Pasiones de los hombres y mujeres de fe

1 julio 2000

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
La autora, pretendidamente, ha saltado los habituales márgenes del estudio analítico para situarse en los sugerentes parajes de una narración plagada de referencias a la compasión y pasión que brotan de Jesús de Nazaret. El hallazgo del «Diario de un profesor apasionado» proporciona los hilos para tejer una historia que han construido —y construyen— tantos y tantos educadores y educadoras a lo largo de los siglos. Compasión, pasiones y pasión que pueblan el mundo de la educación y, ¡ojalá!, nos sigan repitiendo: «Pedro, Concha, Ángeles… seguid descubriendo la aflicción de… Echadlos una mano y conducidlos a tierras buenas y espaciosas. Sed educadores compasivos…».
 
Marifé Ramos González es teóloga y profesora de Religión, forma parte también del equipo pedagógico «Aldebarán».
 
 
Juan, el profesor más antiguo del claustro, salió rápidamente de la clase y se dirigió a Jefatura de estudios. La puerta estaba cerrada. Paseó nervioso por el pasillo, y, tras unos minutos de espera, se dirigió como un autómata a la capilla que se encontraba al final del pasillo.
—¡Se acabó, Señor, tiro la toalla! He sido un profesor y un tutor cumplidor y sensato, llevo muchos años en la enseñanza, pero me niego a ser asistente social y guarda jurado de la clase. ¡Se va a acordar este chaval de lo que me ha hecho! ¡A mí, que no he faltado al respeto a nadie! No pararé hasta que le expulsen… Va a saber quién soy yo. Me importa poco que sea hijo de madre soltera, o que tenga muchos problemas. Alberto es un vago, no tiene educación, y lo va a pagar muy caro. ¡Faltaría más!
 
Juan se movía nervioso en el banco de la capilla, gesticulaba con las manos, y cualquiera que le habría mirado a los ojos hubiera adivinado fácilmente que la ira se estaba apoderando de él. Le faltaban pocos años para jubilarse, pero constantemente le asaltaba la tentación de intentar conseguir una baja y dejar de trabajar durante unas semanas, o intentar encontrar otro trabajo. El caso era irse lejos de ese colegio en el que la enseñanza ya no era lo que había sido, y donde no merecía la pena gastar la vida por esos adolescentes que, como Alberto, no querían estudiar y no respetaban a nadie. Por eso la oración de esta tarde era más bien el grito rabioso y desesperado de quien siente que su vida se gasta inútilmente, y no merece la pena.
 
De repente, en medio de la penumbra, distinguió un cuaderno en el banco de delante, y lo cogió por curiosidad. Se titulaba: «Diario de un profesor apasionado».
 
Sorprendido abrió la primera página y comenzó a leer: Soy un religioso cumplidor y sensato, y he estado a punto de tirar la toalla, pero el Maestro se ha apiadado de mí y ha venido en mi ayuda. Hoy ha entrado en mi casa y en mi corazón y, como a Zaqueo, me ha ofrecido la salvación.
 
A pesar de que se trataba de un diario y de que reconocía la letra del Hermano Enrique, no pudo resistir la tentación de seguir leyendo.
 
 
Día 20
Hoy empiezo a comprender lo que es ser una persona apasionada…, y lo que es la pasión del mundo, sobre todo del mundo de la educación. Estaba leyendo esta mañana, como cada día, la Palabra de Dios, y no prestaba demasiada atención porque me sabía el texto casi de memoria:
«Yahvé le dijo a Moisés:
“He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he oído el clamor que le arranca su opresión y conozco sus angustias. He descendido para liberarlo de la mano de los egipcios, sacarlo de aquella tierra y llevarlo a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel” (Ex. 3,7-8)».
 
Al acabar de leerlo pensé rezar un rato, pero sentí como una voz que me decía:
—“Enrique ¿has visto la aflicción de tus alumnos y alumnas?, ¿oyes su clamor y conoces sus angustias?, ¿desciendes de tus pedestales, para poder liberarlos? No temas perder tu imagen, Enrique, ni tengas miedo de encarnarte en sus abismos y sus pobrezas. Dales la mano para salir de la tierra que les oprime, aunque esas manos estén sucias o sus puños cerrados con fuerza. Llévalos a tierras buenas y espaciosas, a las tierras en las que recuperen su dignidad y el sentido de su vida. A las tierras en las que descubran que los llevo en la palma de mis manos, y les llamo por su nombre para defender la vida y trabajar por la justicia.
Yo soy un Dios apasionado por mis criaturas, sé tú un educador compasivo con las que pongo en tus manos. Enrique, no temas, yo estoy contigo».
 
No sé explicar lo que paso, sólo sé que me sentí lleno de paz y repetía una y otra vez: ¡Señor, hazme apasionado y compasivo!
 
 
Día 21
Hoy he leído y meditado la vida de Judit, y he descubierto que fue una gran mujer de fe y una gran educadora.
Cuando Holofernes asedió su pueblo, Betulia, y se apoderó de los manantiales de la ciudad, la situación era tan desesperada que se desmayaban los niños y la población desfallecía de sed. Ocías, junto al resto de los jefes y ancianos del pueblo, creyeron que Dios les estaba entregando en manos de sus enemigos, y clamaron a Yahvé a grandes voces. Desesperados, juraron entregar la ciudad en manos de sus enemigos, si no recibían ayuda en el plazo de 5 días.
 
Judit les dijo: ¿quiénes sois vosotros para tentar así a Dios y suplantarlo públicamente? No enfadéis al Señor, nuestro Dios y juguéis con su voluntad. No conocemos a otro Dios más que a Él, esperemos, pues, que no nos abandone. Demos gracias al Señor, nuestro Dios, que nos quiere probar, como hizo con nuestros padres.
 
Judit no sólo mantuvo viva la esperanza, sino que el clamor de su pueblo le llegó a las entrañas y se ofreció a Dios para liberarlo. Oraba continuamente, unas veces su oración iba unida a los ayunos, cilicios y ceniza, y otras oraba con vestidos de fiesta, perfumes y joyas que resaltaban su belleza.
Fue capaz de arriesgar su propio honor y su vida, ir al campamento de Holofernes y allí, con astucia y fe en Dios, logró vencer al enemigo y liberar a su pueblo.
 
Hoy me he dado cuenta de que Judit, creyente apasionada, llevó al pueblo a la liberación, a la conversión y a la alabanza. Me parece que es la mejor teóloga del Antiguo Testamento y una gran educadora en la fe.
Hoy, Señor, al leer y meditar la vida de Judit, comprendo que también mis alumnos se sienten «asediados» por muchos enemigos. Pero yo, ni confío ciegamente en Ti, como ella, ni me ofrezco para liberar a los jóvenes, aun a costa de mi reputación y de mi vida. Me parezco a Ocías y sus compañeros: te exijo resultados, te pongo plazos y te amenazo con tirar la toalla y «dejar la enseñanza en manos de los enemigos».
 
Me doy cuenta de que no he pasado muchas pruebas que me has puesto para ayudarme a crecer, y que he odiado esas pruebas porque las consideraba dificultades que ponían en peligro mi imagen como profesor. ¡Lo que me he perdido durante estos años!
Educar hoy es de valientes…, y yo, Señor, soy un profesor cumplidor y sensato, pero no soy un educador valiente y apasionado. Maestro, ¿me ayudas a aprender a ser educador en la fe?, ¿me aceptas como alumno que tiene mucho que aprender?, ¿me ayudas a «nacer de nuevo»?
 
 
Día 22
Festividad de Santa María Magdalena. Cuando esta mañana leí la antífona: «Mi corazón está ardiendo: deseo ver a mi Señor; le busco y no sé dónde lo han puesto», es como si se me hubieran caído escamas de los ojos y hubiera descubierto a esta mujer.
Nunca había sido santa de mi devoción, pero hoy me he dado cuenta de que su corazón ardía porque Jesús le había encendido la pasión por el Reino, por eso a María le mereció la pena dejar todo para vivir con ese nuevo fuego que antes desconocía. Fue al sepulcro a ungir el cadáver de Jesús cuando, a cambio, no podía esperar nada de Él, absolutamente nada. Pero, no importaba, ella ya había comprendido lo que era el amor gratuito.
 
Por eso, al resucitar Jesús, la envió como educadora de la fe de sus hermanos, y ella lo hizo con tal pasión que los apóstoles se sobresaltaron y salieron corriendo para descubrir por qué esta mujer tenía fuego en su mirada y una sonrisa misteriosa.
Ahora recuerdo que estos días he oído hablar de otra mujer apasionada que se llamaba como tú: Magdalena Sofía Barat; ella exclamaba una y otra vez «por salvar una sola alma iría al fin del mundo». Ahora comprendo que su pasión por la salvación le desbordara de tal modo el corazón que, 200 años después, unas 4.000 mujeres mantienen encendida la antorcha que ella dejó y educan con la misma pasión con la que lo hizo su fundadora.
 
¡Claro!, ahora me doy cuenta también de que los fundadores y fundadoras de las órdenes religiosas fueron hombres y mujeres apasionados por el Reino: por el Abbá, por el perdón, por la gratuidad, por el bienestar y la salvación de cada una de las criaturas de Dios, especialmente las más pobres enfermas y rotas…
Por eso, muchas veces su pasión se confundía con locura, a los ojos de quienes vivían indiferentes ante el dolor y el pecado ajenos. A san Juan de Dios lo internaron creyendo que estaba loco, y su única «locura» consistía en que había descubierto de golpe tu Amor desbordante y, casi a gritos, lo proclamaba por las calles porque no podía guardar para él solo tanta riqueza .
 
¡Dame, Señor, la locura por el Reino! Transforma en pasión y compasión lo que aún me queda de pasotismo, indiferencia, comodidad, miedo y máscara…
 
 
 
Día 26
Quisiera compartir con la comunidad y con el resto de compañeros lo que voy descubriendo, pero soy muy tímido y temo que se puedan reír de mí. Ni ellos entienden mi cambio ni yo encuentro palabras para explicarles cómo me va transformando Dios.
He escrito una parábola, y pediré que la publiquen en la revista del colegio, quizá sea el primer paso…
           
¡Descubre su secreto!
 
«Hace tiempo, con miedo, tomó el relevo de la clase un joven profesor. La maestra, al jubilarse, le dijo sonriendo:
—No te servirán ni mis apuntes, ni los bolis gastados. Toma, te regalo esta vieja regadera de metal: ¡descubre su secreto!
El profesor, indiferente, colocó la regadera en un rincón de la ventana, junto a unas macetas sin flores.
 
Pasaron los días, y crecía su desánimo por el fracaso escolar. De repente vio en el rincón de la ventana la vieja regadera. Con desgana la llenó de agua y regó los tiestos secos y el patio de cemento. Y sintió que su trabajo como profesor era tan inútil como regar tiestos secos, o echar semillas sobre el cemento.
Días después descubrió con asombro que en los tiestos, aparentemente secos, empezaban a brotar tallitos minúsculos. Siguió regando, pero ahora con entusiasmo. Regó tanto que se formaron pequeños charquitos de agua en el alfeizar de la ventana, y los gorriones vinieron a beber allí. Regó tanto que el agua que caía sobre el cemento del patio dejaba un agradable olor a fresco. Al atardecer, entre flores y gorriones, los profesores bajaban al patio a comentar la jornada.
 
Un día descubrió que la regadera tenía una pequeña inscripción en la base: Educa como riegas, y verás que todo se transforma a tu alrededor. ¡En tus manos está!
Cogió la regadera, la acarició y se la regaló a una profesora que acababa de incorporarse esa misma tarde al Centro. Sonriendo le dijo: ¡Descubre su secreto!»
 
 
Día 30
Hoy al contemplar fijamente el Viacrucis, aquí, en la capilla, ha ocurrido algo extraordinario…, extraordinario…, no tengo palabras para explicarlo.
¡Gracias Señor! ¿Cómo podré pagarte lo que me has revelado…? ¡Claro que firmo lo que me propones…!
 
 
 
Ya no se podía leer más, había alguna que otra frase escrita, pero las letras estaban borrosas en medio de un pequeño cerco de tinta, producido, seguramente, por las lágrimas que habían caído sobre la hoja.
¿Qué le pasó al Hermano Enrique?, se preguntaba Juan. ¿Sería esa la causa por la que había dejado de ser un religioso distante y ahora era distendido, jovial y disponible? En el claustro llegamos a creer que le habría dado algo a la cabeza, pero ¿y si fue un regalo de Dios lo que le cambió tan radicalmente el corazón y la mente? ¿Qué descubrió el Hermano en la capilla, que no podía expresar con palabras…?
 
Juan se quedó contemplando el Viacrucis, y fue fijando su mirada sobre cada una de las estaciones policromadas; esas estaciones que le resultaban tan familiares porque llevaba muchos años viéndolas a menudo. Su mirada se detuvo ante la primera estación: Jesús condenado a muerte.
De repente se estremeció. El que iba a ser condenado a muerte no era Jesús, sino José Manuel, el último alumno que había sido expulsado del Centro. Estaba con las manos atadas y la mirada baja. La multitud gritaba: «Eres un inútil», «así no llegarás a ninguna parte», «pareces tonto», «para perder el tiempo aquí, vete a tu casa»…
Juan se dio cuenta de que esas eran las frases que él decía habitualmente a sus peores alumnos. Avergonzado, volvió la vista y miró hacia la siguiente estación.
 
Se estremeció de nuevo. No era Jesús quien cargaba con la cruz, sino Rosa, la madre de Alberto, el alumno que siempre conseguía sacarle de quicio. Y, bajo el peso de la cruz, Rosa le dirigía al profesor una mirada de piedad y le pedía que le ayudara a llevar esa cruz tan pesada, porque no podía con ella; poco pasos después Rosa cayó de bruces en tierra.
 
Detrás de esta madre fue descubriendo los rostros conocidos de otros padres y madres de los alumnos de su tutoría; cada uno con su cruz a cuestas. Reconoció al padre de Rafa, que se quedó viudo hace dos años y no es capaz de sacar su casa adelante. Distinguió perfectamente a la madre de Jennifer, que limpia unas 12 horas cada día para volver a Colombia con el resto de la familia, mientras que su hija pierde el tiempo y falta a clase. También cargaban con una cruz pesada los abuelos de Miriam y Aroa, que atienden como pueden a sus nietas, y les ocultan que sus padres están en la cárcel a causa de las drogas…
 
Siguió reconociendo rostros y rostros hasta que se tapó la cara con las manos y exclamó:
—¡Dios mío!
Así permaneció un buen rato, mientras por su mente seguían apareciendo las imágenes de esa «pasión» que él desconocía, o, mejor dicho, que había querido ignorar.
 
Ahora comprendía que Cristina, la portera y telefonista, era como «la Verónica» del colegio, porque no se iba ningún chaval de su lado sin que ella le hubiera consolado y animado. Quizá por eso tantos niños y niñas del colegio iban a la portería, al salir de clase, y le mostraban las pequeñas heridas que se habían hecho en el patio. Sin duda, al acariciar Cristina esas pequeñas heridas estaba curando también otras, mucho más profundas, que tenían esos niños.
 
Comprendía también que Nacho, el profesor más joven del colegio, no era un iluso ni un utópico al dedicar tanto tiempo a sus chavales. Continuamente le decían en la sala de profesores: «Ya cambiarás, esto es fruto de la edad, y tú todavía eres muy joven»; pero Nacho tenía un algo especial, era otra Verónica del colegio. Juan contuvo las lágrimas y miró hacia otra estación.
 
Ahora tenía ante sí a Jesús en la cruz, que imploraba al Padre: «Perdona a algunos educadores, porque no saben lo que hacen». Juan se estremeció al reconocer a muchos profesores, profesoras y catequistas que reían y charlaban animadamente, al pie de la cruz, sin darse cuenta de lo que estaba ocurriendo a su alrededor.
 
Juan miró a Jesús, y vio que en el cartel que estaba clavado sobre la cruz estaba escrito: «Jesús de Nazaret, Maestro». Bajó la vista avergonzado y, de golpe, comprendió que a lo largo de sus años como educador había hecho multitud de cursos y cursillos, había leído mucho y había elaborado magníficos proyectos educativos, pero no se le había ocurrido ponerse delante del crucifijo y decir: «Jesús, Maestro, enséñame a educar».
 
Alzó de nuevo la vista y descubrió que Jesús le miraba fijamente y le decía: «Necesito cireneos para la pasión del mundo, necesito educadores y educadoras tan apasionados por el Reino que no les asuste ayudar a llevar la Cruz. Juan, si quieres…».
 
Alguien puso ante Juan una hoja en blanco, totalmente en blanco, y le señaló el lugar donde podía firmar. Sabía que si firmaba entregaba al Maestro las riendas de su vida y comenzaba a dejarse «hacer de nuevo», como educador apasionado, pero después de lo que había visto ¿cómo podía negarse a ser compasivo y a compartir el sufrimiento de la pasión del mundo? Le temblaba un poco la mano, dudó unos instantes, pero firmó.
 
Juan no supo cuánto tiempo estuvo en la capilla, ni podía explicar con claridad lo que había pasado. Al salir, temblando y sudoroso, se encontró de bruces con Alberto, que le dijo:
—¡Profe, estás temblando! ¿Te pasa algo?
Y Juan sólo pudo abrazarlo y decirle:
—¡Hijo!
 
 
 
Parece sólo un pequeño cuento; dejará de serlo si…
 
¡ Te animas a releerlo, sustituyendo el nombre de Juan por el tuyo propio.
¡ Si firmas el papel en blanco que el Maestro te ofrece para ser un educador o educadora en la fe, apasionado por el Reino y por las criaturas que el Maestro pone en tus manos.
¡ Si en los momentos de desánimo, cuando quieras tirar la toalla, recorres el Viacrucis, haciendo presentes a las personas que Dios te ha encomendado.
 
 
 

Marifé Ramos González

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