Parábola del «hijo pródigo» hoy. Parroquia «San José Artesano» (Guadalajara)

1 marzo 2000

CUARESMA: DIOS SIEMPRE ANDA PERDONANDO

 
El día 8 comenzamos la Cuaresma. Este sencillo material en torno a la «parábola del padre bueno y el hijo pródigo» puede servir para centrarnos en uno de los mensajes fundamentales del tiempo cuaresmal: podemos cambiar porque Dios nos ama y perdona siempre.
 
 
 
Conforme a las necesidades y posibilidades, se organizará el siguiente texto como una simple representación o como un háppening en el que todos puedan participar. Tras preparar adecuadamente la sala, se comienza con un minuto de música.
 
— Narrador: Un buen hombre, pequeño empresario, tenía dos hijos —chico y chica—, a quienes se había preocupado de educar lo mejor posible y de que nada les faltara. Sin embargo, un buen día el hijo menor le dijo a su padre:
(Música)
— Hijo: Viejo, esta casa es un aburrimiento. No quiero estudiar más, pero no tengo libertad para nada. Así que dame las pelas que me corresponden, que me largo de casa.
(Música)
— Narrador: El hijo menor, en cuanto recogió sus cosas, se largó a la gran ciudad; donde se juntó pronto con una pandilla, haciéndose los dueños del barrio antiguo. Eran bien conocidos por la policía y en todos los establecimientos que cerraban a altas horas. El alcohol les sorbía el coco, la violencia era su modo habitual de actuar con los desconocidos y, cada noche, su conversación no pasaba del «ja, ja, ja…».
(Música)
— Narrador: Aquello no podía durar mucho: el dinero se iba agotando y la pandilla se deshacía; estaban fichados por la policía y había pasado algunas noches en la comisaría.
(Música)
 
— Narrador: Abandonado por todos los amigotes y cansado de todo, aquel chaval se puso a pedir en la calle «dos duros» para coger el autobús de vuelta a casa. La gente le miraba extrañada y con desprecio, su pinta no daba más que lástima o asco a los que pasaban delante de él. Avergonzado, se decía a sí mismo:
(Música)
— Hijo: Soy un tío fracasado…, ya ni los colegas quieren estar conmigo. Por el contrario, hasta los obreros de mi padre viven «como dios»: trabajan sus ocho horitas y ganan una pasta sin complicaciones; además tienen los fines de semana libres y, si hay un puente, se van a la playa… Y yo aquí malvivo pidiendo y dando vueltas sin saber adonde ir. ¡Esto es un asco de vida…! ¡Voy a volver, y que mi padre me emplee en su curro! Le echará un discursillo y… seguro que me contrata. Le diré: «¡Hola, viejo!; he vuelto…; perdona que te haya gastado tanta pasta a lo loco; ahora sólo quiero que me contrates para currar en tu taller, como uno más…».
(Música)
— Narrador: Finalmente, tras varios días pidiendo limosna en la calle, consiguió el dinero para el autobús de vuelta a casa. Caminaba por la acera cabizbajo, mientras se acercaba a su casa, como para que nadie le reconociera en el barrio…
(Música)
 
— Narrador: Pero su padre, que cada día echaba una ojeada por el balcón por ver si le veía retornar a casa, enseguida le reconoció al otro lado de la calle y bajó corriendo las escaleras hasta el portal, abrazándole muy contento. Mientras tanto, el hijo le decía:
(Música)
— Hijo: Viejo, perdona… Sólo quiero currar en tu taller…
(Música)
— Narrador: Pero el padre, sin hacer caso de sus palabras, subió a casa con él, le preparó el baño y ropa limpia. Después le regaló su mejor reloj y hasta le compró aquellas zapatillas con las que tanto se había encaprichado su hijo en una ocasión. En fin, fue también al supermercado más cercano y preparó una gran cena, con música y todo, invitando a los vecinos amigos. Y les decía a estos últimos:
(Música)
— Padre: Este hijo mío estaba como muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido para mí y, por fin, todos le hemos vuelto a encontrar, ¡lo hemos recobrado!
(Música)
 
— Narrador: Y… estaban así, cenando entusiasmados, cuando llamaron al timbre. Era la hija mayor. Quien no pudo menos que asombrase del escándalo que se había formado en su casa. Por más que le explicaba, no entendía que su padre tratara de ese modo al hermano, después de todo cuanto había hecho. Al fin, se cerró en su habitación, negándose a saludar a su hermano y a cenar. Es más, de vez en cuando, despotricaba contra su padre gritando:
(Música)
— Hija: ¡Me encanta, papá! ¿Sabes? Yo te llevo la contabilidad de la empresa, después de las clases en la universidad, y ni tan siquiera me dejas venir más allá de las doce a casa. Me controlas hasta la última peseta y no me puedo comprar la ropa que quiero porque —dices— tenemos que ahorrar… Tu niñito, casi nos deja arruinados; nos tiene tres meses en vilo, pendientes del teléfono…, y ahora le haces este recibimiento, como si fuera el héroe de la familia.
(Música)
— Padre: Hija, ¿no te das cuenta? Si tú eres todo para mí y todo cuanto tengo es tuyo. Lo de menos es el dinero; ya lo recuperaremos. ¿No te das cuenta que dábamos a tu hermano por muerto y ha vuelto a la vida? ¡No lo encontraba ni la policía y ahora está de nuevo en casa con nosotros… ¡Hay que celebrarlo! Por favor, no seas así…, ven…, saluda a tu hermano… y siéntate a cenar con todos (Se abrazan, se sientan y todos se dan la mano).
(Música, durante unos 30 segundos; al bajar el volumen, concluye el narrador)
— Narrador: Dios Padre es la fuente del amor: nos regenera y nos hace capaces de superar el egoísmo para volver a amar con una intensidad mayor.
(Los personajes permanecen quietos, mientras se escucha la canción «Padre»).