Riccardo Tonelli
Experto en Pastoral Juvenil, Universidad Salesiana de Roma
Un hecho que da que pensar
Una página del Evangelio de Marcos narra un hecho que da que pensar mucho a los que no se conforman con la primera impresión.
El hecho es el siguiente: la multitud busca deseseperadamente a Jesús, le persigue, dispuesta a superar problemas y dificultades, algunas bastante serias, con tal de escuchar a Jesús.
Eso mismo vieron ese grupo de valientes que nos hemos acostumbrado a llamar los apóstoles. Jesús los ve trabajando. Les llama por su nombre y les invita a dejar todo y a seguirle. Y ellos lo hacen, con una determinación valiente y casi con la imprudencia propia de un adolescente. Tras pensarlo un poco, encuentran algunas dificultades. Piden que se les conceda un tiempo para despedirse de sus padres y de sus amigos, recoger las redes y poner a cubierto las barcas, participar en un funeral. Jesús niega el permiso. Ellos entonces no se ponen a discutir ni renuncian a la propuesta. Abandonan de verdad todo y le siguen con una valentía radical.
Sería bonito que todo continuara en ese estado de felicidad. Pero los evangelios nos cuentan también el reverso de la moneda. Y es precisamente eso lo que da que pensar y nos pone en crisis.
La misma mutitud, cuando se le invita a elegir, prefiere a Barrabás antes que a Jesús, y decide deshacerse de su presencia incómoda, exigiendo a las autoridades crucificar a un inocente y liberar a un malhechor.
Los discípulos, a la hora de la verdad, pasan del sueño tranquillo del huerto de los olivos a la huida desesperada. Le abandonan. Incluso alguno le traiciona: por dinero o por miedo. Es desde luego una triste manera de tomar una decisión vocacional. Sólo se salvan Juan y algunas mujeres.
¿Por qué?
La invitación a anunciar que Jesús es el único nombre en el que tenemos vida contrasta con esta situación terrible e inquietante. Quien se olvida de ella y proyecta soluciones refinadas, sin tener en cuenta este riesgo, se condena él solo a quedasre en la pura retórica y a equivocarse.
Es un asunto dramático. La salida fácil de tirar los remos de la barca a la primera dificultad la experimentamos a diario: en primera persona y en la historia de tantos de nuestros hermanos. Verdaderamente no basta con repetir la invitación a evangelizar si no nos ayudamos a comprender esta provocación, y si no la desciframos en un juego en el que la libertad personal se confronta con las exigencias en calidad y en opciones.
Convencido de esto, he querido apoyarme en los primeros discípulos de Jesús, en la historia de sus vidas, en el encuentro de la comunidad apostólica que se nos presenta en el libro de los “Hechos de los Apóstoles”. He releído el primer capítulo de este gran relato de vidainterpertada. He descubierto un regalo que me ha ayudado a volver a comprender las condiciones de vida que ayudan a transformar el encuentro con Jesús en confianza plena y total en Él.
La pasión por la misión
Repaso el camino vocacional de los primeros discípulos: de la llamada a la decisión, a la traición, al compromiso por la misión hasta la muerte.
En el transcurso de cada día han concentrado su entera experiencia de encuentro con Jesús. Se han jugado la vida por su nombre. “No podemos ir a ningún otro sitio… porque sólo tú tienes palabras de vida y de esperanza”, proclamaron con profunda sinceridad en el momento en que la mayoría le abandonaban.
Los sucesos trágicos del prendimiento, de la condena y de la crucifixión les han llevado areplanterase su opción vocacional. Aquello que habían decidido, sostenidos por la fascinación de la presencia continua de Jesús y por su avasalladora capacidad de conmover a las multitudes, con palabras y con actos, ahora entra de golpe en crisis. La muerte de Jesús hace que vuelvan a dudar sobre su opción de vida. Se organizan para regresar a su vida anterior, dispuestos a soportar las burlas del que frunció el ceño al verles partir.
Se diría que la muerte de Jesús había ocurrido con el propósito de cerrar cualquier expectativa de futuro. Alguno incluso había tirado los remos en la barca y había regresado a sus campos y a las ocupaciones de antes, con el corazón lleno de tristeza y con un semblante que transmitía toda la angustia de la desilusión. Los otros… tenían tanto miedo: demasiado como para manifestarse en la calle. Estaban escondidos en un rincón de Jerusalén. Habían recibido el mandato de llenar la ciudad de la buena noticia que Jesús les había confiado. Pero preferían el silencio.
Es verdad que Jesús había reaparecido, vivo y triunfador. Pero era un tanto estraño: iba y venía; hablaba poco y ya no se dejaba consumir por las multitudes. Había resuciadociertamente… pero ya casi nada se parecía a lo de antes. Aún no estaba todo claro. Mejor… esperar y comprobar. Cada acontecimiento especial, como lo sucedido a los dos compañeros de Emaús, aumentaba su convicción de que convenía no tomar decisiones apresuradas, sino pensárselo un poco más hasta ver cómo evolucionaban los acontecimientos.
Luego ocurre lo imprevisto, soñado y esperado pero demasiado grande como para programarlo al replantearse su vocación. Jesús recobra la vida. Está con ellos. Parece como si quisiera invitarles a revivir los buenos tiempos. Habla de sus últimas encomiendas. Luego les convoca, a las afueras de la ciudad, en una zona solitaria.
Allí acuden todos. Llenos de emoción. ¿Será por fin ahora cuando va a establecer el Reino prometido?
En el interior de cada uno, se entremezclan deseos, esperanzas, nostalgias, proyectos. Tienen la impresión, aunque no lo comentan entre ellos, de haber llegado a la meta.
Los apóstoles… y nosotros. Lo que han visto aquella tarde en el monte de la Ascensiónverdaderamete nos concierne.
La nostalgia de Jesús es muy fuerte. Y es lógico que sea así. Pero quien tiene que realizar misiones importantes… no se puede permitir el lujo de la nostalgia.
La reprimenda de los dos personajes vestidos de blanco da que pensar: ¿Qué hacéis mirando al cielo con la nariz hacia arriba… como si todo estuviera allí? Hay una gran tarea que realizar. Jesús os la ha encomendado y no hay tiempo que perder a la hora de ponerse a trabajar.
Ahora toca el tiempo de la fatiga, del trabajo, de los proyectos y de las realizaciones. Ya volverán los tiempos felices en que se podrá disfrutar otra vez de la dulce compañía de Jesús.
Volverá… ¿pero cuándo? No lo sabemos y no debemos devanarnos los sesos imaginándolo. Lo único cierto es que volverá y que ahora estamos comprometidos en llevar adelante la tarea que se nos ha confiado: ser testigos del Evangelio de Jesús hasta los más remotos confines del mundo.
Por tanto la nostalgia deja su lugar al esfuerzo de realizar el proyecto que se nos ha encomendado. Con los apóstoles descendemos del monte para llenar Jerusalén del fragor de nuestra pasión por la vita y la esperanza.
La contemplación: no hay urgencia que valga
Los apóstoles son enviados a la acción. Y se organizan para esas nuevas expectativas. Descienden del monte y consideran la situación. No tienen más ayuda que su propia vida, sus inseguridades y esa porción de temblor que no nos viene mal cuando emprendemos empresas solemnes. Pero ahora están listos.
Pedro, por ejemplo, reorganiza el grupo, buscando un sucesor de Judas. Y lo hace con la seguridad que proviene del mandato de Jesús, que ninguno cuestiona, a pesar del triste paréntesis de la traición.
Luego, de acuerdo con la promesa de Jesús de completar la experiencia y de trasformar el corazón, llega el Espíritu y la aventura del comienzo de la Iglesia.
Tras el regreso del monte y el envío misionero, los apóstoles se toman una especie de pausa, estraña para gente come nosotros, inmersos en las prisas y en la eficacia. Se retiran al cenáculo y dedican un tiempo a la oración y a la contemplación: “Permanecían reunidos en oración con las mujeres, con María, la madre de Jesús y con sus hermanos” (Hechos 1, 14). Tienen el mandato de anunciar el Evangelio hasta los confines del mundo… y se encierran en el piso superior de la casa, dedicando mucho tiempo a una actividad que se parece muy poco a la vida activa que se les pedía.
Considero esta experiencia apostólica un regalo preciosísimo para ayudarnos a captar las condiciones de una fidelidad tal en el encuentro y en la confianza en Jesús que es capaz de superar miedos, inseguridades, retrocesos y traiciones. Parecen decirnos: de acuerdo… hay urgencia… pero ninguna urgencia nos puede hacer olvidar hasta qué punto resulta imprescindible contemplar el misterio de Dios en la oración.
Quizá haya una parte innegable de miedo. El Espíritu no les había trasformado aún. Pero seguro que les había influido profundamente la experiencia de Jesús, que tenía la costumbre de pasar las noches en oración antes de emprender empresas importantes.
Me parece una dimensión fundamental: una condición de fidelidad.
Si lo pensamos, conseguimos incluso averiguar la razón de esta opción.
Los discípulos están al servicio de la vida y de la esperanza en el Reino de Dios. Pero todo esto no puede considerarse de ningún modo fruto del esfuerzo humano… aunque también éste es muy necesario. El Reino prometido es un don. Lo recalcó mucho Jesús: “Quien más en serio asume la causa de la vida es, más que nadie, Dios: es su pasión y su compromiso. Él la realiza. Sin embargo Él me la ha confiado a mí; yo os la confío a vosotros, porque sois mis amigos”. Y de pronto añade: “Cuando hayamos hecho todo lo que tenemos que hacer, debemos tener el valor de reconocernos como pobres siervos… sin excesivas pretensiones. Para la vida y la esperanza… solo Dios es el amo. Nosotros sólo somos siervos… valiosísimos porque la causa de la vida se nos ha confiado a nosotros, pero sólo siervos, porque el proyecto pertenece a Dios”.
Una fidelidad con la cruz como medida
La historia no termina aquí, y sobre todo no se soluciona en este nivel de discurso nuestro intento de descubrir cómo puede ser que, tras el entusiasmo del primer “sí” en el momento del encuentro, venga después el abandono. En cuanto a los tipos de abandono, después de todo, no hay tantos: nuestra historia personal puede ayudarnos a completar la de los discípulos que estamos repasando.
Las personas serias buscan criterios para discernir si el encuentro con una persona y la decisión de hacer de esta persona el centro de la propia existencia, son una opción existencial auténtica o sólo el juego momentáneo de la fascinación o la aventura.
Cuántas veces nos preguntamos si nuestro “sí” es auténtico. Nos lo preguntamos con gran nerviosismo, sabedores de que el encuentro con Jesús es muy especial, entretejido con mil matices, que atraviesan cada existencia. No lo podemos medir con el sistema normal de pregunta y respuesta. En Él, en la acogida incondicional de su persona, nos sumergimos en un misterio de libertad y de responsabilidad, que escapa a las diversas maneras deinstrumentalización de que disponemos.
Nos gusta el entusiasmo. Buscamos observar atenta y puntualmente. Valoramos reacciones y palabras cualitativamente maduras. Pero en el fondo nunca sabemos qué se esconde debajo.
Ciertamente: es un bien, una señal de madurez. Nos obliga a mirar en dirección al futuro y a recuperar cotidianamente un presente de responsabilidad operativa. Pero tenemos una urgente e inquietante necesidad de lograr un criterio de discernimiento: para nosotros y para compartirlo con los hermanos.
Los primeros discípulos de Jesús nos lo proporcionan, en lo que han vivido.
Todavía hoy los relatos de los “Hechos de los Apóstoles” son un regalo precioso.
Me ha impresionado mucho la actitud de Pablo ante aquella joven que, llena de espíritu profético, hacía un oráculo adivinatorio favorable para él, invitando a todos a escucharlo con atención (véase Hechos 16). Pablo habría podido aprovecharse de aquella propaganda gratuita y del crédito que le aproporcionaba el prestigio de que gozaba la muchacha. Y en cambio se gana enemigos acérrimos, sobre todo el propietario de la chica que perdía una notable fuente de ingresos, y libera a la chica del espíritu, obligándole a callarse.
¿Por qué actuó Pablo así?
Estoy convencido de que sólo hay una respuesta, comprometida y exigente. El encuentro personal con Jesús no se mide por el entusiamo sino por la fidelidad.
El criterio de discernimento es, por tanto, la fidelidad. Pero la fidelidad no es repetición de lo que ya se ha experimentado, sino construcción de ese proyecto de futuro que la misión nos ha confiado.
En esta operación la cruz se convierte en la dimensión decisiva.
Me ha llevado a esta conclusión un testimonio autobiográfico de Pablo. Narro primero el texto de Pablo y añado después unos breves subrayados.
“No está bien presumir, pero debo hacerlo. Por ello os hablaré de las visiones y de las revelaciones que el Señor me ha concedido. Sé de un creyente que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo. (No sé si fue llevado físicamente o solamente en espíritu: sólo Dios lo sabe). Sé que ese hombre fue llevado al paraíso. (Si fue llevado físicamente o solamente en espíritu -lo repito- yo no lo sé: sólo Dios lo sabe). Allí escuchó palabras inefables que ningún hombre puede repetir. De eso estoy dispuesto a presumir, pero en cuanto a mí respecta, presumiré sólo de mis debilidades. Si tuviese ganas de presumir no sería necio, diría la verdad. Pero no lo hago: quiero que la gente me juzgue en base a lo que hago y digo, y que no se forme de mí una opinión mejor. Yo he recibido grandes revelaciones. Pero por ello, para que no me envanezca, se me ha infligido un sufrimiento que me atormenta como un aguijón clavado en el cuerpo, un emisario de Satanás que me golpea para impedirme que me vuelva orgulloso.
Tres veces he suplicado al Señor que me liberase de este sufrimiento. Pero Él me ha respondido: Te basta mi gracia. Mi fuerza se manifiesta en toda su potencia cuando uno es débil. Y es por esto por lo que me enorgullezco de mis debolidades, porqué la fuerza de Cristo se manifiesta en mí” (2 Cor 12, 1-10).
Pablo reconoce con alegría las cosas grandes que Dios ha realizado en él, por un gesto imprevisible de su bondad. Tiene derecho a tener una imagen elevada de sí mismo. No se ha hecho a sí mismo él así, con la fuerza y la astucia. Ha sido constituido así por Dios para el servicio al que ha sido llamado. Lo sabe, lo reconoce, no es altivo.
Ese es Pablo: alguien que tiene derecho a presumir delante de todos.
Pero descubre que queda algo que no funciona bien en su vida. Una cosa, pequeña o grande no importa, un peqeño lunar en el resplandor de un rostro renovado.
Cree tanto en su derecho a vanagloriarse, que desearía subsanar también esta deficiencia. Y lo pide con fuerza a aquel que le ha transformado. La respuesta que ha oído, desde el silencio de su Dios, y que nos regala a todos nosotros, es decisiva: tienes tu problema precisamente para que así descubras mejor quién soy yo para ti. La potencia de Dios semanifesta no en el rostro resplandeciente que se te ha regalado, sino en la debilidad que te obliga a alzar las manos diariamente en la oración de invocación.
El estribillo es el mismo: sé alguien, existe, tienes derecho a ser reconocido… cuando seas capaz de confiar. Dios siempre actúa así.
Parece extraño: el que confía es débil, parece un perdedor, depende totalmente del otro… pero así se vuelve fuerte, es el vencedor. Pobre lógica desde nuestro sentido común: está condenada al error. Pero es la del Evangelio: quien ama su vida, la pierde por amor, porque la entrega, con la confianza de un niño.
Así es la cruz, en su dimensión más auténtica, de victoria de la vida justamente en el momento trágico de la muerte y de la desconfianza. Jesús vence a sus enemigos no cuando calma el mar en la tempestad o da de comer a una multitud inmensa con pocos panes. Él triunfa cuando, clavado en la cruz, extiende sus brazos para acoger incondicionalmente a todos.
Sé que esto es duro. Es más fácil escribirlo que vivirlo.
Pero no puedo callar justamente cuando medito sobre las condiciones que hacen más auténtica la confianza en Jesús y consolidan mi decisión de vivir siguiéndole.
Me consuela y mi anima la solidaridad con tantos amigos de Jesús que lo han proclamado y sobre todo lo han vivido.
Riccardo Tonelli