Pasión por la justicia

1 julio 2000

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
«La pasión por la justicia está estrechamente ligada con la cuestión de Dios […]: experimentar al Dios verdadero equivale a sentir dicha pasión». Con Jesús de Nazaret, se concreta todavía más en la causa de las víctimas: desde la fidelidad a la memoria de la pasión y muerte de Jesús, los creyentes cristianos tienen que ser fieles a la memoria de las víctimas de la historia; desde la fidelidad a la «memoria resurrectionis» la fe plantea también la exigencia de mantener firme la esperanza. La educación en la fe, pues, ha de vincularse estrechamente al apasionamiento por la justicia.
Julio Lois Fernández es profesor del Instituto Superior de Pastoral (Madrid) de la Universidad Pontificia de Salamanca.
 
La breve reflexión que ofrezco está informada por esta convicción: «la pasión por la justicia» —con el contenido significativo que intentaré precisar más adelante— representa una forma privilegiada de afirmar prácticamente a Dios en el momento presente. Es una convicción vinculada a esta otra: la injusticia existente —con el abismo de desigualdad creciente e intolerable que genera y con sus consecuencias de pobreza severa y hasta exclusión social— es el más decisivo de todos los desafíos que el cristianismo tiene ante sí al iniciar este nuevo siglo.
 
Lo dicho equivale a decir que «la pasión por la justicia» está estrechamente relacionada con «la cuestión de Dios», es decir, “no puede ser tratada  por más tiempo como una simple cuestión de moralidad cristiana” (A. Nolan). Tiene, en realidad, «un estatuto marcadamente teologal», al estar esencialmente conectada con la afirmación creyente del Dios bíblico, manifestado de forma culminante y decisiva en Jesús de Nazaret. No parece exagerado decir que nada oculta tanto el rostro del Dios que confiesa la fe cristiana —Padre y Madre que ama gratuita e incondicionalmente— como la insensibilidad ante la injusticia que convierte en víctimas a los que tendrían que ser hermanos y hermanas.
¿Cómo reconocer la presencia de ese Dios en un mundo carente de pasión por la justicia? ¿Cómo, sin esa pasión, anunciar el Reino de justicia y de paz que ofreció Jesús preferentemente a los pobres? En la existencia o inexistencia de «la pasión por la justicia» en la vida de los cristianos se juega el futuro del cristianismo. Estamos, pues, ante uno de los criterios más decisivos de verificación de su verdad y de su bondad.
 
 

  1. La justicia desde el punto de vista bíblico

 
Suele decirse, inspirándose en el derecho romano, que la justicia consiste en «dar a cada uno lo suyo». Pero esta definición tan genérica remite a una ulterior determinación de lo que es suyo de cada uno. Y bien sabemos que el orden legal establecido hoy en este mundo nuestro, al fijar tal determinación, puede establecer desigualdades de 72 a 1 (que son las que se dan entre el país más rico y más pobre en el año 1.992 según el «Informe sobre el Desarrollo Humano» de las Naciones Unidas de 1.999).
 
Para la Biblia la justicia consiste más bien en “dar lo suyo a aquel a quien se le ha arrebatado” (G. Faus). Puede y debe considerarse una concreción del amor de Dios que busca la defensa de los indefensos, manifestando así de forma paradójica, pero sumamente realista, la universalidad de ese amor. J. Alonso Díaz, tras un minucioso análisis del Antiguo y del Nuevo Testamento, llega a la conclusión de que la justicia en la Biblia “es el afán por sacar adelante los derechos conculcados, pero especialmente del pobre y del desvalido, es decir, los derechos de aquel que no tiene de por sí los medios de sacarlos adelante” y de ahí que el juzgar («sapat») nunca sea en el texto sagrado una operación «neutra»  ya que supone “tomar partido por el injustamente oprimido y liberar su derecho conculcado”. Para la revelación bíblica «la pasión por la justicia» es, pues, pasión por la causa de los pobres y excluidos.
 
Voy a intentar ahora mostrar, mediante un breve recorrido bíblico, que la vivencia de la fe cristiana está, como queda dicho, vinculada esencialmente a esa «pasión por la justicia», que lleva a comprometerse en favor de la vida y la dignidad de las víctimas de la historia. Pero antes parece necesario situarse ante el hecho de la injusticia para percibir en sus inquietantes dimensiones el carácter decisivo del reto que nos plantea.
 
 

  1. Importancia decisiva del reto de la injusticia:

algunos datos significativos
 
La injusticia nos muestra su rostro perverso en las manifestaciones de desigualdad que genera, que pueden percibirse en los distintos niveles o subsistemas que configuran la realidad -económico-social, jurídico-político, ideológico-cultural-, y que se traducen en pobreza, marginación y hasta exclusión social, discriminación de la mujer, desprecio cultural, racismo, xenofobia…
Me limito a presentar, dada la brevedad obligada de este trabajo, algunas expresiones de dicha desigualdad injusta en el campo socioeconómico, tomadas literalmente todas ellas de los Informes del PNUD de 1998 y 1999:
 
¡ “Las desigualdades del consumo son brutalmente claras. A escala mundial, el 20% de los habitantes de los países de mayor ingreso hacen el 86% del total de los gastos en consumo privado, y el 20% más pobre, un minúsculo 1,3%”.
¡  “Los 225 habitantes más ricos del mundo tienen una riqueza combinada superior a un billón de dólares, igual al ingreso anual del 47% más pobre de la población mundial (2.500 millones de habitantes)”.
¡  “Las tres personas más ricas tienen activos que superan el PIB combinado de los 48 países menos adelantados”.
¡ “Se estima que el costo de lograr y mantener el acceso universal a la enseñanza básica para todos, atención básica de salud para todos, atención de salud reproductiva para todas las mujeres, alimentación suficiente para todos y agua limpia y saneamiento para todos es aproximadamente de 44.000 millones de dólares por año. Esto es inferior al 4% de la riqueza combinada de las 225 personas más ricas del mundo”.
¡ “Las diferencias de ingreso entre la gente y los países más pobres y los más ricos han seguido ampliándose. En 1.960 el 20% de la población mundial que vivía en los países más ricos tenía 30 veces el ingreso del 20% más pobre; en 1.977 era 74 veces superior”.
¡ “Las diferencias están aumentando tanto entre los países como dentro de ellos. De hecho, “casi todos los países experimentaron un aumento de la desigualdad durante el decenio de 1.980, salvo Alemania e Italia”.
 
En España el estudio reciente del INE (Instituto Nacional de Estadística), publicado en diciembre de 1999, nos sitúa ante más de 6 millones de personas que viven por debajo de lo que convenimos en llamar «umbral de la pobreza». De ellas, unas 800.000 personas están rigurosamente excluidas, desterradas del sistema y con carencia de lo más indispensable para satisfacer las necesidades primarias. Y otras 700.000 están en la frontera de esa exclusión severa, a punto de deslizarse al abismo.
 
Son desigualdades que derivan de profundas injusticias estructurales y que esconden, cuando somos capaces de ver más allá de las cifras y gráficos en que se expresan, demasiado sufrimiento acumulado sobre las espaldas de las personas que las padecen. Constituyen un desafío ineludible para toda persona que experimente la pasión por la justicia y plantean la necesidad de un compromiso orientado a su superación. Pero antes de concretar las exigencias que tal compromiso parece demandar a la luz de la fe cristiana, vamos a tratar de fundamentar primero la relación esencial ya establecida anteriormente entre vivencia de la fe y pasión por la justicia.
 
 

  1. Fundamentación bíblico-teológica de la relación esencial

    existente entre fe cristiana y pasión por la justicia
 
Se trata, digámoslo una vez más, de mostrar que la revelación bíblica sitúa «la pasión de la justicia», que conduce a abrazar la causa de las víctimas de la injusticia existente, en un nivel estrictamente teologal, al presentarla como componente esencial de la verdadera experiencia de Dios.
 
3.1. En el Antiguo Testamento la imagen de Dios
   aparece esencialmente vinculada a «la pasión por la justicia»
 
En la revelación bíblica, a partir de la experiencia del Éxodo —núcleo generador de la fe de Israel—, el Dios bíblico aparece esencialmente vinculado a la escucha del clamor del pueblo injustamente oprimido, hasta el punto de que tal escucha, traducida en intervención histórica liberadora, identifica al Dios verdadero y le distingue de los falsos dioses. En la imponente figura de Moisés aparece claramente que experimentar al Dios verdadero equivale a sentir «la pasión por la justicia» que lleva a escuchar la interpelación de las víctimas (el pueblo esclavizado en Egipto) y demanda un compromiso liberador.
 
Esa misma vinculación esencial entre experiencia de Dios y «la pasión por la justicia» está presente en la prohibición bíblica de construir imágenes idolátricas de Yahvé (cf. Éx 20, 4-6; Dt 5, 8-10). Cuando la relación de Dios no urge la realización de la justicia es prueba de que no se está experimentando el verdadero perfil de Dios. Dios se transmuta en ídolo. Los ídolos son falsos y se prohíbe relacionarse con ellos porque, al no urgir la realización de la justicia, falsean el rostro de Dios. Por eso precisamente la idolatría aparece como el gran pecado bíblico, pues entraña la negación práctica y radical de Dios por mucho que se le siga afirmando oralmente.
 
Un análisis de las categorías bíblicas decisivas como Alianza, Promesa y Reino nos conducen a idéntica conclusión. Los grandes profetas de Israel —que son los personajes suscitados por Dios para recordar al pueblo precisamente el compromiso de la Alianza y mantenerle fiel en la esperanza suscitada por las Promesas abiertas todas ellas a la llegada del Reino— protestan con fuerza contra las injusticias cometidas por los poderosos de su tiempo (cf. Is 1, 23, 3, 14-15; 10, 1-2;  Jer 21, 12; 22, 3. 13-17), vinculan el conocimiento del Dios verdadero a «la pasión por la justicia», especialmente referida a los pobres (cf. Jer 22, 15-16; Os 2, 21-22; 4, 1b-2; 6, 4-6; Is 11, 1-9) y denuncian el culto realizado de espaldas al clamor de las víctimas (viudas, huérfanos, extranjeros), ya que transforma el templo en “cueva de bandidos”, objetiva a Dios y lo convierte en un ídolo a nuestro servicio (cf Is 1, 10-18, Jer 7, 1-11).
 
3.2. El Dios revelado por Jesús mantiene la misma vinculación esencial
con «la pasión por la justicia», ahora fundamentada más claramente en el amor
 
La característica principal del Reino de Dios —centro del mensaje y de la vida de Jesús— es que con su llegada se va a realizar el ideal regio de justicia de defensa de los indefensos, de liberación de los que son víctimas de la injusticia. Con el Reino que llega como don de Dios el clamor de las víctimas es escuchado.
Hay textos evangélicos verdaderamente programáticos en los que el compromiso de Jesús con la realización de la justicia adquiere especial relevancia: cf., por ejemplo, Lc 4, 18-19; Mt 11, 4-6 y Lc 7, 22-23; Mt 5, 1-12 y Lc 6, 20-26; Mt 25, 31-46. Muchas de sus fascinantes parábolas (oveja y moneda perdidas, rico que banquetea y el pobre Lázaro, buen samaritano, hijo pródigo, fariseo y publicano, dos hijos invitados a trabajar en la viña…) reflejan la inequívoca «pasión por la justicia» de Jesús, siempre vinculada a la defensa de los indefensos, desvelando así el «rostro» del Dios verdadero.
 
Los milagros de Jesús —«signos o clamores» del Reino— son realizados por Jesús a impulsos de su misericordia solidaria hacia las víctimas de la injusticia. Muestran que el Reino que significan representa el ideal de una sociedad nueva, en donde la justicia será realizada. Igualmente las comidas de Jesús son especialmente significativas en la misma dirección. Con ellas Jesús quiere también manifestar su «pasión por la justicia» al expresar que el Reino es como un banquete en el que tienen que sentarse todos —comensalidad común, abierta e igualitaria—, especialmente y de forma preferente, los excluidos por las situaciones de desigualdad injusta.
 
A través de su largo contencioso con el templo de Jerusalén, y de forma muy especial con la expulsión de los mercaderes que negociaban en el atrio (cf. Mt 21, 12-17; Mc 11, 15-19; Lc 19, 45-48; Jn 2, 13-22), Jesús nos quiere decir, una vez más, que el único y verdadero Dios es el que está comprometido con su Reino de justicia y que, en consecuencia, no es admisible relacionarse con Él por «la vía del atajo», es decir, sin «pasión por la justicia». Un culto que olvide esto convierte el templo en «cueva de bandidos». ¿Y no hay que conceder significación similar a la posición de Jesús ante la ley, consistente en defender que cesa de obligar cuando está en juego la justicia referida a los más débiles (cf., por ejemplo, Mc 3, 1-6; Mt 12, 1-8)?
En suma, «la pasión por la justicia», que abraza solidariamente y por amor la causa de las víctimas, a la luz de la revelación bíblica, debe situarse en el espacio propio de la identidad teologal.
 
 

  1. Exigencias fundamentales

    que implica «la pasión por la justicia» para todo creyente cristiano
 
Tal vez podría decirse que las más decisivas exigencias que implica la fe cristiana en relación con «la pasión por la justicia» se derivan de la fidelidad a la memoria de la vida de Jesús, concluida históricamente en la muerte de cruz y finalizada por la fuerza del amor de Dios en la resurrección.
Tal fidelidad la concretaría en dos exigencias fundamentales que paso seguidamente a desarrollar de forma muy breve.
 
4.1. Desde la fidelidad a la memoria de la pasión y muerte de Jesús,
los creyentes cristianos tienen que ser fieles a la memoria de las víctimas de la historia
 
La fe cristiana entendida como «memoria passionis et mortis Christi» exige a todo creyente activar el recuerdo de todas las víctimas de la injusticia a través de la historia. De esta manera la fe cristiana —siempre vinculada a una «mística de ojos abiertos»—  demanda fidelidad a la realidad, ya que la gran verdad de lo real, como decía Mounier, es «estar al lado de los pobres (víctimas)».
Al activar tales recuerdos la fe se convierte, como ha subrayado el teólogo alemán J. B. Metz, en  «memoria peligrosa y subversiva».
La fe subvierte ejerciendo una función crítica en nuestras sociedades actuales, en las que la lógica política, informada por el poder de los más fuertes o de los «vencedores», se hace, en gran medida, rehén de la lógica de la economía y del desarrollo incontrolado de la ciencia y de la técnica.
 
Frente a la incapacidad que esa lógica política imperante parece tener para experimentar la injusticia del sistema o para hacerse cargo de la parcela de lo real constituida por los débiles y los excluidos, la fe cristiana, fiel a la memoria de un inconformista crucificado, cuya forma de vivir y de hablar le llevó a la cruz, actualiza en la vida de sus seguidores, personal y comunitariamente considerados, esa vertiente oscura e inquietante de la realidad social que configuran las víctimas, y conecta con su dolor y su fracaso, así como con sus justas aspiraciones pendientes de realización. De esta forma cuestiona igualmente de forma radical el triunfalismo y bienestar de los más fuertes con todas sus justificaciones ideológicas, carentes siempre de verdadera universalidad.
La «pasión por la justicia», vinculada a la fe cristiana, plantea una primera exigencia que podría formularse así: los creyentes deberían sentirse urgidos a impedir que se repita en la historia el sufrimiento injusto de las víctimas.
 
4.2. Desde la fidelidad a la «memoria resurrectionis»
    la fe plantea otra exigencia decisiva: mantener firme la esperanza
 
Por otra parte, la fe cristiana, entendida igualmente como «memoria resurrectionis», sitúa esa funcionalidad crítica y liberadora en el marco de una indeducible esperanza que alcanza incluso a los muertos que fueron vencidos por la injusticia de la historia. He ahí la otra exigencia fundamental que quisiera brevemente considerar.
Si es cierto, como opinan tantos, que la sensibilidad ante el clamor de las víctimas de la injusticia está en «horas bajas», hasta el punto de que vivimos bajo la amenaza de la abdicación de toda utopía, una de las contribuciones más decisivas de la vivencia de la fe, entendida como «memoria resurrectionis», será ofrecer esperanza. La Encíclica del Papa Juan Pablo II «Sollicitudo rei socialis» en su nº 47 dice al respecto:
 
“En el marco de las tristes experiencias de estos últimos años y del panorama prevalentemente negativo del momento presente, la Iglesia debe afirmar con fuerza la posibilidad de la superación de las trabas que por exceso o por defecto se interpongan al desarrollo y la confianza en una verdadera liberación. Confianza y posibilidad fundadas, en última instancia, en la conciencia que la Iglesia tiene de la promesa divina, en virtud de la cual la historia presente no está cerrada en sí misma, sino abierta al reino de Dios…Por tanto no se justifican ni la desesperación, ni el pesimismo, ni la pasividad”.
 
La esperanza cristiana, fundamentada últimamente en la memoria creyente de la resurrección de Jesús, remite al ser humano, al mundo y a la historia, como bien  se sabe, a un término de realización plena, «a un cielo nuevo y una tierra nueva» en donde «se enjugará toda lágrima de los ojos de los seres humanos y no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el viejo mundo ha pasado», y en donde el mismo Dios será «todo en todas las cosas» (cf. Ap 21, 1-4 y 1Cor 15, 28). Pero esta esperanza es, al mismo tiempo, fuente de resistencia ante toda contrautopía histórica fatalista y fuente generadora de utopías capaces de movilizar y otorgar sentido al compromiso histórico de los seres humanos al servicio de una sociedad nueva informada por la justicia.
La dimensión última transhistórica de la esperanza cristiana —proféticamente anticipada en la resurrección de Jesús— tiene que combinarse dialécticamente con su dimensión histórica. Como afirma la «Gaudium et Spes», en su nº 39: “La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo”.
 
Pero esta dimensión activa e histórica de la esperanza cuando se considera vinculada a «la pasión por la justicia» debe ser cualificada. Como afirma J. Sobrino la resurrección de Jesús es en primer término esperanza para los crucificados. “Dios —nos dice— resucitó a un crucificado y desde entonces hay esperanza para los crucificados… Con ello se establece una correlación entre resurrección y víctimas. La esperanza versa en directo sobre la justicia, no simplemente sobre la supervivencia; sus sujetos primarios son las víctimas, no simplemente los seres humanos; el escándalo que debe superar es la muerte infligida injustamente, no simplemente la muerte natural como destino. La esperanza que hay que rehacer hoy no es una esperanza cualquiera, sino esperanza en el poder de Dios contra la injusticia que produce víctimas”.
 
Resumiendo y concluyendo este punto. En un mundo, por una parte instalado en lo que se ha llamado una «cultura del olvido», que sume en ese sueño de inhumanidad que permite vivir sin contar con las víctimas de la injusticia, y, por otra parte, fatigado y amenazado en su capacidad de proyectarse con ilusión hacia un futuro distinto y mejor, me parece exigencia fundamental de la fe cristiana reavivar una «pasión por la justicia» informada por la fidelidad a lo real —que implica memoria de las víctimas— y por una esperanza activa que nos mantenga, como pedía Pablo, «firmes e inconmovibles, trabajando sin descanso en la obra del Señor», sabiendo que él no «dejará sin recompensa nuestra fatiga» (cf. 1Cor 15, 58).
 
 

  1. Educación en la fe y «pasión por la justicia»

 
Pienso que todo proceso de educación en la fe tendría que poner de manifiesto, tanto teórica como prácticamente, las virtualidades liberadoras de la fe cristiana, mostrando así su capacidad de suscitar «pasión por la justicia».
Para ello considero de especial interés, y muy en primer término, recuperar el estatuto teologal  de la cuestión de la justicia, en el sentido ya indicado. Añadiría ahora otras dos sugerencias, siempre con esa finalidad de poner de manifiesto la capacidad que tiene la fe cristiana de suscitar «pasión por la justicia».
 
5.1. Nuestros procesos de educación en la fe
han de estar vinculados a una reflexión sobre la revelación cristiana realizada desde la solidaridad con las víctimas de la injusticia
 
Esta demanda parece coherente, una vez mostrado el «estatuto teologal» de nuestra cuestión. Se trata en realidad de incorporar en todo nuestro proceso de reflexión sobre la significación y alcance de la fe, como momento interno de la misma, la perspectiva que nos ofrece la solidaridad real con las víctimas de la injusticia y su causa.
Dicho de otro modo: se trata de reivindicar procesos de educación en la fe en los que los contenidos a transmitir procedan de una reflexión realizada desde la perspectiva indicada. Es una reivindicación basada en la convicción de que tal metodología —que es, como se sabe, la que informa la teología de la liberación y que, a mi entender, tiene valor de alcance universal— puede fecundar muy positivamente nuestros procesos de educación en la fe.
 
No es posible aquí detenerse en la consideración detenida de dicha metodología. Baste decir que con ella nuestros procesos de educación en la fe conducirían con mayor rigor y facilidad a suscitar esa «pasión por la justicia» que la revelación bíblica nos muestra, como hemos visto, como pasión del mismo Dios.
En efecto, si fuésemos fieles a una metodología así contaríamos, para informar nuestros procesos de educación en la fe, con una reflexión teológica elaborada desde la honradez y fidelidad a lo real, mediada por las ciencias sociales de análisis, atenta a los desafíos prioritarios que preocupan seriamente a los seres humanos en cada momento histórico. Una teología informada por la misericordia y la compasión, solidaria hacia los más débiles, partidaria y por ello —y no a pesar de ello— dotada de verdadera significación universal, preocupada por mostrar la dimensión de Buena Noticia de salvación que tiene la fe cristiana, su significación humanizadora y dignificadora, su capacidad de enriquecer la vida de la gente.
Una teología perforada por la esperanza, proyectada hacia el futuro posible y esencialmente vinculada a la práctica liberadora que pretende superar las situaciones de injusticia que padecen las víctimas. Una teología, en fin,  con tensión profética, incluso martirial, siempre acompañada, posibilitada y verificada por el testimonio comprometido que deriva del seguimiento fiel de Jesús.
 
 
5.2. Nuestros procesos de educación en la fe
deben generar en la conciencia creyente la preocupación por forjar un ecumenismo en torno a la humanidad sufriente, capaz de responder más eficazmente al desafío de la injusticia existente
 
Parece necesario hacer converger todas las energías hoy ya disponibles, generar otras nuevas y forjar juntos una «conciencia humana universal» informada por «la pasión por la justicia». El ingente esfuerzo que se requiere para avanzar en la lucha contra la injusticia parece pasar por la elaboración de un proyecto común de muy amplio espectro, en el que puedan converger todos los seres humanos que experimenten esa pasión, cualquiera que sea el pueblo a que pertenezcan, las creencias que tengan o la fe religiosa que confiesen.
 
Esta misma preocupación empieza a ser intensamente sentida por los pensadores cristianos. Martín Velasco, refiriéndose a la construcción de Europa, demanda la «elaboración de un proyecto común» que supone “la búsqueda de una base común, lo más amplia posible, en la que coincidamos, y, posteriormente, la convergencia de lo mejor de cada tradición en una búsqueda ecuménica realizable a través de la discusión y el diálogo”. H. Küng viene insistiendo en los últimos años en la necesidad de una ética común para la política y la economía mundiales, que comprometa a todos en la construcción de un mundo más pacífico, más justo y más humano.

  1. Schillebeeckx habla de una «ecumene de la humanidad que sufre», informada por la acción solidaria con la causa del pobre y del oprimido. Y J. B. Metz, por su parte, apuesta por una «ecumene de la compasión» forjada por la sensibilidad ante el sufrimiento de las víctimas, que podría constituir “la base de una coalición de las religiones para salvar la compasión social y política en nuestro mundo en oposición común contra las causas del sufrimiento inocente e injusto en el mundo”.

 
Tendría que producirse un despertar entre los cristianos, personal y comunitariamente considerados, que nos permitiese contribuir a generar los espacios de encuentro que se necesitan para ir formando esa «ecumene del sufrimiento o de la compasión» a través de la discusión y el diálogo, convencidos de que una «pasión por la justicia» vivida al margen de esa «ecumene» está condenada a la ineficacia.
¿Sería excesivo pedir que nuestros procesos de educación en la fe contribuyan no sólo a generar «la pasión por la justicia» sino además a canalizarla hacia la creación de esos espacios de encuentro que puedan ir dando rostro a esa «ecumene del sufrimiento o de la compasión» a que nos estamos refiriendo? n
 

Julio Lois Fernández

estudios@misionjoven.org
 Cf. La Teología Bíblica configurada por la «justicia», Ed. PPC y EDICABI, Madrid 1979.
 Cf. La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas, Ed. Trotta, Madrid 1999, 70.