¿Qué espiritualidad proponer hoy a los jóvenes?

1 mayo 2005

Jesús Manuel García
 
Jesús Manuel García es Profesor de Teología Espiritual en la Pontificia Universidad Salesiana de Roma.
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
De manera original y sugerente propone algunos aspectos que han de estar presentes en la propuesta espiritual que se haga a los jóvenes. Sugiere especialmente: una espiritualidad que celebre y transfigure la vida terrena sin condenar ninguno de sus aspectos vitales; que ayude a lo jóvenes a ser personas libres, creativas, autónomas; que eduque a la mirada contemplativa; una espiritualidad alegre que favorezca la autorrealización y, al mismo tiempo, oriente al compromiso; una espiritualidad que recupere la centralidad de Cristo como experiencia de liberación y de relacionalidad. Todo ello suscita la necesidad del acompañamiento espiritual y un modelo de espiritualidad encarnada que encuentra en la relación con el Otro/otro el modelo para experimentar la salvación.
 
Las mayores objeciones hacia la espiritualidad, surgidas a lo largo de la modernidad, las hemos generado los mismos cristianos con nuestro modo de entender la “vida en el Espíritu” y, sobre todo, con la forma de vivirla. Considero acertado, por tanto, que nos preguntemos acerca de la imagen que tenemos de “espiritualidad”: ¿Qué modelo queremos proponer hoy a los jóvenes? Pudiera ocurrir que nuestros esquemas necesiten una extraordinaria revisión cultural y espiritual. Siempre estamos a tiempo. Como pide el Papa en la Novo Millenio Ineunte n. 31, solo un exhaustivo trabajo de purificación podrá hacer realidad una “nueva evangelización” que permita «reproponer a todos» una medida alta de la experiencia cristiana.
La necesaria brevedad de estas líneas me impide siquiera la presentación sintética de los principales rasgos de la espiritualidad cristiana hoy. Me limitaré a evidenciar algunos aspectos que deberían tenerse en cuenta hoy en cualquier propuesta “espiritual” para los jóvenes.
 

  1. Una espiritualidad que celebre y transfigure la vida terrena

Durante siglos hemos insistido unilateralmente en la negación de la vida, esto es, en la mortificación, la autonegación, el horror por el cuerpo, especialmente femenino, hasta considerar como un signo de santidad el no cuidarse físicamente.
Me pregunto: ¿No puede ser, por ejemplo, una peregrinación a Santiago, haciendo 20-30 kilómetros al día una forma de ascesis? ¿Disciplinarse, forzosamente tiene que significar frustrar deseos y sentimientos…? Al convertir una vez más un medio (la justa sobriedad) en el fin último de la vida espiritual, hemos favorecido una imagen patológica de la espiritualidad llena de complicaciones psicológicas, escrúpulos, sentimientos de culpa, miedos, represiones, hipocresías y amarguras inútiles, llegando al florecimiento de infinidad de problemas psicosomáticos y no precisamente de «beatitudines» celestiales. El hombre espiritual ha terminado por ser un triste sujeto que condena todo placer y que no se fía del Dios que ha creado todo como “bueno” y “bello”.
¿Es que acaso Jesús no nos dona la vida en abundancia? Y nosotros, discípulos suyos, ¿debemos renegar de los bienes terrenos o no estaremos más bien llamados a negar su uso egoísta? ¿No promete Jesús, a quien deja casa, hermanos y campos por causa suya, cien veces más casas, hermanos y campos en esta vida y después la vida eterna? (cf. Mc 10,30). ¿No hemos quizá malentendido el discurso desplazando el gozo al más allá? ¿Qué sentido tiene la ascesis si no nos permite gozar lo que alcanzamos a través de cuanto renunciamos? Es más, ¿tiene sentido renunciar a algo si no sabemos, porque nos falta la experiencia, el porqué?
Creo que deberíamos abrir una reflexión profunda sobre el sentido de la ascesis y preguntarnos por el misterio de la cruz: ¿la ascesis es el fin, o más bien el medio para conseguir la abundancia del Reino? ¿Dios mismo es renuncia, pobreza, penuria, ascesis o –más bien– abundancia, multiplicación de panes, riqueza infinita que llena de bienes a los hambrientos (Lc 1,53)? ¿Los afligidos son felices en cuanto afligidos o porque serán plenamente consolados? ¿El pobre es feliz por pobre o porque a través de su pobreza Dios le alcanza con todo su amor? ¿Poseemos quizá una visión “masoquista” del sacrificio o de la renuncia?
El educador que desee presentar una espiritualidad que atraiga a los jóvenes, deberá meditar sobre estos aspectos cruciales de nuestra fe. Ciertamente sabemos que, según la tradición mística cristiana, para acoger la luz que ilumina nuestra vida interior tenemos que pasar, como dice San Juan de la Cruz, por la «noche oscura», la cual supone una profunda y sufrida renovación. Pero este ascetismo riguroso del santo de Fontiveros sólo se entiende si en la misma noche se vislumbra ya la transformación en llama de Amor. «Gustoso sufrimiento», dirá el santo, si lo que me permite experimentar la noche es la unión con Dios. Al final, cuando la creatura se acostumbra a la nueva luz, consigue una visión inédita de toda la realidad transfigurada y elevada a la luz misma.
Dejando la mística y volviendo a nuestro argumento, quizá hemos insistido demasiado en la noche y no hemos sabido presentar el gozo de la nueva Luz. Se trata, pues, de formar a los jóvenes para que vivan la renuncia como medio eficaz para la formación de su propia personalidad. El joven no se puede quedar en el «he vendido el campo» sino que tiene que llegar a gustar el «he encontrado un tesoro» (cf. Mt 13,44-46). Si no es así, difícilmente venderán nada. De hecho, el joven que se siente fascinado por un camino de espiritualidad, no habla de aquello que ha dejado sino de cuanto ha encontrado. Delante del tesoro o de la perla preciosa todo lo demás pierde valor: «Todo lo considero pérdida frente a la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por el cual he dejado perder todas estas cosas y las considero basura, con el fin de ganar a Cristo» (Fil 3,8).
En el fondo, un camino de espiritualidad que persigue la santidad, no es el resultado matemático de las renuncias y sacrificios realizados en este “valle de lágrimas” sino, sobre todo, es fruto de la experiencia de un encuentro personal con Jesús de Nazaret, que ensancha y llena el corazón.
 

  1. Una espiritualidad que ayude a los jóvenes a ser libres y creativos

Quizá en los últimos siglos hayamos insistido demasiado en la obediencia y poco sobre la libertad; demasiado sobre ser siervos y poco en ser hijos de Dios, amigos de Dios, “seres divinos”. En cambio, mientras la obediencia puede ser un medio, y no siempre lo es, la libertad creativa es el fin de la vida espiritual. Hemos hecho del medio el fin de la vida de perfección. Transformar los medios en fines nos lleva normalmente muy lejos de aquello que buscábamos obtener.
Por eso creo que es necesario realizar una crítica histórica, teórica e incluso psicológica de la obediencia como virtud. La obediencia de hecho es una virtud condicionada. No siempre obedecer constituye un bien; es necesario comprobar a quién se obedece, por qué se obedece, cuál es el contenido que se obedece. Jung ha puesto de manifiesto que Jesús no fue ciertamente un modelo de persona que obedeciese a todas las tradiciones de los antepasados.
Acentuar y absolutizar el valor de la obediencia, de forma que cuanto más ciegamente obedecemos más santos seremos, ha generado una imagen de la espiritualidad como dependencia, infantilismo, ausencia de iniciativa autónoma, sujeción malsana o –incluso– masoquista, falta de virilidad y de feminidad adulta, servilismo, adulación hipócrita más que vivencia auténtica y espiritual. Una imagen negativa que pesa como una roca sobre cualquier propuesta de espiritualidad que hoy se haga.
En cambio, estamos llamados a testimoniar que la espiritualidad es libertad, es madurez, es fe adulta y responsable. Necesitamos jóvenes que no se postren delante de ningún hombre, sino que lo hagan sólo delante de Dios. Que se sientan siempre hijos y que comiencen también a sentirse padres y madres de la Iglesia. Necesitamos jóvenes que vivan una espiritualidad auténtica, capaces de crear y afrontar los grandes retos del momento presente.
Por esto debemos idear nuevos itinerarios formativos que respeten e integren el difícil equilibrio querido por Pablo VI entre la fe y la cultura. Itinerarios que no ignoren los logros culturales de la modernidad, dando importancia a la libre creatividad del sujeto, desarrollándola concretamente a nivel psicológico y pedagógico.
 

  1. Una espiritualidad que eduque a la mirada contemplativa

Muchos jóvenes no logran entrar en contacto con la dimensión interior de la propia vida porque están sumergidos en un mundo “artificial”, dominado por los ritmos y sonidos de la música omnipresente y por la euforia del fin de semana. Cuando la música se apaga, surgen las preguntas sobre el mundo, sobre los hombres, sobre sí mismos. Es en estos momentos cuando se echa de menos un interlocutor que acompañe la reflexión personal de los jóvenes.
Por otra parte, los jóvenes son prisioneros de la fuerza de las imágenes, presentes en todas partes, en la TV y en las calles; imágenes que desatan emociones fuertes y, a veces, contradictorias. Todo esto les empuja a encerrarse en sí mismos. No se aprende a dialogar con las emociones, porque no existe un espacio interior en el cual retirarse.
Esta situación supone una grave amenaza para la vida espiritual, no sólo para los jóvenes, sino también para los adultos. La interioridad del hombre se construye y se nutre sobre la base de relaciones afectivas y efectivas, de experiencia de la belleza, de la amistad, del conocimiento de los misterios del hombre, del mundo y del universo. Reconstruir este mundo interior, inspirado por el Espíritu, sin duda, es la tarea prioritaria del educador en la fe. Si el joven no aprende a entrar dentro de sí y a escucharse en profundidad, no escuchará ni a Dios, ni a los demás (Bonhoeffer, La Vita Comune, 148-149).
Dentro de esta exigencia, creo acertada la insistencia que, desde la literatura espiritual y desde los mismos documentos de la Iglesia, se hace sobre la recuperación de la dimensión contemplativa de la vida. No basta “mirar”, es necesario lograr “ver” en profundidad.
El “ver” no es una actividad fácil. No solo requiere ojos, sino también mente y, sobre todo, corazón. Aprender a mirar supone, por tanto, un itinerario espiritual para evitar visiones superficiales o utilitaristas.
«Alza los ojos y mira» (Gn 13,14). Es la invitación de las primeras páginas del Génesis. Para la tradición bíblica, el “alzar los ojos” posee un doble significado: activo y pasivo. No basta abrir y alzar los ojos. Es necesario saber descifrar, traducir, acoger lo que se ve. Es necesario abrir los ojos del corazón. Cada visión auténtica no se puede limitar al acto físico del ver. Es también una forma superior de vivencia, una posibilidad de apertura hacia el infinito.
 
3.1. Una mirada que suscite admiración, asombro, amor
La mirada contemplativa permite acoger y admirar la belleza de la creación. «Una visión que no produce sentimientos dignos de ella, no hace otra cosa que añadirse a la ignorancia y a la ceguera» escribe el monje cisterciense Gilberto de Hoyland (siglo XII) en sus sermones sobre el Cantar de los cantares. ¿Cuáles son los sentimientos que debería despertar una mirada contemplativa? Según el monje, estos tres: el temor, la maravilla y el amor. «Vana es la visión e indigna de ser llamada contemplación si ella no lleva con sí tal disposición afectiva». Educar en los jóvenes la visión contemplativa de la vida debe ayudarles a abrir las puertas del misterio, despertando en ellos la capacidad de admiración, de asombro y de amor.
Lejos, por tanto, de una visión utilitarista o instrumental de la vista. La razón de la mirada contemplativa no es ni el egoísmo ni el deseo de poseer. El mirar contemplativo está abierto a lo «nunca visto» y, por tanto, inspira el canto de alabanza. Se trata de no dar las cosas por descontadas, de evitar la indiferencia ante la sublime sorpresa del vivir diario. No hay nada más anti-espiritual que una mirada cansada y superficial, incapaz de maravillarse; una “mirada utilitarista” que, de todas las cosas, lo único que logra captar es su aspecto “mercantil”, despreciando la única actitud capaz de crear unificación en la persona: la gratuidad.
 
3.2. Una mirada que va más allá de la razón
«Ver claro» no significa estar con los ojos siempre abiertos. Parafrasando el Principito de Antoine de Saint-Exupéry podemos afirmar que sólo se ve bien con el corazón, porque «lo esencial es invisible a los ojos». La mirada contemplativa es un hecho cardíaco. Con razón los Padres de la Iglesia hablaban del «amor notitia est» (Gregorio Magno). El verdadero conocimiento se consigue a través del amor.
No es el conocimiento intelectual, por tanto, el que sacia y satisface la persona, sino el hecho de sentir y gustar cada cosa interiormente, de hacer de ello un descubrimiento personal, una experiencia íntima. La búsqueda de Dios implica toda la persona, cuerpo y espíritu.
 
3.3. Una mirada que exige disciplina
La contemplación de la belleza no es el resultado de un movimiento espontáneo del corazón. Es, en cambio, fruto de estudio, de amor, de paciencia. La belleza es un bien frágil, que puede ser fácilmente marchitado o instrumentalizado y al cual nos tenemos que acercar con precaución y con tanto respeto. También para la belleza existe un «itinerario de la mente» (Buenaventura), un camino que desde el ojo lleva al espíritu y al corazón. Es importante, pues, conducir (educar) a una mirada atenta que permita captar como significativos aquellos detalles que escapan a la mirada superficial o distraída.
Para el cristiano el amor por la belleza no es sólo de carácter estético sino también ascético. Es una necesidad vital, un ejercicio del espíritu que busca la verdadera belleza, aquella que según la conocida frase de Dostoievskij salvará el mundo.
 

  1. Una espiritualidad alegre que favorezca la autorrealización

La autorrealización perseguida en un camino de espiritualidad, y la alegría consiguiente, depende del sentido que cada joven da a su vida, de la actitud que asume delante de ella. De hecho, todos los jóvenes desean estar alegres, quieren ser felices, poseer una vida plena. Bien diversa, en cambio, es la actitud y posición de cada uno de ellos ante la vida misma. Con razón dice San Pablo que la felicidad del hombre sólo es posible en la alegría de una vida vivida según el Espíritu y no según la carne (cf. Ga 5,16-18). Por esto el joven debe buscar con fuerza y obstinación ser él mismo, abrirse a los demás y dejarse llevar por el amor de Dios, uniendo en su vida creatividad, amor y adoración. «Permaneced en mí… para que mi alegría sea en vosotros y vuestra alegría sea completa» (Jn 15,9-11).
Tres etapas, según el pensamiento de Teilard de Chardin, conducen al joven a la propia autorrealización personal que, para el cristiano, sólo se encuentra en Cristo. A saber: en primer lugar, es necesario que el joven reaccione contra la tendencia al mínimo esfuerzo y la desconfianza en las propias posibilidades delante de Dios. Lo más importante en la vida es encontrarse a sí mismos. Esta es la etapa de la concentración o del reencuentro con la alegría del ser. Baste recordar que de las siete mansiones de Santa Teresa, la primera se centra en el conocimiento de uno mismo.
En segundo lugar, es necesario reaccionar contra el propio egoísmo, que impide al joven abrirse a los demás. Es la fase del descentramiento o de la alegría de amar. Sólo donándose, con actitud de pura gratuidad, se consigue la verdadera liberación. No es fácil. La meta en realidad es el amor “teologal” que ve a Dios como principio y como fin de toda relación. Amor recibido y, por tanto, capaz de superar cualquier fraccionamiento, división y particularismo.
Siguiendo “in crescendo”, en tercer lugar, para ser uno mismo y vivir la alegría de amar, el joven deberá obtener la luz, la fuerza y la energía de Aquél que nos trasciende y nos acompaña, del Crucificado resucitado, que es para siempre Dios con nosotros. Esta es la fase de la superconcentración o de la alegría de adorar. Es aquí, como recuerda el cardenal Martini, donde se juega la verdadera partida: «en la apertura a la trascendencia, al invisible, en la experiencia con el Trascendente, en el encuentro con el Espíritu que es Señor y da la vida y puede suscitar la novedad de Dios incluso en el corazón o en el ambiente más cerrado, oscuro y esclerótico» (Martini, Tre racconti dello Spirito).
La alegría es el antídoto contra la desconfianza, el desánimo y el cansancio. La exhortación que dé sentido a la vida cristiana de nuestros jóvenes, debería ser aquella que Pablo dirige a la comunidad de Roma: «El Dios de la esperanza os llene de la alegría y la paz en la fe, para que abundéis en la esperanza por la virtud del Espíritu Santo» (Rm 15,13).
 

  1. Una espiritualidad orientada hacia la acción y el compromiso

Un aspecto importante en el actual contexto cultural concierne al compromiso social de los jóvenes. A medida que el mundo llega a ser, cada vez más, un conjunto global en una red de comunicación, de intercambio y de intereses tanto más difícil resulta el estar juntos en el planeta. El verdadero problema puede quedar sintetizado en la siguiente pregunta: ¿cómo construir una cultura, que permita vivir sobre la tierra, en relaciones de verdadera solidaridad, respetando al mismo tiempo la promoción de la diversidad de las culturas?
La espiritualidad cristiana no puede permanecer ajena a este problema. En este sentido conviene evidenciar la espiritualidad que cuida la memoria de la cercanía de Dios que, por una parte, se expresa en la gratuidad de alabar a Dios y, por otra, en una cierta manera de vivir conjuntamente “como familiares de Dios” (cf. Ef 2,19). Los dos aspectos se han de considerar al unísono. Se trata de una actitud de gratuidad que tiene consecuencias notables para la convivencia entre los hombres.
El joven deberá aprender a vivir la gratuidad que tiene su fundamento en la interioridad. Sin vida interior es difícil purificar las motivaciones para ser gratuitos; en la perspectiva cristiana se trata de nutrir el deseo del encuentro con Dios, Amor siempre presente. La actitud de la gratuidad cambiará interiormente al joven. Le permite vivir en modo distinto, comportarse diversamente cuando trabaja o descansa, cuando se divierte o sufre, cuando se encuentra solo o en compañía de los demás.
Una espiritualidad de la unión con Dios supone siempre un cuidado y una cultura de la interioridad. Pero, como nos enseñan los santos, no se entiende una vida interior si no desemboca en un compromiso social: «no el mucho decir oraciones, sino el mucho amar» (S. Teresa). El interrogante, por tanto, se especifica del siguiente modo: ¿cómo se puede llegar a una verdadera interioridad vivida en una vida orientada hacia el compromiso y la acción? Será cuestión de fomentar una cultura de la interioridad humana y cristiana que abra el joven hacia la dimensión universal del Amor de Dios. El joven no debe olvidarse de su condición y debe anunciarla: ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, huésped en la tierra que es la casa de Dios, llamado a hacer más habitable este mundo con el amor de Dios.

 

  1. Una espiritualidad que recupere la centralidad de Cristo

Se trata de recuperar la centralidad de la persona de Cristo, de su figura, de su Palabra, de su experiencia vital, de su rostro crucificado y resucitado, de su humanidad, de su belleza. Así lo entiende la NMI, de hecho, cuando pone en el centro la contemplación del rostro de Jesús. La espiritualidad, en este caso, deberá privilegiar el sentido del misterio que está emparentado con la poesía, los sueños, el arte, la fantasía, la creatividad, la música… Jóvenes peregrinos en este mundo del “aquí y ahora”, pero con el corazón sediento de eternidad.
La Iglesia debería aprender a soñar con los jóvenes, igual que lo hizo Cristo; lanzándose a visiones utópicas de la vida. En este sentido, entiendo el sueño como primer paso que permite dar radicalidad a una vida comprometida. Ahora bien, la radicalidad está emparentada con la “trasgresión”, es decir, con aquella actitud de libertad y de vida auténtica que surge en el joven, cuando siente la necesidad de salir de ese estado en el que se encuentra medio oprimido por la vida, por los adultos, por las estructuras. Se trata de una actitud que a menudo los adultos no entienden en los jóvenes –y bajo la cual, ciertamente, se esconden debilidades e ingenuidades–, pero que, acogida en su aspecto positivo, es capaz de devolver al evangelio esa fuerza de provocación desaparecida tantas veces en el vivir cotidiano.
 
6.1. La novedad del “evento Cristo”
El “evento Cristo” introduce, en la milenaria historia de la humanidad, un modo radicalmente diverso y nuevo de relación entre los hombres, fundado no sólo en una donación unilateral de sí al otro sino también y sobre todo de una «donación recíproca»
Si antes de Cristo las relaciones recíprocas estaban sancionadas sólo por los vínculos de sangre o eran impuestas por la pertenencia a una misma casta social, con la llegada de Jesús, todo hombre es un «valor» en sí mismo, y el encuentro con él se transforma en una misteriosa ocasión de encuentro con el mismo Dios.
Desde este punto de vista, por las sendas de San Pablo y de Teilhard de Chardin, podemos afirmar que Cristo constituye un salto cualitativo en la evolución psicológica y social de la humanidad. Él, de hecho, manifiesta un modo nuevo de ser hombre, totalmente centrado en la reciprocidad, a imagen de la relación dinámica intratrinitaria.
Se trata de un salto evolutivo cargado de profundas e innumerables implicaciones que quizá todavía no hemos acogido plenamente, sea en su aspecto social que en el psicológico y educativo. La dimensión intersubjetiva, original y fundante de la inspiración cristiana permanece aún encerrada en las categorías del pensamiento griego y peligra de no manifestarse con toda su novedad . Y la novedad –en referencia al mundo juvenil– consiste esencialmente en el hecho de que el joven, a través de Cristo, puede finalmente penetrar el misterio del Otro, abriéndose al otro y siendo para el otro. Baste recordar en este sentido la aportación filosófica de Mounier, Levinas, Buber, Gadamer, Marion y otros. El “ser para los demás” constituye la base de la propia realización personal.
 
6.2. La propuesta del paradigma relacional de la vida trinitaria
La Trinidad es ante todo amor recíproco entre personas, inhabitación recíproca. La expresión clásica con la que la teología denomina este «recíproco ser el uno en el otro» se conoce con el nombre de pericoresis. Como es sabido, originalmente, pericoresis era el nombre de una danza cuya característica consistía en la reciprocidad del baile: uno baila en torno al otro, el otro baila en torno a uno, en un constante y recíproco rodearse. La imagen de esta danza expresa bien la continua y recíproca tensión que caracteriza la dinámica intratrinitaria.
Tal dinamismo, de hecho, está siempre dirigida a la edificación recíproca. En la Trinidad, la diversidad se afirma no por contradicción o negación del otro, sino convirtiéndose cada cual en don para la expresión completa del otro. En la «edificación recíproca», la diversidad se compone en la unidad, se manifiesta y adquiere sentido en la unidad y para la unidad. Las diferencias, no aparecen para entrar en conflicto y para competir con el otro, para expresar la superioridad, sino para cooperar a su expresión y edificación. Por otra parte, cada diferencia se manifiesta y alcanza su plenitud sólo cuando se transforma en don, sólo si es para el otro y si representa en ello su ser-para-el-otro.
A pesar del misterio insondable, la vida de la Trinidad manifiesta al hombre un paradigma relacional en el que cada uno debe su vida personal a los otros y en el cual las múltiples diferencias se explican como multiplicidad de dones recíprocamente interdependientes, en una única vida fundada sobre el amor.
Se delinea de esta manera un modelo de relación en el que cada identidad se expresa a si misma sin negar por ello la recíproca interconexión con el otro; se configura un recorrido nuevo dentro del que coexisten diversidad y pertenencia, distinción y unidad, desarrollo de cada una de las personas y vida de comunión.
En la perspectiva trinitaria, la acogida del otro y de sus diferencias, no sólo le confirma como alguien distinto de mí, sino que expande mi propio universo existencial, me hace ser en mayor medida, de modo que mi vida y mi realización personal queda indisolublemente ligadas al otro. Si, además, el reconocimiento y la acogida, al igual que en la dinámica intratrinitaria, asumen el carácter de la reciprocidad, entonces la experiencia relacional conquista un valor cualitativo capaz de expresar con plenitud a cada uno de los participantes.
Este paradigma relacional es proponible hoy a los jóvenes: la relación con el otro es el lugar privilegiado para encontrar a Dios y encontrarse a sí mismos. La posibilidad de ser contemplativos, de penetrar en el misterio de Dios, de nutrir una mirada que va más allá de las apariencias, está vinculada al otro, a su misteriosa presencia en la vida del joven. En la medida en que la existencia cotidiana del joven se abre al otro y se pone a la escucha del misterio que en él se esconde, Dios se autocomunica y con Él se desvela el sentido completo de la vida del joven. Es más, cuanto más el joven se abandona en el encuentro con el otro y se expone al riesgo de este acontecimiento misterioso, más se pertenece a si mismo.
Esta suerte de sacralidad del encuentro con el otro, bien conocida en la reflexión cristiana y que encuentra una autorizada confirmación en el pensamiento contemporáneo, no puede ser ignorada por la espiritualidad cristiana. Experiencias juveniles de compartir y de recíproco reconocimiento deberán, en su caso, ser no sólo apoyadas por el educador sino estimuladas y provocadas.

  1. «Casas de espiritualidad» y testigos de una vida diversa

Quien participa en la vida de los jóvenes, sabe muy bien cuánto les resulte difícil salir del propio mundo de la satisfacción y asumir las coordenadas de vida que aquí indicamos. Es necesaria la presencia de una compañía paciente, de un guía que, hablando el lenguaje de hoy, se atreva a hacer propuestas exigentes e indicar con genialidad el ideal de plenitud de vida que está delante de cada joven, “mirando” con pasión a los jóvenes y escuchándolos, no desanimándolos o, menos aún, condenándolos. La realidad del “acompañamiento espiritual” no está en absoluto agotada, porque a pesar de que hoy se ha recuperado en buena parte la “capacidad kerigmática”, en la práctica dejamos solos a los jóvenes en este camino.
Tendremos que volver a palabras como “tirocinio” exigente de vida, taller de la fe, compañía de un testigo, compañero de mística para poder ser ayuda en la ascesis. Quizá deben regresar a nuestro vocabulario habitual palabras como Eucaristía, oración, vida sacramental, acompañamiento espiritual, discernimiento espiritual, proyecto personal… Se puede decir que son las cosas de siempre. Cierto, pero es imprescindible redescubrirlas de nuevo como necesarias, posibles, bellas y –de esta forma– proponerlas con formas renovadas, rescritas para los jóvenes contemporáneos. Hemos estado demasiado tiempo viviendo de rentas sin responder a las necesidades de hoy. El reto que tenemos delante es la posibilidad de ofrecer a los jóvenes “una vida en plenitud” sin inventar cosas extrañas. O nuestras casas, nuestra parroquia, nuestros colegios y centros juveniles son “casas de espiritualidad” o no serán la comunidad cristiana que ha querido Cristo. Casas donde viven creyentes que no buscan la exaltación, lo espectacular y lo extraordinario, sino que permanecen fieles a la experiencia ordinaria y cotidiana del Espíritu de Cristo que es Espíritu de humildad, de gratuidad, de abnegación, de abandono, de anonimato. No conviene olvidar que el Espíritu se nos dio en plenitud en la cruz y ésta permanece como el criterio de su autenticidad. “Casas de espiritualidad” que no tengan que ajustarse necesariamente a los cánones de exigencia de la cultura y de la sociedad en que vivimos sino que propongan a los jóvenes un ideal de vida alternativo, abierto a la fantasía y al sueño.
No podemos seguir encerrados en nuestras jaulas de oro. Por desgracia, la misma vida religiosa, que tendría que ser la protesta más radical al injusto sistema de sociedad en que vivimos, está metida de lleno en semejante sistema y quizá no se propone como “alternativa” a nada.
 

  1. Hacia un modelo de espiritualidad encarnada

No hay santidad si no existe el “hombre auténtico”. En el camino de acompañamiento de los jóvenes hay que insistir siempre en el respeto de la gradualidad: el camino de santidad comienza a partir de la propia aceptación y autoestima. Aceptarse como “don”… para “donarse”.
Es inútil hablar de servicio o de abnegación a jóvenes que aún viven dominados por complejos de dependencia o con una insuficiente autoestima; a jóvenes que deberían aprender a existir en primera persona, a caminar con la cabeza bien alta, a descubrir al otro el propio yo. Quizá hemos presentado la vida espiritual insistiendo unilateralmente sobre el deber de ser santos, favoreciendo el perfeccionismo, el rigorismo interior y provocando, de este modo, las dificultades que se derivan de tal actitud.
Todas estas imágenes distorsionadas de la vida espiritual cristiana han generado un cierta rebelión contra la fe y son un obstáculo para la plena aceptación de nuestra propuesta cristiana. Toca a nosotros, educadores en la fe, la tarea de descubrir la espiritualidad de siempre, oculta bajo tantas máscaras. La espiritualidad como vida en el Espíritu: libre, creativa, plena de amor, vida jamás limitada o coartada, soberanía interior, jamás servidumbre, soberanía sacerdotal y profética, vida de Dios en mí, nacimiento en el tiempo de mi vocación de eternidad.
Cuando estas características propias de la espiritualidad cristiana sean evidentes, la vida cristiana volverá a ser, o quizá será finalmente, atrayente para los jóvenes como sólo el eterno, ya aquí presente, puede ser.
 
Bibliografía de referencia:

  1. RUIZ, San Juan de la Cruz: místico y maestro, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1986; CISM, Protesi verso il futuro…per essere santi, Roma, Il Calamo, 2003; DE FIORES S., La «nuova» spiritualità, Roma, Studium, 1996; GARCÍA-MONJE J. A., Unificación personal y experiencia cristiana. Vivir y orar con la sabiduría del corazón, Santander, Sal Terrae, 2001; MERTON T., L’esperienza interiore. Note sulla contemplazione, Cinisello Balsamo, San Paolo, 2005; PIGNA A., La vita spirituale. Contenuti, itinerario, pienezza, Roma, OCD, 2004; PISARRA P., Contemplare con meraviglia, en «Jesus» 27 (2005) 3, 71-75; UGEUX B., Il mormorio della sorgente interiore. Esercizi pratici del corpo e del respiro per un cammino di interiorità, Cinisello Balsamo, San Paolo, 2004.

 

Jesús Manuel García

estudios@misionjoven.org