[vc_row][vc_column][vc_column_text]Francesc Torralba Roselló
Francesc Torralba Roselló es profesor de la Universidad Ramon Llull de Barcelona.
Síntesis del artículo:
Nos hace caer en la cuenta el autor de la laguna que, desde la más tierna infancia, padecen nuestros niños y jóvenes: son educados para desarrollar la herramienta del lenguaje, pero no lo son para aprender en y con el silencio. «El silencio es el gran ausente de la pedagogía», nos dice. Al margen de la verbalidad no queda nada que comunicar. Y, sin embargo, el silencio es la cuna de la palabra. Es la fuente del discurso con sentido. En el silencio el ser humano se conoce a sí mismo en toda la hondura de su insondable misterio, conoce la realidad que le rodea, conoce a los otros, a sus semejantes, en su radical humanidad. «La contemplación callada del rostro ajeno abre las puertas a una experiencia inédita en el campo empírico: es la experiencia del misterio, de la extrañeza, de la sorpresa, de la inefabilidad del otro». En definitiva, la mirada silente nos ofrece otra mirada, más honda, más pura, más clara, de la realidad.
- El silencio, ausente en la educación
En nuestra cultura, la pedagogía ha centrado su interés en la articulación de la palabra. En la escuela primaria, el niño aprende el vocabulario fundamental para poder expresar sus experiencias. Posteriormente, aprende a escribir aquellas palabras y a construir frases con sentido. De esta manera, va adquiriendo el suficiente lenguaje verbal para poder comunicarse y expresar sus ideas particulares y sus emociones. De una manera global, podríamos decir que la pedagogía ha focalizado sus esfuerzos en la construcción verbal del sentido.
En la escuela se aprende a leer y a escribir. Es decir, se aprende a interpretar la realidad a través de signos lingüísticos, y a utilizar estos signos para manifestar la propia perspectiva real. Una vez el sujeto ha asumido plenamente el código lingüístico, es decir, las leyes sintácticas fundamentales y un buen número de vocabulario, entonces es capaz de comunicarse libremente y construir a través del verbo una realidad ficticia e imaginaria.
El silencio es el gran ausente de la pedagogía[1]. No se contempla como instrumento de comunicación, ni como experiencia fundamental del ser humano. La escuela no enseña la riqueza inherente al silencio. Focaliza su atención en el verbo y en su articulación oral y escrita, pero omite el valor comunicativo y expresivo del silencio. Ni el niño, ni el joven están preparados para el silencio. El silencio, para ellos, es algo nuevo, extraño y problemático que hay que enmascarar inmediatamente. No están preparados para convivir-en-silencio, ni para descubrir la lección que lleva el silencio en sí mismo.
Su universo es unilateralmente verbal y el que queda fuera de esta verbalidad no puede comunicar nada. En el aula el sujeto aprende a componer frases, a conjugar verbos, a combinar sustantivos y adjetivos, pero no aprende a callar, ni a compartir la experiencia del silencio con sus compañeros. El sujeto actual desconoce totalmente la semántica y la sintaxis del silencio. Ignora el contenido edificante que conlleva el silencio y su orden y su estatuto en la vida lingüística del sujeto. Sin embargo, es preciso reivindicar un lugar y un espacio para el silencio.
- El silencio, cuna de la palabra
Del mismo modo que la pedagogía de la palabra resulta completamente necesaria para describir el mundo, la pedagogía del silencio es absolutamente imprescindible para contemplar el mundo e interiorizarlo. En cierto modo, la pedagogía del silencio es previa a la de la palabra. La palabra que nace del silencio es una palabra sólida, consistente y firme. La palabra que brota de la palabra, del tapiz lingüístico, raramente tiene la hondura o el grado de reflexión que la que nace del silencio. Es una palabra epidérmica que se limita a reproducir lo que ya ha sido dicho y se formula con otras palabras. Es una palabra que se refiere a otra palabra. En este sentido, puede ser encubridora.
El discurso coherente y revelador se gesta en el silencio, se va forjando en la interioridad del individuo y, al final, se expresa públicamente, pero su génesis es completamente silente. Se podría decir, con acierto, que el silencio es el prolegómeno de la palabra con sentido, es el preámbulo del discurso verbal.
A través de la palabra, el sujeto describe el mundo, pero también crea nuevos mundos. La palabra permite explorar reinos inauditos, que sólo subsisten en la imaginación y en los cuentos de hadas. La pragmática de la palabra es múltiple y diversa, pero también lo es la del silencio. Con la palabra, el sujeto comunica mensajes de contenidos muy diversos, fabrica mundos, construye personajes y aventuras que nunca han existido realmente.
El silencio, aunque ha quedado absolutamente marginado en el ámbito educativo, transmite una pedagogía y unos valores dignos de considerar y de integrar en el acto educativo.
- El silencio de la contemplación
A través del silencio, se aprende a desarrollar el papel de espectador. Dice Ortega y Gasset que, en la vida humana, el sujeto puede representar dos papeles: el de actor y el de espectador, o dicho de otra manera, el activo y el pasivo. El actor habla, actúa en escena, hace su función y recibe los aplausos del público. El espectador, en cambio, está callado y observa los movimientos y los gestos de los actores. A través del silencio uno se convierte a sí mismo en espectador de sus propios actos y de las propias palabras. La identidad se duplica en dos estadios: el de platea y el del escenario. El silencio permite el ejercicio de observar los propios movimientos y las propias palabras.
El silencio y la contemplación van íntimamente unidos. Sin silencio interior no es posible contemplar la realidad. La contemplación presupone una actitud de calma y de receptividad. En una atmósfera cargada de palabras y de gritos, la contemplación se hace del todo inviable, porque la palabra empaña la atmósfera, la carga, le da una tonalidad grisácea y no permite retenerla con toda su transparencia.
El silencio es, pues, completamente necesario, para contemplar la realidad en sus diferentes niveles y estadios. Contemplar quiere decir sentarse, abrirse al mundo y observarlo atentamente con los ojos interiores. Contemplar no significa sólo mirar atentamente la realidad, sino distanciarse y fijarla en la retina del espíritu. Implica un doble movimiento: en primer lugar, de distanciamiento, tal como lo entiende M. Scheler, y, en segundo lugar, de impregnación de lo real en el espíritu del individuo.
La contemplación, como dice acertadamente Aristóteles, es el preludio de la filosofía, es el principio del ejercicio filosófico. Filosofar significa describir la realidad en su intimidad y máxima profundidad, en su verticalidad diría Ortega. Para poder adentrarse en los angostos escondrijos del ente real, hay que adoptar una actitud de silencio, de atención, de contemplación total.
Por tanto, la primera gran lección del silencio es la contemplación. Esta contemplación puede enfocarse en muchos campos y direcciones. Puede tratarse de una autocontemplación o de una contemplación natural o incluso de una contemplación divina. En cualquier caso, la contemplación sólo es posible en un clima de silencio interior y exterior. En plena agitación resulta absurdo proponerse el acto contemplativo.
El proceso de autocontemplación ya lo hemos expresado germinalmente más arriba. Es el proceso a través del cual el actor se convierte en su propio espectador. Este proceso implica una duplicación del yo y posibilita el conocimiento personal por medio de la interiorización. En último extremo, la autocontemplación desemboca en el inmenso interrogante de la identidad personal.
- Silencio y misterio del otro
El silencio, no obstante, permite la contemplación nítida y transparente del otro. El otro se manifiesta fundamentalmente a través de un rostro, de una cara, de unos ojos y de una expresión facial. Levinas ha insistido suficientemente en este punto. Es diferente observar un rostro en pleno diálogo, en plena conversación, que observarlo en silencio, calladamente. Entonces aquella superficie de carne deja de ser una pieza anónima, aquel rostro interpela, cuestiona el mundo y lo cuestiona, aunque no transmita un fonema.
El silencio ilumina el rostro del otro. Permite descubrir su extrañeza y su radical humanidad. Entonces, el otro se revela como algo totalmente nuevo y diferente, como un misterio indescifrable, como un interrogante irresoluble. Es el mismo rostro de siempre, los mismos ojos, pero en el silencio se revela misterioso y diferente, más diferente que nunca. La palabra suaviza el misterio, vincula a las personas, permite establecer canales de comunicación a través de los cuales el otro se convierte en cómplice.
La contemplación del rostro ajeno sorprende y da que pensar. Cuando el otro calla y nos mira fijamente a los ojos, nos sentimos desafiados por su mirada, más aún, nos sentimos desnudos. ¿Qué pensará en aquellos momentos? ¿Por qué me mira con estos ojos?, ¿Qué espera de mí? Entonces se nos revela el misterio del otro con toda su radicalidad. El silencio permite desvelar el misterio inherente a cada persona, inclusive en la persona más familiar y más cotidiana. Cuando observamos en silencio el rostro del hijo o de la esposa, vemos reflejado en él el misterio mismo de la humanidad.
- Silencio y discontinuidad
El silencio introduce una discontinuidad en el hiladura de la monotonía existencial y permite ver los nudos que enlazan esta hiladura, permite ver las discontinuidades en el sí de la relación. Lo mismo pasa con la materia. Aparentemente, la realidad material es continua y plana; sin embargo, desde el punto de vista cuántico, la materia es discontinua y da saltos. El silencio permite ver la red de las relaciones humanas desde otra perspectiva, desde el punto de mira más profundo y enigmático.
Lo expresa el mismo Bonhoeffer en su obra Vida en comunidad, cuando afirma: «Después de un período de silencio, nos enfrentamos al otro de una manera completamente nueva». Entonces, la esposa se nos revela como interrogante y el amigo de siempre como una pregunta sin respuesta. Es infinitamente diferente conversar cara a cara con una persona, que mirarla fijamente en silencio. El flujo de preguntas y de interrogantes que brotan de una situación así son múltiples y diversos.
Esta experiencia fronteriza solamente es posible vivirla a través del silencio. En plena actividad, el otro se nos manifiesta como colega, como compañero de trabajo, de camino, de vida, pero no como misterio. El misterio nunca se revela en la inmediatez, sino en la mediatez, nunca se revela en la exterioridad, sino en la interioridad del individuo. A través del silencio, la imagen del otro queda impresa en la retina del espíritu, en el núcleo más profundo del propio yo. La visión externa del otro queda plasmada en la retina ocular, pero no en la interioridad. Sólo el silencio permite esta manifestación tan íntima e indisociable.
El silencio, pues, abre las puertas a un tipo de experiencia nueva y diferente. La experiencia humana no se limita tan sólo al campo empírico, sensitivo y perceptual, sino que abre las miras a otras esferas de la realidad: la interioridad, la angustia, el temor, el misterio, la divinidad. El sujeto vive mediante el silencio un conjunto de experiencias nuevas y diferentes de las estrictamente positivas.
La mentalidad empírica, cientista y positivista ha limitado el campo experiencial del hombre a la realidad física; sin embargo el ser humano, en tanto que animal de experiencias, es capaz de otros niveles de experiencia. La miopía positivista de Comte, de Avenarius y de Mach es, en ciertos aspectos, enfermiza, porque omite dogmáticamente un conjunto de vivencias personales, en el sentido husserliano de la palabra. Vivencias (Erlebnisse) que no pueden leerse en términos específicamente positivos como, por ejemplo, la fusión patética con el otro, la alegría de la contemplación estética o la experiencia mística del anacoreta. Hay un cuerpo de vivencias que trascienden el marco positivo, el marco de los fenómenos.
La contemplación callada del rostro ajeno abre las puertas a una experiencia inédita en el campo empírico: es la experiencia del misterio, de la extrañeza, de la sorpresa, de la inefabilidad del otro. Esta extrañeza causa temor, alegría y plenitud. El silencio es el perfecto catalizador de este tipo de experiencias. Sin él, no sería posible ver misterio en un rostro casero y cotidiano como el de la esposa o el del hijo.
- Silencio y desvelamiento interior
La autocontemplación silente está empañada de misterio. La visión prolongada de uno mismo ante un espejo nos absorbe completamente. Uno tiene la impresión de estar completamente perdido y abandonado en el mundo, de no conocerse lo más mínimo, de ser un extraño para sí mismo. La mirada silente y prolongada sobre el propio rostro nos desnuda totalmente, depura las máscaras, los maquillajes sociales y nos reencontramos desnudos ante la propia identidad personal. Este reencuentro a través del espejo produce una sensación de vértigo. Entonces, la pregunta: ¿Quién soy? repica con contundencia en la intimidad del yo.
Kafka expresa, en una de sus breves narraciones, la experiencia del silencio como una experiencia de vértigo. Dice el escritor checo: «Para guardarse de las sirenas, Ulises tapó los oídos con cera y se hizo encadenar al mástil. Algo semejante podrían, naturalmente, haber hecho desde tiempo antiguo los viajeros, con excepción de aquellos a quienes las sirenas atraían desde lejos, pero en el mundo entero se reconocía que ese recurso no podía servir de nada. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, y la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Pero Ulises no pensó en ello, si bien quizás algo habría llegado ya a sus oídos. Confiaba por completo en los trocitos de cera y en la atadura de las cadenas, y, con la inocente alegría que le inspiraba su estratagema, marchó al encuentro de las sirenas.
Pero éstas tienen una arma más terrible aún que el canto: su silencio. Aunque no ha sucedido, es quizás imaginable la posibilidad de que alguien se haya salvado de su canto, pero de su silencio ciertamente no. Ningún poder terreno puede resistir a la soberbia arrolladora generada por el sentimiento de haberlas vencido con las propias fuerzas»[2].
El silencio es indispensable para redescubrir el profundo valor de la comunidad humana. Una comunidad no es una yuxtaposición de personas, ni una masificación de cuerpos, sino que es una unidad en la diferencia, o, dicho en otros términos, es la unión de un conjunto de personas a través de un sentimiento, de unos principios, de una afección, de unos ideales. Comunidad es unidad, pero no homogeneidad. El silencio permite ahondar en los vínculos que unen a los miembros de una comunidad, que mantienen cohesionada la existencia de los individuos. A través del silencio, uno descubre el vínculo que le une al padre, al hermano, a la esposa, al amigo.
La palabra es el instrumento de comunicación en el seno de la comunidad, pero si esta palabra no nace del silencio y no acaba en el silencio como término final, entonces resulta vacía y estereotipada. También la comunidad necesita de un tiempo de silencio para reencontrar otra vez los vínculos originarios, los vínculos primordiales que el tiempo puede erosionar. Dietrich Bonhoeffer expresa con claridad la relación entre silencio y comunidad. Dice así: «La característica de la soledad es el silencio, así como la palabra es la característica de la comunidad. Silencio y palabra guardan la misma relación que soledad y comunidad. Una no existe sin la otra. La recta palabra nace del silencio y el recto silencio nace de la palabra».
En efecto, el silencio se relaciona con la soledad y la palabra con la comunidad, pero la palabra no tiene sentido si no brota del silencio como experiencia originaria. En una comunidad de amor es indispensable un espacio donde el sentimiento pueda crecer y madurar. Después de este recogimiento, la palabra que elabora el sujeto es diferente, es original y nueva.
El silencio, pues, permite el proceso de autocontemplación personal, no en el sentido egocéntrico del término, sino positivo y permite también la contemplación del rostro ajeno, con todo su inextricable misterio. Aparte de estos dos tipos de experiencia, el silencio posibilita la penetrante contemplación del ser natural.
- Maravillarse en silencio
El ente natural se nos manifiesta espontáneamente ante los ojos. Vemos un árbol, una flor, un pájaro, una montaña. La pluralidad y diversidad de las especies naturales es inmensa. La retina ocular queda iluminada de colores, formas, de movimientos y de imágenes extraordinariamente diversas. El conjunto natural es una fuente inagotable de sorpresas, de formas y tonalidades siempre nuevas y diferentes.
El silencio posibilita una visión transparente y nítida de la realidad natural. Es como el aire que respira la naturaleza después de una gran tormenta. Es un aire puro, nítido, fresco y transparente. La tormenta se lleva la niebla y el polvo que flota en el espacio. El silencio, pues, permite ver la diversidad formal del ente natural con la máxima pureza. La mirada silente embellece a la naturaleza y proyecta en los entes naturales una cadencia única e irrepetible, una textura misteriosa, enigmática, incluso agreste y salvaje.
Es distinto contemplar un árbol, una flor o un bosque desde el silencio interior que observarlos en passant. Es distinto sentarse en una colina y reseguir, sin prisas, las crestas de las cimas. El silencio nos revela la extrañeza del mundo y la extrañeza de nosotros mismos. Nos hace reflexionar sobre nuestros lazos afectivos, sentimentales, familiares y profesionales y nos permite descubrir el carácter misterioso de la persona más cercana y más accesible.
Francesc Torralba
estudios@misionjoven.org
[1] La cuestión del silencio ha ocupado mi reflexión filosófico-educativa desde hace ya algunos años: Rostres del silenci (Pagès, Lleida 1996), El silencio, un reto educativo (PPC, Madrid 2001), Pedagogía del sentido (PPC, Madrid 1997), Explorar el sentido de la realidad (Edebé, Barcelona 2000), Pedagogia del silenci, en Molí 27 (1997) 9-15, El otro y el silencio, en El Ciervo 554 (1997) 7-8.
[2] F. KAFKA, La muralla china, Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 81.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]