¿Quién soy para qué sirvo?

1 mayo 1997

«Lo único que debemos tener en cuenta en la
educación es que en nuestros hijos nunca dismi­nuya
el amor a la vida. […] Y ¿qué otra cosa es
 la vocación de un ser humano sino la más alta
 expresión de su amor por la vida?».
 
(NATALIA GINZBURG, Las pequeñas virtudes)

Educación y «orientación vocacional»

“He sido consultado en los últimos tiempos tan a menudo por personas que declaraban no saber cómo educar a sus hijos y, por otra parte, la corrupción de la juventud se ha convertido en  un tema tan universal de lamentaciones, que me parece  que no se podrá tachar de impertinente la empresa del que atrae sobre este tema la atención del público y propone algunas reflexiones personales acerca de la cuestión, en el intento de animar los esfuerzos de los otros y de provocar sus críti­cas”. De esta guisa ya se expresaba J. Locke allá por el año 1693. Más recientemente,­ J.C. Tedesco (El nuevo pacto educativo) apuntaba que 1a crisis de la educación, sin embargo, ya no es lo que era: “No proviene de la deficiente forma en que la  educación cumple con los objetivos sociales que tiene asignados, sino que, más grave aún, no sabemos qué finalidades debe cumplir y hacia dónde efectivamente orientar sus acciones”.
Respecto al tema que nos ocupa, bien podríamos sentar dos presupuestos ele­mentales. El primero: eterna parece la dificultad de educar e igualmente eterna la referencia a la perversión de la juventud; difícil será, por tanto, que de este doble filón­ consigamos extraer materia preciosa alguna. El segundo: la también «eterna crisis» que envuelve la cuestión educativa no obedece a otra causa que a la perma­nente necesidad de (re)definir sus fines, conforme al igualmente constante cambio de la historia: Habremos de guiarnos por señuelos diversos, pues, para descubrir las nuevas vetas que nos aseguren una más fructuosa relación entre la educación y la orientación vocacional o profesional.
 
 
«Éxito vital», educación y vocación
La elección de vocación tiene un objetivo claro: alcanzar el éxito profesional y vital.    El problema es que no existe un único criterio de éxito, sino muchos. Y, por desgracia, los más difundidos no suelen ser aquellos que mejor aseguran tal “éxito vital”; además, en momentos de particular ajetreo, el éxito vocacional se escora hacia la bús­queda de estabilidad, de acceso a lo seguro. En cualquier caso, para “educar la opción vo­cacional y profesional” hará falta, entre otras cosas, expresar los propios intereses, usar las capacidades personales, hacer presentes los valores que importan y, en definitiva, colocar­se en el horizonte de un «proyecto» capaz de dar sentido a la vida cotidiana.
De este modo, la orientación y aclaración vocacional suponen alcanzar una «imagen de uno mismo» lo más adecuada posible y una idea clara del papel que cada cual quiere desa­rrollar en el mundo. El éxito se confunde, entonces, con el progreso en la respuesta a la pre­gunta acerca de “quién soy yo”, mezclada con la derivada y complementaria del “para qué sirvo yo”. Es decir, coincide con la mejora del concepto propio o con el tipo de persona que uno quiere profundamente ser.
Vocación más que profesión
Yendo de cuestiones elementales -como estamos hasta ahora caminando por el edito­rial-, vamos con una caracterización básica de los educadores en este campo orientador: el optimismo. La educación presupone el “optimismo humanista”, porque educar es creer en la perfectibilidad, en la capacidad de los seres humanos para mejorarnos. Cualquier pe­simista puede resultar un excelente domador, nunca un buen educador. Mas que profesio­nes, consciente o inconscientemente todos desarrollamos una vocación, una respuesta a la “llamada de la vida”.
Y por eso, la educación y el acompañamiento vocacional son eminentemente un valor en el doble sentido del término: son valiosos, pero también exigen el coraje y la valentía de apostar día a día por ejercitarlos con todas sus consecuencias.
 
¿Qué queremos hacer con la «vocación cristiana»?
Una inflexión concreta: la praxis eclesial actual está muy preocupada con el tema de «las vocaciones». Sin embargo, la atmósfera de nerviosa inquietud que se  respira, bien exa­minada, casi se refiere exclusivamente a las “vocaciones sacerdotales” (o religiosas, si con­sideramos el aireparticular de  institutos, congregaciones, etc.). Si «una» vocación acapara la atención de la praxis cristiana, a nadie se le escapa el riesgo de desenfoque que se corre. Entre otras cosas porque lo primero siempre será el Reino de Dios y su justicia, mientras que las instituciones -incluida la Iglesia misma- o la configuración concreta de vocaciones y funciones derivan de ese «Reino de la justicia».
Resultaría peligroso que se marchitara la utopía del Reino o se secara la profecía de los cristianos por abandonarnos al pragmatismo y cálculo de resultados, olvidando los “signos de los tiempos” (también expresados en la crítica a las “imágenes clericales de Iglesia”, a una cerrada y unidireccional “figura del presbítero”, a “estilos de vida religiosa” poco sig­nificativos para el mundo de hoy o incapaces de fecundar a la Iglesia) y no dejándonos llevar por el impulso del Espíritu que renueva todas las cosas.

José Luis Moral