Palabra de Dios y educación en la fe Reflexión sobre una experiencia pastoral

1 noviembre 2000

PIE DE AUTOR
Juan José Bartolomé es profesor de Nuevo Testamento en el Instituto Superior de Teología «Don Bosco».
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Bajo el fondo de una doble cuestión —¿Está  suficientemente presente el evangelio en la evangelización y suficientemente evangelizados los evangelizadores?— y sobre la experiencia ejemplar de la praxis pastoral con jóvenes en la diócesis de Milán a través de la Palabra, el autor expone, por un lado, un «camino de la fe» y, por otro, reflexiona sobre la meta y metodología de la evangelización hoy.
 
 
«He tenido un sueño, más todavía, varios sueños. el sueño de que, a través de una familiaridad cada vez más grande de los hombres y mujeres europeos con la Sagrada Escritura, leída y rezada en la soledad, en los grupos y en las comunidades, se reavive aquella experiencia del fuego en el corazón que tuvieron los dos discípulos en el camino de Emaús (IL 27)… por mi experiencia, la Biblia leída y rezada, en particular por los jóvenes, es el libro del futuro del continente europeo».
 
Así se expresaba Mons. Martini durante su intervención en el Sínodo de obispos europeos, el día 7 de octubre de 1999: ¡que la Biblia sea leída y rezada en la Iglesia constituye el sueño inocente de un cardenal! Resulta relevante que sus otros dos sueños causaron reacciones un tanto apasionadas, mientras que éste apenas mereció respuesta ni controversia. Y sin embargo, este sueño del cardenal era, a diferencia de los otros dos, el que más desvelos le había proporcionado: la utilización de la Biblia en la pastoral, especialmente juvenil, es una experiencia lograda en el ejercicio de su ministerio episcopal.
 
 

  1. Una experiencia pastoral lograda

 
 
Poco después de ser entronizado como obispo de Milán, Mons. Martini recibió a un grupo de jóvenes que le rogaron les enseñara a orar. Tras un primer encuentro, los jóvenes pidieron que continuara presentándoles modelos concretos de oración; el cardenal respondió invitándoles a que acudieran un día al mes a la catedral. Al primer encuentro, en 1980, se presentaron unos trescientos jóvenes; diez años después, según previsiones poco exageradas, llegaban a 13.000 quienes seguían regularmente la llamada Escuela de la Palabra.
Las reuniones seguían un esquema sencillo: se abrían con la recitación de un salmo, que buscaba crear la atmósfera adecuada; tras unas breves indicaciones de tipo metodológico, se leía un texto bíblico; la explicación del cardenal, que solía durar unos veinte minutos, intentaba facilitar la apropiación del texto a la vida de sus oyentes;  la meditación guiada daba paso a un silencio prolongado, que favorecía la contemplación y la oración; con la sugerencia de un compromiso que realizar se concluían las sesiones. El tiempo de silencio es el elemento determinante, el rasgo más característico, de las reuniones: “es un silencio activo, lleno del Espíritu Santo,  en el que se adora a Dios presente, se dialoga con Él partiendo de la Palabra que nos ha llegado, para releer la propia vida personal y la de la comunidad eclesial con los ojos, el amor y las expectativas de Dios” (R. Corti). El comentario del cardenal no pretendía exponer el sentido del texto; ni lo comentaba ni lo explicaba; quería, más bien, poner a sus jóvenes oyentes de frente al texto, exponerlos a la fuerza renovadora de la Palabra de Dios, dándoles los instrumentos necesarios.
 
El cardenal sabe que “no pocas experiencias religiosas recientes confían más en el contagio emotivo del grupo, en el vibración sensible, que en la fuerza objetiva y persuasiva de la Palabra. Por ello, en estos años se ha pedido a los jóvenes en particular que vayan a la Escuela de la Palabra. ¡Ay de quien olvida la fuerza creadora y formativa de la Palabra!”. Y es decidido partidario de una forma de oración que propenda a la escucha personal que a la  emoción grupal, que favorezca la responsabilidad individual y no el entusiasmo masivo: “hay que orar y hacer orar contemporáneamente, con ejercicios oportunos y pausas de silencio. La necesidad de unir la palabra, el silencio y la oración vale para cualquier comunicación de la fe cristiana”.
La experiencia, básica en el gobierno pastoral de la diócesis y característica de la pastoral juvenil del cardenal, le ha hecho comprender que «es posible educar a una comunidad en la escucha de la Palabra». Lejos de ser un privilegio para pequeños grupos, la Escuela de la Palabra “es una gracia de Dios para todo el pueblo cristiano… Puede convocar a una ciudad entera, cuando, sirviéndose de los medios de comunicación social, se logra hacer rezar a miles de personas al mismo tiempo… Hay, pues, para la sociedad de nuestros días, para nuestras grandes ciudades, para las megalópolis, una profecía de salvación y está mucho más cercana de cuanto imaginamos”.
 
Las palabras del cardenal están refrendados por los hechos. La Escuela de la Palabra ha sido capaz de suscitar en su diócesis, la mayor del mundo por sus estructuras de gobierno pastoral, un número apreciable de iniciativas, simbólicas unas, tan prácticas otras como el nacimiento del Equipo Samuel, un  grupo de unos ciento cincuenta jóvenes, de ambos sexos, comprometidos en recorrer un camino vocacional para discernir lo que Dios quiere de ellos; o la creación, a petición de los mismos jóvenes al finalizar el programa pastoral del curso 85/86 «Hacerse prójimos», de una Escuela para la Educación sociopolítica,  para capacitarlos a hacer de sus compromisos personales metas de cambio social y político; o la celebración de una Asamblea de Siquem, en mayo de 1989, con la presencia de 2.500 delegados que representaban los jóvenes, unos 15.000, que durante ese año habían participado en la Escuela de la Palabra. En esa ocasión, el cardenal se declaró consciente de haber llegado sólo a uno de cada diez jóvenes de su diócesis e invitaba a su auditorio a «hacerse cargo con amor de sus hermanos».
 
 

  1. El camino de la fe, según el relato de Emaús

 
El relato de Emaús (Lc 24,13-35) pertenece a una serie de narraciones pascuales que tienen como función primera la de proponer una vía de acceso a la experiencia pascual. Cuanto sabemos sobre lo sucedido el día de la Resurrec­ción nos hace suponer que no todos los discípulos de Jesús llegaron a la convicción de que estaba vivo de la misma forma: sólo a unos pocos se les apareció en persona; los demás tuvieron que apoyar su fe en el testimonio de los testigos de su resurrección (cf. 1Cor 15,3-8). El camino de Emaús refleja, precisamente, uno de esos itinerarios que tuvieron que recorrer aquellos discípulos que no se encontraron personalmente con su Señor resucitado.
 
 
2.1. El relato bíblico
 
El relato de Emaús, uno de los más logrados de todo el Nuevo Testamento, tiene una estructura formal fácil de descubrir:
 
¡ La presentación de los personajes abre la narración y la sitúa en el día de Pascua y camino de Emaús  (Lc 24,13-14).
¡ Durante el viaje conversan sobre lo sucedido en Jerusalén (Lc 24,15-29): al hacer aparición un desconocido, el diálogo domina el relato (Lc 24,17-27.29b); con ello, el narrador cede la palabra a sus personajes: identifica su mensaje con la conversación de los caminantes; no basta con saber sobre lo sucedido en Jerusalén, si no se sabe verlo a la luz del plan de Dios.
¡ Llegados a Emaús, y ya en casa, durante la cena (Lc 24,30-32), reconocen a quien les parte el pan, que desaparece inmediatamente: un gesto «sin comentarios» les recuerda a su Señor y el pan repartido abre los ojos que no abrió su presencia ni las Escrituras explicadas.
¡ Se cierra el relato narrando el regreso a Jerusalén de dos nuevos testigos (Lc 24,33-35): el encuentro con el Señor Resucitado ha de terminar rencontran­do a la comunidad de testigos.
 
            De camino a Emaús
 
Tras el descubrimiento de la tumba vacía por parte de las mujeres y el primer anuncio no creído de la resurrección de Jesús (Lc 24,1-11), Lucas nos recuerda —caso único en la tradición evangélica— el episodio de Emaús. Para entenderlo bien, hay que caer en la cuenta de la situación narrativa, que sirve de punto de partida: Jesús ya está vivo, pero los suyos no se lo pueden creer; empeñados en encontrarlo entre los muertos, se sorprenden al encontrar abierta y vacía su tumba. Es apenas el primer día de su nuevo vivir y quien ya se atreve a repetir el anuncio se desacredita a sí mismo ante sus compañeros; nadie se toma en serio el testimonio de unas mujeres con vocación de sepultureras (Lc 24,1.6.9.11).
De hecho, la incredulidad aleja de Jerusalén a dos de esos discípulos. El camino hacia Emaús se lo pasan conversando sobre cuanto había ocurrido en Jerusalén: cuanto ha sucedido allí les hace tomar distancias, la ciudad santa se les ha vuelto inhóspita. Caminar juntos dialogando acorta un tanto el camino, pero va agrandando su desencanto; cuanto más hablan tanto más se alejan, efectiva y afectivamente, de Jerusalén y de cuanto allí había ocurrido, que no es sólo la muerte violenta de Jesús sino también su resurrección ya proclamada (cf. Lc 24,19-23). Hablando entre sí sobre las cosas que sabían, toman distancias de la ciudad y de Cristo vivo: testigos de todo lo sucedido no podían aún ser testigos del Resucitado. Su saber es innegable, pero no les lleva a la fe: les sume en el desengaño.
 
 
            Mientras conversaban
 
Jesús comparte camino con ellos porque quiere entrar en su conversa­ción. El texto resalta el hecho de que fue en medio de la discusión que se les aproximó el Señor; se les hizo compañero de viaje haciéndoseles su interlocu­tor; se ocupó de cuanto les estaba preocupando (Lc 24,15). No le reconocieron, porque no podían: sus ojos estaban incapacitados (Lc 24,16); que el relato no desvele la causa hace más inverosímil el hecho, creando cierta perplejidad en el lector: ¿cómo es posible que quienes tanto sabrán contar sobre Jesús (cf. Lc 24,18-24) no lograran saberse junto a él? Ojos que le vieron vivo, corazones que le saben muerto no bastan para creerle resucitado; tendrán que ver algo más, de nuevo (cf. Lc 24,31).
La pregunta de Jesús convierte el relato en conversación: el camino deja de ser vía de losas y polvo para hacerse intercambio de hechos y opiniones entre los caminantes. El desconocido parece no conocer el tema de diálogo, pero se da cuenta de que la tristeza embarga a sus contertulios (Lc 24,17). Su ignorancia resulta inexplicable a Cleofás (Lc 24,18), que toma la palabra para informar a su desconocido compañero de viaje: Jesús de Nazaret es el tema de su conversación y el motivo de su tristeza. Razones no faltan: le habían creído auténtico hombre de Dios (Lc 24,19) y le vieron cruelmente ajusticiado (Lc 24,20). El entusiasmo que sus palabras y obras habían suscitado hizo menos aceptable, más penoso, el desenlace inesperado. Después de tres días de inútil espera, la muerte constatada había sepultado toda esperanza (Lc 24,21).
 
La tristeza era consecuencia de su desencanto: ahora sabían que ese Jesús, a quien habían seguido por Galilea, no merecía tanta pena. Es verdad que ya están por ahí diciendo unas mujeres haber encontrado su tumba vacía y visto unos ángeles que les habrían asegurado que Jesús vive (Lc 24,22-23); era verdad también que, poco después, algunos hermanos pudieron comprobar, ellos mismos, cuanto habían dicho las mujeres. Pero nadie aún le ha visto vivo; y es que nadie puede creérselo (Lc 24,24).
Todo cuanto sabe —¡y es mucho!— ese triste discípulo de Jesús de Nazaret no le convierte en testigo del Señor Resucitado. Por no ver lo sucedido a la luz del querer divino, protesta el desconocido, no entienden con el corazón lo que saben decir con la boca (Lc 24,25). Hacerles ver que lo sucedido no es pura casualidad ni, mucho menos, una evitable tragedia sino divina necesidad, es la tarea que se impone el desconocido (Lc 24,26): y continuando el viaje hacia Emaús, les hace recorrer un nuevo camino a través de las Escrituras; en ellas estaba ya predicho el destino de Jesús, su vía de pasión y su camino de gloria (Lc 24,27). La comprensión de lo ocurrido a Jesús en Jerusalén tomando como guía y clave la Palabra de Dios conduce a la meta del camino y hace innecesaria la compañía del desconocido: llegados a Emaús, con una nueva inteligencia de lo protagonizado y, como más tarde reconocerán, con un corazón nuevo (cf Lc 24,32), su aún desconocido acompañante finge ir más allá; Emaús no era su destino (Lc 24,28).
 
            En el partir el pan
 
No hubiera sido de buen gusto que Jesús rechazara la hospitalidad que se le ofrecía tan sinceramente; y los discípulos saben, además, apoyar su invitación en una razón que convence: el día ha declinado (Lc 24,29). Jesús, aún desconocido, interrumpe su camino por no dejar de estar con sus discípulos: todavía no puede dejarles solos, pues aún no lo han reconocido; saben ya leer lo sucedido a Jesús en Jerusalén como cumplimiento de un plan personal de Dios, pero no logran verse implicados en ese plan ni identificar en el acompañante a su Señor.
El caminante se hace huésped (Lc 24,30a); el compañero de camino, comensal (Lc 24,30b): la convivencia iniciada en el diálogo y profundizada en la escucha desemboca en intimidad. Y en la mesa, el invitado se transforma en señor, el huésped en hospedero, el último en primero: el pan bendecido y repartido es el gesto que les faltaba para ver; la iniciativa del desconocido, que repite la conocida praxis de Jesús, cuando comía con sus discípulos, les abre los ojos y el corazón: nadie sino su Señor podría repartirles el pan bendito (Lc 24,31).
 
La eucaristía es lugar privilegiado del reconocimiento del Resucitado: para saberle vivo ya y ahora vecino, no hacen falta más saberes que el de compartir su mesa y recibir su pan. Los discípulos, que en su camino se encontraron con un desconocedor de todo lo ocurrido e invitaron a su casa al desconocido, se toparon con su Señor inopinadamente, compartiendo el alimento que tenían y recibiendo el pan bendito. En el camino de Emaús les habían sobrado conocimientos sobre Jesús de Nazaret; no les faltó el descubrimiento de la presencia divina en lo ocurrido en Jerusalén; pero no fue suficiente para advertir la compañía de su Señor; si no le hubieran dado la oportunidad de serles anfitrión en su propia casa, el Resucitado hubiera permanecido en el anonimato: ¡sin eucaristía, por más vivo que ya estuviera, no hubiera resucitado para ellos Cristo!
Saber que vive hace innecesaria su presencia: la experiencia del Resucitado no es un fenómeno para disfrutar, una imagen visual en la de deleitarse, sino una convicción que proclamar, un testimonio siempre por dar. Reconocido, Cristo se vuelve invisible (Lc 24,31): saberlo vivo es más decisivo que tenerlo a la mano; presentir su presencia hace inútil sufrir por su ausencia. Y quien, como los dos en el camino de Emaús, estuvieron una vez con él, aunque sea sin llegar a reconocerle, conocerán la alegría que tuvieron en su compañía y la comprensión que alcanzaron del plan de Dios (Lc 24,32). Quien, una vez tan siquiera, se haya encontrado con el Resucitado, y por más apenado y desorientado que se hubiera sentido, no podrá dejar de recordar siempre su buena ventura: caminar con Jesús llena de calor el corazón y comprensión de los caminos de Dios la mente de sus compañeros.
 
            De regreso a Jerusalén
 
Ya sin Jesús pero sabiéndole vivo, no logran quedarse en casa, por más que avanzara la noche. Al narrador, que se había demorado en contar el viaje hacia Emaús, no le interesan los pormenores del regreso a Jerusalén; le importa señalar que no pueden callarse cuanto saben ni quedarse en casa esa noche. También en ellos algo ha resucitado: rehacen el camino hacia la ciudad que había sido la tumba de su fe y vuelven a la comunidad apostólica (Lc 24,33): los Once y los que con ellos permanecen han de saber lo que les ocurrió durante el camino y en su hogar (Lc 24,35). Pero quien vuelve a la comunidad no vuelve tanto para testimoniar su vivencia personal sino, en primer lugar, para recibir el testimonio apostólico: antes de que puedan abrir boca, nada más abrírseles la puerta, se les anuncia la fe común: «Realmente resucitó el Señor y se apareció a Simón» (Lc 24,34).
 
 
            2.2. Camino de Emaús, hoy
 
Creado para posibilitar la experiencia de la Resurrección de Jesús, el relato de Emaús indica, en forma de narración, la meta a la que ha de llegar el cristiano y ofrece una precisametodología para lograrlo. El episodio, crónica de un suceso pasado, es sobre todo ejemplarización de un camino de fe, del que describe las etapas y sus contenidos. De ahí su innegable valor.
Cuantos hoy deseen pasar del desánimo al testimonio cristiano, los que buscan motivos para retornar a la vida común con entusiasmo recuperado y algo nuevo que decir, quienes saben todo sobre Jesús sin jamás saberlo junto a ellos, los que siguen dándole por muerto porque no logran sentirlo vivo, todos los que lamentan su ausencia sin reconocerlo donde se repite su gesto «eucarístico», pueden encontrar en la narración lucana un itinerario preciso de evangelización, rehacer el camino de Emaús significaría evangelizar.
 
            La vida de comunidad, como meta y criterio
 
Es significativo que la tradición evangélica no ofrezca relato alguno de la resurrección en el que la visión de Jesús vivo sea su culmen o el final; contra lo que podría esperarse, Jesús Resucitado no se dejó ver de sus discípulos para quedarse a convivir con ellos: quien llega a la convicción de que vive su Señor ha de llegarse a los hermanos para anunciarles su resurrección (Mc 16,6-7; Mt 28,9-10.16-20; Lc 24,36-52; Jn 20,19-23). No es la continuación de una convivencia con el maestro, interrumpida por su muerte en cruz, lo que surge tras su nueva vida; nace, más bien, un nuevo modo de convivir entre cuantos comparten la misma experiencia: la ausencia de Jesús Resucitado, que se dejó ver durante un tiempo (cf. Hch 1,3: ¡sólo durante cuarenta días!), se palia con la aparición de la comunidad de sus testigos. Ver a Jesús y saberle vivo supone el nacimiento de la comunidad cristiana, auténtica resurrección de la comunidad de discípulos del Nazareno: Jesús Resucitado debe volver al Padre y quien lo ha encontrado ha de encontrarse con los hermanos (cf. Jn 20,17).
Que la vida en común sea el resultado de la experiencia pascual queda bien dramatizado en el relato de Emaús. Comienza el episodio narrando el alejamiento de Jerusalén y de la comunidad apostólica de dos de los discípulos de Jesús; y todo el relato es la narración de su distanciamiento progresivo: los discípulos se alejan de la ciudad y de sus condiscípulos, tristes y desalentados por cuanto ha sucedido allí; aunque ya han oído hablar de que Jesús vive, no pueden creérselo. Cuando al final de su viaje, lo vean repetir su gesto característico, recuperarán el entusiasmo y la comunidad: volverán inmediatamente a compartir su fe con quienes creen lo mismo que ellos; el Resucitado no necesitará quedarse entre ellos, pero ellos no podrán quedarse solos en casa: si Cristo vive, no se puede continuar viviendo extramuros de la comunidad cristiana.
 
Saber que la comunidad cristiana, vivencia en común de la fe común, es el término del camino de Emaús, la meta del encuentro con Cristo, revaloriza la vida de comunidad y cuestiona nuestra habitual forma de vivirla: si cayéramos en la cuenta de que nuestras comunidades, por ser una realización de la comunidad cristiana, han nacido de la resurrección de Jesús, ¿no estaríamos más atentos para fomentar todo lo que nos una, no seríamos menos remisos en evitar cuanto nos disgregue? ¿Cómo pretender testimoniar a Cristo Resucitado desde una vida común descuidada, languidecida, menospreciada?: ¡sería como dejar a moribundos la tarea de anunciar la posibilidad de nueva vida! Y esa puede ser la impresión que estemos dando a nuestros jóvenes, si no nos ven gozando de la nuestra vida común. Cuidarse de nuestras comunidades significaría, ni más ni menos, testimoniar fehacientemente a los jóvenes que Cristo vive.
No deberíamos olvidar que los discípulos que, no pudiendo soportar Jerusalén y la vida común, marcharon a sus casas, se dirigían a Emaús el mismo día en que Jesús estrenaba vida nueva: se alejaban de la vida común…, y del evangelio ya proclamado. Lejos de la comunidad el anuncio del evangelio es siempre rumor increíble, comidilla de mujeres asustadas (Lc 24,22-23). Si no hubiera sido porque el Resucitado hizo comunidad con ellos, en el camino y en el hogar, si Cristo no hubiera representado en Emaús a sus testigos de Jerusalén, no habrían llegado los dos discípulos a saber de su resurrección, ni habrían vuelto al entusiasmo de la predicación. No importa que quien vuelve a la vida común la haya abandonado alguna vez; decisivo es que vuelva a ella cuanto antes, nada más haber visto a su Señor. Pues sólo quien vuelve a su comunidad sabrá haber estado junto al Señor y se sentirá encantado por ello (Lc 24,35.32).
 
Hay que temer por una evangelización, cualquiera que sean sus métodos y sin dudar de sus mejores intenciones, que no parta de una vida común llevada con gozo por los evangelizadores o que no proponga a los evangeliza­dos la vida en común como meta del encuentro con Cristo.  Debería darnos que pensar el que Jesús Resucitado permaneciera con sus discípulos hasta que hizo desaparecer el desaliento y la dureza de sus corazones; una vez descubierto, desapareció de su presencia; de la ausencia del Resucitado se recuperaron los discípulos recuperando la vida común y el testimonio. No es mera casualidad, sino ley de la existencia cristiana: quien sabe que Jesús vive, vive en común su experiencia.
 
            Caminar, como método
 
Probablemente la razón por la que el episodio de Emaús resulta tan simpático e iluminador radica en su contemporaneidad con nuestra situación espiritual: nos sentimos bien retratados en esos dos discípulos desilusionados, que marchan a su casa antes de que se ponga el sol; y, sobre todo, en su peripecia personal bien podemos reconstruir las etapas del itinerario de fe que estamos precisando. El discípulo que se pone en camino hacia Emaús volverá a la comunidad y al testimonio apostólico, siempre que recorra las etapas del camino y se someta a la pedagogía del Resucitado.
 
            ¡ Andar desencantados de Jesús, punto de partida
Más que Jerusalén y lo sucedido en ella es la frustración personal el punto de partida de este viaje hacia Emaús: la tristeza de los discípulos nacía de la desesperanza que les procuró el fin de su aventura con Jesús de Nazaret (cf. Lc 24,17-21). Con él habían convivido y junto a él habían fomentado sus mejores ilusiones: iba a traer el Reino de Dios y a liberar a su pueblo; ajusticiado en una cruz, su muerte acababa de sepultar toda esperanza; era comprensible que se sintieran fracasados: su anterior entusiasmo por Jesús, ‘profeta poderoso en obras y palabras’, alimentaba ahora la conciencia de su fracaso. Desencantados de su vida junto a Jesús, volvían a la normalidad.
Que sea, precisamente, el desencanto de Jesús lo que puso en movimiento a dos de sus discípulos, que el cansancio acumulado tras años de convivencia y la tristeza les impulsara a dejar la vida común, debe servirnos de advertencia. Pocas cosas compartimos los apóstoles de hoy con esos dos discípulos tanto como la frustración y el desencanto en el seguimiento de Jesús: también nosotros ciframos un día nuestras mejores esperanzas en él, para tener después que constatar nuestro engaño; no nos ha merecido tanta pena Jesús; un muerto no se merece nuestra vida. Como los discípulos de Emaús andamos ahondando nuestra desilusión y volviendo a hogares que abandonamos un día por seguirle.
 
Si vivimos sin fascinación el seguimiento de Jesús, si el ha dejado de encantarnos, podemos lanzarnos a recorrer el camino de Emaús. ¡Es nuestra oportunidad! Y si seguimos pensando en acompañar a otros en ese camino, ¡razón de más para estrenarlo nosotros antes!: los jóvenes que pasan de Cristo esperan de nosotros la experiencia del caminante y la certeza del que llegó a la meta. Y para ello nos necesitan junto a ellos, cercanos a sus problemas y acercándonos a su desaliento: con ellos no sólo compartimos el camino y el cansancio, sino también los temas de su conversación y el disgusto. ¿Qué otro modo tenemos para representarles a nuestro Señor vivo y preocupado en sus cosas y en su vida? ¿O es que no fue así el modo como se nos presentó él a nosotros antes?
 
            ¡ Saber sobre Jesús, como viático 
En el camino, sólo el desconocido nada sabía de lo sucedido en Jerusalén; los discípulos de Emaús tenían buenas razones para estar tristes y volver a casa (cf. Lc 24,17-24). Pero todo su saber sobre Jesús no les hizo saberse junto a él: sus muchos conocimientos le impidieron reconocerle; la imagen que de él se hacían, el recuerdo que de su vida y obra mantenían, no les ayudó a identificarlo; por verle a la medida de sus esperanzas e imaginárselo según sus preferencias (cf. Lc 24,21), no lo descubrieron como era en realidad: su saber sobre el Jesús muerto les imposibilitaba saberlo vivo. El desconocido tuvo que empeñarse a fondo para hacerles ver lo sucedido a la luz de Dios, según las Escrituras: contemplando a Dios en la historia de Jesús descubrieron que la iniciativa divina explicaba todo lo sucedido; nada hay de azar ni fortuna donde triunfa el querer de Dios: la muerte de su maestro era parte de un proyecto divino de salvación.
Seguimos hoy, como los discípulos de Emaús, abundando en saberes sobre Cristo y sin sabernos por él acompañados; parece como si nuestros conocimientos teológicos estuvieran sepultando nuestra esperanza cristiana; ¿de qué nos sirve una ciencia mayor que no nos convenza mejor de que Cristo merece nuestra vida y nuestras penas, porque vive hoy tras haber penado en nuestro lugar? Pocas veces hemos estudiado más, y con mejores medios, los contenidos de la evangelización y pocos son los que, entre nosotros, predican entusiasmados el evangelio. Nos falta, seguramente, como a los discípulos de Emaús, contemplar a Jesús con los ojos de Dios, verlo según el proyecto que de su Hijo se hizo el Padre. Por seguir imaginándonosle como más nos conviene, nos excluimos del plan divino que en Cristo Jesús nos alcanzaría de lleno.
 
Para ello, deberíamos renunciar a hacernos ilusiones con Jesús: si los discípulos de Emaús hubieran aceptado el camino de Jesús mientras con él iban hacia Jerusalén, si no hubieran continuado alimentando esperanzas falsas, no les habría defraudado su muerte en cruz y habrían esperado su resurrección. No aguantaron lo que había sucedido porque no lo supieron leer a la luz de Dios, según su Palabra: ilusiones y esperanzas que nos hacemos, aunque sea en el seguimiento de Jesús, no tienen porvenir; sólo si es según Dios lo que acaece, sea lo que sea, puede fundar nuestra esperanza.
Para que nuestros saberes sobre Cristo sean evangelio de Dios, para que nuestra vida de seguimiento sea experiencia gozosa de su presencia, para que todo lo que nos acontezca sea encuentro con Dios, tenemos que devolver a la Palabra la función de guía de nuestras vidas. Mientras no veamos todo lo que sucede dentro de un proyecto de Dios, mientras no oigamos su voz en las palabras que a diario escuchamos, ni presintamos su mano en las manos que nos alcanzan, nuestros saberes cristianos nos impedirán sabernos de Cristo. Este es el saber que no podemos callar: silenciárselo a nuestros jóvenes les confirmaría su sensación de abandono y soledad; si no les convencemos que todo lo que sucede es parte de un gran proyecto divino, que es fruto y signo de un enorme querer, ¿cómo van a sentirse amados de Dios y por qué tendrían que vernos a nosotros como los signos y portadores de ese amor? Para lograrlo tendremos que acompañarles en su búsqueda del sentido de sus vidas y de Dios; habrá que, siguiendo el método de Jesús en el camino de Emaús, devolverles la Escritura y abrirles el corazón a su entendimiento. Y aquí aparece un quehacer tan inexplorado entre nosotros como urgente para nuestros jóvenes; y es que «sin conocimiento de las Escrituras no hay conocimiento de Cristo» (DV 25).
 
            ¡ Acoger a Jesús en casa, momento decisivo
Llegados a Emaús, los discípulos no llegaron a descubrir la identidad de su acompañante: Emaús no iba a ser, en realidad, la meta del viaje emprendido. Invitado a quedarse, aun desconocido, Jesús repite su gesto típico sin otro comentario: huésped no tarda en convertirse en anfitrión. La praxis eucarística resulta ser santo y seña de su presencia real; repartiendo el pan, Jesús se da a conocer, impone su realidad y elimina todas incertidumbre en sus discípulos. Es en verdad significativo que los discípulos reconocieran a su Señor no por cuanto habían conversado en el camino sino por lo que hizo delante de ellos cuando se sentó a su mesa: a lo más que llegó la explicación de las Escrituras fue a llenarles el corazón de gozo mientras caminaban junto al desconocido (cf. Lc 24,32); lo que no logró su conversación ni su comentario de la Escritura lo consiguió su actuación: los ojos para ver al Resucitado se nos abren siempre que ante nosotros se repita el gesto que identifica al Señor Jesús (cf. Lc 24,30-31); en la mesa eucarística es posible saber vivo y próximo al Resucitado y soportar su ausencia sin darlo por perdido ni darse por perdidos.
Allí donde se nos parta el pan y donde lo compartamos bendiciendo a Dios, allí descubriremos a Jesús Viviente y recordaremos que nuestro corazón ardía mientras estábamos junto a él. De allí volveremos a la comunidad, para hacernos testigos sorprendidos y predicadores entusiastas de su resurrección. Y durante el camino de regreso a los hermanos, recobraremos las prisas y la ilusión, recordaremos el encuentro con Cristo mientras vamos al reencuentro con los cristianos. El relato de cuanto sucedió a dos discípulos camino de Emaús puede ser un trozo de nuestra biografía espiritual: hoy no tenemos otro acceso al Señor Jesús que el que nos ofrece la comunidad que se reúne en su nombre para partir el pan y repartísnolo; únicamente su memoriaeucarística puede hacernos clara la Escritura, ardiente el corazón y abrirnos, de par en par, los ojos para descubrirle.
 
Habría que pensar si nuestras huidas de la vida en común, la pérdida de ilusión en el apostolado, la acumulación de saberes sobre Cristo que no nos hacen sabernos de él, nuestra incapacidad para intuir en lo que acontece el plan de Dios y vernos en él implicados, nuestras muchas conversaciones sobre Jesús que no consiguen que arda el corazón, no provienen, en el fondo, de que seguimos dando por muerto al que ya ha resucitado. Como los discípulos, camino de Emaús. Si así fuera, nos queda la esperanza de que Jesús quiera ser huésped nuestro y comensal: repartamos el pan bendecido entre nosotros, repitamos a diario el gesto que saca a Cristo del incógnito, quedaremos tan prendados de él, tan encantados con él, que no necesitaremos verle ni tocarle para saberle entre nosotros: «no se edifica ninguna comunidad cristiana si no tiene como raíz y quicio la celebración de la sagrada Eucaristía» (PO 6).
¿Qué decir, por tanto, de una educación en la fe que olvidara o retrasara indebidamente el encuentro sacramental (¿hay otro encuentro de eficacia asegurada?) de Cristo con los jóvenes? ¿Hacia dónde va una pastoral juvenil que no se proponga como meta posible y como medio imprescindible «la relación personal con Cristo, que reconcilia y perdona, que se entrega y crea comunión, que llama y envía y estimula a ser artífices de una sociedad nueva»? ¿Quiénes somos nosotros para privar a los jóvenes de esa «celebración gozosa de la vida», ese «momento significativo de crecimiento religioso», ese «segundo pilar del edificio educativo» en el sistema salesiano, que es la celebración eucarística, «fuente y cima de toda la evangelización» (PO 5)?
 
            ¡ Recuperar la comunidad y el testimonio, como garantía  
Quien ha convivido con el Resucitado no puede vivir sin sus testigos; la comunidad eucarística se prolonga, lógicamente, en la comunidad apostólica. Los de Emaús no pudieron quedarse adonde habían ido, su hogar verdadero estaba allí donde quedaron los hermanos: el Señor les cambió el corazón y los quehaceres: volvieron a Jerusalén y al testimonio. Jesús hubiera permanecido para ellos muerto, si no hubieran ellos recuperado la vida común y la predicación del evangelio.
Si la vuelta a la comunidad nos devuelve a Jesús vivo, si el retorno a los cristianos nos hace encontradizos con el Cristo de Dios, si nuestras dudas se vencen convenciendo a los demás de la realidad de la resurrección, habrá que fortalecer nuestro sentimiento de pertenencia a la comunidad cristiana y tendremos que resistir nuestras desilusiones confortando a los hermanos: sin conciencia de ser miembros de una comunidad, a cuyo servicio hemos sido llamados, no puede darse experiencia de que Cristo vive. Seguiríamos empeñados, como el primer día, en buscar al Vivo entre los muertos (cf. Lc 24,5).
Esos son, en definitiva, los criterios claves para discernir si nuestras aventuras personales en el seguimiento de Jesús, lo mismo que el trabajo de educación en la fe de los jóvenes que llevamos a cabo, pueden considerarse un nuevo «camino de Emaús»: tener que partir del desencanto que nos ha producido la convivencia con Jesús y su seguimiento debería hacernos más fácil ponernos en camino. ¿A qué esperamos? n
 

Juan José Bartolomé

estudios@misionjoven.org
 C.M. MARTINI, Mis tres sueños, en: «Selecciones de Teología» 154(2000), 116.
 C.M. MARTINI, Il lembo del mantello, Centro Ambrosiano, Milán 1991, 35-36.
 C.M. MARTINI, La dimensión contemplativa de la vida Paulinas, Bogotá 1990, 40.
 C.M. MARTINI, Farsi prossimo nella città, Ed. Dehoniane, Bologna 1987, 205-206.
 Las citas precedentes pertenecen al los Documentos del XXIII Capítulo General de los Salesianos de Don Bosco, nn. 148 y 175.
 El estancamiento que la participación frecuente en la eucaristía conoce en nuestros ambientes no es sólo consecuencia de una pérdida de memoria histórica, memoria de nuestros orígenes salesianos y fruto de escasa imaginación pastoral, sino —y ello es más grave aún— prueba de una debilitada identidad cristiana: la eucaristía es la «fuente y cima de toda la vida cristiana». Que nadie esté suficientemente preparado para celebrar el encuentro con Cristo no es óbice para que Cristo quiera encontrar­se con nosotros: o es que los de Emaús estaban preparados para descubrir a su Señor en el desconocido acompañante? Si los discípulos de Emaús hubieran conservado su fe y su ilusión, ¿se les habría hecho Cristo el encontradizo? (Cf. Documentos del XXI Capítulo General de los Salesianos de Don Bosco, nn. 45 y 93 y Documentos del XXIII, nn. 23 y 148.