¿Qué podemos hacer los ricos ante los pobres?

1 diciembre 2001

[vc_row][vc_column][vc_column_text]PIE AUTOR:
Imanol Zubero es profesor en la Universidad del País Vasco.
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO:
«El capitalismo es una form¡dable factoría de idiotas. Nadie es responsable, nadie es culpable». Por ahí camina la «irresponsabilidad organizada», expresión con la que algunos definen a nuestra época. La alternativa no puede ser otra que la solidaridad, puesto que «sabemos lo que hay que hacer y, en la mayoría de los casos, es posible (en el sentido técnico) hacerlo. Pero no queremos…». El autor propone un camino concreto, situado en el «marco cultural para la compasión», que pasa por «cuestionar los intereses», etc.: «en un mundo como el nuestro, en el que existe un abismo de desigualdad tan absoluto entre el Norte y el Sur, no hay solución… que no pase por una profunda revisión de nuestro estilo de vida».
 
 
Mire usted, me hablaron de un hombre cuyo amigo había sido encarcelado, y él se acostaba todas las noches en el suelo para no gozar de una comodidad de que habían privado a aquél a quien quería. ¿Quién, querido señor, quién se acostará en el suelo por nosotros? ¿Sí yo sería capaz de hacerlo? Mire usted, quisiera serlo, lo seré. Sí, un día todos seremos capaces y entonces nos salvaremos.
ALBERT CAMUS, La caída.
 
 
 

  1. El coste moral de la ambición

 
“El concepto del mal puede ser incompatible con la naturaleza misma de la vida moderna”, afirma Andrew Delbanco. ¿Hemos perdido la capacidad de responder al mal simple y llanamente porque ya no somos capaces de reconocerlo? ¿Está en lo cierto Francesco Alberoni cuando afirma que junto con la crisis de lo sagrado se ha extendido en nuestras sociedades modernas el rechazo de conceptos tales como el de culpa? ¿Es el idiota moral el individuo potencialmente representativo de la forma de ser humanos en el siglo XXI? Si el idiota moral, según Norbert Bilbeny, «no siente la contradicción», ¿cómo calificar a quienes mueren de opulencia junto a otros que mueren de miseria?
 
El capitalismo es una formidable factoría de idiotas morales. Nadie es responsable, nadie es culpable. No deja de resultar comprensible: si, como señala Alan Macfarlane el mal es una inversión del bien, una situación en la que los valores normales de la sociedad se ponen de cabeza, el capitalismo supone la mayor y más generalizada inversión de valores que jamás haya conocido la humanidad. En realidad, toda la historia del capitalismo puede leerse como la mayor y más exitosa empresa de violencia antropológica que jamás ha conocido la humanidad: la construcción del capitalismo entraña una magna empresa de transformación de las bases culturales sobre las que se apoyaban las comunidades humanas de la época.
En su introducción a la edición inglesa de La ética protestante y el espíritu del capitalismo, afirma R.H. Tawney que la obra de Max Weber describe un cambio en las normas morales “que convirtieron una fragilidad natural en un adorno del espíritu, y canonizaron como virtudes económicas comportamientos que en épocas anteriores habían sido denunciados como vicios». Si la organización de la producción se había basado hasta entonces en proce­dimientos éticos, cada vez más lo hizo basada en procedi­mien­tos técnicos. La ética fue quedando fuera de la actividad económica y, en la medida en que la racionalidad instrumental se fue adueñando de cada vez más esferas de la vida, se vio recluida a los ámbitos más privados de la existencia. De este modo, el capitalismo fue construyendo una ideolo­gía que redefinió el deseo de acaparar como interés y no como pasión; que otorgó a los beneficios derivados de la ganancia material un peso mayor que cualquier deterioro en la calidad moral de la sociedad; y que asimiló el término «bondad» a felicidad privada, absolviendo toda actividad económica de la necesidad de justificarse a sí misma.
 
Karl Marx cita en La ideología alemana unos versos de Shakespeare en los que se pone de manifiesto la profunda capacidad subversiva de la riqueza: “¿Qué hay aquí? ¿Oro? Muchos suelen volver con esto lo blanco, negro; lo feo, bello; lo falso, cierto; lo bajo, noble; lo viejo, joven; lo cobarde, valiente”. La misma ironía crítica que utilizara Francisco de Quevedo para describir la fuerza del poderoso caballero; la misma que utiliza Arturo Pérez-Reverte en la tercera entrega de su Alatriste: “Pues no hay peña por dura que sea que no ablande el oportuno tintineo del oro, campeador de voluntades y zurzidor de honras”. Lo que se consideraba la raíz de todos los males que sufrían las poblaciones en el primer capitalismo –el amor al dinero– empezaba a manifestarse, paradójicamente, como la raíz de todos los bienes al constituir la energía que animaba el comercio y el mercado.
 
 

  1. Irresponsabilidad organizada

 
Ulrich Beck ha caracterizado nuestra época como un tiempo de irresponsabilidad organizada: vivimos en una sociedad en la que una persona puede hacer algo que objetivamente cause daño a otros (o limite gravemente las oportunidades vitales de otros) y continuar haciéndolo sin tener que asumir por ello ninguna responsabilidad personal. Y ello es así porque vivimos en un mundo que sigue basándose cotidianamente en ese principio perverso que considera que los vicios privados pueden constituir en realidad virtudes públicas. En efecto, la concepción económica del ser humano es la de una persona egoísta que persigue su propio interés. Este tipo de enfoque, dominante a la hora de analizar el comportamiento individual, recibe el nombre de elección racional: se considera que una persona es racional si elige aquellas acciones que maximizan su interés privado.
Pero, ¿qué ocurre cuando esta visión de las personas se convierte en la verdad social de nuestro tiempo? Pues que justifica determinadas formas de vida, conviertiéndolas en normales. Los individuos aprendemos así que toda acción centrada en uno mismo es «natural», no siéndolo el proceder altruista. Simultáneamente cae en desuso el lenguaje de la moral: si las personas son «naturalmente» egoístas, caben pocos motivos para sostener que no debieranserlo: sería tanto como sostener que es inmoral que la gente respire.
 
El individuo capitalista es incapaz de sostener las exigencias morales de una convivencia humana. Si es posible la convivencia humana en el capitalismo no es gracias a este y a los valores y emociones que exige, sino a pesar suyo. Si tal convivencia es posible, según la interesante reflexión de Castoriadis, es solo porque la cultura capitalista no ha triunfado por entero, permitiéndose así la pervivencia de tipos antropológicos anteriores al capitalismo:
 
“El capitalismo –denuncia Cornelius Castoriadis– solo ha podido funcionar porque ha heredado una serie de tipos antropológicos que él no ha creado y que no habría podido crear: jueces incorruptibles, funcionarios íntegros y weberianos, maestros consagrados a su vocación, obreros con un mínimo de conciencia profesional, etc. Estos tipos no surgen y no pueden surgir por sí mismos, han sido creados en períodos históricos anteriores, por referencia a valores entonces consagrados e indiscutibles: la honestidad, el servicio al Estado, la transmisión del saber, el trabajo bien hecho, etc. Nosotros, en cambio, vivimos en sociedades donde, como todo el mundo sabe, esos valores se han vuelto ridículos, donde solo cuenta la cantidad de dinero que uno puede embolsarse, poco importa cómo, o el número de veces que uno ha aparecido en televisión. El único tipo antropológico creado por el capitalismo, y que en principio le era imprescindible para establecerse, fue el empresario schumpeteriano: persona apasionada por la creación de esa nueva institución histórica, la empresa, y por su constante ampliación mediante la introducción de nuevas tecnologías y nuevas técnicas de mercado. Pero la tendencia actual destruye incluso este tipo; por lo que se refiere a la producción, el empresario es sustituido por una burocracia empresarial; en cuanto al hacer dinero, las especulaciones en la Bolsa, las OPA, las operaciones financieras reportan mucho más que las actividades «empresariales»”.
 
Hoy asistimos a la proliferación de eso que Gilles Lipovetsky ha denominado altruismo indoloro, propio de sociedades posmoralistas, capaces de animar estrategias de solidaridad desde la afirmación individual, sin tener que recurrir para ello a las viejas éticas sacrificiales propias de la cultura judeo-cristiana o de la tradición política socialista. «Por primera vez –afirma Lipovetsky–, ésta es una sociedad que, lejos de exaltar los órdenes superiores, los eufemiza y los descredibiliza, una sociedad que desvaloriza el ideal de abnegación estimulando sistemáticamente los deseos inmediatos, la pasión del ego, la felicidad intimista y materialista. Nuestras sociedades han liquidado todos los valores sacrificiales, sean éstos ordenados por la otra vida o por finalidades profanas, la cultura cotidiana ya no está irrigada por los imperativos hiperbólicos del deber sino por el bienestar y la dinámica de los derechos subjetivos; hemos dejado de reconocer la obligación de unirnos a algo que no seamos nosotros mismos», concluye.
 

3. La imposible solidaridad

 
A raíz de la brutal experiencia del Holocausto, el filósofo alemán Karl Jaspers ha reflexionado sobre la existencia de un mal radical, radical no solo porque produzca sufrimiento y explotación a una escala que hubiéramos pensado inconcebible antes de haberlo conocido, sino porque corrompe la base de todas nuestras máximas morales y nuestra misma voluntad, incapacitándonos para reaccionar contra dicho mal:
 
“Hay una solidaridad entre hombres como tales que hace a cada uno responsable de todo el agravio y de toda la injusticia del mundo, especialmente de los crímenes que suceden en su presencia o con su conocimiento. Si no hago lo que puedo para impedirlos, soy también culpable. Si no arriesgo mi vida para impedir el asesinato de otros, sino que me quedo como si nada, me siento culpable de un modo que no es adecuadamente comprensible por la vía política y moral. Que yo siga viviendo una vez que han sucedido tales cosas es algo que me grava con una culpa imborrable. Cuando la suerte no nos ahorra esta situación, llegamos como hombres al límite en el que tenemos que elegir: o arriesgar la vida sin condiciones, inútilmente, puesto que no hay perspectivas de éxito o preferir conservar la vida”.
 
Es verdad que hay situaciones y circunstancias en las que la elección nos lleva a arriesgar nuestra vida, aún sin garantías de éxito. Lo hacemos siempre que sentimos que nos debemos a otros, que no podríamos seguir viviendo si no lo intentamos; arriesgamos nuestra vida cuando sabemos que, de no hacerlo, no podríamos seguir soportando nuestra propia existencia. Nuestra culpa estriba, según Jaspers, en el hecho de que limitemos esta solidaridad incondicionada a unos reducidísimos círculos y no seamos capaces de extenderla a todos nuestros semejantes.
¿Qué pensaríamos de un padre que no se sacrifica hasta el extremo por sus hijos? ¿Cómo juzgaríamos a un país en el que convivieran ciudadanos disfrutando de bienestar y derechos mientras otros, despojados de cualquier derecho, se ven reducidos a la esclavitud o mueren de hambre y de enfermedad? No lo aceptaríamos, como no aceptamos el sistema del apartheid en Suráfrica. En cambio, aceptamos el cotidiano apartheid planetario que divide al mundo en un Norte opulento y un Sur miserable. Cada vez está más claro que podemos afrontar su solución. No es un problema económico o técnico. El problema estriba en la falta de criterios orientadores.
 
La racionalidad instrumental, que debería estar supeditada a un razonamiento moral, ha expulsado a éste del escenario. Sabemos lo que hay que hacer y, en la mayoría de los casos, es posible (en el sentido técnico) hacerlo. Pero no queremos hacerlo. Nos negamos a asumir los costes que se derivan del compromiso real por solucionar esos graves problemas. Como ha señalado el destacado economista Lester Thurow, el problema no consiste en determinar qué es factible económicamente, sino qué es socialmente aceptable. ¿Está la mayoría de la población dispuesta a aceptar las consecuencias que se derivan de la afirmación de que, para que todo el mundo pueda llevar una vida realmente humana, nadie debe tener nada por encima y más allá de lo necesario para llevar una vida sana?
La respuesta es negativa. Para mejorar o mantener su estilo de vida, «los que tienen» están dispuestos a observar como se abstienen «los que no tienen». Nuestra voluntad está gravemente enferma. Sin embargo, nuestra conciencia está tranquila gracias a un artificio consistente en definir comunidades de aceptación mutua dentro de las cuales reconocemos obligaciones hacia los demás, obligaciones que no actúan hacia el exterior de las mismas. Lo que no aceptaríamos en nuestra familia o en nuestro círculo de amistad, lo que no aceptaríamos en nuestra comunidad autónoma o en nuestro país, lo admitimos más allá de sus fronteras. Por eso las fronteras nacionales son, siempre, fronteras éticas.
La preocupación ética, entendida como preocupación por las consecuencias que nuestras acciones tienen sobre otras personas, es un fenómeno que tiene que ver con la aceptación de esas otras personas como legítimos «otros» para la convivencia. Pero la preocupación ética nunca va más allá de la comunidad de aceptación mutua en que surge. La mirada ética no alcanza más allá del borde del mundo social en que surge. El 2 de agosto de 1999 fueron descubiertos en el tren de aterrizaje de un avión belga los cadáveres de dos niños guineanos. Se llamaban Yaguine Koita y Fodé Tounkara. Solo querían encontrar en Europa aquello que en África no encuentran: educación, alimento, protección. Entre sus ropas se encontró una carta en la que suplicaban ayuda apelando, sobre todo, “al amor que tienen ustedes por sus hijos a los que aman para toda la vida”. No sospechaban que ese amor incondicionado se agota en los nuestros, y ellos son (eran) los otros, aquellos hacia los que escogemos nuestras obligaciones.
 

4. Un marco cultural para la compasión

 
En este magma cultural, la tesis de que el egoísmo racional puede ser la piedra de toque de una fundamentación laica de la moral es insostenible. La idea de que la persecución del interés propio (base de la vida política y económica) puede llevar a alcanzar la más perfecta armonía de intereses universales no es nuevaLa experiencia de que tal armonía nunca se cumple tampoco es nueva: la historia se ha encargado de desmentir tal idea. Por eso, tiene razón Gómez Sánchez cuando afirma que “se tergiversaría lo que es la vida moral, si se prescindiera del básico componente de renuncia que la moral tiene y que, quizá por eso, hace de ella algo no siempre divertido. El deber no dejará de comportar un rasgo inevitable, qué le vamos a hacer, de constricción”.
Aunque pueda parecer más realista, incluso más razonable, conectar con el interés propio para «vender» el producto de la solidaridad en una cultura de la satisfacción personal y el egoísmo racional, el recurso a la solidaridad egoísta, basado en el anuncio de las desgracias que acabarán derivándose de nuestro comportamiento actual (agotamiento de recursos, migraciones masivas imparables, conflictos bélicos, violencia e inseguridad ciudadana) o de los beneficios que se derivarían de un comportamiento más solidario, es un muy endeble material para construir el entramado de motivos y razones que impulsen los cambios necesarios.
 
Estoy más de acuerdo con la reflexión de Henry Miller en el prólogo a la obra de Thoureau Walden: “Algunos imaginan beatíficamente que la amenaza de extinción –el suicidio cósmico– nos despertará del letargo. Me temo que sueños así están destinados a desintegrarse, aún más que el mismo átomo. No se alcanzan grandes metas a través del miedo a la extinción. Los hechos que mueven al mundo, sustentan y dan la vida, tienen una motivación muy diferente”. Son otros los recursos morales que hemos de poner en movimiento si de verdad queremos mover el mundo en la dirección de la solidaridad.
Se ha dicho de las nuevas formas de intervención social en las sociedades desarrolladas que su función principal es la de ser generadoras de cultura. Estoy de acuerdo con la caracterización de las nuevas formas de acción colectiva en las sociedades industriales avanzadas en clave fundamentalmente cultural, a condición de que no pensemos en el espacio cultural como ajeno a los espacios político y económico, y mucho menos como enfrentado a ellos. No concibo esa aportación cultural como una aportación no-política, a-política o incluso anti-política, sino como una aportación pre-política, es decir, configuradora de unas nuevas condiciones de posibilidad para la acción política. No existe posibilidad alguna de poner en marcha una práctica emancipatoria significativa si no es sobre la base de una previa tarea de transformación cultural. La práctica emancipatoria se asemeja a la tarea del agricultor: si no prepara la tierra todo su trabajo es vano.
 
Hoy día, la auténtica batalla en favor de la solidaridad es ideológica. En palabras de Ricardo Petrella, esta batalla “se centra en la ideas, las palabras, los símbolos, bases sobre las que se construyen nuestras visiones del mundo, nuestros sistemas de valores, y sobre los que se afirman y mueren nuestras expectativas, nuestros sueños, nuestras esperanzas y nuestras ambiciones”. Y porque aspiramos y deseamos en el marco cultural de este capitalismo humanicida el interés propio, la autoafirmación, la autorealización, que en principio no tienen por qué enfrentarse a la solidaridad y al reconocimiento, en la práctica sí lo hacen. Y en este marco la caridad bien entendida empieza (y, casi siempre, termina) por uno mismo. El problema, por tanto, consiste –para decirlo con la hermosa fórmula de José Luis Sampedro en su novela El río que nos lleva–, en lo siguiente: ¿Cómo proyectar desde la óptica vigente si es el primer obstáculo a lo futuro? ¿Cómo desear algo distinto desde el interior de esta eficaz fábrica de deseos bastardos y domesticados que es el capitalismo?
 
En palabras de Herbert Marcuse, “nos hallamos frente a una situación nueva en la historia, pues hoy tenemos que ser liberados de una sociedad que funciona relativamente bien, que es rica y poderosa”(en Ensayos sobre política y cultura). ¿Cómo desarrollar la expresión colectiva de necesidades nuevas, cuya satisfacción rebase los límites de compatibilidad del sistema capitalista, si la población de las sociedades desarrolladas no desea otra cosa que más de lo mismo? No estoy queriendo decir que nadie pueda arrogarse la capacidad de definir los deseos de los demás, que nadie pueda legitímamente sostener la superioridad de su perspectiva sobre los intereses y necesidades de los demás.
En esta cuestión, pues, de entrada no cabe la coerción, sino la invitación; no la imposición, sino la educación. No obstante, si distinguimos unas necesidades básicas (aquellos factores objetivos indispensables para la supervivencia e integridad psicofísica de cualquier ser humano) y unas necesidades contingentes (el resto) y si consideramos las necesidades básicas (según los dos autores citados, estas serían la salud física y la autonomía personal) como condiciones previas de toda acción individual en cualquier cultura, ¿no es razonable exigir la efectiva universalización de esas necesidades básicas? Como denuncia Jorge Riechmann, “si la sociedad consagrase al esfuerzo de satisfacer las necesidades básicas de los más pobres siquiera una fracción de la ingeniosidad y los recursos que destina a moldear las preferencias de consumo de quienes tienen poder de compra, hace mucho que se habrían erradicado la pobreza y el hambre”.
Lo cierto es que en un mundo como el nuestro, en el que existe un abismo de desigualdad tan absoluto entre el Norte y el Sur, no hay solución al problema del hambre que no pase por hacer una profunda revisión de nuestro estilo de vida desde el convencimiento de que unos derechos que no son universalizables no son derechos sino privilegios. Pero el problema no es qué hay que hacer, sino por qué vamos a hacer eso que es preciso hacer.
 
 

  1. Cuestionar los intereses

 
«Las amables fantasías acerca de dar más y más a todos, para que nunca sea necesario tomar ninguna alternativa, es el canto del cisne de una vieja so­cialdemocra­cia. El reparto tendrá que producirse, en algunos casos dentro del aumento de la producción y del tiempo disponible, en otros casos dentro de recursos y disponibilidades en realidad reducidos. No es posible eludir ni posponer mediante la vieja fábula del pastel los profundos problemas políticos del repar­to y la participación que, si tienen éxito, puede llevarnos a superar el orden industrial capitalis­ta» (Raymond Williams). Es cierto.
Todo el entramado político del socialismo moderno se ha basado en una confianza que el tiempo se ha encargado de desbaratar: la confianza en que el incremento constante de la capacidad de consumo de los receptores de salarios y sueldos justificaba la idea de que “estar quietos y cooperar es remunerador” (Jost Herbig). Hoy, eso ya no se sostiene.
El capitalismo globalista es un sistema que exige lealtad absoluta a cambio de ninguna seguridad. Pero ver las barbas del vecino pelar no suele ser suficiente para poner las propias a remojar. La experiencia de la exclusión de otros, incluso si esos otros son tan cercanos (hijos, hermanos, amigos) como para conformar un nosotros, no es suficiente para romper la quietud colaboracionista de quien no sufre el problema en carne propia. Mucho menos si pensamos en amenazas a la dignidad de la vida como son la desnutrición o el hambre, experiencias absolutamente inconmensurables para quien no las sufre. En efecto, la distancia que media entre el mundo de las víctimas y el mundo de la abundancia se presenta como un abismo insuperable. O, cuando menos, como un abismo cuya superación, posible, exige decisiones y actuaciones que chocan frontalmente con la estructura de nuestros deseos e intereses.
 
Peter Glotz lo ha expresado con absoluta lucidez: «La izquier­da debe poner en pie una coalición que apele a la solidaridad del mayor número posible de fuertes con los débiles, en contra de sus propios intereses; para los materialistas estrictos, que consideran que la eficacia de los intereses es mayor que la de los idea­les, ésta puede parecer una misión paradójica, pero es la misión que hay que realizar en el presente». Recurriendo a González Faus, no se trata de una muerte del interés entendida a la manera de la «apatía» estoica o del «nirvana» oriental que, al matar el deseo, aspira a matar también el sufrimiento propio; de lo que se trata es de una transformación del interés, de una educación del deseo, que le hace pasar de ser amor propio a ser compasión.
 

6. Tenemos una deuda

 
En opinión de Simone Weil, “hay obligación hacia todo ser humano por el mero hecho de serlo, sin que intervenga ninguna otra condición, e incluso aunque el ser humano mismo no reconozca obligación alguna”. Esta obligación no se basa en una convención, es eterna e incondicionada. “Es preciso reconocer –escribe por su parte Crespi– que la relación con el otro no depende de una elección personal; tenemos una deuda con él que hemos contraído aún antes de reconocer su existencia”.
En efecto, existe una trama de vinculaciones entre los seres humanos derivada de nuestra naturaleza social que nos compromete con unas obligaciones cuya ignorancia no exime de su cumplimiento. Una responsabilidad que puede llegar hasta el sacrificio. “Tenemos tanto derecho como los demás a vivir, a ser felices y respetados en nuestra autonomía, pero el hecho de que nuestra obligación hacia el otro esté enraizada en nuestra propia existencia, nos permite superar la lógica jurídica de la reciprocidad y anteponer sus derechos a los nuestros. En ese caso realizamos nuestro ser de forma suprema al sacrificarnos por el otro, ayudándole en su propia realización. La posibilidad de un auténtico sacrificio por los demás, de dar la vida por ellos, presupone que se ha alcanzado una autonomía tal que permite reconocer libremente la deuda originaria hacia el otro. Significa, en definitiva, que se han reconocido aquellos derechos que decidimos sacrificar por los del otro”.
 
El mundo rico es una sociedad de responsabilidad limitada. Nada debemos a aquéllos que no sean los nuestros. Qué lejos estamos de cumplir la voluntad de Jesús, quien, como recuerda San Pablo en su carta a los cristianos de Éfeso, “de ambos pueblos [judíos y gentiles] hizo uno, derribando el muro medianero de separación”. éste es, en mi opinión, el más formidable de los retos a los que nos enfrentamos. Derribar los muros medianeros de separación que actúan como coartada para nuestra irresponsabilidad hacia el destino de nuestros semejantes. Extender nuestra responsabilidad hasta el último confín de la tierra. Sentirnos solidarios con cualquier otro sufriente. Y asumir por fin, con aquel personaje de Camus, que solo nos salvaremos cuando seamos capaces de actos colectivos de renuncia a todo aquello que, por no ser universalizable, mantiene y profundiza la división entre ricos y pobres hasta acabar convirtiéndola, objetivamente en perversa relación entre victimarios y víctimas. n
 
Imanol Zubero
estudios@misionjoven.org
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