Para qué y cómo hablar hoy de los Sacramentos

1 marzo 1999

Pie autor:
José M. Castillo es profesor en la Facultad de Teología de Granada.
Síntesis del Artículo:
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  1. Cuando las cosas no están claras

 
Hace muchos años, le oí decir a un viejo profesor, que enseñaba precisamente cómo hay que entender esto de los sacramentos, una cosa que me ha dado mucho que pensar: en asuntos de verdadera importancia, lo más práctico es tener una buena teoría. Le he dado muchas vueltas a esta gran verdad. Y cada día que pasa, me convenzo más y más de la razón que tiene.
 
Porque es así. Cuando algo no funciona y (en general) cuando las cosas van mal, lo que en realidad ocurre es que la teoría, que explica por qué se hace lo que se hace y cómo se hace, es lo que está mal. Y, por tanto, si queremos que las cosas mejoren, lo primero que hay que preguntarse es si nuestras teorías, sobre lo que estamos haciendo, están o no están en su sitio.
 
Yo tengo el convencimiento de que esto es lo que pasa con los sacramentos. Porque no hay que ser un lince para darse cuenta de que, en este asunto, las cosas no están claras. Tenemos un hecho que nadie pone en duda: hay cantidad de gente, que dicen que son cristianos (y lo dicen de verdad), pero es rarísimo verlos que acudan a recibir un sacramento. Es cierto que, por ejemplo, una gran mayoría de los matrimonios suelen llevar a sus hijos a que los bauticen en la parroquia. También es abundante el número de niñas y niños que hacen la primera comunión. Ya son bastante menos los que se confirman. Y es un hecho que, después de la confirmación, la gran mayoría de la población joven se aleja de los sacramentos. Muchos, ya para siempre. Algunos, hasta que van a casarse por la Iglesia. Y luego quedan los pequeños grupos, que pertenecen a algún movimiento, voluntariado o lo que sea, que les mantiene en contacto con la eucaristía más o menos frecuente. En todo caso, lo que resulta cada día más raro es ver gente confesándose con un cura, a no ser personas mayores o grupos muy particulares que fomentan eso.
 
El problema, que todo esto plantea, se comprende enseguida. Si hay tantas personas que dicen sinceramente que son cristianos, sin duda porque la figura de Cristo les atrae y les dice algo importante para su vida, ¿cómo se explica que luego no quieran ni oír hablar de lo que (según enseña la Iglesia) es enteramente necesario para acercarse a Cristo y mantener una buena relación con él? ¿es que para ser buen cristiano hay que pasar por los sacramentos y someterse a todo lo que esos ritos y sus leyes le exigen a la gente? ¿qué es lo que realmente le resulta a muchas personas inaceptable en esto de los sacramentos?
 
 

  1. Las dificultades superficiales

 
Efectivamente, hay muchos cristianos, sobre todo entre los jóvenes, que sienten tal resistencia ante todo eso de los sacramentos, que ni se interesan por el tema. Pasan del asunto. Y basta. ¿Por qué?
No hablo de los que ni creen en Dios, ni se preocupan por nada que se relacione con la religión. Los que aquí me interesan son los que, por ejemplo, afirman que la figura de Jesús es importante para ellos, incluso dicen que creen en él, pero que no les hablen de sacramento alguno. Cuando esto ocurre, sin duda es que hay dificultades que actúan como freno en las ideas y en las prácticas religiosas de los individuos y de los grupos. Esto supuesto, empiezo por recordar las dificultades, que, a mi manera de ver, son las más superficia­les. Yo creo que se pueden reducir a tres.
 
 
            2.1. La dificultad de entender lo anacrónico
 
Muchas de las cosas que hacen los sacerdotes, cuando administran los sacramentos, son gestos, ritos y oraciones que se empezaron a practicar en los tiempos antiguos del cristianis­mo, o sea hace quince siglos o muchos más años. Naturalmente, esos gestos y oraciones se entendían en aquellos tiempos y, más concretamente, en la cultura romana de entonces. Es verdad que, en algunos detalles, los libros de la liturgia se han actualizado. Pero todavía quedan demasiadas ceremonias que seguramente las comprendían las gentes de la antigüedad, pero hoy no se entienden. Por ejemplo, las vestiduras, que se pone el sacerdote para decir misa, son una reproducción estilizada de la ropa de lujo que se usaba cuando Roma era la capital del Imperio. Pero es claro que hoy resulta difícil entender que, para acercarse a Dios, haya que disfrazarse de romano. Los ejemplos, como éste, se podrían multiplicar y veríamos que se dan en casi todos los sacramentos.
 
            2.2. La dificultad de aceptar lo autoritario
 
La gente sabe que si tomas en serio lo de los sacramentos, tienes que tomar en serio también las obligaciones que eso lleva consigo. De manera que, en la mentalidad de muchas personas, ser «practicante» (en cuanto se refiere a la religión) es lo mismo que «someterse» a la autoridad de los que mandan en la Iglesia. Lo cual quiere decir que los sacramentos se ven asociados, en amplios sectores de la opinión pública, no a la libertad y al gozo de vivir, sino a la pesada carga que, para muchos cristianos, representa tener que ir a misa cada domingo y allí aguantar lo que te digan, tener que confesar hasta las cosas más íntimas que no se le dicen a nadie, tener que privarse de tal y tal cosa, porque así lo ha dicho el papa, etc., etc. Sin duda, todo esto tiene mucho que ver con el hecho de que cada día haya más gente que no quiere bautizar a sus hijos, ni quieren casarse por la Iglesia, ni están dispuestos a que venga el cura cuando un familiar se echa a morir, y menos aún aceptarían ir a contarle «sus cosas» a un clérigo, que Dios sabe cómo va a reaccionar.
2.3. La dificultad de hacer lo que no se sabe para qué sirve
 
Cualquiera que no sea un masoquista, si hace una cosa que le resulta costosa, es porque sabe que eso es necesario o quizá importante para conseguir algo que le interesa. Lo malo es cuando las costumbres, los convencionalismos sociales o los imperativos religiosos nos dicen «hay que hacer esto», pero la pura verdad es que uno no sabe ni por qué hay que hacerlo, ni para qué sirve lo que tiene que hacer. Entonces, lo más seguro es que cada cual se buscará  razones para no complicarse la vida y quedarse como estaba.
Seguramente, esto es lo que les pasa a muchos cristianos, concretamente entre los jóvenes, cuando piensan o cuando oyen hablar de las prácticas y de las obligaciones sacramenta­les. Quizá debido a una educación religiosa deficiente, en la que no se les explicó debidamente por qué hay sacramentos y para qué son los sacramentos, muchísimas personas terminan por desentenderse del tema. Sencillamente, las ceremonias sacramentales (incluída la eucaristía), y las obligaciones que llevan consigo, no les dicen nada, ni les resuelven nada. Y así las cosas, lo más lógico es que prescindan del asunto. Así de simple. Y así de trágico.
 
 

  1. El problema de fondo

 
Los sacramentos, ¿se justifican y se explican desde arriba o desde abajo? Decir que los sacramentos se justifican «desde arriba» es lo mismo que decir lo siguiente: hay sacramentos porque Dios lo ha dispuesto así, porque Cristo los instituyó, y porque la Iglesia (que representa a Cristo) tiene autoridad para mandar, y manda, que los cristianos, si es que de verdad quieren estar dentro de la Iglesia y salvarse, tienen que aceptar los sacramentos y ponerlos en práctica, tal y como la autoridad eclesiástica lo dispone, lo legisla y lo regula hasta el último detalle.
 
Decir que los sacramentos se justifican «desde abajo» es lo mismo que decir lo siguiente: hay sacramentos porque los seres humanos expresan sus experiencias fundamentales mediante gestos simbólicos, y Dios (que respeta la condición humana hasta sus últimas consecuencias) interviene y actúa, en la vida de las personas, a través de las experiencias, que viven tales personas. Teniendo siempre muy en cuenta que las experiencias humanas se expresan simbólicamente. Y, cuando son experiencias colectivas, también ritualmente.
 
La diferencia determinante, que hay entre la primera y la segunda explicación, está en que, cuando el sacramento se justifica «desde arriba», la mediación, a través de la cual interviene Dios, es el rito o sea el «gesto sagrado» al que se le atribuye un efecto inmediato, de alguna manera automático, para cambiar, mejorar y santificar al creyente, con tal que el sujeto (que recibe el sacramento) no ponga obstáculo o, como dicen los teólogos, no ponga «óbice». A esto se le llama, en teología, la eficacia de los sacramentos «ex opere operato», es decir, «por el acto que se realiza» cuando se administra el sacramento.
 
En la segunda explicación, cuando el sacramento se justifica «desde abajo», la mediación, a través de la cual interviene Dios, es la experiencia humana, que vive el individuo (y la comunidad) que celebra el acto sacramen­tal. Sin olvidar nunca lo que he dicho antes: las experiencias fundamentales de la vida se expresan mediante símbolos, que, cuando son colectivos (compartidos por un grupo), necesitan un común acuerdo y, en ese sentido, se ritualizan.
 
A mí me parece que es decisivo tener muy claras estas dos posibles maneras de explicar por qué hay sacramentos, para qué sirven y cómo hay que celebrarlos. No se trata de elucubraciones caprichosas. Y menos aún del prurito por decir algo curioso y nuevo.
Lo que aquí está en juego es nada menos que esto: si el sacramento se pone en práctica de acuerdo con la primera explicación («desde arriba»), eso lleva inevitablemente al ritualismo y, de ahí, a la magia, que no sirve sino para engañar al sujeto. Mientras que, si el sacramento se pone en práctica de acuerdo con la segunda explicación («desde abajo»), eso es lo único que resulta coherente: ante todo, con lo que es la vida humana y cómo funciona la existencia de las personas en este mundo; en segundo lugar, con lo que nos enseña el Nuevo Testamento sobre la existencia de los cristianos.
Y desde ahora hago caer en la cuenta que no se trata de poner en duda, y menos aún de negar, la intervención de Dios o, como se suele decir, de la gracia divina, en el sacramento. El problema está en si Dios se comunica al ser humano mediante el rito o mediante la experiencia humana, que se expresa ritualmente.
 
 

  1. De acuerdo con la vida

 
La vida de una persona no cambia ni mejora por la eficacia que puedan tener, sobre ella, determinados ceremoniales, que, de una manera o de otra, terminan siendo rituales mágicos. La vida de una persona cambia y mejora cuando esa persona vive experiencias muy profundas, que le modifican sus afectos y sentimientos o sea su sensibilidad y, de ahí, se modifica también su manera de pensar, sus criterios, los valores que aprecia y que desprecia, en definitiva, todo su comportamiento. Esto es lo que la gente suele decir cuando afirma que la vida no cambia «por arte de magia». Incluso cuando a esa magia le ponemos nombres divinos, ya sea que hablemos de «signos sagrados», de «eficacia sacramental», de «institución divina» o de otras cosas por el estilo.
 
Debo explicar todo esto. Lo primero, es tener muy claro que hay magia, en un gesto humano (el que sea), cuando a ese gesto se le atribuye una eficacia automática. Es decir, cuando nos imaginamos que, realizado el gesto (se le llame signo, rito o algo parecido), inmediatamente y por la virtualidad divina que presuntamente tiene ese gesto, el que lo pone en práctica se transforma, se hace mejor, cambia en su vida, se hace más santo o algo así. Naturalmente, los que piensan de esta manera, ponen todo su interés y centran su empeño en que el gesto se ejecute con la mayor exactitud posible. Para que no falte ni un detalle o, como dicen los entendidos en liturgia, para que se observen todas las rúbricas. Y yo tengo la impresión de que se comportan así, no sólo por un sentido de obediencia a lo que está mandado, sino, sobre todo, porque se imaginan (con no sé qué sentimiento inconsciente de omnipotencia) que si yo hago exactamente tal cosa, se sigue automáticamente tal efecto. Es verdad que ese automatismo se le atribuye a la gracia divina. Pero, si la cosa se piensa despacio, lo que en relidad se oculta, detrás de todo eso, es que el sujeto cree firmemente que Dios está encadenado al gesto que el individuo realiza, por minucioso que sea el rito en cuestión.
 
Pero ya he dicho que la vida humana no funciona así. Lo sabemos todos por experiencia. Y lo que pasa en la Iglesia lo está diciendo a voces. Porque de sobra nos consta que hay personas, que se pasan años y años recibiendo sacramentos, con toda la exactitud que mandan las rúbricas, y al cabo de treinta o cuarenta años acumulando «gracia sacramental», resulta que esas personas tienen los mismos defectos que tenían cuando empezaron. Si no es que los tienen más desarrollados. El que era testarudo o egoísta, hace treinta años, después de tanto tiempo confesando y comulgando, resulta que es tan testarudo como antes o quizás más que nunca. ¿De qué le ha servido acumular tanta gracia divina? Porque la gracia -digo yo- debe notarse en algo o de alguna manera. Pero, ¿no será, más bien, que la realidad pura y dura es que el individuo no ha acumulado nada? ¿es que no se puede pensar que lo que ha ocurrido es que el individuo se ha pasado muchos años engañado y engañándose con la idea de que cada día estaba más cerca de Dios, cuando la realidad de la vida nos dice que cada día está más lejos del dolor y el sufrimiento de aquellos con los que convive?
 
Después explicaré en qué sentido se puede y se debe afirmar que los sacramentos comunican la gracia «ex opere operato», según la conocida fórmula del concilio de Trento. Después diré también cómo se explica eso de que los sacramentos aumentan la gracia santificante. De momento, lo que me interesa dejar muy claro es que, en ningún caso, podemos decir de los sacramentos lo que no se puede decir de ninguna otra cosa en la vida de los seres humanos. Los sacramentos no son fenómenos al margen de la vida. Y menos aún son actos misteriosamente mágicos que funcionan de manera completamente distinta a como funciona la vida en general. Y no vale decir que los sacramentos son actos divinos. Porque eso así, tal como suena, no es verdad. Los sacramentos son actos que realizamos los seres humanos. Sabemos, por la fe, que en esos actos interviene Dios. Pero, entonces, vuelve a plantearse la cuestión que antes indiqué, a saber: la «mediación» ,o si se prefiere, el medio, a través del cual interviene Dios, ¿es el rito o es la «experiencia», que se expresa simbólica­mente y también ritualmente? Esta es la pregunta que, con frecuencia, los cristianos no se imaginan y muchos teólogos no se atreven a afrontar.
 
 

  1. De acuerdo con el Nuevo Testamento

 
La religión de Israel, desde muy antiguo, pero sobre todo en tiempos de Jesús, había centrado sus preocupaciones en la exacta observancia de los ritos y ceremonias del culto sagrado. No hace falta, en este momento, explicar por qué y cómo ocurrió esto. Lo que interesa aquí es recordar que la carta a los hebreos, en su sección central, afirma que todos aquellos ceremoniales «no pueden trasformar en su conciencia al que practica el culto» (Heb 9,9). Y la razón es que tales ceremonias «se relacionan sólo con alimentos, bebidas y abluciones diversas, observancias externas impuestas hasta que llegara el momento de poner las cosas en su punto» (Heb 9,10). Con esto, como ha explicado muy bien el mejor conocedor de la carta a los hebreos, el profesor A. Vanhoye, se nos quiere decir que el culto puramente ritual es entera­mente ineficaz.
 
Esto mismo ya estaba dicho en los evangelios. Concretamente, el de Marcos cuenta que «los fariseos, y los judíos en general, no comen sin lavarse las manos restregando bien… y, al volver de la plaza, no comen sin antes hacer abluciones; y se aferran a otras muchas cosas que han recibido por tradición, como enjuagar vasos, jarras y ollas» (Mc 7,3-4). Con esto, el evangelio indica la importancia que los israelitas concedían a los rituales. Sin duda, porque pensaban que de eso dependía su cercanía o alejamiento de Dios. Pues bien, el mismo Marcos pone a continuación, en boca de Jesús, un texto tremendo del profeta Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan es inútil» (Mc 7,6-7; cf. Is 29,13). O sea, Jesús desautoriza el culto religioso basado en meros ceremoniales a los que se atribuye no sé qué efecto santificante. Lo determinante, según el pasaje de Isaías, es dónde está el «corazón», o sea lo más profundo de la experiencia humana y la raíz de nuestra experiencias más fuertes. Y el mismo Jesús da la explicación: «Nada que entra de fuera puede manchar al hombre; no, lo que sale de dentro es lo que mancha al hombre» (Mc 7,15). Es decir, lo que brota del corazón es lo decisivo en la vida (Mc 7,20-23).
 
Al decir estas cosas, Jesús le dio la vuelta a la religión. Lo que importa, ya no son los ritos, las ceremonias o las observancias. Lo que determina si estamos cerca o lejos de Dios es lo que a cada uno le sale de la sede de sus sentimientos y experiencias más auténticas y más fuertes. Por eso Jesús denunció con vigor el ritualismo y el legalismo de los judíos de su tiempo. Por eso mismo Jesús no estableció rituales o leyes ceremoniales de ninguna clase. Es verdad que Jesús nos dejó el mandato de: «haced esto en memoria mía» (la eucaristía), según los relatos de la institución (1Cor 11,23-25; Mc 14,22-25 par). Pero también sabemos que el evangelio de Juan, que sabía mucho de la eucaristía (cf. cap. 6), no cuenta lo del pan y el vino, en la última cena. Y en lugar de eso, justamente donde los otros evangelios sitúan el relato eucarísti­co, Juan pone el mandamiento del amor (Jn 13,34-35). Porque el cuarto evangelio se dio cuenta del peligro, que siempre tenemos los cristianos, de aferrarnos a repetir el ceremonial, sin caer en la cuenta de que lo decisivo es la experiencia profunda, el cariño auténtico, que se expresa simbólicamente.
 
Por eso, san Pablo afirma con toda energía que donde no hay amor, la eucaristía no se celebra, por más que se realice el ritual con toda la exactitud del mundo. Eso, ni más ni menos, es lo que ocurría en la comunidad de Corinto. Allí había divisiones y bandos enfrentados (1Cor 11,18), de manera que los ricos cenaban hasta emborracharse, mientras que los pobres pasaban hambre (1Cor 11,21). Ahora bien, en una comunidad en la que pasa eso, la sentencia de Pablo es tajante: «eso ya no es comer la Cena del Señor» (1Cor 11,20). El problema, entre los cristianos de Corinto, no estaba en que dejaran de observar el ritual. El problema estaba en que no se querían. Y así, es sencillamente imposible celebrar un sacramento.
 
La conclusión de todo esto es algo que vio claramente el autor de la carta de Santiago: «Religión pura y sin tacha a los ojos de Dios Padre es ésta: mirar por los huérfanos y las viudas en sus apuros y no dejarse contaminar por el mundo» (Sant 1,27). En eso consiste el «culto auténtico» del que habla san Pablo, en ofrecer la propia existencia como el sacrificio religioso que agrada a Dios (Rom 12,1-2). Y no vale decir que la gracia de Dios se recibe por la imposición de manos (2Tim 1,6), o sea el rito que comunica la gracia divina. Porque esa traducción es dudosa. Y porque el autor de la carta alude enseguida al «espíritu de valentía y de amor» (2Tim 1,7). Eso es lo que importa.
 
 

  1. Los símbolos de la vida

 
Muchas veces se ha dicho que los sacramentos son «signos eficaces» que nos comunican la gracia. Esta definición, sin embargo, se queda corta y resulta insuficiente. Porque un signo es la unión de un significante y un significado. Pero de tal manera que el significado es siempre un concepto. Por ejemplo, en el lenguaje, cada palabra es un signo. Porque, en la palabra, el significante (fonema) al unirse con el significado (concepto), se forma o se configura el signo. Por eso solemos decir que el signo se sitúa siempre a nivel lingüístico. Y, por tanto, a nivel conceptual.
 
Ahora bien, todos sabemos que en la vida hay experiencias que no se pueden comunicar a nivel lingüístico o conceptual, sino que se sitúan a un nivel más profundo, el nivel simbólico. Así, en el complejo mundo de las relaciones humanas, en el psicoanálisis y en la historia comparada de las religiones, aparecen con frecuencia experiencias que resultan estrictamente inefables. Porque no se pueden expresar mediante signos. De ahí, la necesidad de los «símbolos», que son la expresión de nuestras experiencias más hondas. Por ejemplo, una madre no le expresa su cariño a un hijo mediante palabras o discursos, sino con caricias y besos. Una persona, que ama a otra, no se pone a explicarle las teorías filosóficas sobre el amor, sino que sencillamente la abraza o con su mirada le dice mucho más que mil palabras. Y es que hay experiencias que no se comunican a nivel lingüístico, sino únicamente mediante gestos simbólicos.
 
Por otra parte, todo símbolo se compone de dos elementos: la experiencia, que ahonda sus raíces en el inconsciente de la persona, y la expresión externa de esa experiencia. Si falta uno de estos os elementos, no hay símbolo.
Pues bien, la fe cristiana comporta experiencias muy hondas, que no se pueden comunicar solamente mediante signos, a nivel lingüístico. La experiencia del amor, de la esperanza, de la libertad, etc. ahondan sus raíces en el inconsciente de la persona. Y por eso solamente se pueden asumir y expresar adecuadamente mediante símbolos. Tales símbolos son nuestros sacramentos.
 
Pero conviene tener presente que, con relativa frecuencia, los símbolos tienen el peligro de degenerar en simples ritos, vacíos de contenido. Esto ocurre cuando la experiencia de la vida muere y desaparece, pero de tal manera que el gesto externo se mantiene y perdura. Por ejemplo, hay personas que se dan la mano, se abraza o hasta se besan, pero eso es un mero gesto externo, que no expresa amor de ninguna clase. En esos casos, el símbolo se ha vaciado de un elemento esencial, la experiencia profunda. Y, entonces, el gesto externo no sirve sino para ocultar, en vez de comunicar, lo que realmente se vive.
 
Esto es lo que pasa, demasiadas veces, con los sacramentos. La gente va a misa, comulga o pone en práctica el ritual que sea. Pero todo se queda en eso, en un mero ritual. Porque la pura verdad es que la vida de esa persona no cambia, ni mejora, ni de allí sale con más amor y con más bondad. Porque ha habido un gesto externo, pero ha faltado la experiencia profunda que se tendría que expresar en tal gesto. Sencillamente, se ha puesto en práctica un rito, pero no ha existido símbolo alguno. En ese caso, es evidente que el ritual sólo ha servido para engañar al propio sujeto, que se va pensando que está más cerca de Dios. Y también para engañar a los demás, que se hacen la idea de que tal persona es «como hay que ser».
 
 

  1. La eficacia de los sacramentos

 
Según la doctrina del concilio de Trento, los sacramentos comunican la gracia «ex opere operato», es decir, por la acción que se realiza. Pero esta fórmula del concilio no quiere decir que el sacramento comunica la gracia de una manera automática. Esto ha sido estudiado detenidamente. Y se ha demostrado que esa fórmula quiere decir que el sacramento comunica la gracia por la acción de Cristo, que se comunica al creyente. Por tanto, la fórmula se refiere sólo al origen de la gracia divina, que, por eso mismo, viene de Dios y no es efecto de la actuación humana.
 
Entonces, ¿en qué sentido y cómo comunican y aumentan los sacramentos la gracia de Dios en los creyentes? Los sacramentos actúan como actúa todo símbolo en la vida de los seres humanos. Dos personas que se quieren, si se besan y se abrazan, no sólo se expresan el cariño, sino que además ese cariño se intensifica y aumenta. Eso es muy humano. Y Dios se sirve de lo que es la vida humana y de cómo funciona nuestra vida, para intervenir así en nosotros.
 
Por eso, una persona que participa de verdad en la eucaristía, no sólo expresa se fe en Jesucristo, sino que, además, esa fe se acrecienta, se hace más fuerte, más madura, más coherente. Y lo mismo se puede decir de los demás sacramentos.
 
 
 

  1. Tres preguntas para concluir

 
¿Por qué hay sacramentos?
Porque la vida cristiana no es algo que está al margen de la vida humana. Ni es una realidad extraña y misteriosa que poco o nada tiene que ver con lo que hacemos y vivimos todos los días y a todas horas. De la misma manera que, en la vida de los seres humanos, hay experiencias que no podemos expresar, ni acrecentar en nosotros, sino mediante gestos simbólicos, igualmente en la vida de fe, la vida cristiana, hay experiencias que sólo se pueden expresar mediante los símbolos, que son los sacramentos. Una vida de fe sin sacramentos, sería algo así como una vida humana sin gestos de amistad, de cariño y de entrega mutua. Por otra parte, esto también quiere decir que los sacramentos son indispensables para trasmitir la fe. Así como el cariño no se transmite sino por medio de los gestos que lo expresan y en los que se disfruta lo que es quererse, también debemos saber que la fe no se comunica sólo mediante palabras y compromisos, por más auténticos que sean. La fe se comunica efectivamente cuando es experiencia compartida mediante los símbolos que le son propios, o sea los sacramentos.
 
¿Para qué son los sacramentos?
No abrazamos a las personas que queremos «para que así y por eso nos quieran más». El que abraza con esa intención es un egoísta y hasta un hipócrita. Abrazamos a las personas que queremos porque eso nos sale de las entrañas y, por tanto, porque sentimos esa necesidad. Pues de la misma manera, hay que decir que no vamos a misa «para que así Dios me quiera más». No. Yo voy a misa y participo en la eucaristía porque me sale de lo más hondo de mi fe en Jesús, porque no puedo pasar sin él y porque necesito expresarle así mi fidelidad a su mensaje. Además, voy a la eucaristía porque también necesito compartir mi fe con los que tienen las mismas convicciones que yo. Cuando se siente todo esto, entonces se empieza a comprender «para qué» son los sacramentos.
 
            o ¿Cómo se deben celebrar los sacramentos?
Lo primero de todo es pensarse muy en serio si vivimos la experiencia que se trata de expresar en el gesto simbólico (el sacramento) que voy a celebrar. Por eso, dice Jesús que si vas a acercarte al altar, pero te acuerdas de que alguien tiene algo contra ti, lo que tienes que hacer es no acercarte al altar, hasta que hayas arreglado el problema que tienes con quien sea (Mt 5,23-24).
 
Lo segundo es caer en la cuenta de que los símbolos son siempre gestos culturales, es decir, una misma experiencia se expresa de maneras distintas en las diferentes culturas. Por ejemplo, el respeto o el amor, en unas culturas se expresa besando, en otras haciendo determinados gestos de reverencia. Esto quiere decir que es necesario pensar si nuestros sacramentos, tal como los celebramos, están debidamente «inculturados» en los modos y formas de expresión que hoy vive la gente normal en nuestra cultura. En este sentido, hay un largo camino que andar. Y hay que acometer cambios importantes. En diálogo con la Iglesia y, por supuesto, con la libertad propia de los cristianos.
 
Lo tercero es no vivir los sacramentos como obligaciones, que hay que cumplir para no estar en pecado. Los sacramentos no son obligaciones, sino expresiones de amor y de fe. Finalmente, los sacramentos se tienen que celebrar como una fiesta. Porque son eso exactamente: una «celebración». Por tanto, que de ellos salga la gente con más alegría, con más ganas de vivir, con más ilusión y, sobre todo, sintiéndose más cerca de todos los que sufren en esta vida. Porque si los sacramentos son sacramentos de la fe, sabemos que la fe en Jesús lleva derechamente a la solidaridad con el dolor y la humillación de las víctimas de este mundo.   n

José M. Castillo