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El punto de partida: un hecho innegable
El pluralismo cultural quizá sea la mejor carta de identidad de la situación cultural actual, el núcleo del paradigma de la modernidad. Venimos de la unidad de la cristiandad y estamos metidos de lleno en el pluralismo secular: una situación social y cultural en la que conviven y compiten entre sí diversas visiones del mundo. Por lo demás, la actual complejidad convierte al pluralismo no sólo en una cuestión teórica sino también en una grave problema práctico, vivido en experiencias de desorientación y hasta de caos.
Más en concreto, «los individuos no sólo necesitan estar seguros de su condición de seres racionales, sino que también necesitan asegurarse de su identidad étnico-cultural. No pueden definirse como individuos sin experimentar su pertenencia a una cultura específica y a un idioma […]. Entretanto, el reconocimiento de la legitimidad de esas necesidades se ha impuesto por doquier. Cuando no se las tiene en cuenta, las consecuencias pueden ser funestas» (I. FETSCHER, La tolerancia).
En cualquier caso, el pluralismo cultural es un hecho innegable. Lo mismo puede decirse del religioso. Igualmente podemos entrever la necesidad no sólo de asumir ambos, sino la de preparar el camino para un diálogo intercultural mantenido.
Interculturalidad: más allá del mono o pluricultualismo
La actual situación del debate sobre el multiculturalismo es bastante confusa y se mueve en torno a modelos de gestión del pluralismo cultural monoculturalistas o pluriculturalistas. Para paliar tal confusión, se ha acuñado el término «interculturalismo» que apunta a una sociedad regida por el diálogo y la convivencia entre las diversas culturas, aunque queda mucho camino por hacer este sentido —particularmente, una reflexión sobre valores, normas y principios institucionales y jurídicos para concretar modelos interculturales, con sus correspondientes pautas de comportamiento—. Al respecto y por ejemplo, no parece que la actual «ley de extranjería» permita poner satisfactoriamente en práctica supuestos previos como los del reconocimiento e integración de quienes llegan a una nueva sociedad y cultura.
Antes de nada, ha de existir una seria aceptación de la variedad de culturas que incluya el derecho de los miembros de las diversas comunidades étnicas a hablar su propia lengua, seguir su religión y tener sus propias costumbres y prácticas familiares. Evidentemente, todo ello existiendo unos mínimos compartidos y respetados por todos.
El impacto del pluralismo en la fe cristiana
En nuestro caso concreto, hemos de ser conscientes del impacto del pluralismo en el ámbito de la fe. No da la impresión de que los cristianos, al menos en cuanto toca a la (re)formulación y a la organización de la Iglesia, hayamos «integrado» el pluralismo cultural y religioso de nuestros días. Más bien parece que no acabamos de asimilar estas transformaciones socio-culturales e, incluso, ni tan siquiera el último concilio. De hecho, al poco de terminar, empezó a fraguarse la explicación de no pocos de los fenómenos a los que nos referimos en términos de «pérdida» —de poder social, de significación…—.
Si el pluralismo de cosmovisiones y culturas tiene a todos un confundidos, a los cristianos, además, nos ha cogido desprovistos para la práctica de repensar las formulaciones de nuestra fe, las normas éticas, la organización de las instituciones, las celebraciones litúrgicas, etc. No resulta extraño, entonces, que ronde la tentación de emitir un juicio negativo de la modernidad, para abandonarse en brazos de seguridades que evitan mayores complicaciones.
Es innegable, con todo, una cierta visión chata de la vida y la cultura que se nos ha colado al río revuelto del pluralismo. Por otro lado, el repliegue de ideologías y utopías, así como la opacidad con que imaginamos el futuro, están reclamando instancias de revitalización para la reconstrucción del sentido que necesita la existencia humana. Todo concede un nuevo valor a las palabras del concilio Vaticano II: «El porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar.
La «educación a la fe» de las jóvenes generaciones
Han nacido con el pluralismo en los huesos. Pero la ventaja no es más que aparente, puesto que nuestra sociedad no acierta a asegurar modelos de identidad personal para conformar una básica estructura subjetiva de sentido; ni la familia o la escuela, ni la Iglesia u otras instituciones son capaces de generar auténticos procesos de transmisión de valores. Además, las generaciones adultas han perdido autoridad y credibilidad a los ojos de los jóvenes.
Indudablemente hay que unir muchos cables para lograr establecer la sintonía. Eso sí, la propuesta de educación a la fe no puede hacerse desde una identidad presentada en términos de fortaleza, sino en los de apertura y servicio.
Este número de Misión Joven quiere colocar el «aprendizaje cristiano» dentro del actual clima intercultural para que las actuaciones educativas se enraícen en él. Sólo así será posible la transmisión de la fe que están solicitando los nuevos tiempos. Es por esto que, en principio, se impone la dura tarea de rehacer el cableado elemental que necesita dicha transmisión.
José Luis Moral
director@misionjoven.org[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]