Reconciliación y encuentro para una vida nueva

1 abril 1998

CELEBRACIÓN DE LA RECONCILIACIÓN

 

Narración inicial: «El hacha y la cruz»

 
La narración puede utilizarse de muy diversas maneras (bien en un encuentro previo, bien di­rectamente en la celebración, etc.). En cualquier caso, tanto la simbología como el mensaje son muy claros. Bastarán unas sencillas pautas para motivar la reconciliación, el encuentro con Dios y con los hermanos, y el compromiso (significado de la cruz, Jesús que siempre se hace el encon­tradizo, el hacha y las tentaciones de la vida, la solidaridad, etc.). La parábola, tomada de M. Me­napace (El Paso y la Espera) está adaptada por J.J. Coma.
«Había una vez un joven que andaba buscando al Señor. Había oído que invita­ba a todos para vivir en su Reino. Preguntando por su paradero, se enteró de que esta­ba monte adentro, con un hacha, para preparar cuanto cada uno de sus amigos necesi­taba para el viaje hasta su Reino. Ni corto ni perezoso, se fue a buscarlo al bosque.
 
– ¿Qué estás haciendo?, preguntó nada más encontrarlo.
– Estoy preparando una cruz para cada uno de mis amigos. Tendrán que cargar con ella para po­der entrar en mi Reino.
– ¿Puedo ser yo también uno de tus amigos?, preguntó de nuevo el joven.
– ¡Claro que sí! Respondió Jesús. Estaba esperando que me lo pidieras. Ahora bien, si quieres serlo de verdad, tendrás que tomar tu cruz y seguir mis huellas, puesto que yo me voy sin más para preparar el lugar.
– ¿Cuál es mi cruz, Señor?
-Mira, ésta que acabo de terminar. Esperaba que vinieras y me puse a prepararla.
 
Preparada, lo que se dice preparada no está, pensó el joven. En la práctica se trataba de dos troncos mal cortados con el hacha; por todas partes sobresalían las ramas de cada tron­co. No se había esmerado mucho Jesús con aquello. No obstante, pensando que quería en­trar en el Reino, se dejó de miramientos y se decidió a cargar la cruz sobre sus hombros, comenzando a caminar con la mirada puesta en las huellas que había dejado el Maestro.
 
Pero, hete aquí que, nada más echar a andar, apareció el Diablo y se acercó sonriente a nuestro joven, gritando:
– ¡Eh, que te olvidas de algo!
– Extrañado por aquella aparición y llamada, el joven miró hacia el Diablo que se acer­caba con un hacha en la mano.
– Pero, ¿cómo?, ¿también tengo que llevarme el hacha?, preguntó molesto el muchacho.
-No sé, dijo el Diablo haciéndose el inocente, pero me parece que es conveniente que te la lleves por si la necesitas para el camino. Además, sería una pena dejarla abandonada.
 
La propuesta le pareció razonable y, sin pensarlo demasiado, tomó el hacha y reanu­dó el camino que pronto se le hizo un tanto duro. Duro por la soledad. Él creía que lo haría acompañado por el Maestro, pero sólo estaban sus huellas. Además, la cruz, pe­se a no ser muy pesada, era molesta al no estar bien terminada; las ramas que sobresa­lían en el tronco se empeñaban en engancharse por todas partes, como si quisieran re­tenerlo, y se clavaban en su cuerpo haciendo dolorosa la marcha.
Una noche particularmente fría, se detuvo a descansar en un descampado. Depositó la cruz en el suelo, mientras se fijaba en el hacha. No hizo falta discurrir mucho para arreglar la cruz: con calma, fue cortando los nudos y las ramas salientes que más le mo­lestaban. Mejoró el aspecto de los maderos y, a la par, logró un montoncito de leña pa­ra una hoguera donde calentarse un poco.
Esa noche durmió tranquilo. A la mañana siguiente reanudó el camino. Noche a no­che su cruz iba siendo mejorada, se hacía más llevadera y servía también para calen­tarse. Casi se sintió agradecido con el Diablo. Cada noche miraba la cruz y hasta se sen­tía satisfecho con el resultado del trabajo para embellecerla. Ahora tenía ya un tamaño razonable y estaba tan pulida que parecía brillar bajo los rayos del sol. Un poco más y hasta podría levantarla con una sola mano, como si fuera un estandarte. Si le daba tiem­po antes de llegar, pensó, podría llegar a colgarla en el cuello con una cadenita. ¡Hasta resultaría un buen adorno sobre su pecho!
 
No le dio tiempo a realizar todos estos pensamientos. Al día siguiente, se encontró delante de las murallas del Reino. No sólo estaba feliz por llegar a la meta, sino que también esperaba el momento de poder presentar a jesús la cruz que tanto había per­feccionado.
Ninguna de ambas cosas fue sencilla. En principio, resultó que la puerta de entrada del Reino estaba colocada en lo alto de la muralla, abierta como si de una ventana se tratara a una altura considerable. Gritó insistentemente, anunciando su llegada. El Se­ñor apareció en lo alto invitándole a entrar.
– Pero, Señor, ¿cómo puedo entrar? La puerta está demasiado alta y no alcanzo.
– Apoya la cruz contra la muralla y luego trepa por ella. A propósito dejé yo tantas ramas en tu cruz para que te sirviera ahora. Además, tiene el tamaño justo para que alcances la entrada.
En aquel momento, el joven se dio cuenta que realmente la cruz recibida tenía senti­do; de verdad el Señor la había preparado bien. Sin embargo, ya era tarde para esto. Su pequeña cruz, tan pulida y recortada, resultaba un juguete inútil. El Diablo había re­sultado mal consejero y peor amigo.
Con todo, el Señor era más bondadoso y compasivo de cuanto era capaz de imaginar el joven. No se había olvidado de la buena voluntad del muchacho y hasta de su gene­rosidad para seguirlo. Por eso le dio otra oportunidad y… ¡un consejo!
–          Vuelve sobre tus pasos. Seguramente en el camino encontrarás alguno que está cansado con su cruz. Ayúdale tú a traerla. De esta manera, harás que logre alcanzar la meta y, al mismo tiempo, podrás subir por ella para entrar en mi Reino.
 
Sacramento de la Reconciliación
 
Es experiencia de todo ser humano que, muchas veces en nuestra vida, sentimos que las relaciones con los demás, con Dios y con nosotros mismos, no andan bien. Nos encon­tramos mal en nuestro interior y ello nos mueve a ponernos en paz.
La celebración penitencial es, siempre, un momento de cercanía a Dios, no tanto para inclinar la cabeza ante Él cuanto para abra­zarle y sentirnos abrazados por un Dios Pa­dre que nos perdona. Se pretende, pues, en un clima de interiorización personal, pedir a Dios su perdón y darle nuestra voluntad de ser cada día mejores cristianos (en muchos casos proponemos diversos esquemas para un mismo momento)1.
 

 Monición y canto

(Oración del pobre / Tú, Jesús -CRJ,185 y 549-)
 
En nuestro interior sabemos que que­remos ser y hacer el bien. Pero no siem­pre la realidad es como queremos. Nos encontramos con que, sin mala volun­tad, seguramente, hemos hecho algo que no está bien. Debemos sabernos amados por Dios a quien alegra nuestro arrepen­timiento. Su perdón nos anima a seguir trabajando por el bien en nosotros, con los demás y con él.
 
Los textos de este apartado forman parte, con algunas variaciones, del libro de próxima apari­ción en la Ed. CCS: M. PARDos, Celebrar la Confir­mación.
 

Saludo

 
Oración penitencial
 
– Presidente: Reconocernos pecadores quiere decir sabernos limitados y, a la vez, capaces de ser mejores, de vivir con más autenticidad lo que Dios nos pide. Antes de escuchar la Palabra de Dios y acercarnos personalmente al sa­cramento de la reconciliación, oremos todos juntos pidiendo perdón.
– Lector: Porque muchas veces pensamos más en nosotros que en los demás.
– Todos: Perdón, Señor, perdón.
– Lector: Por toda forma de rencor y du­reza en los juicios a los demás.
– Todos: Perdón, Señor, perdón.
– Lector. Por nuestra prepotencia y arro­gancia, nuestro querer medrar aún pi­sando a los otros.
– Todos: Perdón, Señor, perdón.
– Lector: Por toda intolerancia y odio, fa­natismo y discriminación.
– Todos: Perdón, Señor, perdón.
– Lector: Por hacer de Dios un fetiche pa­ra nuestro provecho.
– Todos: Perdón, Señor, perdón.
– Presidente: Dios Padre, que nos perdo­nas siempre
y nos pides, a través de tu Hijo Jesu­cristo,
ejercer el perdón y la corrección fraterna con nuestros hermanos,
te pedimos nos concedas tu fuerza para vencer el pecado a base de gran caridad.
Por Jesucristo, nuestro Señor. – R/ Amén.
 
Lecturas y cantos
 
– Carta de Pablo a los Romanos (7,18-25). – Evangelio de Lucas (15,4-7).
– Carta de Pablo a los Gálatas (5,13-25). – Evangelio de Lucas (7,36-48).
– Primera carta del apóstol Juan (1,5­10.2,1-2).
-Evangelio de Mateo (18,15-18.21-22). – Cantos: Joven valiente / El amor no es una palabra / El Señor es mi fuerza (CRJ, 555, 509 y 9).
 
 

Gestos penitenciales

 
Tres jóvenes leen los textos que se pro­ponen a continuación. Detrás de cada uno, otros tres jóvenes, respectivamente, colocan tres carteles con las palabras DIOS, LOS DEMÁS, YO. Pueden hacerlo en los tres brazos de una cruz, en tres hipo­téticos sarmientos de una vid, o simple­mente en lugares visibles del presbiterio.
 

 Texto 1

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras? ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío, pasas las noches del invierno a oscuras?
¡Oh cuánto fueron mis entrañas duras, pues no te abro ¡Qué extraño desvarío, si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!
¡Cuántas veces el ángel me decía: «alma, asómate ahora a la ventana, verás con cuánto amor llamar porfía «
¡Y cuantas, hermosura soberana, mañana le abriremos ; respondía, para lo mismo responder mañana!
 
LOPE DE VEGA
 

Texto 2

 
Oh Dios nuestro y Dios de nuestros padres, que nuestra oración llegue a ti.
Ya lo ves, señal;
no somos ni audaces ni endurecidos ni te decimos:
Somos inocentes, no tenemos pecados, sino que los confesamos:
«Hemos pecado. «
Somos de verdad culpables.
Hemos sido rebeldes a tu voluntad, hemos cometido abusos de confianza, hemos blasfemado,
hemos incitado al mal
hemos condenado al inocente,
 hemos sido orgullosos,
 hemos actuado con violencia,
 hemos a cosas. falsas,
 hemos dado malos consejos,
 hemos engañado,
hemos despreciado cosas respetables,
hemos desobedecido,
hemos despreciado tus leyes,
 hemos cometido injusticias,
hemos oprimido aI prójimo,
 hemos endurecido nuestro corazón, nos hemos entregado a la corrupción, hemos cometido acciones vergonzosas,
 hemos seguido malos caminos,
hemos rechazado a nuestro prójimo,
 hemos abandonado tus mandamientos, para nuestra desdicha.
tú, tan justo en todo lo que nos sucede, has seguido siempre actuando
con amor fidelidad para con nosotros; pero nosotros te hemos desconocido
y hemos pecado.
 

 Texto 3

 
Dios, ayer salí al campo:
 un hermoso paisaje verde,
 alegres cantos de pajarillos,
 todo me hablaba de ti,
 pero, anduve y vi…
un árbol seco, Dios,
… y él no había pecado;
un pajarilfo que ya no volaba, Dios,
 … y él no había pecado;
un rosal que nunca brotó, Dios,
 … y él no había pecado;
un ruiseñor que ya no cantaba, Dios
, … y él no había pecado;
un monte que el fuego tomó, Dios,
 … y él no había pecado.
!Oh Dios!
Sólo te pido que,
cuando salgas a tu campo:
 un hermoso paisaje verde,
 alegres cantos de pajarifos,
 y yo allí caído, digas:
ay él no había pecado».
 
Otro gesto podía consistir en lo siguien­te: en un lugar visible se colocan corazo­nes de cartulina previamente recortados y cogidos con una aguja imperdible. En ellos se leen frases como «Te quiero porque eres hijo mío», «Siempre estarás a mi lado», «Conviértete y ven a mí», etc.
Los que participan en la celebración penitencial y lo deseen se acercan y bien cogiéndolos ellos mismos, bien po­niéndoselas el sacerdote-, toman un co­razón y reflexionan sobre el amor que Dios les tiene.
El presidente o un monitor motiva el gesto e invita a la reflexión personal con estas u otras preguntas:
– ¿Qué tengo que mejorar para saber aco­ger del amor de Dios?
– ¿Creo en el amor de Dios que es Padre? ¿Lo siento en mi vida?
– ¿A quién y por qué daría mi corazón de perdón o tendría que dárselo? ¿Lo hago? ¿Qué me lo impide?
También se puede colocar, en lugar central, una palangana y una jarra gran­de con agua. A lo largo de la confesiones individuales, quien lo desee se acerca a ella y vierte un poco de agua sobre sus manos (mejor si es un catequista, por ejemplo, quien vierte el agua).
Significaremos con ello que quedamos limpios: igual que el agua nos limpia,
 
igual que el agua bautismal nos libró del pecado de nuestra humanidad, nosotros hoy queremos significar nuestra volun­tad de seguir limpios, de ir quitando de nosotros la mancha de nuestras faltas.
(CRJ, 49), El Señor Dios nos amó (CRJ, 207), En momentos así (CRI, 554.), Padre, vuelvo a ti (CRJ, 547), El amor es nuestro canto (CRJ, 255), Tú eres el Dios que nos salva (CLN, 604).
 

Examen de conciencia

 
(Guiado por un monitor o por el Presidente.) En muchas ocasiones, después del Bautismo, nos hemos comprometido a renunciar a las cosas que no son Evange­lio. Por eso ahora tenemos que examinar la palabra tantas veces dada.
– Dios quiere pintar algo en nuestra vi­da, quiere que dialoguemos con él y ce­lebremos sus misterios en la comuni­dad cristiana. ¿Dónde pones a Dios en tu vida? ¿Te acuerdas de Dios? ¿Es Dios importante para ti?
– Dios quiere que amemos a los demás, que no nos aprovechemos de ellos, que sepamos perdonar y dar de lo nuestro. ¿Cómo te portas con los otros, con los enemigos, especialmente? ¿Qué com­partes con los demás, qué das a los de­más? ¿Sólo las sobras?
–                      Dios quiere que seamos libres, que crezcamos y que maduremos, y no que vivamos sólo de lo que nos apetece, de lo que entra por nuestros ojos y senti­dos, de lo que se nos antoja, de nues­tros impulsos o de «lo que nos pide el cuerpo». A Dios le gusta que vivamos dejando que el Espíritu nos guíe. ¿Qué es lo que el Espíritu te está pidiendo y no se lo das? ¿De qué te avergüenzas como persona, cómo anda tu proceso de maduración?
 
 

Confesiones individuales

 
Música de fondo o cantos apropiados de la comunidad. Sugerimos: Oración del pobre (CRJ, 185), Desde lo hondo a ti grito, Señor
 
Acción de gracias y Padrenuestro
 (Salen a leer diferentes personas, después se recita el Padrenuestro)
Te damos gracias, Padre, porque sabemos
que estás junto a nosotros
perdonando nuestras culpas,
 alentando nuestra fe
y socorriendo nuestras necesidades.
 
Te damos gracias porque nos das
 tu Espíritu que nos guía y ayuda
 en el camino de la vida,
en el seguimiento de tu Yo,
 Jesucristo, nuestro modelo y Señor:
Te damos gracias porque,
a través de tantas personas,
nos sentidos unidos a ti en una sola familia,
 porque en nuestra comunidad cristiana
 podemos vivir, con fe y esperanza,
 practicando la caridad.
rgracias, Padre Dios,
 por estar a nuestro lado.
 Seguimos contando con tu presencia.
 Gracias, Padre, por tu inmenso amor.
 
–          Presidente:
 
 
Padre Dios, Tú nos llamas a renovar nuestro amor a ti y a los hombres cada día de nuestra vida.
Te pedimos que, al concedernos tu per­dón,
y guiados por tu Espíritu, que es luz para nuestras vidas,
nos hagas servirte de tal manera entre los hombres,
nuestros hermanos,
que nos reconozcan como fieles tuyos por el gran amor con que vivamos.
 
Te lo pedimos a Ti que nos diste a Cristo como mediador y vive y reina contigo por los siglos de los siglos.
–          R/ Amén.
 
Canto final (Voy buscando -CRI, 472-).
 
2.VIACRUCIS CON LA PRIMERA CRISTIANA
 
 
Desde los cristianos de hoy y a la luz de Maria como primera cristiana, este Viacrucis se arti­cula en torno a diversas estampas del «camino final de Jesús» y otras de los hombres y mujeres de hoy contenidas en distintos textos y noticias que suponen otros tantos «signos de cruz y muerte» que debemos atender. Lo ideal seria que las noticias y sus fuentes se rehicieran tomán­dolas del contexto más cercano posible a cuantos recorren el Viacrucis.2
 

Monición inicial

 
Vamos a acompañar al Jesús que cami­na, en sus etapas finales, hacia la cruz. Por un lado intentaremos, aunque siem­pre el protagonista es el, colocarnos en la situación y actitud con las que la prime­ra cristiana pudo vivir aquellos momen­tos. Por otro, trataremos de mostrar al­gunas estaciones del Viacrucis que viven muchos hombres y mujeres de hoy. Em­pezamos con la narración del juicio de Dios según Mateo para entender desde el principio que la solidaridad y el reco­nocimiento de Jesús en cada ser humano es la clave de todo.

  • Lectura evangélica (Mt 25,31-40)
  • Canto(¿Le reconocéis?-CRI, 254-)
  • Primera estación

Jesús condenado a muerte Lectura: Lc 23,20-24. Condenados en nuestros días:
El pánico desatado en la región de Ki­vu por los combates entre rebeldes tut­sis y tropas zaireñas ha provocado un éxodo masivo de la población. La si­tuación se ha agravado últimamente con la salida de todo el personal huma­nitario que prestaba ayuda a los refu­giados ruandeses. Leemos en «El País» (4.11.96) que «más de un millón de per­sonas está al borde de la muerte al este del Zaire». Así se expresaba el Alto Co­misionado de las Naciones Unidas pa­ra los Refugiados al constatar cómo el mayor campo de refugiados del mun­do, el de Mugunga, estaba práctica­mente vacío y más de 400.000 personas huian hacia el sur y el oeste.
– Reflexión:
Hoy, como en tiempos de Jesús, se si­gue condenando a muerte a mucha gente inocente, sin que ni tan siquiera existan tribunales de justicia que valo­ren las responsabilidades. Hay gente que muere de hambre y de sed, gente acribillada a balazos o abandonada a su suerte injustamente.
María, sin duda, sufrió ante el juicio condenatorio de su Hijo, sobre todo, viendo a un pueblo ingrato que pedía su muerte. El peregrinar sin rumbo de muchos pueblos hoy es semejante al peregrinar doloroso de María detrás de Jesús en el Calvario. (Silencio).
 
Este apartado ha sido eleborado a partir de los textos publicados en: M. PARDOS, El año litúrgi­co con María (Ed. CCS).
 
 

 Oración

 
(Respuesta a cada invocación: «María, Madre, ruega por nosotros»)
– María, madre de Jesús y madre nues­tra, mira todas las causas injustas del mundo.
– María, ayúdanos a reconocer nuestra culpa en todas las situaciones de mal e injusticia que nos rodean, y haznos ca­paces de convertirnos y comprometer­nos frente a ellas.
–             María, acoge en tu regazo a todos los que sufren y acompáñales tú en su ca­mino de cruz.
 
 
Segunda estación Jesús con la cruz
-Lectura: Lc 23,26-28.
– Las cruces de hoy:
En la calle Santa Engracia de Madrid se han producido no hace mucho diversos crímenes aún sin resolver. En el último, una joven intérprete que parece fue confundida con otra mujer que habita­ba en una zona de prostitución proxi­ma. El «ABC» (6.12.96) reproduce el su­ceso: como en otras ocasiones, el crimi­nal se llevó las ropas de la víctima; por éste y otros síntomas claros, es de su­poner que la joven fue violada.
 
– Reflexión:
A Jesús le cargaron con la cruz: una cruz pesada para que pudiera contener todos los males y necedades del mun­do. Sin embargo, vivimos empeñados en seguir colocando nuevos pesos so­bre esa cruz. Robos, violaciones, prosti­tución, malos tratos, asesinatos… junto a quienes, por unos u otros motivos, como Simón de Cirene, quieren deste­rrar estos pesos, intervienen las zanca­dillas de inhumanidad. ¿Cuál es nues­tra postura?
María debió sentir una pequeña alegría al comprobar que le echaban una mano a su Hijo con la cruz. (Silencio).
-Canto: El Reino de los pobres (CRJ, 409).
 
Tercera estación
 
Jesús desnudo y clavado en la cruz
– Lectura: Lc 23,33-38.
 
– Clavados hoy como ayer:
España tiene unos 25.000 misioneros re­partidos por todo el mundo. Es la na­ción con mayor número de ellos, lo mis­mo que es la segunda en las aportacio­nes económicas a la solidaridad misio­nera. La prensa se hace eco continua­mente del testimonio de esos hombres y mujeres capaces de dar la vida por los más pobres y desfavorecidos. Ahí están, por ejemplo, los Maristas asesinados en Zaire; más reciente tenemos la noticia de los secuestrados en Sierra Leona.
– Reflexión:
María acompañó a la primera comuni­dad cristiana en el anuncio de la «Bue­na Noticia». Muchos tuvieron que dar vida a través de su muerte. Y es que, ayer como hoy, seguimos empeñados en fabricar cruces y utilizarlas con las personas molestas como Jesús: moles­tas porque quieren la justicia, la paz, la solidaridad.
Debemos volver la vista hacia la Virgen al pie de la cruz, contemplando el dolor que siente ante el hijo desnudo y clava­do. ¿No estaremos, directa o indirecta­mente, colaborando en las crucifixiones de nuestros días?
 
Oración (Juan Pablo II)
 
– Lector: Madre que sabes lo que significa estrechar entre los brazos el cuerpo del Hijo, de Aquél a quien has dado la vida.
Todos: Ahorra a todas las madres de la tierra la muerte de sus hijos, los tor­mentos, la esclavitud, la destrucción de la guerra, las persecuciones, los cam­pos de concentración, las cárceles.
-Lector: Mantén en ellas el gozo del na­cimiento, del alimento, del desarrollo del hombre y de la vida.
Todos: En nombre de esta vida, en nom­bre del Nacimiento del Señor, implora con nosotros la paz y la justicia en el mundo.
-Lector: Madre de la paz, en toda la be­lleza y la majestad de tu maternidad, que la Iglesia exalta y el mundo admi­ra, te pedimos:
Todos: Permanece con nosotros en todo momento. Haz que cada nuevo año, sea un año de paz en virtud del naci­miento y la muerte de tu Hijo.
 
 
 
Cuarta estación:
 
Jesús muere en la cruz
Lectura: Lc 23,44-46.
 
Será un día glorioso (Javier Sánchez):
Sueño que llegará el día
en que los hombres se eleven por encima
de si mismos y comprendan que están hechos para vivir en hermandad.
Todavía sueño en ese día
en que todas las personas del mundo sean juzgadas por sus acciones
y no por el color de su piel
Y que esta tierra esté gobernada por hombres justos y misericordiosos que sigan los pasos de Dios.
Cuando llegue ese día
nos será revelada la gloria de Dios y podremos contemplarla
todos unidos.
Será un día glorioso,
los luceros del alba cantarán unidos
y los hijos de Dios exultarán de alegría.
También quiero soñar
que la hermandad será algo que una palabra
colocada al final de un sermón.
Sueño que la guerra se acabará, que con fe podremos transformar los límites de la desesperación.
Y que estafe puede anticipar el día de paz en la tierra
 para todos los hombres.
 
– Reflexión:
María sigue al pie de la cruz. Pero aquella permanencia y la oscuridad de la tierra al morir Jesús querían decir al­go más, albergaban una esperanza que nos llega hasta hoy. Quienes habían si­do llamados perseveraron con María. Ante la cruz, repulsa y esperanza. Esa debe ser nuestra doble actitud. Para ex­presarla inicialmente, nada mejor que la actitud de María: permanecer expec­tantes, orantes… para seguir constru­yendo el Reino de la Esperanza.
 
–          Canto: Santa María de la Esperanza (CRJ, 406).
 
 
 Bendición y despedida.
 
3.CRISTIANOS RESUCITADOS
 
Para concluir estos materiales proponemos unos cuantos textos de J. VILLEGAS con el tema de fondo de la Resurrección y la Pascua. Pueden ser utilizados de muy diversos modos y circuns­tancias (pregón pascual, final de celebraciones penitenciales, reuniones de grupo, etc.), pero siempre precisan de la lógica adaptación que requiere cada colectivo particular.
 
 
 
¿Por qué soy cristiano?
 
Muchas de las cosas que digo, las digo porque soy cristiano. Otros dirán lo mismo, aunque sea por motivos diferentes. Ahora bien, ¿por qué soy cristiano? Me saltaré la prehistoria, esa parte en la que se empieza a ser cristiano de prestado, por herencia. No te enteras, no has dejado de gastar chupete y ya te han apuntado a la procesión de la fe. Lo interesante empieza un poco después, cuando ha crecido en dos dedos la frente y está a punto de asomar la muela del juicio.
A los dieciséis años intuí por primera vez que el Dios de Jesús era un Dios de carne y hueso. No el típico Dios mandamás, colérico y extraterrestre, empeñado en exigir a sus fieles sacrificios incomprensibles, sino un Dios que siente, piensa, y quiere en el len­guaje de sus criaturas. Un Dios a nuestra medida, de andar por casa, con el que se pue­de contar y al que uno se puede arrimar, porque se encuentra fundamentalmente en ese altar doméstico que es cada prójimo. Un Dios padre, madre, amigo, hermano y com­pañero de fatigas. Un Dios que está en los otros como en el cielo.
Mi segundo hallazgo vino un poco después: tras dar con esta idea del Dios entraña­ble, me pregunté por sus intenciones: ¿qué quiere de mi miseria, para qué me ha creado tan poquita cosa un ser omnipotente y eterno? Porque hay que reconocer que los seres humanos somos más bien insignificantes puestos de uno en uno, por mucho currículo que luzcamos. Estaba en éstas cuando di con la clave: si Dios nos hizo según su propio patrón y le salimos un pelín escasos, si Dios, de todas las formas, sigue siendo grande, entonces, a pesar de todo, debemos sospechar que el Dios de Jesús desea nuestra gran­deza. Y la grandeza de un ser pequeño será el resultado de su suma con otros seres, de la multiplicación por el vecino, de nuestra elevación a la máxima potencia. Las personas contamos con un instrumento ideal para realizar estas operaciones, con un único y má­gico signo aritmético en condiciones: el amor. Con el amor, uno y uno son mil. Amar se llama la misión que nos encomienda este Dios: amar con un amor contagioso que, ex­pandido de hombre a hombre por todo el planeta, acabe por crear una criatura, ésta sí, a imagen y semejanza de la grandeza de su Dios: la humanidad entera.
Soy cristiano, ante todo, porque creo en un Dios de humana divinidad y de divina humanidad y porque siento que ese Dios me hizo disponer de un instrumento funda­mental para mi grandeza: el amor.
 
 ¡Hemos resucitado con Cristo!
 
Estas palabras… quisieran activar todos los luminosos de la tierra con un único men­saje de bombillas: ¡Cristo ha resucitado! Quisieran hacer saltar las alarmas de los auto­móviles y de las joyerías, los despertadores de todas las mesillas, las campanas y los timbres, hasta modular su ruido en una única sintonía que dijera: ¡Cristo ha resucitado!
El camino ha sido largo, plagado de dificultades. Pero al final todo ha culminado co­mo esperábamos. Hoy es día de fiesta, de celebración absoluta. Sin embargo, no debe­mos olvidar con la resaca que la Pascua no es el final feliz, sino el principio esperanza­do.
 
Jesús puso la primera piedra: una piedra sólida, inquebrantable. Una piedra capaz por sí sola de sugerir toda una arquitectura y de sostener el edificio de un nuevo Reino. Aho­ra, nosotros debemos continuar levantando la Salvación. Jesús ya no tiene otros brazos, otros ojos u otro corazón diferentes a los nuestros para sacar a flote su proyecto.
Jesús no vino a traernos un tesoro: nos ha fiado el mapa que conduce hasta él. Un ma­pa trazado con maestría, sin errores, pasmosamente sencillo y a la vez intrincado por­que supone renunciar a la senda transitada por la mayoría en la búsqueda de ese sue­ño eterno de todo ser humano: su propia realización como persona.
Jesús tampoco quiso regalarnos los frutos de su cosecha. Rellenó nuestras alforjas con semillas que debíamos cultivar en los surcos de la historia para dar sombra a nuestra jornada, para alimentar el progreso, para proporcionar pulmones y futuros al mundo. Con la misma intención, nos dio en sus parábolas talentos, redes, rebaños que cuidar, lámparas para alumbrar al perdido y sal con que sazonar el mundo. Vino a encomen­darnos trabajo, no a facilitarnos el descanso eterno. Vino a repartir azadas, no colcho­nes.
Ahí van, pues, unos anuncios por palabras de nuestro Señor Resucitado. Demandas: Se necesitan albañiles capaces de construir ladrillo a ladrillo una solidaridad con la mis­ma consistencia que un muro. Razón: cualquier lugar del Reino por fortificar. Se bus­can pintores de arco iris que coloreen de esperanza el sufrimiento, el fracaso, el nece­sario y humano error. Se pagará con satisfacción en metálico.
Señoritas y caballeros. Cualquier presencia es buena. Trabajo sencillo consistente en echar una mano donde haga falta para siempre. No hay turnos. Abierto 24 horas al día. Firma nueva está interesada en vendedores gratuitos de ternura, en repartidores a do­micilio de justicia, en diseñadores gráficos de mundos mejores y también en todos aquellos, sean lo que sean, entiendan lo que entiendan, que no tengan reparos en de­jarse las pestañas por ese animal delicado y terrible, adorable y perfecto conocido con el nombre urgente de prójimo.
Siguen llegando anuncios a esta revista; sigue surgiendo trabajo en esta empresa de Dios: ¡hay tanto por hacer con la resurrección de Cristo entre las manos!
«¡Cristo ha resucitado!» quiere decir que es posible, que es necesario, que es fiable, que está en camino, que está en nosotros un mundo mejor, un mundo de Dios. «¡Cristo ha resucitado!» quiere decir que ese mundo no va a venir solo, que debemos echarlo a nuestra espalda, que tenemos que cruzarle el umbral de nuestra realidad, co­mo a una novia, cogido en nuestros brazos, que está siempre a expensas de nuestro es­fuerzo.
«¡Cristo ha resucitado!» quiere decir justicia, solidaridad, amor, Fernando, Sara, Mo­hammed, Paul, Edgarda, John, Jacob… «¡Cristo ha resucitado!» Las lanzas se están con­virtiendo en podaderas, de las armas empiezan a surgir los primeros arados, los opri­midos se sueltan con esfuerzo las cadenas. La luz ha domesticado para siempre a las ti­nieblas, las estrellas se niegan, felizmente salvajes, a apagarse, la noche del mundo ini­cia su retirada, cabizbaja… ¡Feliz Pascua de Resurrección!
 

Domingo de Resurrección

Aparentemente todo sigue igual. La vida se sucede a sí misma sin bruscas acelera­ciones, sin más curvas que las propias de un destino-autopista. En la ducha corre un agua extrañamente festiva, demorada, ajena en su fluir a la urgencia laboral y el acla­rado rápido. Hasta los transistores emiten su habitual monólogo al margen de las se­ñales horarias, evitando con escrupulosa delicadeza boletines informativos tensos y alarmantes avisos.
Es domingo y nada hace presagiar que seamos crueles. Por un instante, no existe na­die perdido en el laberinto del odio. Por un momento, ninguna risa desprevenida reci­birá una pedrada invisible en los dientes. Es domingo. Es el domingo, repetido y bur­gués. Un paréntesis. El descanso del guerrero.
Paella y pollo asado. Un paseo matinal hacia la pastelería próxima, pues la dul­zura de estas horas merece su justo refle­jo en el menú. Una tarde marcada por go­les y jugadas idénticas a las de otras tar­des eternamente repetidas. Una noche en­tre cuyos resquicios asoman los síntomas melancólicos del lunes venidero. De re­pente, una extraña anomalía altera la par­titura mediocre de este día. Algo pasa.
Hay que divulgar una exclusiva de ese domingo que fue, que va a ser extraordi­nario: el domingo de la Resurrección. Es­ta es una crónica del domingo de la espe­ranza. Esta es la crónica de ese domingo que inaugure el futuro.
Estábamos todos en chandal. Habíamos sacado a pasear al perro por el parque. Los niños y las niñas jugaban con sus bi­cicletas a perseguir mariposas. Con una indolencia gustosa, dejábamos nuestros cuerpos en manos del sol tibio de la ma­ñana. Con movimientos suaves y circula­res, sus rayos masajeaban nuestro buen humor. Estábamos todos contentos, todos contentos y en chandal.
Entonces alguien carraspeó. Volvimos la vista hacia allí, hacia el centro del aire. Era Dios, sin duda. Su extraordinaria complexión física lo delataba. Además, era el único de nosotros que vestía un mono de trabajo. Nos miró de uno en uno, incansable en un cometido casi infinito si tenemos en cuenta que en el parque se había congregado el mundo entero con sus respectivos perros. Yo estuve a punto de bajar la cabeza ante su incandescente repaso del género humano.
 
 
 
 
 
Cuando concluyó este gesto, habló como habla Dios, con palabras medidas y desme­suradas, con esa entonación y esa gama de registros inconcebible para un simple mor­tal.
«Hoy os traigo un regalo: La resurrección -dijo, para empezar-. Mediante este tesoro garantizo a su usuario el final feliz de todos y cada uno de sus proyectos. Su utilización frecuente permite terminar cualquier asunto, por peliagudo que sea, comiendo perdi­ces. Las meteduras de pata tendrán solución; los callejones sin salida desembocarán en avenidas; los tropezones no darán con nuestras narices definitivamente en el suelo; nin­gún sufrimiento acabará con el llanto».
«El misterio de la resurrección es ideal tanto para sofocar el ardor de las pequeñas muertes cotidianas (los fracasos, los sufrimientos, los problemas…) como para sacar la lengua a la gran muerte final. La resurrección empuja a vivir cada día como si estrenáramos el mundo. Sustituye los puntos finales de cualquier historia por signos de ad­miración y añade a cada recodo del camino un pequeño paraíso. Entre sus propiedades destacan virtudes como el que su contenido no se agote jamás, o el que sus efectos re­sulten contagiosos, o el que pueda dejarse al alcance de los niños».
«Por el módico precio de estar vivo, usted tendrá derecho a ser feliz y eterno. Todo ello con el 1.V A. incluido. Eso sí -concluyó Dios-, deberéis desprenderos de ese chán­dal permanente en el que lleváis embutidos el compromiso, el ánimo y la iniciativa. La resurrección exige manos a la obra. La resurrección necesita de obreros pertinaces. La resurrección sólo alcanza su justo punto de cocción con unas gotas de sudor, granadas del esfuerzo firme por un mundo mejor».
 
La gente del parque reaccionó a las palabras del «Dios del mono de trabajo» de diver­sas maneras. Algunos, después de encerrar al perro, acudieron corriendo a su ropero pa­ra estrenar ropa elegante y visitar la Iglesia. Nada de monos. Otros asaltaron la pastele­ría con la intención de comprar más dulces, o asaron más pollo, o escucharon con arro­bo especial el partido de la jornada. Nada de monos. Sólo unos pocos se vistieron las ro­pas de faena. Sólo unos pocos se dispusieron a bajar inmediatamente a la mina oscura con pico y barrena. Ese mismo domingo, allí, en las cavernas del corazón humano em­prendieron la delicada tarea de cambiar el mundo. Feliz Pascua de Resurrección.
 
 ¡Estamos salvados!
 
Estamos de estreno. Tenemos reciente el prodigio. Todavía no se nos ha borrado del rostro el gesto de alegría y sorpresa. Intercambiamos miradas de complicidad. En cier­ta manera, todo ha sido maravillosamente inesperado. ¡Quién lo iba a decir! ¡A estas al­turas! Con el porvenir del género humano de un amarillo enfermizo y nuestra moder­na falta de inocencia en plena ebullición… Nada hacía prever, en estas circunstancias, que sucediera lo mejor, que la esperanza se manifestara de forma tan absoluta.
¡Salvados! Todos prorrumpimos en gritos gozosos e incomprensibles. ¡Sanos y eter­nos! ¡ Vivos para siempre! ¿Qué podíamos hacer con toda esta herencia entre las ma­nos? ¿Cómo administrar semejante riqueza? ¿Por dónde empezar?
Algunos preferían ignorar este legado. Se resistían a reconocerse agraciados. Todo se complicaba tremendamente para ellos si aceptaban una nueva variable en la existencia. Otros, sencillamente, no se creyeron la noticia y siguieron su senda. Bastantes, sin em­bargo, decidimos emprender algunas reformas. Las preguntas fundamentales, gracias a este extraordinario evento, habían encontrado respuesta positiva.
¿Qué es el ser humano? Un reflejo de Dios, su brazo derecho, su obra maestra. ¿Para qué la vida? Para eternizarnos, para engrandecernos, para humanizarnos. ¿Cómo vi­virla? Siempre de cara a los demás. Siempre a pecho descubierto. Siempre volcados en la mejora de lo que nos rodea. ¿Qué es la muerte? Nada, absolutamente nada. Nada ca­paz de aguarnos la eternidad. Nada preparado para ensombrecernos.
Nos sentamos todos alrededor de la mesa con la intención de planificar nuestras me­joras y de echar andar. ¡Estábamos dotados para la resurrección! ¡Algo deberíamos ha­cer! Unos pidieron que empezáramos construyendo un enorme monumento en honor al artífice divino de nuestra recién hallada grandeza. Otros creían conveniente salir con megáfonos a proclamar en sonoros mítines unos hechos increíbles. Repartiríamos es­tampitas y bollería fina. Hubo quien recomendó, ante todo, nombrar un presidente, un vicepresidente, un secretario, un tesorero… Fijar comisiones, elaborar estatutos, sacarse de la manga algún que otro nuevo dogma, excomulgar a algún heterodoxo despistado, legalizarnos. Todo, según el de la propuesta, por sentar sobre unas bases serias, sólidas, burocráticas y modernas el asunto.
Alguien, sin embargo, extrajo de su bolso una carta antigua, un texto apolillado y des­cifrable a duras penas. «Tal vez aquí, en la historia -dijo- encontremos algunas pistas». Y comenzó a leer fragmentos de una carta de aquellos que vivieron, hace dos mil años, la Pascua del Señor.
«Nuestra pequeña comunidad se juntaba cada día; no teníamos dificultad en eso: ha­bíamos vendido casi todas nuestras casas y tierras y nos habíamos mudado todos a la vez a un mismo barrio; vivíamos puerta con puerta. A menudo cenábamos juntas va­rias familias y casi siempre, antes o después de la cena, partíamos el pan en memoria de Jesús, el Cristo. A continuación permanecíamos escuchando a los amigos que lo ha­bían conocido personalmente.
Por lo demás, quien se añadía a nosotros tenía que vender todo lo que no era nece­sario para vivir. El dinero se daba a los que no tenían suficiente y, así, todos éramos igual de pobres o de ricos, según se quiera mirar. En todo caso, lo que teníamos perte­necía al común. Diariamente nos reuníamos a rezar. Éramos un solo corazón y una so­la alma. Todos los creyentes vivían juntos y estaban en permanente comunión. El Señor traía a la comunidad a todos los que querían salvarse.
Aunque estas cosas parezcan idílicas, los amigos de Jesús de todos los tiempos sólo tendrían que preocuparse de que fueran siempre así».
Cuando terminó la lectura del extracto de la carta iniciamos sin dudar un instante nuestra tarea. Por fin sabíamos por dónde empezar. Alguien sacó un trozo de pan y un jarro de vino. Brindamos, felices. Eso fue todo. Feliz domingo de Pascua.