Se pone usted ante el televisor y de entrada no se da cuenta –quizás no lo advierte– que está usted ante la gran pitonisa de nuestro tiempo. Ella, a poco que usted se descuide, se puede convertir en el gran compulsor de sus emociones y aun en el gran devorador de sus decisiones de conciencia. No sería malo tomar, previamente al hecho televisivo, una serie de precauciones:
1ª. Conozca usted la televisión. No es el aparato ante el que se pone usted. Es más bien el producto plástico y sonoro que ha requerido para su factura muchos esfuerzos personales y económicos, más de un quebradero de cabeza y hasta es posible que algún acomodamiento de la conciencia.
2ª. Ámela en lo que vale. No crea usted que la mejor solución a los problemas que puede plantear la televisión en casa es la de dejarla afuera. La de no tener televisión. La televisión, tan aparentemente apisonadora, es sumisa y es modesta. Es sencilla y no avasalla a nadie. Se sabe en manos del destinatario y respeta las decisiones del mismo. La televisión, sencillamente, oferta su producto. Y hay que amarla porque ese producto es múltiple y respetuoso. Usted tiene en la mano el mando a distancia. Y puede hacer con él lo que le parezca más oportuno. Y la televisión no se va a quejar a nadie.
3ª. No hay que verla solos. La televisión no tiene que ser la sacudida del aburrimiento en esas largas horas en que no hacemos nada porque nada se nos ocurre. El espectador de la televisión tiene que ser generoso consigo mismo y con los demás. Y, hasta donde pueda, debe convocar a los demás a un espectáculo que enriquecerá a todos en la misma medida en que sepan compartirlo. El destinatario verdadero de la televisión no es el individuo, sino el grupo familiar. Entre dos o cuatro o cinco puede ver más y mejor que lo que es capaz de ver una persona sola… y solitaria.
4ª. No exija a la tele lo que la tele no puede dar. Se le pide cultura. Una cultura uniforme. Se le pide que edifique virtudes en los ciudadanos, como si la moral fuera unitaria y catequética. Se le pide que no nos aburra. Se le pide que dé a nuestros ocios el divertimento que más vaya con nuestra capacidad de distracción. Hay que convencerse: la televisión no está para suplir las carencias de algo o de alguien. La televisión, sencillamente, señala caminos. Para eso no hay que pedirle, además, que nos empuje por ellos.
5ª. Seleccione los programas. Echen lo que echen, no se lo trague todo. Si usted es un consumidor a esgaya, acabará por hastiarse de la televisión y llegará imprudentemente a la conclusión de que no hay en ella nada que valga la pena. A diario hay en la televisión (en las muchas televisiones que tenemos), bastantes programas apetecibles. Inevitables, incluso. Hay que buscarlos, claro está. Y hay que hacer de entre ellos el menú de cada jornada.
6ª. Busque usted la almendra de cada programa. Ya está hecha la selección. Ya nos sentamos a desmenuzar el menú que hemos preparado. Y bien: se va a dar cuenta de que cada programa tiene su exigencia: de tema, de realización, de compromiso. Reexamine usted la calidad de estos elementos. Comprométase con ellos. Retire la paja que pueda encontrar. Quédese con el grano, con la almendra. Es decir: conviértase de espectador pasivo en espectador inteligente.
7ª. Cambiar de canal es cosa sabia. Le pedirán a usted que no cambie. Le pedirán que aguarde un poquito mientras le tiran encima la red de la publicidad. No haga caso. Si a usted le gusta el programa que está viendo, siga usted con él pero sin que nadie le empuje. Pero si el programa no le gusta, sepa usted por qué lo abandona, pero abandónelo.
8ª. Rechace la violencia. Toda la violencia. La que viene en las películas con series contadas a propósito y conveniencia de la misma –la violencia– o la que se filtra en los documentos de la guerra abierta o de las facciones revolucionarias.
9ª. Hay que hablar de lo que se ha visto. Los programas no deben morir una vez que han pasado por televisión. Los programas buenos tienen derecho a que se los discuta y a que se llegue con ellos a conclusiones estéticas o morales. O a las dos a la vez. Y el espectador inteligente hará bien en llevar sus ideas –las que se le hayan promovido por un programa– a la conversación de la casa o de la calle o de las reuniones de amigos. La escasa imaginación que padecen algunos para acercarse a determinados temas, puede ser aliviada generosamente por la televisión.
10ª. No todos los programas son iguales. Ni son iguales sus formulaciones. Ni son iguales los destinatarios. Hay programas en diferido y hay programas en directo. Los “en directo” son la televisión más verdadera y habrá que tenerlo en cuenta.
Eduardo T. Gil de Muro