¿Qué nos queda del Vaticano II?

1 mayo 2001

PIE AUTOR
Casiano Floristán es Catedrático de Teología Pastoral de la Universidad Pontificia de Salamanca.
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
 
El artículo analiza en primer lugar lo que supuso el «acontecimiento» del Vaticano II en su renovación del mensaje cristiano “desde una triple exigencia: retorno a las fuentes de la palabra de Dios y de la liturgia, cercanía a la realidad social del mundo y revisión profunda de la Iglesia como comunión, sacramento y pueblo de Dios”. Repasa, después, cuanto nos legó el Concilio y hoy sigue vigente después de aquel verdadero «pentecostés». Por último, se detiene a enumerar algunas de las formulaciones conciliares que no se han llevado a cabo: colegialidad, ministerio presbiteral, cultura democrática, nombramiento de obispos y la función de la mujer en la Iglesia.
 
 
La pregunta «¿qué nos queda del Vaticano II?» deja entrever que el último concilio fue un acontecimiento superior a lo que posteriormente se plasmó, es decir, que dio directrices todavía no aceptadas en todas sus consecuencias o que no lo hemos aplicado del todo. En una palabra, que se nos ha esfumado hasta cierto punto. Para aclarar el sentido y dirección de esta pregunta indagaré tres cuestiones: 1/ qué supuso el Vaticano II; 2/ qué nos legó y está vigente hoy entre nosotros; 3/ qué dijo y no se ha plasmado suficientemente hasta el momento actual. Vayamos por partes.
 
 

  1. Qué supuso el Vaticano II

 
Los historiadores de la Iglesia y los eclesiólogos —al menos los que valoran positivamente el Vaticano II, que son mayoría— afirman que el hecho conciliar fue absolutamente positivo e increíblemente nuevo, el acontecimiento mayor del s. XX en la Iglesia. En general, los obispos, teólogos y pueblo cristiano lo aceptaron con entusiasmo. No faltan los que lo califican como hecho positivo, pero juzgan negativo el posconcilio, a saber, la aplicación del Concilio, debido a la pérdida de sentido eclesial, descrédito de autoridad, seducción mundana, olvido de verdades básicas y permisividad de costumbres que, según ellos, trajo consigo.
Creen que todo lo negativo sucedido después del Vaticano II es a causa de lo que se decidió en el aula de san Pedro. También existe una minoría que condena abiertamente el Vaticano II como un concilio funesto, desviado de la genuina tradición católica, como declaró monseñor Lefevbre. Por último —sin atreverse a decirlo—, algunos fundamentalistas piensan que Lefevbre tuvo razón, a saber, que Juan XXIII se equivocó.
 
 
A la vista de lo ocurrido en el tiempo posconciliar, muchos cristianos creen que se agostó la apertura conciliar en pocos años, sin darnos cuenta que el posconcilio ha coincidido, en estas tres últimas décadas, con un tiempo de secularización arrasador. Dicho de otro modo, la mengua de la aplicación conciliar no es sólo consecuencia de la escasez profética de los encargados de poner en práctica el Concilio —hecho cierto— , sino de una concepción occidental de la vida que deja a un lado el hecho religioso. Y al revés, el descrédito de lo religioso o de lo eclesial, hoy patente en la juventud y en amplios círculos de la sociedad, no se debe al Vaticano II.
De otra parte, no olvidemos el lastre postridentino de una Iglesia clerical enfrentada con el protestantismo, la modernidad y el socialismo. La tarea del Vaticano II era inmensa. A veces nos fijamos en lo que no se ha hecho, sin darnos cuenta de lo que se ha llevado a cabo.
 
Recordemos que al ser elegido Juan XXIII, casi ningún teólogo pensaba que eran necesarios los concilios. Bastaba el magisterio del papa, declarado infalible en el Vaticano I. Poco antes del Concilio, el «sentido de la fe» (sensus fidelium) del pueblo de Dios no contaba, como tampoco el magisterio de los teólogos, que apenas tenía algo importante que decir. Dicho de otro modo, los laicos eran fieles pasivos y los teólogos «antenas de repetición» del magisterio pontificio. Los profesores de la teología vigente entonces como neoescolástica, se limitaban a repetir machaconamente las mismas tesis, año tras año, fuese en tiempo de la república española, de la guerra civil o de la posguerra.
No sólo estaba alejada nuestra Iglesia de la Biblia, sino que daba la espalda a la realidad social de los vencidos y excluidos. A los fieles les bastaba creer en las formulaciones del depósito de la fe , recibir los sacramentos de los sacerdotes y acatar las normas morales reglamentadas, sobre todo en materia sexual. Había cuatro medios de transmisión de la fe que funcionaban con una cierta eficacia en aquella sociedad: el ámbito cristiano familiar, la catequesis del catecismo, la escuela católica y los sermones de los curas.
En el momento de tambalearse la cristiandad, estas cuatro transmisiones sufrieron un serio quebranto. En el campo pastoral tenían primacía tres devociones denominadas «blancas», las dirigidas a la Hostia consagrada (en lugar de la eucaristía como celebración), a la Virgen (con menoscabo de Jesucristo mediador) y al Papa (centro decisivo magisterial, más que la palabra de Dios). De sobra sabemos las correcciones que hizo el Concilio respecto de estas tres devociones. La tarea del Vaticano II era inmensa.
 
 
Recordemos también que desde finales del s. XIX y comienzos del s. XX hubo movimientos de renovación eclesial que avanzaban poco a poco a contracorriente, de un modo imparable. A veces, al margen de la Iglesia oficial. La conciencia de ser fieles creyentes por parte de los laicos, los métodos activos en catequesis, la inducción desde la vida en los movimientos apostólicos, el método ver-juzgar-actuar, la espiritualidad de la revisión de vida, el despertar del movimiento litúrgico, la irrupción de una nueva exégesis y unos atisbos evangélicos de conciencia social abonaron el campo eclesial y prepararon la recepción del Vaticano II.
Efectivamente, al final del pontificado de Pío XII, en plena expansión social y cultural, había ansias de cambio religioso, percibido por algunos profetas y reformadores. La feligresía en general se hallaba en un estado de aquiescencia pasiva. La teología era viva sólo en Centro Europa, con cuyo concurso se desarrolló el Vaticano II.
 
La convocatoria conciliar de Juan XXIII fue recibida -salvo por los curiales aferrados a una tradición mal entendida- con sorpresa, esperanza y entusiasmo. ¿Qué supuso? Un cambio profundo, un giro extraordinario, el final de cuatro siglos de Iglesia tridentina. Lógicamente comenzaron las sorpresas.
En primer lugar, la Santa Sede consultó al episcopado entero sobre los contenidos del futuro Concilio, aunque en el estado de obediencia total que los obispos tenían al papa, sin creatividad ni opiniones propias, era lógico que las contestaciones fueran decepcionantes. No obstante, se advirtió muy pronto en los obispos ganas de escuchar voces teológicas fecundas, apertura a nuevos planteamientos pastorales y, sobre todo, deseos enormes de votar, es decir, de participar, de co-decidir. Los obispos querían ser «colegas» del Papa, no meros «vicarios».
En segundo lugar, algunos teólogos, injustamente tenidos por peligrosos, pero bien pertrechados en el conocimiento de las fuentes, la tradición teológica y la realidad social de un mundo en transición, se explayaron con una libertad inaudita. Empezaron a manifestar sus propuestas con gran ardor y lograron hacer escuela. En tercer lugar, se impuso en el aula, por contagio de Juan XXIII, el aggiornamento, a saber, la puesta al día y la reforma teológica y pastoral de la Iglesia, frente a formulaciones dogmáticas rígidas y reglamentaciones jurídicas alejadas de la vida cristiana. En una palabra —recordando a E. Mounier—, el acontecimiento sería el «maestro interior» del Concilio.
 
El Vaticano II trató de renovar el mensaje cristiano desde una triple exigencia: retorno a las fuentes de la palabra de Dios y de la liturgia, cercanía a la realidad social del mundo y revisión profunda de la Iglesia como comunión, sacramento y pueblo de Dios.
En síntesis, el Concilio aportó una nueva vivencia de Iglesia en el Espíritu de Cristo y del evangelio, para el servicio del mundo, en aras del reino de Dios. La dimensión pastoral de Vaticano II se advierte en todos sus documentos centrales y en el mismo desarrollo de las dis­cusiones, desde el examen del esquema sobre las «fuentes de la revelación» a la calificación de Gaudium et spes —palabras esperanzadoras— como constitución «pas­toral». Esta dimensión se hizo realidad en aspectos importantes, como la nueva conciencia eclesial, la renovación de la vida cristiana, el diálogo con el mundo, el aprecio de las religiones no cristianas y el ecumenismo con las Iglesias no católicas.
 
 
 

  1. Qué nos legó el Concilio, vigente hoy entre los cristianos

 
Se ha dicho con una pizca de exageración que el pueblo se enteró del Concilio por dos cambios o, si se quiere, por dos sustituciones: el latín de la liturgia por la lengua del pueblo y los hábitos talares eclesiásticos por atuendos laicos o civiles. Debajo de estos dos cambios cabe percibir un tránsito profundo.
De un lado, era hora de que la oración de la Iglesia, que es la liturgia, fuese en lengua materna, como siempre fue la confesión de los pecados y la plática personal con Dios, dos maneras íntimas de mostrar cualquier cristiano su identidad.
De otro, ojalá hubiésemos cambiado los eclesiásticos de hábitos en profundidad, sin quedarnos en trocar la sotana por la chaqueta. En todo caso, la cercanía con el mundo —favorecida por una nueva manera de vestir— trajo consigo una encarnación en la sociedad para misionar, o, al menos, el descubrimiento de las condiciones en las que vivía el pueblo. Acostumbrados los eclesiásticos a vivir segregados del mundo, muchos fueron absorbidos por el viento secularizador en el momento de asomarse al mundo.
 
Desde luego —lo percibiera abiertamente el pueblo o no—, el Vaticano II nos legó un espíritu, no fácil de precisar, que se cifra en unas disposiciones y un cambio en la percepción de las realidades de fe. Por supuesto, el espíritu del Concilio no debe confundirse, según el cardenal Ratzinger, con el «antiespíritu», según el cual la historia de la Iglesia debería comenzar con el Vaticano II, conside­rado como una espe­cie de «punto cero». Evidente­men­te el espí­ritu del Vaticano II no con­sis­te en negar todo lo anterior de la Igle­sia, sino en descubrir la novedad eclesiológica conci­liar, es decir, la irrup­ción del Espíritu en los Padres del Concilio como un renovado Pente­cos­tés.
El pentecostés del Concilio supuso aire fresco, vendaval de savia evangélica, apeo de tratamientos altisonantes y distanciados, solidaridad con el Tercer Mundo, captación de los «signos de los tiempos», presencia de la Iglesia en el mundo de los pobres, escucha nueva de la palabra de Dios, logro de una celebración en el Espíritu de Dios y en la verdad de los hombres, aparición de un nuevo modelo de comunidad y deseos, muchos deseos, de autenticidad evangélica. Las normas estrechas antiguas, de momento, saltaron hechas añicos.
Desgraciadamente no todo fue entonces ejemplar, ya que se evaporaron en un santiamén algunas costumbres venerables en el río revuelto de una gran conmoción. No olvidemos, sin embargo, que estábamos en la década de los sesenta, tiempos de contracultura, primaveras calientes, críticas feroces a todo lo institucional y puertas abiertas a una libertad omnímoda. Y cerrados, muy cerrados a la modernidad, dentro de una Iglesia-fortaleza.
 
 
La disposición teológica y pastoral del Concilio, inaugurada con la aprobación del esquema de liturgia y el rechazo de unos 70 esquemas repetitivos, escolásticos, nocionales, escasamente bíblicos y carentes de sentido pastoral y orientación ecuménica, fue clarísima. A raíz del Vaticano II se logró, en un plazo breve, una nueva concepción de la Iglesia como pueblo de Dios y del ministerio como servicio al pueblo. Despertó una gran ilusión la reforma litúrgica, plenamente aceptada por el pueblo, se intensificaron los contactos ecuménicos, comenzaron a renovarse los seminarios y las órdenes religiosas, hubo un gran impulso del laicado, la Iglesia se abrió a la sociedad y al mundo de los pobres y la teología mostró una gran vitalidad. Algunos curiales se irritaron y opusieron por todos los medios grandes resistencias al cambio.
 
En tercer lugar hubo una nueva percepción de realidades profundas. Se vislumbró un Dios misericordioso y benigno, el Dios del reino, a quien llamamos Padre y Madre, junto al reino de Dios. Gráficamente lo acaba de formular el título de un libro de A. Torres Queiruga: «Del terror de Isaac al Abba de Jesús». La exégesis renovada de los evangelios descubrió con luces nuevas a Jesús de Nazaret, Mesías y Señor, crucificado a causa de la predicación del reino y resucitado por Dios para la salvación del mundo. Su memoria es, con palabras de J. I. González Faus, «subversiva y subyugante».
La eclesiología del Vaticano II cobró nuevos impulsos a partir de las afirmaciones de la Iglesia pueblo de Dios, comunidad de creyentes y sacramento de salvación. En una palabra, se abrieron las puertas a la irrupción del Espíritu en toda la Iglesia, en un momento calificado de «nuevo pentecostés».
 
Recordemos que en 1984 expuso el cardenal Ratzinger en el libro Informe sobre la fe (en diálogo con el periodista Messori) un diagnóstico eclesial desolador. Afirmó que la fe está en crisis por desestima de la ortodoxia, se da excesiva importancia a la pra­xis, hay un oscurecimiento de la realidad de Dios, se enaltece demasiado la humanización de Jesús, la Iglesia se desestructura jerárquicamente, se pretende que se inculture en demasía la fe, es excesivo el contacto directo de cualquier fiel con la palabra de Dios y apenas cuenta el magisterio.
Es decir, los veinte años posconciliares transcurridos hasta entonces habían sido, para Ratzinger, un tiempo de desilusión y desorden, de crisis y deca­dencia de la Iglesia. Natural­mente, hubo teólogos que criti­ca­ron este diagnósti­co severo de Ratzin­ger, fruto —dijeron algu­nos— de un pro­vin­cia­nismo teológico de cuño eurocéntrico y de un razona­miento discuti­ble, al consi­derar que todo lo que sucedió «des­pués» del Conci­lio era «a causa» del Conci­lio.
 
 
 

  1. Qué formuló el Vaticano II y no se ha llevado a cabo

Cabe preguntarnos hoy, después de treinta y cinco años posconciliares, en qué medida ha habido en la Iglesia renovación o, si se quiere, innovación. Las evaluaciones eclesiales dependen hoy del modo de valorar el Concilio o del juicio que se da a la evolución o a la involución eclesial. Lo que no cabe duda es que el Vaticano II ha provocado una mutación fundamental y sorpren­dente en la Iglesia, en el sentido de exigir un cambio profundo de su conciencia y de su misión. Puso a la Iglesia frente al evangelio en medio del mundo.
 
En el posconcilio han transcurrido al menos tres etapas. Después de una breve fase de exalta­ción —la del «aggiornamento» y primeras decisiones innovadoras—, llegó la fase de la decepción, en la que se comprobó el peso de la inercia de una institución —formada por todos nosotros, con la jerarquía al frente— resistente a los cambios.
Nos encontramos hoy en una tercera fase, que podemos llamarla de estabiliza­ción y de in­volución, de freno y de asentamiento. Da la impresión de que en algunos campos pastorales no se puede ir hacia delante, pero tampoco es factible retroceder. Delante hay como un muro, pero detrás está nada menos que el Vaticano II. En la primera fase se acentuaron los textos conciliares más refor­madores; en la segunda se pusieron de relieve los pasajes más conservadores.­
 
En este período posconciliar los conservadores han ­denunciado las consecuencias de una pésima aplicación del Concilio en la Iglesia, como el confusionismo de la fe por un cacareado pluralismo, la dis­minución drástica de la práctica religiosa, la escasez de vocaciones sacerdotales y religiosas, las secularizacio­nes en el clero y en las religiosas, el ejercicio indebido de los consejos por la influencia de la democra­cia, la debilita­ción de la autoridad del papa y de obispos, la permisividad sexual y los exaltados mesianismos terrenos. No caen en cuenta suficientemente, los que así piensan, que gran parte de estos hechos no se debieron al Concilio sino a deficiencias notables que había en la Iglesia tridentina y al fenómeno secularizador que irrumpió en Occidente después del Vaticano II.
 
Por el contrario, los progresistas sos­tienen que el Concilio ha favorecido la participación litúrgi­ca, hay en la Iglesia menos clericalismo y más cooperación y cogestión de los laicos, han disminuido las luchas con­fesionales y ha crecido el ecumenismo, se valoran de un modo más correcto las religiones no cristianas, hay solidez misio­nal, se advierte una nueva presencia de la Iglesia en el mundo y se tiende a superar el eurocentrismo de la Iglesia. Algunos piensan que esto son deseos más que realizaciones.
 
 
El Segundo sínodo extraordinario de 1985, convocado por Juan Pablo II  para valorar «las conse­cuencias del Vaticano II», hizo un balance del concilio y posconcilio muy positivo, de acuerdo a las opiniones de las Conferencias Episcopales. Los obispos asistentes a este Sínodo valora­ron la recta aceptación del Concilio, tanto de su espíritu como de sus deci­sio­nes. Se afirmó con claridad que las dificultades posconci­liares no procedían del mismo Conci­lio, reconocido con «auténtica mani­fes­tación del Espí­ritu Santo» (Estados Unidos), «un hecho muy positi­vo» (Ale­ma­nia), «una nueva era para la Iglesia» (Thailandia). Algunos episcopados ­proceden­tes del Tercer Mundo subrayaron los frutos emanados del Concilio: «liber­tad, optimismo, ini­cia­tiva, crea­tividad»­. Hubo obispos que se lamen­ta­ron del freno conciliar ejerci­do por parte de algunos orga­nismos centra­les de la Iglesia.
El Sínodo se pronunció por una voluntad de renovación, dentro de la continuidad con la tradición. Calificó al Vaticano II «como una gracia de Dios y un don del Espíritu Santo», tanto para la Iglesia como para la sociedad. Desgraciadamente gran parte de los organismos de la Iglesia siguieron con el freno firme en las ruedas. Ciertamente, algunas propuestas directa o indirectamente señaladas por el Vaticano II no se han desarrollado. Para terminar nuestra reflexión, señalemos algunas. Si se cumpliesen, el balance del posconcilio sería más positivo.
 
Colegialidad
 
En primer lugar el ejercicio de la colegialidad. Frente al centralismo buro­crático vaticano, el Vaticano II deseó un régimen colegial: el papa con los obis­pos y no sólo el papa con la curia. Se pretendía des­cen­tra­lizar la Igle­sia, poner el acento sobre el pueblo de Dios y abrir­la al mundo de las dife­rentes culturas, sin olvidar el minis­terio petrino. La novedad que entraña la colegiali­dad episcopal plan­tea de una forma nueva las relaciones entre el papa, los obis­pos y las Iglesias locales, a través sobre todo del Sínodo de obispos y las Conferencias episcopales. Lo han señalado muchos teólogos: el Sínodo debe ser deliberativo, no meramente consultivo.­ Las Conferencias Episcopales deben tener más capacidad de resolución. Hay que descentralizar muchas tareas hoy controladas por la curia romana. Sobran los nuncios.
 
 
Ministerio de los presbíteros
 
En segundo lugar, el Vaticano II fundamentó el ministerio de los presbíteros en el ejercicio de Cristo como doctor, sacerdote y rey, a saber, en el triple servicio de la palabra, el sacramento y el servicio. Esto supone un ensanchamiento de la actividad sacerdotal clásica, con una acentua­ción del servicio a «los pobres y los más débiles» (PO 6) en perspectiva misionera. La prioridad no se pone en el culto sino en la evangeliza­ción. Inmediatamente se produjo una tensión entre la teolo­gía sacerdo­tal preconciliar y la vocación renovada pastoral de los presbíte­ros. Hubo en el Concilio obispos que, a la vista de la escasez de voca­ciones y de parroquias sin sacerdote, propusieron la revisión de la ley del celibato y la ordenación de varones casados. Son dos cuestiones sin resolver. Hay necesidad vital de responsables de comunidad que puedan presidir la eucaristía. No es aceptable que una ley eclesiástica (la del celibato) prime sobre una ley eucarística (celebrar sacramentalmente el día del Señor).
 
Cultura democrática
 
En tercer lugar, se necesita en la Iglesia un mayor grado de cultura democrática. La aceptación de la colegialidad y la entrada en vigor de los consejos a todos los niveles supuso el comienzo de una cierta democra­ti­za­ción de la Iglesia. Evidentemente la Iglesia no es de­mo­cra­cia en el sentido estrictamente político del término, pero tampo­co es, en estricto rigor, monarquía absoluta, modelo condicionado a una época. Cuan­do se habla de que en la Iglesia penetre la cultura democrá­tica moder­na, no se de­fien­de una demo­cratización eclesial en la línea del Estado, puesto que en la Iglesia la soberanía es de Cristo y en el fondo ella misma es un don de Dios. Se trata del modo con­creto de ejer­cer el servi­cio jerárqui­co, no de conformarlo dogmá­ti­camente de otro modo. Lo cierto es que hay una distancia preo­cu­pante entre la for­ma de gobierno en la Igle­sia y en los regí­menes es­tricta­mente demo­cráti­cos. Recordemos que en la Iglesia hay dos momentos de votación democrática decisivos: los cardenales en el cónclave y los obispos en el concilio.
 
Nombramiento de obispos
 
En cuarto lugar debe cambiar el procedimiento del nombramiento de obispos en la Iglesia. Es laudable recuperar el criterio tradicional, según el cual inter­vienen equili­brada­mente tres estamen­tos: el local (miembros de la Iglesia diocesana), el re­gio­nal (los obispos veci­nos) y el uni­versal (la curia papal de Roma). Efectivamen­te, este proce­dimiento tradicional antiguo se conforma más con la eclesiología de la «comu­nión» y con nuestra sensi­bilidad cultu­ral actual.
 
La mujer en la Iglesia
 
En quinto lugar se advierte un notable malestar respecto de la función de la mujer en la Iglesia. Hasta hace poco tiempo se admitía con injusticia manifiesta que la mujer era inepta para ejercer una función social. Su lugar era la fami­lia y la casa. La emancipación de las mujeres y la rei­vindicación de sus derechos en igualdad a los del varón, junto al reco­nocimiento de su capacidad para ejercer toda función social, ocu­rrido en el s. XIX, ha provocado cambios consi­dera­bles en la socie­dad. La discri­minación de la mujer es intolera­ble: no procede de la natu­raleza. Juan XXIII dijo que la emancipación de la mujer es un signo de los tiempos y el Vaticano II afirmó que «toda forma de discrimina­ción en los derechos fundamentales de la persona… por razón de se­xo… debe ser vencida y eliminada, por ser contraria al plan divino» (GS 29b). La fun­ción de la mujer en la Igle­sia es un desafío, cuya moratoria no se puede pospo­ner.
 
 
 

  1. Conclusión

 
El Concilio contribuyó a un cambio profundo de la cosmovisión cristiana, ya que fue el final de la contrarreforma, la consagración de los movimientos eclesiales innovadores, el reconocimiento de los valores de la modernidad y ­la aparición de una nueva conciencia de Iglesia.
Algunos piensan que se convocó muy tarde; otros creen que se celebró demasiado pronto. Lo cierto es que el Vaticano II es un Concilio de transición. Es un final y un comienzo. Si se comparan los propósitos concilia­res con lo plasmado en la Iglesia treinta y cinco años después, el juicio sobre el Vaticano II no es muy positivo. La batalla se libra en torno a una interpretación global del espíritu y de los contenidos del Vaticano II y a su aplicación en la Iglesia actual. n

Casiano Floristán

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