Pablo II. Comenzaba un nuevo período que arroja un balance de restauración en el seno de la Iglesia.
El Vaticano ha mantenido el ritmo de los últimos años con su característico una de cal y tres de arena. Se ha mantenido el vigor de los entredichos contra teólogos «librepensadores» y las suspensiones profesorales que afectan a muchos de ellos. Ofensivas moralizantes, a cargo por lo general de la Congregación para la Fe, se han puesto al lado de declaraciones modernizantes a favor de los oprimidos, por los derechos humanos e incluso de tinte ecologista.
 
Algunas reformas y pasos firmes encaminados en una dirección progresista son ya muy difíciles de desmontar, por su arraigo en una comunidad que los siente como propios y los entiende como respuesta adecuada a sus necesidades. Pero otros adelantos del período anterior, en cambio, menos sólidos y con menor capacidad de enganche, eran liquidados sin la menor consideración a las consecuencias pastorales ni a la ruptura de vínculos sociales que provocaban.
En una planificación fría y poco creativa, el nuevo poder atendió sobre todo a la recuperación de la moral y de las costumbres, del recogimiento y la práctica oracional, antes que a la profundización de la misión temporal de la casa cristiana.
Con la permanente presencia del cardenal Ratzinger, se incorporó al mensaje papal una revisión crítica de todo el período postconciliar, concluyendo en la necesidad de fumigar los fondos de la interpretación progresista realizada por el Vaticano II. La transformación, que había tenido consecuencias saludables al asumir un ecumenismo pluralista, en el que pudieran expresarse las diversas tendencias, fue calificada de disgregación y retroceso.
 
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Los avances de la historia no se interrumpieron en este siglo y tampoco lo va a hacer en el siguiente. Pero sólo a condición de que acertemos a reproducirnos mediante el aprovechamiento de lo segregado en épocas anteriores y sepamos contener las luces fulminantes de la razón, que han sido esgrimidas con abusiva frecuencia imponiéndose en variables estatales, nacionales o sociales.
Tras décadas de fe ciega en el progreso y en el desarrollo, terminamos en siglo dejando fuera de combate a los idealistas que creían en una historia humanizada, o que habían confiado en hacer de la cotidianidad una gran aventura científica guiada por la razón; fueron relegados y sus teorías pasaron de moda. Las grandes instituciones y los grandes sistemas atravesaron por momentos de pánico, mientras la inestabilidad se convertía en noticia diaria.
Sin embargo, no habría de ser el odio ni el pánico, ni siquiera la droga o la violencia, el elemento más generalizado y característico de la respuesta social a la crisis. El fenómeno más extendido y de peores consecuencias fue la reactivación del egoísmo individual y colectivo. Los nuevos ídolos resplandecían con el barniz dorado del dios Mammón, al que se adora con total entrega y ninguna alternativa.
 
Mientras se conmemoraba el 50 aniversario de la promulgación de los derechos humanos, se denunciaba su infracción en la mayoría de los países firmantes de la declaración. Entre ellos algunos de los que más se jactan por sus avances democráticos. La desasistida explosión demográfica del Tercer Mundo convivía con el envejecimiento narcisista de las naciones ricas. La destrucción de alimentos y riquezas, con el hambre en África o la miseria en Asia y Latinoamérica. El derroche armamentístico, con el déficit cultural y educativo. El despilfarro energético, con la degradación ambiental. Y el derecho al trabajo insatisfecho, con la mayor revolución tecnológica de la historia.
Las noticias de un mundo convulso se han sucedido con rapidez hasta hoy. Simples crónicas del año para algunos, un doloroso vía crucis para otros: estaciones, en fin, de ese interminable tren de la historia que nunca se detiene y ahora es, más que nunca, un tren de alta velocidad… cuyos movimientos combinados, pese a todos los pesares, cada día conocemos mejor. n
 NOTA DE LA REDACCIÓN: Hemos pedido al autor, muy específicamente, una reflexión concreta sobre el tema tal como ya lo había abordado en sus obras: Álbum de la Historia del siglo XX (Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona 1998) e Historia del mundo actual 1945-1995 —Vol. 1: Memoria de medio siglo; Vol. 2: Imago mundi— (Alianza Editorial, Madrid 1996), cuyos dos volúmenes están escritos con José M. Lorenzo. A ellas remitimos para entender mejor la síntesis concentrada que presenta este artículo.