PASTORAL JUVENIL CON CORAZÓN:

1 junio 2011

ACOGIDA INCONDICIONAL Y ALFABETIZACIÓN EMOTIVA

José Luis Moral De la Parte
Profesor de la Universidad Pontificia Salesiana de Roma

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor afirma, en su estudio, que la pastoral juvenil es una respuesta con corazón a la identidad afectiva de los jóvenes. En la primera parte del texto se propone mirar el difícil tema de la identidad afectiva de los jóvenes. Como respuesta, el educador, parte de una acogida incondicional (alianza con los jóvenes), de ahí nacen las propuestas pastorales.
 
¿Una pastoral cálida? Doy por descontada la respuesta afirmativa a la pregunta que se formulan los estudios de Misión Joven. Esto dicho, mis reflexiones se concentran en un punto de vista concreto, el de la identidad-afectividad de los jóvenes y la consiguiente respuesta «con corazón» que corresponde a la pastoral juvenil. Presupongo, por un lado, la perspectiva educativa que la identifica y, por otro, que por eso mismo debe centrarse en aquellos procesos a través de los cuales encarar los problemas vitales de las nuevas generaciones.
La estructura de cuanto sigue, por lo demás, es muy simple: una mirada a la vida de los jóvenes (1) de la que brota el reto de la «acogida incondicional» (2) como clave para concretar algunos elementos de una pastoral juvenil con corazón (3). Bien entendido que no trato de proponer cosas «para» (hacer «por») las nuevas generaciones; intento, más bien, pensar desde –y en la medida de lo posible– con los jóvenes, en la esperanza de que todos podamos crecer y madurar juntos.
 

  1. Identidad y laberintos sentimentales

Encontrándose en un momento crucial para la construcción de la identidad personal y frente a la tarea de decidir la ruta de la propia vida, la juventud cruza un contexto sociocultural que no propicia en absoluto ambas empresas.
 
1.1. Identidad y relaciones: víctimas, más que culpables
En la actual «situación de mercado del sentido», antes de nada y sin querer encubrir o negar la responsabilidad de las opciones de vida de cada joven, resulta natural que las nuevas generaciones propendan hacia un presentismo vitalista, esto es, al deseo de experimentar o acceder a todo directamente y de modo inmediato, buscando la felicidad «aquí y ahora» para consumarla individualmente antes que referirla a faenas colectivas.
Vivimos con un nuevo «estado de conciencia» que, entre otras cosas, fragua lentamente y al que no le faltan adversidades. La principal: la sociedad actual dificulta y vuelve más urgente la búsqueda de la identidad “porque propugna una individualización feroz. No hay roles sociales, no hay identidades definidas, no hay modelos morales, hay un contradictorio politeísmo de valores y cada cual tiene que elegirse de arriba abajo. «El tipo occidental de sociedad individualizada nos habla de la necesidad de buscar soluciones biográficas a contradicciones sistémicas». Por ejemplo, no existe una clara idea de en qué consiste ser hombre y ser mujer, y la única solución es que cada cual resuelva el problema a su manera. Nunca se ha exigido tanto al individuo como ahora. Al poseer más libertad, al estar obligado a inventar su vida sin manual de instrucciones, tendrá que estar decidiendo continuamente. Por eso resulta tan urgente que nuestros niños aprendan a vivir esa autonomía, llena de posibilidades y de riesgos”.
Con razón se puede afirmar que la sociedad moderna se ha transformado en una azarosa «sociedad del riesgo», donde –entre otros aspectos relativos a nuestro tema– se exalta el protagonismo simbólico del «estilo de vida joven» que “como un tsunami gigantesco, ha inundado las calles, plazas y lugares de fiesta y diversión, viviendas familiares y habitaciones de jóvenes y adolescentes, y un sinfín más de espacios sociales, sin olvidar el mismo cuerpo juvenil y su indumentaria o escasez de ella”.
Un estilo de vida representa, de entrada, el conjunto de formas alternativas del vivir de la gente cuando está libre de las restricciones del trabajo y puede establecer relaciones sociales o hacer algo «espontáneo y con sentido» en la propia existencia. En buena medida, aparece como el resultado global del sistema de valores y actitudes de una persona: M. Weber lo presentó como la forma privilegiada para expresar el estatus o posición social y Th.B. Veblen completó la definición situándolo en el horizonte de un «consumo ostentoso».
Hoy más que nunca, en definitiva, hemos decidido que ¡la vida es joven! y, de ahí, ese permanente proceso de «juvenilización» que lo invade todo. Paralela y burlescamente, se ha producido una injusta e impúdica devaluación de los jóvenes: se les asigna una identidad, pero se oculta su entidad; vende por doquier lo joven, pero los jóvenes no cuentan con ningún espacio social propio. Si antaño las personas se disfrazaban para aparentar más viejas, ahora ocurre exactamente lo contrario: «lo joven» se ha convertido en uno de los grandes referentes cuasi mitológicos de nuestra cultura, casi el único modelo socialmente disponible para todos.
Estereotipos aparte, ni que decir tiene que la juvenilización, entre otras cosas, esconde una sociedad más bien envejecida y ensimismada en la glorificación cultural del «ser joven»; una sociedad, en fin, que lleva mal su envejecimiento por la sencilla razón de que casi ha limitado el valor de la persona a su eficacia, rentabilidad y éxitos. No reside ahí, sin embargo, el aspecto más lamentable del asunto, sino en la explotación de los jóvenes que lleva aparejado.
Aquí está el punto: la primacía simbólica del estilo de vida juvenil esconde una sociedad que, en la práctica, les abandona a su suerte, les relega a los últimos puestos en la jerarquía de intereses que la mueven. Bastaría una ojeada a los números escalofriantes del paro juvenil para confirmar un dato tan conocido que huelgan los detalles. Pero igualmente obvios resultan hechos como los siguientes: 1/ La fragilidad de la familia y sus repercusiones sea de cara al equilibrio afectivo que comportamental de las generaciones jóvenes; 2/ Las dinámicas consumistas, estrechamente ligadas al mundo de la publicidad, elevadas al rango de pauta esencial de identidad e integración social; 3/ El deseo de los jóvenes, tantas veces frustrado, de sentirse necesarios, de escuchar que alguno les dice que cuenta con ellos y ellas.
La relegación social de las nuevas generaciones obliga a prolongar cada vez más la edad juvenil y, en tal situación, se apodera de ellas el llamado «síndrome de Peter Pan», del niño que no quiere o no le dejan crecer. Dicho escenario produce un fuerte impacto sobre la formación del sentido de la responsabilidad, al postergarse indefinidamente la toma de decisiones, y sitúa a una buena mayoría de adolescentes y jóvenes en una perspectiva de espectadores permanentes, en lugar de hacerles partícipes y responsables activos de su vida personal y del entorno social. De resultas, los estilos de vida juveniles se acoplan a sus maneras de vivir el tiempo libre y el ocio, en los que el grupo de amigos impone su ley y de los que prácticamente desaparece la familia: una ley (o tiranía) del placer en sus diversas formas, desde el erotismo puro y duro hasta el disfrute del cuerpo, de su belleza y de su fuerza, sin excluir la violencia que también contiene.
Ya por los años sesenta del siglo pasado, T. Parsons señalaba el desasosiego y zozobra ante las cuestiones de identidad como el rasgo más significativo de la vida juvenil. E. Erikson afirmó con razón que la identidad (self o yo mismo) se presenta bien en forma de concepto de sí mismo, bien en forma de experiencia de sí mismo. No entiendo meterme en honduras teóricas sobre estos argumentos, sino simplemente señalar la determinante influencia de la situación social y cultural en la búsqueda de identidad por parte de los jóvenes: 1/ No pocos, debido al desconcierto que genera la estructura social, terminan por no saber en qué proyecto humano embarcarse, bien por falta de motivos, ideales o modelos, bien por no entrever cómo encontrar un trabajo sólido y estable (puesto que –en resumidas cuentas– el trabajo es la única plataforma imprescindible para ponerse en marcha); 2/ Por otro lado, el clima cultural postmoderno, en buena medida, priva a las nuevas generaciones de marcos de referencia y del «músculo ético» con el que adquirir la fortaleza interior necesaria para afrontar –con la abnegación hoy requerida– la construcción de la propia personalidad.
La complejidad histórica que caracteriza nuestro tiempo, por otra parte, conlleva cambios axiológicos, convivenciales y comportamentales de un calado todavía difícil de precisar. En cualquier caso, el rumbo de todos ellos parece marcado por los vientos del subjetivismo. La aserción se ajusta a verdad, especialmente, en el caso de los jóvenes… quienes, en efecto, reaccionan ante la complejidad social y cultural recluyéndose en ejercicios permanentes de subjetivización: cada uno se erige en árbitro del bien y del mal; árbitro, además, sin apenas identidad estable o, de todos modos, con una identidad frágil y flexible, débil, precaria. La actual generación joven, en ese sentido, viene bautizada justamente como «generación silenciosa», aislada o del pasotismo, «degeneración puntual» o generación de «jóvenes que se encontraron a sí mismos condenados a seguir siéndolo».
En fin, la representación o imagen que de sí mismos tienen los jóvenes no es demasiado halagüeña. Amén de su tolerancia y, hasta cierto punto, ausencia de prejuicios, el consumo y la independencia se han convertido en sus principales señas de identidad. Por lo demás la independencia juvenil no se identifica con autonomía o emancipación sino con la defensa de la privacidad en cuanto espacio de creación del propio carácter y de nuevas formas de vida y experimentación. Y es el consumo, no sobra repetirlo, la principal seña de identidad: consumismo y más consumismo, “sobre todo en el ámbito de la diversión y de las aficiones típicamente juveniles, la música en primera fila”.
 
1.2. El laberinto sentimental de los jóvenes
El viejo paradigma moderno planteaba un ideal de razón liberada de los impulsos de la emoción; el nuevo, en cambio, propone armonizar la cabeza y el corazón. No hace mucho que llegamos a la conclusión de que los sentimientos son indispensables para la toma racional de decisiones. “En cierto modo –como reconoce D. Goleman– tenemos dos cerebros y dos clases diferentes de inteligencia: la inteligencia racional y la inteligencia emocional, y nuestro funcionamiento en la vida está determinado por ambos . De hecho, el intelecto no puede funcionar adecuadamente sin el concurso de la inteligencia emocional”.
La cultura actual, por otra parte, está basada en una exaltación de lo afectivo-emocional; del deseo y su satisfacción, por encima de todo. Mercado, publicidad, ansiedad, depresión, violencia, etc., se alían con el omnipresente consumismo, “ese mundo social de las apetencias y ese reino momentáneo de los caprichos : estamos en la moda de los deseos efímeros, intensos, urgentes y desechables que ha contagiado nuestro mundo afectivo, que se ha fragilizado, porque incita a un hedonismo inquieto y un poco escéptico”. En consecuencia, los educadores han de tener muy en cuenta que la gran estrategia pedagógica es enlazar con algunos de los deseos básicos de los jóvenes; pero aún hay más: entra aquí el aspecto de la «educación de la voluntad» que, por desgracia, todavía no ocupa la atención prestada a la «educación de la inteligencia».
Tras estudios y más estudios, contamos ya con algunas piezas importantes del puzzle afectivo y emocional de los jóvenes. Las recuerdo, enumerándolas con algo de ironía y sin más comentarios:1/ Crecen, en general, sin tener asegurado un «clima afectivo» adecuado de cara al equilibrio de los sentimientos, y con déficits significativos de modelos, de autoridad y de maestros para aprender a vivir; 2/ Sus denuncias de la exclusión social que padecen o sus deseos de «sentirse necesarios», con más frecuencia de lo deseado, se ahogan en los océanos de la diversión, del pasarlo bien; 3/ Tanto las relaciones con la familia como, principalmente, entre ellos y ellas no dan para mucho más que la construcción de un nicho, de un refugio nocturno donde gestionar «su tiempo», redescubrir su cuerpo y sus afectos, consumir y, en definitiva, acabar sin saber muy bien lo que quieren, entre otras cosas, porque todo se va difuminando y los proyectos e ideales se desdibujan hasta que ya no saben ni lo que pueden. Ese desconocimiento se refiere a las propias potencialidades, pero supone también la ignorancia respecto a lo que cabe esperar o vale la pena en la vida.
Visto desde fuera es posible hablar de esa especie de puzzle; dentro, los jóvenes viven en un enmarañado laberinto afectivo-emocional.
Nuestra primera relación con el mundo es afectiva. Al respecto, si la meteorología familiar de las nuevas generaciones no es demasiado benévola, el contexto socio-cultural tampoco ayuda. Al contrario: predominan las altas presiones sofocantes, entiéndase apoteosis de los sentidos, furia de las pulsiones y manipulación de los deseos a troche y moche. Es así como estamos construyendo una «sociedad de eternos adolescentes» con una peligrosa blandura emotiva que inocula en los jóvenes el virus del «querer que no llega a fraguar sólidamente». De resultas, escasea la búsqueda del «edificar sobre roca». La plasticidad afectiva puede propiciar personas flexibles, comprensivas, dialogantes, divertidas y abiertas; sin embargo, siempre expuestas a quedarse a merced del viento, a dejar carcomer la esperanza, a reducir el diálogo a simple ruido de palabras, a no querer ni saber apechugar con las cuestas arriba.
Hay más: una de las mayores paradojas de nuestra sociedad, por un lado, consiste en hacer crecer a los niños y niñas demasiado rápido, acortando la infancia para obligarlos después a permanecer en una casi perenne mixtura de adolescencia y juventud; por otro –lo que es peor–, si de ese modo se les quiere hacer deprisa autónomos, la cultura y la educación contemporáneas no dejan de producir seres dependientes, demasiado apegados a las cosas y a las personas. Resultado: quedan más o menos enredados en una cultura narcisista, o sea, la del «amor líquido» (Z. Bauman) condimentado con una sexualidad, en la práctica, igualada a genitalidad. Vale la pena añadir que semejante tinglado comporta un analfabetismo afectivo que entorpece hasta el extremo la obligación de llenar la propia vida psicológica o, mejor dicho, la necesidad de que cada joven ocupe su espacio interior.
En resumidas cuentas, todo empuja a los jóvenes, en cierto modo, a experimentar sin más preocupación que disfrutar del momento presente; el mañana, además de incierto, está bien lejos. Así que hoy y ahora, sentimiento, esto es, dejarse seducir y llevar por los deseos, las emociones, etc.; mañana, más adelante, tocará el turno a la razón, es decir, al plantearse de verdad la vida, a organizarla. La sociedad, la familia o los amigos confirman este diseño juvenil, aunque “se proceda en gran medida a ciegas, tanteando, experimentando, quitando y poniendo…”. De esta manera, nos topamos con personas carentes de ideales colectivos y altruistas, cada vez más homogeneizadas por una concepción hedonista y narcisista de la vida, a la par que apuntaladas por una cultura de la satisfacción de «alta intensidad con lo mío y mis alrededores» y baja preocupación por el otro y sus cosas.
Tanta satisfacción ciega, por lo menos, a la hora de pensar en un proyecto de vida. Por lo demás, siendo tan incierto el futuro, ¡vivamos al día! –exclama visceralmente la juventud hodierna–. Su presentismo es un síntoma claro de que están cerrados los horizontes mentales y vitales. Dicha carencia de horizontes, más que una señal neta de identidad, quizá sea la natural reacción ante el miedo al futuro.
 

  1. Razón compasiva y acogida incondicional

Ante las nuevas generaciones, máxime teniendo en cuenta la realidad actual de sus vidas, la primera condición para el anuncio del Evangelio pasa por «sentir con ellas», es decir, por la compasión (patire cum) y la empatía: sólo una «razón compasiva» o un intellectus misericordiae (J. Sobrino) advertirá cómo los jóvenes, por desgracia, más que imagen o prefiguración del futuro, son un fiel reflejo de los despropósitos socioculturales del presente.
Elenco simplemente unas cuantas actitudes básicas que deben presidir tanto la identidad de la pastoral juvenil como, sobre todo, el trabajo de los animadores con los jóvenes.
 
2.1. Nueva alianza con los jóvenes
Afirmaba G.K. Chersterton que el hombre moderno se parece a un viajero que olvida el nombre de su destino y tiene que regresar al lugar del que partió para averiguar incluso a dónde se dirigía. El mundo actual obliga a precipitarse en casi todo. Estamos intoxicados de prisa; no tenemos la paz suficiente para advertir lo maravillosamente misteriosa que es la vida. Y todos sentimos, en el fondo, que esto es más verdad que su contrario.
El empeño educativo proprio de la pastoral juvenil debiera plantearse un cambio de ritmo y, ante todo, una especie de nuevo pacto o alianza con los jóvenes.
Más que amor, alianza: mientras que el amor o la caridad acentúan el protagonismo de quienes quieren, la palabra alianza –además de las resonancias bíblicas– desplaza el acento a la reciprocidad de la relación –conjugando tanto el amor como el respeto y el derecho a la diferencia de aquellos a quienes amamos–, al tiempo que subraya el vínculo y el compromiso. Antes de nada, hemos de ponernos gratuita e incondicionalmente de parte de los jóvenes: lo mismo que Dios promete «estar con» su pueblo, pese a la infidelidad con que Israel vive la alianza, así hemos de estar «con y de parte» de los jóvenes.
Esta alianza, en definitiva, requiere la «acogida incondicional» como actitud educativa básica.
 
2.2. La «profecía de la acogida incondicional»
En el contexto que vivimos resulta especialmente urgente un «profetismo de denuncia» (I. Ellacuría) que trace los caminos de la utopía del Reino, arrancando de la opción preferencial por los pobres y al hilo de la profecía histórica de Jesús: «¡Que tengan vida y la tengan en abundancia!». La profecía que necesita la pastoral juvenil, sin embargo, más que de un «profetismo de la denuncia», necesita primariamente el «profetismo de la acogida incondicional».
De entrada, salta a la vista la actualidad y apremio de un planteamiento así enunciado. En una sociedad donde todo se colorea con el tinte de la utilidad, donde todo se compra y se vende, donde más que amistad existe intercambio, porque lo que importa es tener buenas relaciones más que buenos amigos, ¿cómo no reconocer que, sobre todo, andamos necesitados de gratuidad, de acogida, de apertura incondicional al prójimo, a los jóvenes?
Horizonte del corazón, pues, la utopía del Reino; método educativo primordial, la acogida incondicional. Reino para comunicar esperanza; acogida para desarmar y, lo que es más importante, una acogida capaz de restituir vida a unos jóvenes que nuestra sociedad deja a la intemperie y a merced de vientos que los arrastran de tumbo en tumbo.
 
2.3. «Descentrarse»
Pensar la experiencia cristiana con y desde los jóvenes, sin duda, nos «descentra» o, mejor, nos desconcierta. Resulta habitual, en nuestros ambientes, encarar los problemas recurriendo o comenzando –solemos decir– «por donde siempre hay que comenzar», esto es: orando, escuchando la Palabra de Dios, retirándonos a reflexionar y discernir, examinando los criterios y demás orientaciones de la Iglesia o de la congregación religiosa correspondiente, en fin, colocándonos delante del sagrario para que sea Dios quien nos oriente.
Todas cosas buenas y aconsejables. Pero cuando se trata de teología práctica, en general, y de la pastoral juvenil, en particular, especialmente desaconsejadas como punto de arranque, puesto que, fácilmente, nos empujan a mistificar los problemas: desenfocándolos (en lugar de analizar la situación y las personas dentro de ella, los esfuerzos se dirigen a la aplicación de la «doctrina» o a trasladar «orientaciones» de un sitio para otro) y espiritualizándolos (las situaciones se sustituyen o suplantan progresivamente por las ayudas, por el bien que se puede y debe hacer en tales circunstancias).
Quienes se dedican a la reflexión pastoral o a la pastoral juvenil no persiguen interpretar la palabra de Dios para sugerir u organizar los contenidos de los proyectos…; mas bien establecen un desarrollo a la inversa: desde los jóvenes, son sus rostros, su vida… el lugar básico y el punto de partida para «educar a la fe». En principio, es cuestión de reflexionar a fondo «con ellos» cómo y porqué les resulta difícil o imposible creer, y de reconstruir, después, con una sinceridad radical y repensando cuanto nos señala la Escritura y la Tradición, lo que queremos decirles a la hora de hablar de Dios, de Cristo, del Espíritu o de la salvación. Muchos jóvenes cristianos no logran la maduración de su fe en la situación actual, entre otras razones, porque no terminan de casar su búsqueda de sentido con cuanto ofrece la comunidad eclesial.
 
2.4. Tiempos, espacios y temas
Este descentrarnos, entonces, ha de conducirnos a encontrarnos y compartir con los jóvenes espacios, tiempos y temas: 1/ Los tiempos de la vida cotidiana, el tiempo libre y el «tiempo interior»; 2/ Los espacios de la casa y la escuela, la calle y la interioridad; 3/ Los temas del sentido, de la identidad vinculada a la solidaridad, en fin, del miedo y la invocación.
Lo primero a compartir educativamente con los adolescentes y jóvenes, sobre todo los padres y educadores, es el tiempo de la vida cotidiana –en los espacios de la casa y la escuela– para poner encima de la mesa el tema del sentido. Justamente se considera que la educación estriba en enseñar a vivir, en guiar para que cada cual aprenda a conducir el tren de su propia vida por vías humanas.
Con todo y con eso, la educación de los jóvenes se juega más fuera de la escuela que dentro. El tiempo libre y el grupo de iguales marcan el territorio que consideran más suyo. Los espacios se reparten un poco por todas partes (su franja de hogar, la calle, las zonas de encuentro, etc.), siempre atravesados por algo que los unifica: relacionarse, estar juntos. Aquí, en este tiempo y espacio, tienen lugar las negociaciones fundamentales en el tema de la identidad. Es, en dicha negociación, donde habría que lograr introducir la solidaridad, a través de interrelaciones educativas mantenidas en torno a proyectos que ayuden a liberar ese tiempo (supuestamente) libre.
Nos queda el tiempo y el espacio más espinosos, a los que en buena medida todos tenemos miedo y de los que solemos huir: el tiempo interior, que atraviesa y está siempre presente en cualquier otro tiempo, con un espacio igualmente omnipresente, la soledad. En el caso de los jóvenes, habrá que azuzar con prudencia los miedos –recuperando y educando la interioridad– para encararse con ellos y, ojalá, descubrir aquello que está más allá de cuanto se ve.
 

  1. Horizontes de una pastoral con corazón

Hoy más que nunca, si cabe, «a la gente le gusta sentir. Sea lo que sea» (V. Woolf). El «laberinto sentimental» no sólo es una moda; ni se trata tanto de que nos interesen nuestros sentimientos, cuanto que los sentimientos son los órganos a través de los cuales percibimos lo interesante, lo que nos afecta. Por ahí discurre una clave esencial que condiciona de un modo particular y profundo la vida de las personas (máxime, por razones obvias, la de los adolescentes y jóvenes): nuestro contacto básico con la realidad es sentimental y práctico. En fin, sentimientos y deseos son quienes nos dicen lo primero y fundamental sobre nosotros y sobre el mundo que vivimos, así como también constituyen el trampolín para saltar más allá de ambas realidades.
 
3.1. Cultura del deseo y cultura del corazón
 
Trato de unir cabos. En buena medida, al menos desde un punto de vista psicológico, el deseo aparece como madre de la fe: creer, entre otras cosas, significa poseer una confianza básica en la vida, esto es, estar seguros –con una certeza que no es demostrable– de que la vida y el mundo poseen un sentido y una lógica que, en última instancia y dicho con el término que quizá exprese como ningún otro la esencia de la religión, permite «sentirnos salvados». En fin, creer remite a la confianza de que al final, pase lo que pase, no nos hundiremos en un pozo sin fondo, sino que seremos acogidos y sostenidos para no terminar en la nada.
Somos una pluralidad de deseos y, a veces, de deseos opuestos y contradictorios incluso. El contexto actual de «apoteosis de las pulsiones» y «manipulación de los deseos» complica sobremanera esta nuestra identidad. Así que, para la vida en general –y para la experiencia religiosa, en particular–, la cuestión fundamental que se plantea es la de ordenar los deseos, es decir, encontrar un eje que vertebre y organice el conjunto de anhelos y aspiraciones que mueven la existencia de cada persona.
Aquí no puedo entrar en los detalles, pero el primer momento en la organización de los deseos pasa por reconciliarnos con su mundo, reconocerlos y asumirlos; pues somos seres de deseo y desde él nos configuramos como personas capaces de amar y proyectarnos más allá de lo que somos. La cultura del deseo no es mala por incitarnos a desear cuanto por desorientarnos y cultivar una forma egoísta de desear. El deseo es siempre triangular, esto es, necesita de un tercero que medie entre nosotros y lo que deseamos. Pues bien y por tantos motivos, actualmente, esta cultura ha transformado el deseo de medio en fin: cuanto el deseo debiera servir para ser así, en el fondo, se ha convertido en puro estímulo del desear por desear (y siempre consumir). Para reconciliarnos y recuperar la mediación del deseo, hace falta pasar a la cultura del corazón: sólo ahí seremos capaces de reconocer los deseos que nos permiten amar y saber hacia dónde caminar. Con razón, consideramos más humano dejarnos seducir por el corazón que por el simple deseo, entendiendo que es el primero quien nos permite entender el fin y sentido del segundo.
Dejarnos seducir por el corazón comporta, pues, ir adquiriendo la capacidad de despertar a los sentidos interiores para descubrir el verdadero objeto de deseo en grado de dar sentido a la existencia.
 
3.2. Alfabetización y educación afectiva
El laberinto emocional de las nuevas generaciones tiene una de sus raíces en el analfabetismo emotivo en el que viven. Familia y escuela, por tanto, son las primeras llamadas en causa; amén de que en la crisis de ambas –piénsese, por ejemplo, a los cambios radicales en la concepción del matrimonio y de la sexualidad– reside asimismo una de las razones fundamentales de ese ambiente laberíntico. A nadie se le escapa que las dificultades de la familia y de la escuela determinan en gran medida los argumentos que vengo tocando; entrar en pormenores, sin embargo, excede las posibilidades de estas líneas.
Los absurdos más terribles de la sociedad quizá se hallan aquí: hemos llegado prácticamente a considerar como «datos normales» aquellos que hace bien poco resultaban ser los más alarmantes. Me refiero, sin ser exhaustivo en el elenco: al triplicarse del número de niños y niñas que precisan de ayuda psicológica –porque ya desde edades tempranas se manifiestan disfunciones desconocidas hasta ahora y principian las enfermedades mentales, la ansiedad y la depresión–; al aumento de la violencia o del suicidio entre los adolescentes y jóvenes; a los trastornos alimenticios, al alcoholismo y la droga.
Junto a los problemas de atención y razonamiento, por un lado, o la delincuencia y la agresividad, por otro, el retrato de las nuevas generaciones incluye, por desgracia, los tonos oscuros de las ansiedades y las depresiones que se van adueñando de tantas vidas jóvenes. Tal es así como para opinarse que, si el siglo XX ha estado caracterizado por ser la «era de la ansiedad», de no remediarlo, el nuevo milenio se transformará en la «era de la melancolía». Muchos datos, en efecto, parecen apuntar hacia una epidemia de depresión a escala mundial, esto es, hacia una especie de virus aparejado a la expansión del estilo de vida contemporáneo.
Familia y escuela, por tantos motivos, está perdiendo terrenos que deben reconquistar con urgencia: el primero, la confianza básica en la vida que deben transmitir e impulsar en los niños y adolescentes; después, una tradición con sentido, la fuerza de ánimo y la voluntad para que los jóvenes se construyan a sí mismos; y siempre, en fin, el humus de la acogida incondicional para que no se sequen los corazones o aparezcan esos desiertos emotivos que envenenan las relaciones e impiden el crecimiento de las nuevas generaciones. Afirmado lo cual, han de tenerse también muy en cuenta otros dos asuntos: 1/ La cuestión central del «aprendizaje de la amistad»; 2/ El problema de los medios de comunicación y de las nuevas tecnologías que, con demasiada frecuencia, neutralizan la diferencia entre interioridad y exterioridad (léase «reality show», «gran hermano»… y su impresentable ostentación de la intimidad confundida con la sinceridad) o, cuando se trata de internet, homologan realidad y virtualidad.
La alfabetización emotiva que, en especial, corresponde tanto a la familia como a la escuela, debe organizarse en torno al paso «de los deseos a los proyectos», acción específicamente humana (¡que nos humaniza!) dependiente tanto de la inteligencia como de la voluntad. Habida cuenta de la situación, más de la última, habrá que añadir.
Esa alfabetización emotiva está estrechamente ligada a la educación de la voluntad, sin la que nos será cada vez más imposible aprender a vivir y convivir. En conclusión, más allá del papel imprescindible de la familia, habrá que «escolarizar las emociones»: “el aprendizaje no sucede como algo aislado de los sentimientos de los niños o las niñas. De hecho, la alfabetización emocional es tan importante como el aprendizaje de las matemáticas o la lectura”.
Ya señalé la importancia capital de enlazar la educación con los deseos básicos; por otro lado, la relación de los deseos con la cultura siempre es doble: la cultura es la proyección o prolongación humana de los deseos, al tiempo que determina esos mismos deseos proponiendo modos concretos de satisfacerlos.
De entrada, los procesos alfabetizadores y educativos deben identificar la aventura de crecer con las ideas básicas de la personalidad, o sea, con la construcción de cada ser humano a través de la concreta definición de su carácter (hábitos afectivos), inteligencia (hábitos cognitivos) y «praxis» (hábitos operativos). Semejante empresa se refiere a la adquisición de una identidad consistente; por lo demás, la identidad ha de construirse a partir del «reconocimiento del otro», so pena de echar más leña al fuego de los subjetivismos, individualismos y egoísmos.
 
3.3. Prolongar o proyectar los deseos: ciudadanía cosmopolita y responsable
Sentimientos y emociones –sirva la generalización– dependen del deseo, aunque también pueden dar lugar a nuevos deseos. Aquí reside el quid: a diferencia de los otros seres vivos, la inteligencia humana es capaz de prolongar los deseos en proyectos. El deseo, en cierto modo, surge del resquebrajamiento del circuito animal de la acción; de ahí que, en sentido estricto, el deseo es una exclusiva humana e implica la ruptura de la cadena «estimulo–respuesta» a través de la introducción de la libertad de proyectar la respuesta, sin que ésta venga sólo determinada automáticamente por el estímulo.
A fin de cuentas, en suma, hemos de «educar-nos» con la realidad, ¡aquí y ahora!, afrontando los desafíos actuales de la vida colectiva. Al respecto y frente a otras muchas alternativas más o menos fallidas, parece que hoy podemos encontrar en la «idea de ciudadanía» la clave educativa que nos permita ir haciéndonos «lo que somos»: ser ciudadanos y ciudadanas expresa fielmente aquello que nos hace humanos. En efecto, educarnos para proyectar nuestros deseos, para llegar a ser de verdad lo que somos (¡seres humanos!) se puede resumir en el ejercicio de los valores de la ciudadanía: ser un buen ciudadano expresa fielmente eso que nos hace humanos.
Adela Cortina, entre otros, ha perfilado atinada y detalladamente el término, así como las dimensiones y núcleos fundamentales de valores con los que educar para ser «ciudadanos del mundo» desde la propia tierra, para vivir en un mundo a la vez local y global. En este sentido, habla ella de un «cosmopolitismo arraigado», es decir, consciente de las raíces de toda persona –“la ciudadanía es primariamente una relación política entre un individuo y una comunidad política”– y, especialmente, de su sentido (responsable y activo) –“asumir el universalismo de quien sabe y siente que es un ser humano y nada de lo humano le puede resultar ajeno”–, pues “lo que construye comunidad no es sólo una adscripción con vínculos comunes, sino sobre todo tener una causa común”.

José Luis Moral

 
 
Cf. C. Geffré, El cristianismo ante el riesgo de la interpretación, Cristiandad, Madrid 1994, 205-227 (ahí se puede encontrar un buen dibujo del «estado de conciencia» al que ha llegado el hombre moderno). En definitiva, la modernidad ha provocado un cambio radical en la imagen de hombre y de mundo: mundo ahora definido más como historia que como naturaleza, produciéndose la caída de la clásica visión estable y jerarquizada –que inculcaba y parecía propia del pensamiento católico–; hombre cual ser en perpetua creación de sí mismo, con la consiguiente transformación de las estructuras de credibilidad, trasladadas hacia el valor absoluto de la persona, la autonomía de la conciencia, la creatividad, libertad y pluralismo de proyectos.
J.A. Marina, Aprender a vivir, Ariel, Barcelona 2004, 182-183.
J. González-Anleo–J.M. González-Anleo, La juventud actual, Verbo Divino, Estalla 2008, 44.
Cf. Ibíd., pp. 78ss.
Cf. H. Béjar, El ámbito privado. Privacidad, individualismo y modernidad, Alianza, Madrid 1990, 68ss.
J. González-Anleo–J.M. González-Anleo, La juventud actual, o.c., p. 83.
D. Goleman, Inteligencia emocional, Kairós, Barcelona 1996, 58. Cf. también: C. Castilla del Pino, Teoría de los sentimientos, Tusquets, Barcelona 2000.
J.A. Marina, Las arquitecturas del deseo, Anagrama, Barcelona 2007, 23-24 (cf. también: Id., El laberinto sentimental, Anagrama, Barcelona 1996; Id., El misterio de la voluntad perdida, Anagrama, Barcelona 1997; J.A. Marina–M. López, Diccionario de los sentimientos, Anagrama, Barcelona 1999; J. Ferrero, Las experiencias del deseo, Anagrama, Barcelona 2009).
He estudiado el tema en otros lugares: cf., por ejemplo, J.L. Moral, ¿Jóvenes sin fe? Manual de primeros auxilios para reconstruir con los jóvenes la fe y la religión, Ppc, Madrid 2007, 77-151.
Cf. R. Bly, La società degli eterni adolescenti, Red, Como 2000 ; J.L. Moral, Desideri, sentimenti e… una pastorale giovanile del cuore, «Note di Pastorale Giovanile» 2(2005), 34-42.
J. Elzo, Los jóvenes españoles en los últimos 25 años (I), «Vida Nueva» 2.352(2002), 24-30, aquí p. 25.
Cf. R. Díaz-Salazar, Redes de solidaridad internacional, Hoac, Madrid 1996, 23-81.
Cf. U. Galimberti, L’ospite inquietante. Il nichilismo e i giovani, Feltrinelli, Milano 2007, 25-30.
Cf. A. Vergote, Psicología religiosa, Taurus, Madrid 1969.
Cf. A. Giddens, Un mundo desbocado, Taurus, Madrid 2000; U. Beck-E. Gersheim, El normal caos del amor. Las nuevas formas de la relación amorosa, Paidós, Barcelona 2001; J.A. Marina, El rompecabezas de la sexualidad, Anagrama, Barcelona 2000; G. Pastor Ramos, Sociología de la familia. Enfoque institucional y grupal, Sígueme, Salamanca 1997.
D. Goleman, Inteligencia emocional, o.c., p. 403.
Cf. J.A. Marina, Las arquitecturas del deseo, o.c., pp. 83-109.
Al respecto, una adecuada concreción educativa es la desarrollada por J.A. Marina en gran cantidad de ensayos y proyectos; entre los últimos: J.A. Marina, Aprender a vivir, o.c.; Id., Aprender a convivir, Ariel, Barcelona 2006.
A. Cortina, Hacia un concepto de ciudadanía para el siglo XXI, «Misión Joven» 314(2003), 17-24. Ahí ofrece un buen resumen de cuanto ha expuesto más ampliamente en diversos libros: cf. A. Cortina, Ciudadanos del mundo, Alianza, Madrid 1997; Id, Alianza y contrato, Trotta, Madrid 2001; Id., Por una ética del consumo, Taurus, Madrid 2002.