[vc_row][vc_column][vc_column_text]LA verdadera obra de arte nace misteriosamente del artista por vía mística. Separada de él, adquiere vida propia, se convierte en una personalidad, un sujeto independiente que respira individualmente y que tiene una vida material real» (V KANDINSKY, De lo espiritual en el arte).
Siempre se ha hablado, pero sin éxito, de materializar el alma, de la posibilidad de palpar un sentimiento, una emoción.
Sin consideramos el arte -en cualquiera de sus manifestaciones- como una fuerza que sirve al desarrollo y a la sensibilización del alma humana, la primera deducción lógica que nos puede venir a la mente es la existencia de una relación de efecto y perfección recíprocos.
EL rostro es el espejo del alma», pero, ¿cómo dar forma a una sensación, a una duda, a esa fe que mueve montañas?
En primer lugar, el artista debe entender -y, por consiguiente, aceptar- el hecho ineludible de servir a designios más altos, a expresiones más sublimes; al mismo tiempo que deberá ahondar en su propia alma cual si de un actor en busca de guión de tratara, para tener así algo que decir, alguna cosa que comunicar.
No quisiera ser mal interpretado, pues con esta afirmación no me refiero a una supuesta necesidad de introducir por la fuerza en cada obra un contenido consciente o de procurar un revestimiento artístico a dicho contenido, sino de ahondar en el conocimiento del alma, para educarnos en el acercamiento a la fuente primigenia, a Dios.
En segundo lugar, ha de saber el artista que el material de sus obras está constituido por sus actos, sentimientos y pensamientos, y que ahí reside su fuente de inspiración. Sólo desde el momento consciente de sentirse instrumento, se puede facilitar la conducción de las sensaciones que, distribuidas en estamentos superiores, adquieren una dimensión inteligible a través de la expresión del arte.
El color, la palabra, la música, el movimiento son los medios en los que el alma se expresa con toda su belleza, con todo su dolor, y es precisamente el principio de la necesidad interior el encargado de facilitar el plano expresivo a todo aquello considerado subjetivo.
Desde el punto de vista de la necesidad interior, el artista puede utilizar cualquier forma para expresarse. Esto le va a permitir huir de cualquier parámetro establecido, cualquier dogma de estilo o moda -siempre efímera e intrascendente-, para acercarse así a la libertad total como forma última de expresión.
NO obstante, la verdadera libertad parte del conocimiento, ya que la ignorancia sólo permite la crisis y el caos, provocado por la carencia de una forma propicia para aquello que se quiere transmitir.
Todo conocimiento será más útil en la medida en que no sea utilizado o se ignore como si partiéramos de un principio en constante evolución; pero no por ello debe ser rechazado o considerado irrelevante en el proceso de aprendizaje, del mismo modo en que no se debía enterrar el talento del que habla una de las parábolas del Evangelio.
El artista deberá adquirir una formación sólida que le permita poder establecer un diálogo permanente con el alma; en la medida en que se viva una vida más intensa, el arte reflejará todo su proceso espiritual, debido precisamente a esa relación de efecto y de perfección recíprocos. El don del arte es gratuito, pero debe ser extrapolado a otros planos para adquirir toda su verdadera dimensión dramática o expresiva.
SI observamos la manera en que un bailarín extiende enérgicamente sus manos y las dirige hacia un punto en el -espacio que el artista reconoce como propio- podemos percibir con claridad una sensación de desplazamiento vital; un nuevo camino -punto de referencia- se nos muestra desde nuestra posición de espectadores; algo o alguien nos ha movido interiormente a través de un elemento móvil y tremendamente expresivo.
Algo parecido ocurre con la pintura, aunque en este caso la belleza se base en un elemento estático y carente de movimiento -¡no por eso falto de vida o de expresividad!-, en el cual los colores actúan sobre nuestros sentidos provocando, desde una sensación de ternura máxima, hasta una agresividad insoportable para nuestro espíritu.
El azul, que, siendo un color típicamente celeste, desarrolla profundamente el elemento de quietud; o el amarillo, que, contemplado directamente, inquieta y molesta.
DESDE mi experiencia como intérprete y compositor, la música me ha procurado el medio idóneo para plasmar todo mi proceso interior, mis encuentros y desencuentros con mi yo más íntimo, aquél que deja de serlo y se convierte en una entidad libre en conjunción perfecta con el amor más grande, en armonía con la belleza.
Siempre he sentido como una sensación de abandono, una especie de soledad en compañía, que en mi trabajo como músico me ha facilitado la dura -aunque apasionante- tarea de componer.
En el proceso de creación experimento todo tipo de sensaciones, desde la plenitud hasta el vacío más absoluto, y todo, absolutamente todo, tiene que ver con mi estado de ánimo, mi capacidad de concentración, mi carga emocional: en definitiva, con mi ser interior.
El tipo de cadencia a utilizar, los timbres que escoger, el carácter de la obra, todo se resume en una serie de fenómenos acústicos que darán forma a una experiencia de vida, a una sensación íntima, al encuentro con Jesús de Nazaret, donde confluye todo el arte en su plenitud, con quien la libertad es total. Allí donde la expresión alcanza, desde su pequeñez, la máxima grandeza del alma.
Daniel Flors
Compositor musical
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