PARÁBOLAS DE ADVIENTO

1 noviembre 2008

Carmen Aguado
  
1. La búsqueda del Rey Escondido
 
No hace mucho tiempo existía un Imperio que era el más vas­to y poderoso de la Tierra, porque con el paso de los siglos había en­gullido a todos los Imperios anteriores. Había adquirido no sólo una gran gloria, sino también una inmensa riqueza, y sus habitantes se jactaban de ser los más feli­ces del universo.
Pero un día irrumpió en el Imperio una extraña enfermedad. En un principio afectó sólo a unos pocos, pero cada vez atacó a más y bien pronto la enfermedad misteriosa creció hasta convertirse en una terrible epidemia. Actuaba como una es­pecie de parálisis progresiva, que atacaba no sólo las piernas y los brazos de los hombres, sino también sus facultades internas. Las per­sonas atacadas por la enfermedad no podían moverse, muy pronto no hablaban y, al final, ni siquiera lograban pensar. Inmóviles e insensi­bles, parecían convertirse en hielo.
 
Manda a tu hija ante el Rey Escondido
Cuando ya todos tenían claro que la enfermedad afectaría cada vez a más súbditos, el Emperador reunió a su Gran Consejo y preguntó qué podía hacer en una circunstancia tan difícil. Los consejeros se mesaban la barba, tosían embarazados, se pasaban el problema de uno a otro, consultaban las páginas de los archivos, pero no lograban dar el más mínimo consejo. La única idea válida fue que el Emperador hiciera una proclama a todo el Reino, para que, si alguien conocía una vía de salvación, se presentase inmediatamente en el palacio imperial.
Así lo hizo el emperador. Pocos días después se presentó un viejo pastor, que dio al Emperador este extraño consejo: «Una sola cosa puede ayudarte en una calamidad como esta; manda a tu hija ante el Rey Escondido. Sólo él puede darte lo que nece­sitas».
Cuando el emperador oyó estas palabras, se sintió invadido por una gran tristeza y por un terrible temor. No podía tolerar el envío de su única hija sola por el mundo a la búsqueda de un Rey Desconocido, que, por añadidura, estaba escon­dido. Por eso se opuso con decisión. Pero cuando también él fue atacado por los primeros síntomas de la enfermedad, decidió seguir el consejo del viejo pastor.
 
Un espléndido manto azul
La joven hija del emperador se puso en camino al alba del día siguiente y comenzó a buscar al Rey Escondido. La chi­ca desconocía en qué ciudad habitaba; por tanto, no sabía qué camino escoger. Sólo estaba animada por el intenso deseo de encontrar a aquel misterioso Rey y ayudar a todos los habitantes del Imperio a recobrar la salud perdida.
Caminó desde la mañana a la noche, pero no encontró la menor in­dicación. Como al final de la jornada no había llegado a ninguna con­clusión, decidió no perder tiempo en buscar un refugio para la noche: permanecería al raso, para no dejar escapar cual­quier indicio importante.
Mientras se adensaba la oscuridad, trepó por los flancos escarpa­dos de una montaña y allá arriba se detuvo para pasar la noche. De repente se dio cuenta de que el cielo, increíblemente azul, pa­recía curvarse sobre ella, como si quisiera envolverla en un abrazo. Nunca había visto una cosa semejante. Lo miró largo rato con el aliento suspendido, inmóvil en aquella inmensidad que la llamaba y se de­jó atrapar en aquella visión sublime. Se sintió como si de improviso lograse comprender todos los secretos del mundo. Después cayó en un sueño profundo. Cuando despertó al día siguiente, se dio cuenta con enorme sorpresa de que estaba envuelta en un espléndido manto azul.
 
El hábito rojo y las zapatillas de oro
La princesa retomó el camino. Pronto comenzó a encontrar a numero­sos hombres, que invocaban su ayuda, a veces in­cluso con arrogancia y con palabras descorteses. La joven princesa se detenía y con dulzura y paciencia, ayudaba a todos, sin irritarse nunca.
En cierto momento le vino al encuentro un pobre tan desastrado, que prácticamente sólo tenía unos harapos para cubrir su cuerpo macilento. Sin dudarlo, la princesa se quitó su hermoso vestido y se lo regaló al pobre. Pensaba cubrirse como mejor pudiera con su manto, pero sintió inmediatamen­te cómo unas manos invisibles la revestían con un nuevo vestido: era blando brillaba con un bellísimo color rojo vivo.
Al tercer día la princesa reemprendió la marcha. Pero en su camino se acumulaban obstáculos y dificultades. Los senderos se hicieron ca­da vez más difíciles, mientras que sus fuerzas se debilitaban y cada paso le pesaba una tonelada. Sólo su voluntad no cedía y conti­nuaba indómita hacia la meta que se había fijado.
Finalmente, llegó a un jardín lleno de magníficos árboles, en el que brillaban frutos de extraño aspecto. La princesa se dejó caer a los pies del árbol más imponente, pues no sen­tía ya ni un adarme de fuerza. Mientras estaba apoyada en el tronco del árbol, pensaba: “¡ojalá mis piernas tuvieran la firmeza de mi voluntad!”. Justamente en aquel instante el árbol comenzó a moverse, se estremeció y tembló hasta que de su copa cayeron dos zapatillas, hechas de oro brillante y cálido.
Apenas la hija del emperador se hubo calzado las zapatillas de oro, irrumpió en su cuerpo una fuerza que jamás había sentido antes. Inmediatamente pudo reemprender el camino.
 
En el corazón de la Tierra
Al cuarto día, el sendero que recorría comenzó a abismarse en las entrañas de la tierra. Al principio la joven se sintió envuelta en una niebla pavorosa, pero después despuntó una claridad cada vez más viva, hasta que llegó a donde reinaba una indescriptible luz.
Se sentía como si hubiera llegado al corazón de la tierra. En medio de la luz vio un trono, en el que se hallaba sentado un jovencísimo rey cuya figura estaba rodeada de un halo de luz suave y acogedora. En torno al trono, de pie, estaban los espíritus de la naturaleza, los guías de los hombres y los comandantes de las escuadras angélicas. La princesa comprendió que había llegado a la meta. El rey miró a la joven, que avanzaba titubeante, y se fijó en el manto azul que le cubría las espaldas, el vestido rojo y las zapatillas de oro. Entonces resonó su voz: “Veo que mereces verdaderamente recibir la salvación y llevarla a los hombres”.
Ofreció a la joven un cáliz de oro, que estaba lleno de agua burbujeante. “Bebe”, dijo a la hija del Emperador. Y después confió a la joven la misión de llevar aquel agua especial a los hombres y de anunciar a todos la bondad del Rey Escondido. Quien creyere, podía beber y ser curado de la enfermedad. La hija del emperador tomó el cáliz y volvió a la tierra de los hombres. Mas cuando comenzó a hablar de su hallazgo, la mayor parte de los súbditos no quiso creer en la existencia de un Rey Escondido. Pero los que la creían y bebían del cáliz, curaban inmediatamente de la terrible enfermedad que los había atacado.
(B. FERRERO, Historias de Navidad, de Adviento y de Epifanía, CCS, 17-21)
 
Para la reflexión
– ¿Qué sugiere la parábola?
– ¿A quienes representan los personajes principales del relato: el Emperador, la hija, el Rey Escondido?
– ¿Qué simboliza la enfermedad que sufren los habitantes del Imperio? ¿el cáliz de oro lleno de agua burbujeante?
– ¿Qué le entrega el Rey Escondido a la princesa?
– ¿Quiénes reciben y quiénes no reciben la salvación?
 
2. Preparad el camino
 
Llegó un hombre a un camino que estaba en obras y preguntó a los que allí tra­bajaban: “Perdonen pero ¿es aquí donde preparan el camino para Dios? Es que venía para echarles una mano”.
Ellos le contestaron: “Sí amigo, aquí es”. Y uno de los trabajadores se acercó para explicarle en qué consistía el trabajo que allí hacían. Le acompañó hasta una parte del camino y le dijo: “Esto que ves aquí es el camino de la Vida, por donde cada día camina toda la humanidad. Fíjate con atención en el suelo, y si descubres dónde está el pro­blema, es posible que valgas para echarnos una mano”.
El hombre se fijó con atención y pudo ver que el suelo estaba plagado de huellas. Después de observarlas con detenimiento, pudo identificarlas con clari­dad: unas eran las huellas de los poderosos; otras, las de los adinerados; otras pertenecían a los egoístas, a los violentos, a los fanáticos, y también a los falsos. Todas ellas llenaban el camino de la Vida. Extrañado, le preguntó al trabajador: “Sólo veo las huellas de una parte de la humanidad… ¿dónde están las hue­llas del resto?”
El trabajador contestó: “Las huellas del resto de la humanidad están debajo de las que ves en el camino. Son pisoteadas cada día por los de siempre”. Entonces el hombre preguntó intrigado: “Si el camino de la Vida está así… ¿cómo prepararlo para Dios?”. A lo que el trabajador contestó: “Nuestro trabajo consiste en abrir cada día nuevos caminos para que los pisoteados por los de siempre, puedan salir y disfrutar de una vida nueva”.
Y aquel hombre, después de ver todo aquello, se puso manos a la obra abriendo caminos nuevos, para que todos los oprimidos y excluidos del mundo pudieran disfrutar de la salvación que Dios envía.
(J. REAL, Relatos y dinámicas para trabajar el tiempo de Adviento con adultos y jóvenes, CCS, 3-16)
 
Para la reflexión                                                                          
– ¿Quiénes son los pisoteados en nuestro mundo, en nuestra ciudad, en nues­tro entorno cercano?
– En el terreno de la relaciones humanas, dentro de la convivencia cotidiana ¿qué actitudes, comportamientos, reacciones, provocan que una persona se sienta «pisada» o dañada por otra? ¿Te has sentido alguna vez «pisoteado»?
– ¿Quiénes son los que en nuestro mundo, en nuestra ciudad, en nuestro entorno cercano, viven abriendo caminos nuevos para dar esperanza, ale­gría, consuelo o dignidad donde no la había?
– ¿De qué manera recorres tú el «Camino de la Vida»? ¿Qué huellas te gustaría dejar en este camino?
– ¿Estamos dispuestos a echar una mano para preparar el camino para Dios?
 

  1. Dos cartas

 
Carta del hombre
Querido Dios:
Estoy pesimista. Tremendamente pesimista. No hay nada que hacer. Acabo de leer a Isaías: Ven, pueblo de Jacob, marchemos a la monta­ña santa; caminemos hacia la luz del Señor (Is 2,1-5).
A las claras: esto me parece un cuento. No lo entiendo. Yo mismo soy consciente de mis resistencias a caminar y a empren­der lo nuevo. No emprendo el camino de lo nuevo porque me da mie­do, y, en el fondo, estoy convencido de que sería más feliz y mejor creyente. Pero me aferro a la actual seguridad. Llegan edades de la vida en que uno, Señor, ya no quiere cambiar. Cruje todo por dentro. Hay muchos Nicodemos que no nos creemos eso de «nacer de nuevo».
He estado en una reunión en este inicio de Ad­viento y he vuelto pesimista. Nos preocupa­mos tanto de la integridad y de las «comas y puntos» de tu mensaje que ya no sé si nos interesa la letra o el espíritu. Es tan importante prevenir el error, que conservarlo nos está paralizando… Me duele el alma… Me sabe a algo de lo que Jesús, tu Hijo, tuvo que afrontar con «los religiosos» de su épo­ca… La salvación tiene que brotar por otras esquinas. No nos penetra tu palabra. La leemos, la proclamamos, la te­nemos en primer plano en la iglesia, pero está lejos del corazón. El corazón nuestro se alimenta de nuestras palabras, de nuestros mie­dos, de nuestros fracasos, de nuestro asegurar el presente, de nuestras ganas de medrar y tener poder y renombre, de nuestros recuerdos de ayer… No nos atrevemos a ir al futuro si éste supone que tenemos que cambiar algo de lo que somos y tenemos, de lo que nos asegura. Así, Señor, no anunciamos que tú llegas y que tú traes un futuro nuevo.
En el fondo me duele todo esto. Hasta me pongo a pensarlo y discul­po a la gente diciéndome: ¡Cómo vas a pedir a tales personas a sus años que cambien…! ¿Pero no es esto una contradicción? Si somos creyentes, lo de la fe es un continuo éxodo, ¿o no? ¿Qué fe es la que tenemos? Yo creo que más que fe tenemos certezas… La fe es caminar en la inseguridad de la confianza ilimitada… La cer­teza es inmovilista.
Todo esto es lo que me vuelve pesimista. Confieso que el peso de los otros pesa sobre mí y me dificulta abrirme yo mismo a la esperanza y a lo nuevo. Tengo la tentación de decirme: «Tira como puedas, y déjate de historias. No hay nada que hacer, así que no te compli­ques la vida…».
¿Un poco triste, no? Pero esto no es toda la verdad. No quiero caer en ese error porque hoy esté hablando desde la noche. Hay estrellas… Me apunto a ver la noche desde una estrella…
 
Respuesta de Dios
Querido hombre:
He leído tu carta, como bien decías en ella, llena de pesimismo. Te comprendo, pero no estoy de acuerdo. Tú tienes la impresión de que no ves novedad de vida. Todo depende del ángulo desde donde miras los brotes de vida.
Soy Dios de vida y Dios de vivos. No me gustan los predicadores de la muerte y de la catástrofe. Éstos no me han entendido. A mí no se llega por el miedo. A mí se viene por el camino de la paz, de la ver­dad, del amor… ¡Cuándo lo vais a entender!
¿Por qué no entras en lo que vivió mi en­viado, mi Hijo…? Él se sentó a la entrada del Templo y supo ver, en medio de la hipocresía y de la apariencia, la vida que encerraba una mujer que dio unas pocas monedas, pero dio todo lo que tenía y lo dio de corazón. Eso es vida.
Te recuerdo también que más de una vez tuvo que exclamar: «Os aseguro que en Israel no he encontrado tanta fe». Para ver la nueva vida tienes que ampliar tu horizonte de miras. La vi­da nueva no está sujeta a grupos o instituciones que, en principio, tendrían que ser fuente de vida nueva. Mira un poco más allá. Sal a los caminos donde viven los ne­cesitados. Este es el secreto. Nace vida donde hay sufrimiento y do­lor humanos. Nace la vida donde hay gritos de esclavitud y hermanos que saben escucharlos. Sí, la vida sigue brotando y sorprendiendo en muchos rincones, en muchos hombres y mujeres que no están mar­cados con ningún sello ni llevan etiqueta alguna, pero sienten en su corazón la llamada de ir al encuentro del hermano.
Con la excusa de conservar la vida que han recibido, mucha gente lo único que hace es encerrarse y apagar lentamente el don recibido. Se parecen a las vírgenes necias, o al siervo perezoso que enterró el talento en la tierra. Aunque te parezca increíble o imposible, yo, el Señor, te digo que hay más vida de la que te imaginas. Si no la descubres es que te has encerrado en un castillo impenetrable.
Tu pesimismo, querido hombre, es acusación. Te has acomodado en la sala del bienestar y sólo sabes mirarte o mirar la TV. Te ocupas en controlarlo todo, en conservarlo todo en vez de abrir la puerta a los que necesitan cuidados. No te encarnas, y por eso no nace nada. ¡Si al menos en este tiempo te abrieras a la verdad y a la palabra que te traigo! Estoy cerca, ¿por qué no me ves? Nada más. Tu Dios que te quiere
(A.  GINEL, Materiales para el Adviento, Editorial CCS, 12-15)
 
Para la reflexión
– ¿Qué motivos explican el pesimismo del hombre en la primera carta? ¿Por qué se muestra pesimista?
– ¿Cómo responde Dios a este pesimismo?
– ¿Cuáles son nuestras resistencias, nuestros desalientos, nuestros desencantos?
– ¿Cómo nos situamos en este adviento ante nosotros mismos, ante los demás, ante Dios?
– Escribir una carta a Dios que exprese nuestra situación y nuestra actitud personal
– Llegar después a un rato de oración e intentar escuchar la respuesta de Dios.