Pasiones del educador en la fe: memoria, narración, comunidad

1 julio 2000

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Narrar la fe dejándonos afectar por la historia de los jóvenes que nos escuchan: ahí han de enmarcarse las pasiones del educador. Sabiduría narrativa y compasión apasionadas… por recuperar la «memoria del corazón», por convertir la propia historia en evangelio y reconocerla dentro de una «comunidad de memoria»; «memoria salutis», en fin, para vivir con pasión el compromiso de restañar heridas y hacer posible que cada joven «dé a luz la historia oculta del amor de Dios», escondida desde siempre en cada ser humano.
 
Xavier Quinzá Lleó es profesor de Teología en la Universidad Pontificia Comillas (Madrid).
 
 

  1. En busca de una sabiduría narrativa

 
Dos amigos, que abandonaban decepcionados Jerusalén, hicieron una vez la increíble experiencia de que alguien escuchara atentamente la historia de sus perdidas ilusiones, la historia de su fracaso. El desconocido que se acercó a ellos mientras caminaban, después de aceptar sus reticencias, les fue ayudando a releer lo vivido desde el encuentro con el Profeta hasta ese momento y a narrar de nuevo, a otra luz, sus peripecias. Utilizó un método tan antiguo como popular: conversar con ellos, hacerles preguntas, llevarles de nuevo a los elementos claves de la experiencia, referirlos a su propia tradición y, dejarles también la iniciativa sin querer adueñarse de su propio proceso de paulatino descubrimiento.
Lo que hizo Jesús, al que reconocieron al final en el desconocido, fue ayudarles a recordar todo lo que les había sucedido, a reconocer su torpeza y frialdad de corazón, a volver los ojos de una manera nueva a los lugares transitados de su historia, a las fuentes de reconocimiento de su comunidad de memoria.
 
Quizá hoy a nosotros, los educadores en la fe, nos falte esa sabiduría narrativa, esa capacidad de escucha paciente y penetrante, esa audacia para dirigir a nuestros jóvenes interlocutores hacia los núcleos dañados de su propia historia y, sin querer adueñarnos de su palabra ni de su experiencia, acompañarles con cariño, aprendiendo de ellos e intercambiando sin miedo la narración de nuestra propia vida. Dejarnos afectar por sus propias historias puede ser un modo muy actual y sanador de dejarnos transformar por ellos y de descubrir al fin que, quizá sin pretenderlo, nos están contando la historia oculta del amor de Dios.
 
 
 

  1. La pasión por recuperar la memoria del corazón

 
La primera de las verdaderas pasiones del educador en la fe es la de recuperar la memoria del corazón: ayudar a configurar identidades de jóvenes creyentes que releyendo su propia vida, puedan dar cuenta compartida de las magnalia Dei, y aprendan así a recuperar el gusto por la vida y la salvación. Los cristianos somos hombres y mujeres que en cada tiempo de la historia nos sentimos vinculados a una memoria muy particular: la de la persona de Jesús. El profeta de Nazaret, poderoso en obras y palabras, el hombre sencillo que pasó haciendo el bien y sanando toda dolencia y enfermedad del pueblo. El crucificado Vivo y presente en la historia por la energía de su resurrección. El Hijo de Dios que ha abierto una brecha en el horizonte humano y nos ha regalado una comunión en la gracia y la compasión de Dios.
Los que nos adherimos a su persona para configurarnos a él como los hijos y las hijas de Dios, somos los testigos en el tiempo de su acción y su palabra.
 
El recuerdo de Jesús se convierte en la corriente oculta de nuestras vidas. Y puede resultar conveniente reflexionar desde lo que venimos diciendo sobre el sentido de este recuerdo, de esta memoria que alimenta nuestra vida y configura nuestra identidad. En primer lugar hacer memoria de Jesús es incorporarnos a su propia vida. Tal y como le hemos conocido en el Evangelio, como nos la han trasmitido los testigos primeros en su compañía. Es una calidad de cercanía muy especial a todos los heridos de la sociedad, a todos los dañados de la historia.
Hacer memoria de Jesús es saltar las barreras de raza o religión que nos separan de los demás y tocar el fondo de humanidad en el que Dios mismo se nos revela. Esto supone aprestarnos al contacto con la fuerza del mal, en nosotros y en los demás y dejarle hacer para, arriesgando la vida, dar nuevos cauces a la entrega y la generosidad.
 
 
Pero, también significa formar parte de unos vínculos nuevos con los demás. Convertirnos de una manera bien real en parte de los otros, incorporarlos a nuestro existir reconocidos como la urdimbre plural de nuestra vida. Hacer memoria de Jesús es vincularse a su nueva corporalidad común a todos, al único organismo capaz de hacernos presente la vida de Dios y comulgar íntimamente con su misterio. Perderse en los otros, estar a su servicio, habitar en ellos y allí permanecer como el grano de trigo en el surco común de la humanidad nueva que madura en lo oculto de la historia. Memoria de la vida, memoria de la pasión y así, memoria también de la Resurrección del Señor de la vida y de la historia.
 
La memoria del corazón es nuestro gran tesoro. Olvidar es dejar morir las raíces y despreciar, por más frágiles que sean, las experiencias de nuestra vida. El pecado es el olvido. Es separarnos de la fuente de la vida, es arriesgarnos a beber el agua corrompida de cisternas agrietadas. El Deuteronomio repite una y otra vez por la boca de Moisés, esta máxima al pueblo: «¡Acuérdate, Israel!». El profeta sabe muy bien lo fácil que resulta olvidar las experiencias vividas, la fidelidad del corazón tal débil y tornadizo.
«No olvidar» podría ser también para nosotros una buena advertencia. La memoria del corazón que nos vincula a una comunidad de iguales y diferentes, desde las experiencias narradas y escuchadas, compartidas en un círculo de intimidad. Que nos hace testigos de la vida de los otros y merecedores de gracia y de perdón. Que nos capacita para experimentar la dulzura y la quemazón del misterio del Dios seductor de nuestras vidas y que orienta nuestras fuerzas hacia la persona de Jesús confesado y anunciado, rememorado en las vidas que se reparten como el pan y el vino. «Haced esto en memoria mía».
 
 

3. Prácticas de recuperación de la «memoria salutis»

 
 
La memoria parece tener una presencia casi universal en todo el proceso del pensar, interviene en todos los actos que permiten nuestra continuidad y permanencia de lo que somos en relación a nosotros mismos y a los demás. Y el acto por excelencia de la memoria es el recuerdo. En primer lugar detengámonos en el reconocimiento. Parece un acto sencillo y cotidiano, pero reviste una gran importancia. Recordar nos permite reconocer al ser amado, saludar al conocido por la mañana, establecer el contacto con las cosas que hemos dejado el día anterior. Después está la memoria afectiva. A partir de una experiencia sensible o de una representación cualquiera: una música, una fotografía, un objeto que reviste la magia de otro tiempo, de otro amor.
La memoria afectiva es el milagro que nos traslada a otro lugar, que pone en movimiento nuestra alma, que la modifica, la transforma por medio de una asociación muy simple, que nos «e-mociona» y nos hace revivir experiencias antiguas y quizá olvidadas. El ejercicio del recuerdo es un ensanchamiento del corazón. El constituye una expansión, un profundizamiento de lo vivido, porque nos permite revivir las cosas en su ausencia; es la transposición de la experiencia sensible en experiencia interior. Recordar es despertar el corazón, es despertar la energía espiritual, es ensanchar el alma en contacto con el mundo.
 
La memoria es una actividad selectiva que discierne y separa, que agrupa experiencias y las condensa en líneas vitales, configurando así una peculiar biografía personal. Las experiencias vividas son elaboradas mediante un trabajo en profundidad e incorporadas al núcleo mismo de lo que somos. El tesoro de la memoria es determinante de este modo de la identidad. Somos memorias vivas, atravesados por múltiples flujos en los que el sufrimiento y el placer, la ternura y el saber, la razón y el corazón se entremezclan.
La memoria de lo vivido es la biografía de nuestra identidad. Somos, en realidad, aquello que recordamos ser, aquello de lo que podemos dar cuenta, con cierta coherencia ante los ojos del otro, de los otros. La experiencia rememorada y narrada nos crea como personas que nos podemos identificar con lo vivido, que, al narrarlo lo elaboramos creativamente, ya que nuestra vida no es otra cosa sino la selección que hacemos sobre todo el flujo de lo vivido.
 
La identidad personal, aquello que en verdad somos, se crea mediante la narración coherente de lo que hemos vivido. Somos historia porque nos identificamos con una serie de marcas temporales que nos han enseñado a descifrar el sentido del mundo. Las cosas vividas se han ido organizando en nuestro ser narrativamente, que es el modo natural como damos cuenta de lo que vivimos. Estas tres palabras están ligadas en una circularidad muy especial porque no puede existir la una sin las otras: la narración exige y da luz a la experiencia y la memoria y viceversa. Pero para el cristiano lo importante de esa circularidad es que nos alumbra el protagonismo del Espíritu en nuestra vida. Y entonces la propia historia de cada cual se cuenta como «buena noticia», se hace evangelio.
 
 
 

  1. La pasión por hacer «evangelio» nuestra historia de vida

 
Es una gran suerte que no tengamos un solo evangelio sino cuatro. Porque ello nos hace caer en la cuenta de que el Evangelio verdadero está en cada uno de esos relatos, pero no se identifica exactamente con ninguno. Tenemos el Evangelio vivo, el de Jesús «según» cada uno de los que lo sintieron vivo en sus propias vidas y en sus comunidades. En realidad para trasmitirlo, de lo que se trata es de que se haya entremezclado de verdad en la historia de nuestra vida y que la haya convertido en una historia sanada, rehabilitada, gozosa. Entonces nuestra historia de vida será de verdad «evangelio», es decir buena noticia.
 
Narrar la fe pudiera ser la verdadera tarea del educador para una época que necesita redescubrir el valor y el sentido del lenguaje religioso y teológico, encontrar formas de expresión coherentes no sólo con los contenidos de la fe, sino con el modo original de contarlos. Porque en los evangelios lo que se cuenta son hechos de vida acaecidos al narrador, o de los que él ha tenido conocimiento. Son las experiencias las que alimentan el relato, de donde toma su carácter inmediato y testimonial.
Narrar la fe significa primordialmente dar expresión a las mil variantes personales del gozoso «¡Hemos encontrado al Mesías!» o «¡Hemos visto al Señor!». En la fracción del pan sentados a la mesa o charlando junto al pozo, debajo de la higuera o en la casa familiar, cada encuentro tiene su ocasión, su tono, su magia, sus consecuencias. Pero en la medida en que no deja incambiado a quien lo ha vivido y le abre a una nueva dimensión de cara al futuro, la experiencia exige ser comunicada, intercambiada, quizá también consolidada y acrisolada ante las preguntas de los demás.
 
 
Al hacerle partícipe de su experiencia, el que narra su fe establece un vínculo entre él y sus oyentes. La narración compartida crea la comunidad. La novedad o la sorpresa, el sucederse de las escenas hacen que el narrador y sus oyentes participen de una misma emoción, todo colabora al milagro. Pero lo decisivo es la capacidad de compartir, de hacer disponible lo que primero fue vivencia personal. Una conciencia común se crea entre los miembros del mismo círculo en donde se cuenta un relato. En el Nuevo Testamento también se vive y se recrea esta dinámica.
Las comunidades son primero grupos de oyentes junto al río como en Tesalónica, que escuchan al mensajero de algo sorprendente y nuevo. Y crecen y se forman en torno a la relación privilegiada de un grupo de testigos de «lo que Jesús hizo y enseñó». Esta noticia, difundida como una historia increíble, es la que congrega a quienes desean participar del poder salvador que de ella misma emana. Es más que una sabiduría interior, es participar juntos de la «fuerza de lo alto» tal y como sucedió con la vida y muerte de Jesús. «Lo que yo recibí, os lo trasmito…» (1Cor 15), así comienza Pablo su narración de la última comida de Jesús y de su práctica entre los creyentes.
 
 

  1. Práctica de escucha y narración evangélica

 
Lo clave es mi propia vida tal y como yo la cuento. Para poder tener una idea cabal de lo que hacemos y de quienes somos es necesario que podamos dar cuenta de nuestra vida de una forma ordenada y coherente, de no ser así la vida termina por parecer una serie de episodios sin conexión y nuestro yo se disuelve, no sé quién soy. Lo más natural es pensar en quién soy yo de modo narrativo, es decir dando cuenta de mi vida como una historia, enlazando nacimiento, vida y muerte como comienzo, desarrollo y fin de una narración personal. Para poder responder o explicar cualquier trozo de nuestra vida, cómo y por qué actuamos así, necesitamos tener un marco global que enlace unas situaciones con otras y que les haga tener sentido.
Llegamos a identificar el porqué de nuestras acciones por referencia a su lugar en la historia de las situaciones en que nos hemos encontrado. A los humanos puede pedírsenos cuenta de lo que hacemos porque lo identificamos a partir de los motivos, pasiones y propósitos que tenemos. Y esto sólo lo podemos hacer si nos movemos dentro de nuestro propio relato de vida, es decir si somos capaces de contar nuestra propia vida.
 
 
«Yo no digo mi canción sino al que conmigo va», así es como se expresa el refranero popular. La comunicación es tarea de dos. Hace falta entrar en contacto con otro e intercambiar las propias historias. Pero para entender al otro tengo que aceptar diferenciar lo que viene de él (y que le pertenece) y lo que yo siento (y que me pertenece a mí). Poner en común nuestras semejanzas y nuestras diferencias. La comunicación de vida y de fe es un ir y volver. Confirmar el mensaje recibido es muy importante, esto es: admitir su punto de vista como suyo.
Escuchar al otro no es adueñarse de sus palabras. Para escuchar bien tengo que silenciar mi reactividad, que es el principal obstáculo para la escucha. Es renunciar a responder y adueñarme de lo que me dice el otro para imponer mi propio parecer. Entender al otro es captar su propia realidad en sus palabras. Hay un equilibrio necesario entre la empatía personal y la capacidad de distancia frente al otro. El nosotros de cualquier historia compartida es a la vez, inclusivo y exclusivo.
 
De lo que se trata es de saber diferenciar las demandas del otro. En toda práctica de escucha pastoral nos encontramos con nudos de deseos, miedos y necesidades que nos asustan e incapacitan para la comunicación. Un deseo expresado puede no ser una demanda, sino simplemente un deseo que quiere ser reconocido. Y a veces nos cerramos ante lo que nos cuenta el otro, porque tememos involucrarnos en sus deseos. Debemos aprender a negociar las demandas, porque pueden venir disfrazadas. Y si no acertamos a identificarlas no podremos ayudar.
La expresión de carencias, que es un modo muy frecuente de comunicación pastoral, puede desarrollar un vínculo muy fuerte y muy negativo en la escucha. Además no debemos olvidar que cada cual comunica en función de su propia mitología personal, es decir, en función del modo como se imagina ser, del modelo global como se ve a sí mismo y desde el que ha organizado el relato de su vida.
 
 
La forma narrativa no es un disfraz ni una decoración. Soñamos narrativamente, imaginamos narrativamente, recordamos, anticipamos, esperamos, desesperamos, creemos, dudamos, planeamos, revisamos, criticamos, construimos, cotilleamos, aprendemos, odiamos y amamos de forma narrativa. Somos autores de nuestra propia vida. Y eso quiere decir sabernos dueños de lo que vamos viviendo, responsabilizarnos de lo que hemos hecho y sacar las consecuencias de ello. Pero para conseguirlo necesitamos recordar lo que nos ha pasadoy poderlo situar en el conjunto de lo que vivimos, necesitamos contar lo que hemos hecho con nuestra vida. Y, además, somos actores de nuestra propia historia.
Uno puede descubrirse como un personaje de su relato. Y nos podemos imaginar encarnando a cierto tipo de persona, un carácter dramático que personifica la imagen principal que tenemos de nosotros mismos y mediante la cual actuamos y vivimos, con todas sus consecuencias. O quizá diferentes personajes en diversos momentos de nuestra vida. La narrativa bíblica nos ofrece un cúmulo de personajes y de historias con las que nos podemos identificar para leer los más variados acontecimientos, gozosos o deprimentes de nuestra vida. ¿De qué historias del viejo y nuevo testamento me siento formando parte? Esta es la pregunta adecuada.
 
Lo más interesante de nuestra propia historia es que no podemos saber qué va a ocurrir a continuación. Sólo conocemos nuestro pasado y nuestro momento presente, pero ignoramos el siguiente capítulo, lo que nos va a sorprender. Lo que sí podemos saber es que algunas posibilidades del futuro nos atraen y otras nos repelen, que unas ya no son posibles y otras aún son realizables. En realidad no tendríamos presente si no fuera porque está infiltrado por alguna imagen del futuro hacia el que avanzamos tal y como vamos viviendo nuestro presente.
Es muy positivo enfocar la historia de mi vida. Reconstruir el pasado de un modo sucesivo, escalón por escalón, de tal manera que pueda seguir mis propias historias, concluir escenas interrumpidas, llegar a desenlaces positivos desde los nudos, bloqueos y capacidades de lo que estoy viviendo.
 
 

  1. La pasión por pertenecer a una «comunidad de memoria»

 
 
Una historia inteligiblemente mía es aquella que se enlaza coherentemente con otras historias. La narrativa, como la práctica que es, depende de circunstancias históricas y culturales. Yo no cuento mi vida en el vacío social. La narración de mi vida es inteligible para los miembros de un grupo particular, aquel que tiene los mismos criterios que yo para descifrarla. Fuera de un contexto social e histórico ninguna historia puede narrarse. Es decir, fuera de una tradición particular no existen historias de vida que pudieran tener sentido.
Así es como se forma la tradición: como comunidad de memoria, es decir, como conciencia colectiva del pueblo mismo que se siente dueño de sus raíces. Raíces comunes ligadas a experiencias centrales de su historia, vinculadas a la experiencia de sus mayores, renovado por la guarda de la tradición, que no quiere perder su densidad histórica, pero que también se sabe dueño de su presente, capaz de ponerse de pie y de marchar hacia lo diferente, hacia la nuevo. Memoria compartida que no limita sino que capacita para el ejercicio de la creatividad, capaz del perdón y de la rehabilitación de lo perdido, de lo extrañado, de lo diferente.
 
Las comunidades cristianas tienen una historia, están conectadas con su pasado y lo pueden recordar para comprenderse mejor: son por ello, comunidades de memoria. Con el fin de no olvidar su pasado, la Iglesia tiene que volver a contar su historia, la narrativa que le constituye, y al hacerlo nos está ofreciendo caminos de realización personal a sus propios miembros. De este modo nos ligamos a un cañamazo común, nos hacemos capaces de diseñar un sentido para nuestra pequeña historia personal que ahora tiene una referencia obligada, una tradición que nos vincula a los otros.
Formar parte de una tradición eclesial no es solamente añadir mi vida a otras vidas semejantes, sino sentirme acogido en una tradición desde la que todos hemos dado sentido a lo vivido y a lo proyectado. Pertenecer a la Iglesia es reconocernos en una misma historia y por eso unirnos a recordar a Jesús, a celebrar su muerte y resurrección, a preparar su vuelta en el futuro.
 
Si la Iglesia llega a quedar constituida como «el seno de muchos relatos y tradiciones», como comunidad de memoria, es por la tendencia innata al relato de buscarse nuevos cauces de trasmisión y de repetición. Se debe a la exigencia del potencial expansivo que implícitamente está contenido en toda narración. Quizá no hubiera sido necesaria la expresa recomendación de Jesús a «gritar desde el terrado lo que nos han contado al oído» (Mt 10 26); los primeros testigos salen de sus casas y de sus pueblos y se lanzan a una desmedida propagación narrando una y otra vez todo lo que han vivido, «desde el comienzo».
La excitación de la samaritana de contar a sus convecinos el sorprendente encuentro que acaba de vivir es compartida por cualquiera que haya sentido todo lo que de inédito propio nos revela un maravilloso encuentro personal. Como expresamente afirma Von Rad: “La forma más legítima de discurso teológico del Antiguo Testamento (!y mucho más aún del Nuevo, añadimos nosotros!) sigue siendo la narración reiterada”.
 
 
Además la narración contiene un impulso para la acción. Al trasmitir una aventura se nos está incitando a proseguirla con nuestras propias vidas. Lo dramático es ocasión de gestas, es cuna de acciones heroicas y atrevidas. Los santos, Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Mary Word, Juana de Lestonac, por ejemplo, ilustran bien esto que decimos. Nuestra pequeña y casi ridícula historia personal se agranda si la podemos sentir incluida en un drama colectivo de mayores dimensiones. En la catequesis narrativa de Jesús encontramos este rasgo: «¡Ve, y haz tú lo mismo!» (Lc 10, 37). El oyente se ve incitado a ir más allá del mero «darse por enterado» de lo que se cuenta. A Jesús no parece preocuparle tanto definir cuáles son las obligaciones con el prójimo sino narrarlas. Porque es la manera como la pregunta sobre el quién, se puede transformar en proceso de aproximación al herido, de implicación y de dar lugar a verdaderos actos de compasión.
Al comienzo de la predicación evangélica los oyentes preguntan una y otra vez a los testigos: «¿Qué debemos hacer, hermanos?» (Hch 2,37; 16,30), dándonos una idea de que el mensaje llevaba una urgencia de actuación. ¿Acaso no han recibido de Jesús además del encargo de enseñar, el encargo amoroso de amar activamente: «Esto os mando: que os améis mutuamente como yo os he amado»?
 
 

  1. Prácticas de compromiso y de sanación eclesial

 
Los relatos que componen la propia tradición y ofrecen caminos de lectura personal hablan de logros, pero también de fracasos. Una verdadera comunidad de memoria relatará las historias de sufrimiento compartido que, en ocasiones, crean identidades más profundas incluso que el éxito. Además de vincularnos con el pasado, nos dirigen asimismo hacia el futuro como comunidades de esperanza.
La gente que cree en comunidades de memoria también participa en prácticas que definen a ésta como una manera concreta de vivir, de amar, de actuar y de sufrir. Son las prácticas de compromiso, que configuran un yo arraigado en una historia e integrado en una comunidad.
 
 
 La principal tarea del educador en la fe es la de ayudar al otro, a los otros, a recuperar los hilos comunes de su historiaPodemos ayudar a los jóvenes a mirar hacia atrás sin ira, a recuperar los episodios felices o desgraciados y a reconciliarse con ellos. Ayudar a recuperar los hilos de su propia historia supone una cierta sabiduría narrativa. Podemos ayudar a releer lo vivido y sufrido por ellos y animarles a hacerse cargo de sus propias vivencias.
Para poder responder o explicar cualquier trozo de nuestra vida, necesitamos tener un marco global que enlace unas situaciones con otras y que les haga tener sentido. Esto es adquirir una narrativa más reconciliada y serena para su vida, una historia personal que, desde las prácticas sanadoras de Jesús le ayude a identificarse consigo y con lo vivido para poder concluir escenas interrumpidas, llegar a desenlaces positivos desde los nudos, bloqueos y capacidades de lo que les ha herido. Volver a lo vivido y recuperar los hilos, quizá muy débiles o perdidos, del amor de Dios y del amor de los demás.
 
De lo que se trata para ser un buen acompañante pastoral es de aprender a leer y rehacer los aspectos dañados de la vida de los jóvenes. Ayudarles a detectar y recomponer las secuencias rotas de su vida, los diversos episodios negativos que les han marcado y que les hacen enfocar lo vivido desde una tonalidad negativa. Volver sobre el sufrimiento pasado es muy incómodo, pero es la única posibilidad de recuperar la dignidad perdida y de rehacer el molde de la vida.
Hay en nosotros heridas que, muy a nuestro pesar, parasitan nuestros esfuerzos por hacer más digna nuestra vida. Los saboteadores de nuestra vida están actuando siempre en nosotros y sentimos su acción subterránea pero no sabemos qué hacer. Tendremos que hacerles frente para transformar su energía negativa y ofrecerles un cauce de rehabilitación. La escucha pastoral tiene un resorte muy útil en el manejo de las crisis personales, de los fallos, de las heridas de los que nos demandan ayuda para detectar y rehacer las secuencias dañadas de la vida.
 
Pero para recomponer su propia vida, los otros necesitan de nosotros. Situarnos delante de ellos como personas que quieren escuchar su sufrimiento nos sitúa en posición de testigos. Y la práctica compasiva de escucha atenta es un ejercicio de implicación. Al escucharles nos hacemos, en cierto modo, coautores de su historia dañada y les ayudamos a insertarse en una comunidad de memoria. Nadie puede rehacer su vida sin narrar su historia ante otro, y nadie puede escucharla sin que tome algo de su punto de vista.
 
 

  1. Una tarea apasionante: dar a luz la historia oculta del amor de Dios

 
En la vida de los hombres y mujeres creyentes de todos los tiempos resuenan las historias de salvación de la Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo testamento. Todos nosotros, en nuestro vivir cotidiano, escondemos una semilla del amor de Dios. Es el Espíritu el que nos ha sellado y por eso somos realmente historia de salvación. Nuestra propia historia no está hecha solamente del sedimento de todo aquello que hemos ido acumulando en nuestro interior, sino que se engendra de una semilla inmortal que se va desplegando en nosotros.
Y es por ello que los más variados acontecimientos de nuestra vida nos revelan el itinerario cuidadoso y tierno de una amistad, de una alianza que se va anudando en la medida en que respondemos a su amor y vamos incorporando la fuerza del Espíritu del Reino como elemento de recomposición de nuestra desnuda y particular historia.
 
La acción de Dios y de su amor oculto nos sitúa a los creyentes en un marco diferente: nos hace ser protagonistas de una obra escondida que debemos dar a luz, una obra en la que los demás intervienen y en la que Dios mismo también es co-protagonista. Somos obra suya, hechura de sus manos. Lo importante es descubrir las claves de lectura desde donde podemos comprender cuál es nuestro papel en esta historia de amor sufriente y solidario.
Y como educadores en la fe asumimos la apasionante tarea de ser, como el antiguo sabio, parteras expertas que ayudan a dar a luz esa historia oculta del amor de Dios en nuestros jóvenes. En este vivir nuestro, Cristo, el Señor, sale a nuestro encuentro y camina a nuestro lado. Depende de nosotros descubrirlo y compartir con Él nuestros afanes. Y así es como Jesús inaugura una humanidad nueva. Una forma nueva de vivir la familiaridad con Dios, con su Dios, el Dios de la intimidad y el servicio humilde. n

Xavier Quinzá Lleó

estudios@misionjoven.org.