RECUPERAR LOS CAMINOS DE DIOS (CON LOS JÓVENES)

1 enero 1999

Pie Autor:
Andrés Torres Queiruga es profesor de Filosofía de la Religión en la Universidad de Santiago de Compostela.
 
Síntesis del Artículo:
“Todo cuanto toca a Dios, en momentos de crisis y cambio epocal como el nuestro, se halla especialmente sometido al revuelo provocado por las profundas transformaciones culturales en curso”. De ahí la necesidad de «recuperar» los caminos de Dios en la actual encrucijada de «recorridos religiosos»: los caminos de quien, por amor, «crea creadores» autónomos y libres.
 
El camino constituye un símbolo primordial, nace con la vida misma y su presencia es constante en todas las culturas. El camino está siempre delante. Por eso el camino desinstala y coloca en actitud de búsqueda: por un lado, marca la insuficiencia de lo que ya se tiene, rompe la inercia de lo pasivo y obsoleto, llama a la vida a vivir; por otro, es también búsqueda porque desinstala para crecer hacia un nuevo espacio, para acceder a un nuevo modo de vivir, para conseguir un nuevo sentido más adaptado y más pleno.
No es raro, entonces, que el camino evoque espontáneamente la juventud. Ella representa la vida en su dinamismo más inquieto, es el gran «rito de paso» en la vida del hombre y de la mujer. La humanidad lo ha sabido siempre y lo ha expresado en los ritos de iniciación. Hoy no nos resulta tan claro el tema; esa iniciación se extiende cada vez más en un largo aprendizaje. Con todo, en ella se hace denso y decisivo el dramatismo del camino.
 
Pero queremos centrarnos en los «caminos de Dios». En el doble sentido de genitivo objetivo y subjetivo. Porque, por un lado, cabe ver toda la historia humana como una búsqueda del rostro auténtico de Dios, como una difícil marcha de purificación, reforma y profundización de las ideas e imágenes que de Él nos hemos ido haciendo (genitivo objetivo). Pero, por otro y con más profunda razón, cabe verla como la lucha amorosa de Dios por abrirse paso hasta el corazón humano a través de nuestra limitación, de nuestra oscuridad y aun de nuestra tozudez y de nuestro egoísmo (genitivo subjetivo).
Hablamos, en fin, de recuperar. Todo cuanto toca a Dios, en momentos de crisis y cambio epocal como el nuestro, se halla especialmente sometido al revuelo provocado por las profundas transformaciones culturales en curso. La experiencia cristiana de fondo -los caminos del amor y la salvación trazados por Dios- sigue siendo la misma; pero ha cambiado radicalmente el panorama en que se expresaba. De ahí que debamos retraducir o reinterpretar el cristianismo para recuperar el sentido originario, el punto de partida y la meta de los caminos de Dios.
 
 

  1. De camino

 
La humanidad camina hacia nuevas configuraciones culturales, sociales, económicas, políticas y religiosas de una novedad tan radical que rompe todos los esquemas de los que hasta ahora nos servíamos para entender la vida.
En este sentido, ser creyente y serlo hoy supone, como muy pocas veces en la historia, realizar una «nueva creación», en un ambiente hostil y con medios muy precarios. Sobre todo para los jóvenes. Son precisamente ellos quienes anticipan el «nuevo ser humano» que se está gestando y, por eso mismo, quienes mejor sienten «lo viejo» que no les sirve y mejor intuyen por dónde ha de ir «lo nuevo» que necesitan.
Por lo que hace al tema de la religión, invitar hoy a la fe supone invitar a un gran desafío. Desafío que, sobre todo para los jóvenes, implica en realidad no un simple acceder a un «punto de vista» sobre la vida. Eso también; pero, más que nada, exige recrear toda una forma de vida, con un lenguaje, una sensibilidad y una actitud nuevos, originalmente reinterpretados en el contexto actual desde una experiencia muy antigua.
 
Algo tan radicalmente novedoso que, bien pensado, parece imposible. No es que carezcamos de la figura; es que ni siquiera tenemos el boceto. He ahí la principal repercusión de la crisis epocal peculiar de nuestra situación. Posiblemente, hoy por hoy no se pueda pedir más que trabajar, o continuar trabajando, en el esquema de una figura sin más contorno que el de una difícil promesa.
Por eso tiene hondo sentido vital e histórico afirmar que acaso sólo los jóvenes están capacitados para afrontar la tarea. No, desde luego, sin lo que reciben creadoramente de las actuales o recientes generaciones adultas, que es mucho y fruto de una durísima conquista.
Sólo ellos pueden intentarlo, porque es su tiempo: tan sólo una sensibilidad crecida en el nuevo ambiente, trabajada por las nuevas tecnologías y educada en las nuevas filosofías está en condiciones de asimilar todo el material de datos sin que se agote ni la capacidad para el juicio ni la fuerza para la creación. A lo mejor dramatizamos un poco; tal vez estemos enunciando una obviedad, agudizada simplemente por la aceleración y complejidad de nuestro momento: siempre, cada generación ha sido encargada -y, en definitiva, sólo ella- de llevar adelante su propio tiempo en la historia.
 
No caben recetas ni dictar desde fuera la solución. Ser joven y creyente y cristiano hoy no es algo obvio, ni existe la figura ya hecha que una en síntesis real esos vectores. No la tiene nadie: ni los teólogos ni los movimientos ni el papa. Sólo puede aspirar a ella una juventud que viva en su carne los problemas del mundo actual -en el arte, en la filosofía, en la política, en la ciencia, en el hambre, en la ecología, en la superpoblación, en la confusión postmoderna, en el encuentro de las religiones…- y que desde dentro, buscando, gozando y sufriendo con todos, logre encontrar una configuración de la fe que sea hoy significativa, orientadora y animadora. Tarea hermosa, pero enorme y, en rigor, inacabable.
 

  1. La encrucijada de la religión

 
Los caminos de la religión siguen hoy bajo sospecha. Y no se trata de una sospecha venida de fuera; los mismos cristianos no terminamos de creernos muchas de las «verdades» sobre las que pretendemos sostener la religión.
Son demasiadas las palabras que pronunciamos con la sospecha de que la cosa no puede ser así. ¿Qué madre puede creer de verdad que su pequeña criatura recién nacida, ante la que su corazón se deshace de ternura, «está en pecado» mientras no sea bautizada? ¿En qué cabeza cabe que Dios pudiera exigir la muerte violenta de su Hijo para perdonar los pecados de la humanidad? ¿Resulta concebible que un Dios que «es amor» se dedique a castigar, con tormentos infinitos y por toda la eternidad, faltas cometidas en el tiempo por hombres o mujeres, en definitiva siempre bien pequeños?
El imaginario colectivo de los cristianos está repleto de frases, imágenes y conceptos que, si no se reinterpretan debidamente, a ellos mismos les resultan literalmente increíbles.
 
 
2.1. Recuperar la humanidad de la religión
 
Sintéticamente enunciado, en el imaginario común, la religión aparece, casi de manera inevitable, como algo literalmente celestial, es decir, caído del cielo: superpuesto a la razón en cuanto revelado, y añadido a la vida en cuanto sagrado.
Hay que deshacer este grave equívoco, puesto que la religión, antes de nada, es una respuesta humana a un problema humano: una cosa bien terrena, pues nace jus­tamente de las necesidades, de las búsquedas, de las esperanzas, de las angustias y las ilusiones más profundas del ser humano. Una religión, por elevada que se presen­te, consiste siempre en una elaboración humana: es la visión que un determinado grupo de hombres y mujeres tienen acerca de los problemas fundamentales que les presenta la existencia, con las correspondientes pautas de conducta que de esa visión se derivan.
Tanto los que creen, como los que se confiesan agnósticos o, incluso, ateos tienen su visión del mundo, su «fe». Y esa fe no es nunca un punto de partida, sino una conclusión… Todos la alcanzan a partir de un examen de la misma e idéntica realidad: la única que tenemos y en la que todos vivimos.
 
Este paralelismo puede pasar inadvertido, porque, cuando el creyente descu­bre la Presencia fundante en la que apoya su fe, se da cuenta de que la descubre porque Ella estaba tratan­do de dársele a conocer. Pero nótese bien: Dios sólo puede revelársela en la medida en que él la descubre, la acepta y la comprende. De ahí que, por un lado, puede decir que es Dios quien le revela su respuesta; y, por otro, que ella es la interpretación que él da de la realidad. Ade­más, es consciente de que no descubre algo que se dirija únicamente a él. Al contra­rio, en el mismo hecho del descubrimiento va sobreentendido que Dios está tratando de revelarse a todos.
La religión es, pues, una respuesta específica, pero no porque descubre algo destinado sólo al creyente o porque esté interpretando una realidad particular que le afectaría sólo a él; no, la especificidad radica tan sólo en que el creyente interpreta de una manera determinada la realidad común a todos. Por eso su respuesta, de ser válida, lo es tanto para todos, creyentes y no creyentes. Exactamente igual que pasa con la respuesta contraria: también el no cre­yente interpreta la realidad común y piensa que su respuesta tiene validez para todos o para ninguno.
 
Las consecuencias de lo anterior, en su aparente sencillez, conducen a revisar muy a fondo el estilo de concebir y vivir la religión. Muy en concreto, pone al descubierto la terrible tram­pa del dualismo religioso. Porque ahora se comprende que no puede tratarse ya de que la vida religiosa signifique una especie de des­doblamiento, como si el creyente fuese dos personas: por un lado, tendría una vida profana, común con la de los demás y con idéntico estilo; y, por otro, le añadiría una segunda vida, la propiamente religiosa, que se superpondría a la otra, con un mayor o menor influjo sobre ella. De hecho, por no advertirlo, se ha tendido a crear dos mundos, el sagrado y el profano, a los que corresponderían dos esferas de intereses: la de Dios y la del hombre. Y entonces Dios aparece como el Señor, que impone mandamientos e imparte prohibiciones, que premia y castiga…
Todo esto está suponiendo -por la fuerza de la misma objetividad de lo dicho y pensado, aun pres­cindiendo de la intención de los sujetos- que Dios es un ser interesado y dominador, con una esfera de intereses propios y exclusivos, que no son precisamente los nuestros. Por eso, para lo que nos interesa a nosotros, tenemos que pedirle ayuda y protección o agradecérselos y aun «pagárselos» cuando se consiguen. Además, como nuestros intereses no siempre coinciden con los de Él, hay que saber renunciar a muchas cosas por o incluso en favor de Dios (hasta la «renuncia total a uno mismo», sentido en el que se interpretan las frases evangélicas de «cargar con la cruz», «negarse a sí mismo» o «perder la propia vida»).
 
Al final, no puede extrañar que, cuando el cambio de paradigma cultural llega a la clara conciencia de sí mismo, Dios aparezca para muchos como enemigo de la vida humana, como amenaza para su autonomía e impedimento para su realización. Feuerbach lo expresó cuando dijo aquello tan terrible, que siendo tan falso puede parecer tan evidente: «Para enriquecer a Dios debe empobrecerse el hombre; para que Dios sea todo, debe el hombre ser nada».
Por fortuna, frente a todo ello, podemos afirmar claramente que: Dios es amor: un Dios entre­gado por amor, que no tiene otros intereses que los nuestros; que no sabe comerciar con noso­tros, porque ya nos lo ha dado todo; que no niega nuestro ser, porque su presencia consiste justamente en afirmarlo, fundando su fuerza y promoviendo su libertad. Que no pide, sino que da. San Pablo, como previendo la objeción de Feuerbach, lo había expresado magníficamente, hablando de su manifestación en Jesús de Nazaret, «siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza” (2Cor 8,9).
 
 
2.2. El paradigma explicativo moderno
 
Dime cómo es tu Dios, y te diré cómo es tu visión del mundo; dime cómo es tu visión del mundo, y te diré cómo es tu Dios. Dos proposiciones estrictamente correlativas. Nuestra visión actual de Dios está marcada desde su raíz por las experiencias y conceptos de un mundo que ha dejado de ser el nuestro, puesto que nos separa de él uno de los cortes más profundos en la historia de la humanidad: la emergencia del paradigma moderno.
Esa distancia entre nuestra actualidad y nuestro pasado es el precio que debemos pagar por algo que constituye una de las mayores riquezas del cristianismo: su antigüedad. Ésta supone un enorme tesoro de experiencias y de saberes. Pero significa también que nuestra comprensión de la fe nos llega en un molde cultural que pertenece a un pasado que en gran parte se ha hecho caduco.
Para darse cuenta de la magnitud del problema, basta con pensar que la inmensa mayoría de los conceptos intelectuales, representaciones imaginativas, directrices morales y prácticas rituales del cristianismo se forjaron en los primeros siglos de nuestra era, y que a lo sumo fueron parcialmente refundidos en la Edad Media.
 
Nuestro tiempo, en realidad, está exigiendo nada menos que una remodelación total de los medios culturales en los que comprendemos, traducimos, encarnamos y tratamos de realizar la experiencia cristiana. El concilio Vaticano II ha abierto la puerta para este proceso. Pero el camino está en gran parte por hacer, y los últimos años no se han distinguido precisamente por el avance. Un punto resulta decisivo en la transformación a que aludimos, por condicionar toda la reflexión: el cambio radical que el paradigma moderno impone en la manera de comprender las relaciones de Dios con el mundo.
El advenimiento de la ciencia y emancipación de la razón filosófica han hecho patente para la conciencia, y consolidado de manera ya irreversible para la vida, el hecho de la autonomía de las realidades creadas. En este horizonte interpretativo se ha de buscar la explicación de cualquier fenómeno que se produzca, y no cabe esperar en ese nivel ninguna aclaración por influjo de fuerzas extramundanas o sobre-naturales. Tampoco el influjo de Dios.
 
Los salmos todavía podían afirmar que Yahvé «llovía» o «tronaba», que era Él quien causaba la guerra o mandaba la peste. Y todavía el Nuevo Testamento -y, dentro de él, el mismo Jesús- podía suponer que determinada enfermedad era producida por el demonio.
Hoy ya no es posible: aunque lo quisiéramos, no podemos ignorar que la lluvia y el trueno tienen causas atmosféricas bien definidas; que la enfermedad obedece a virus, bacterias o disfunciones orgánicas; y que las guerras nacen del egoísmo de los humanos. Mientras hablemos de fenómenos acaecidos en el mundo, se ha impuesto la evidencia de que la «hipótesis Dios» (Laplace) es superflua como explicación; más aún, que es ilegítima y que obstinarse en ella acaba fatalmente dañando a la credibilidad de la fe.
Porque es preciso tener en cuenta que esto ya no sucede hoy únicamente en los libros de texto, sino que, desde los medios de comunicación y desde la escuela, ha impregnado de manera irreversible la cultura general. Una anécdota que una maestra me ha contado en una clase de teología lo aclara muy bien. Hablando del diluvio y del salvamento de los animales, se anunció el típico chaval listo y espabilado: «Profesora, eso es imposible, porque si Noé metiese también a las termitas, le comían el arca».
La conclusión es clara: sólo tomando en serio la legitimidad indiscutible de este paradigma explicativo moderno, teniéndolo en cuenta y repensando desde él nuestra concepción de Dios y de sus relaciones con el mundo, cabe hoy una fe coherente y responsable.
 
 
2.3. Dios consiste en amar
 
Si de algún modo se presenta Dios al cristiano, es como amor sin medida; si algo busca el cristianismo, es, por un lado, hacerle más ligero a la humanidad el peso de la existencia y, por otro, enriquecer —hasta el infinito— la riqueza y densidad de su vida. No en vano, la definición más honda y específica que el cristianismo ha logrado de lo divino está representada por la frase joánica: “Dios es amor” (1Jn 4,8.16), es decir, Dios consiste en amar. Un amar activo, que todo lo inunda y desea transformarlo para el bien.
«Dios es amor», en efecto. Esta frase, que nunca meditaremos lo suficiente, perfora, cargada de misterio y de promesa, toda nuestra historia. A poca sensibilidad que se tenga, se comprende que en ella se está tocando el corazón mismo del cristianismo. Es una frase nuclear, irradiante. Ella sola será capaz de mantener la esperanza del mundo. Si Dios es amor y si Dios es el origen, intuimos que el amor es, entonces, la esencia de la realidad, la última palabra de la comprensión, el criterio definitivo del juicio. Comprenderla sería justamente alcanzar el misterio del universo, encontrar la llave del sentido, llegar a la fuente de la vida.
Aunque comprenderla del todo sea imposible, puesto que atisbar su hondura significa, automáticamente, palpar su misterio, sí que podemos desentrañarla para entender un poco mejor los caminos de Dios y los del hombre: Dios es amor, la realidad es amor; ser hombre es tratar de vivir en el amor.
 
La verdad —tantas veces, la triste verdad— es que el cristianismo se presenta de modo muy diferente del que consideraciones y «recuerdos» de este tipo pudieran hacer esperar. La denuncia de Nietzsche (los cristianos tienen muy poca cara de redimidos) no ha desaparecido. Parece existir, en efecto, un sutil velo de tristeza que se extiende desde el interior de nuestras iglesias hasta el estilo normal de los cristianos. La mayoría de los «de fuera» parecen de acuerdo en considerar al cristianismo como una «carga» bastante pesada, y la mayoría de los cristianos parecen consentir tácitamente con el diagnóstico.
Sin embargo, Dios, el Dios vivo y verdadero, está intentando darse a conocer, solicitando amorosamente nuestra atención, llamándonos de mil maneras a una concepción justa de su presencia salvadora. Todas las religiones lo han entrevisto de alguna manera. La religión bíblica ha logrado llevarlo a una culminación insuperable. Visto con ojos de historiador o de fenomenólogo de las religiones, su suerte estuvo en que se orientó, no hacia los rasgos naturalistas, mágicos o ani­mistas de lo Sagrado, sino hacia su carácter ético y personal.
La experiencia del Éxodo parte ya de un Dios que salva y libera, estableciendo una «alianza»; es decir, de un Dios que se preocupa por el bien de los hombres y mujeres, los cuales, a su vez, se ven solicitados a observar una conducta recta y ho­nesta. Las recaídas mágicas, que intentan manipular el favor divino, o las imágenes de un «Dios arbitrario», terrible e imprevisible, son continuamente corregidas por la conciencia de ese Dios ético y salvador de la Alianza.
 
Lo tremendum no desaparece del todo en el Antiguo Testamento (todavía quedan restos en el Nuevo), pero cede continuamente lugar a lo fasci­nans: al carácter protector, agraciante y salvador de Dios. Oseas logró expresarlo un amor tan tierno que no sabe castigar: «¿Cómo te voy a entregar, Efraím? ¿Cómo te voy a dejar, Israel? […]. / Mi corazón se revuelve dentro de míme estremece mi compasión«Y lo grande no está sólo en esa proclamación, sino en su fundamentación: «pues yo soy Dios, y no un hombre, el Santo en medio de ti» (Os 11,8-9). He aquí la auténtica dirección de la diferencia divina: justo porque es «Dios y no un hombre», porque es «el Santo», no aplasta y condena, sino que se compadece y perdona.
De ahí que debiera tenerse gran cuidado con la socorrida definición fenomenológica de Dios como fascinans et tre­mendum, por mucho que venga de san Agustín y haya sido popularizada por Rudolf Otto. Recoge datos que fueron —y desgraciadamente son— reales en la historia, porque así tendemos a pensar nosotros. Pero, en el fondo, es ahistórica: no jerarquiza las manifestaciones, descubriendo el avance y, de ese modo, pierde la esencia auténtica.
 
Todo esto resulta muy difícil de comprender para nuestra psicología, siempre herida de mezquindad, resentimiento y rencor. Porque nosotros «somos hombres y no Dios», no comprendemos ni acabamos de creer en ese amor sobre toda medida, en ese amour fou, en ese Dios chiflado por el hombre (Schelling). Pero contra eso -acaso ahora estemos en condiciones de comprenderlo mejor- el movimiento vivo de la revela­ción resulta bien claro; basta echar una simple ojeada a Jesús de Nazaret.
Con Jesús culmina dentro de nuestra tradición bíblica la captación humana de lo que Dios, desde siempre, quiere ser para nosotros: Abbá o Padre entregado en un amor tan infinito como su mismo ser y que únicamente espera de nosotros que, com­prendiéndolo, nos atrevamos a responderle con la máxima confianza de que sea capaz nuestro corazón. «Déixate querer, déixate querer por El», dice una reciente canción religiosa en gallego: déjate querer y salvar por ese Dios que no desea otra cosa…
 
 
 

  1. Los caminos de Dios

 
La idea de creación quizá sea la que mejor nos permita reconocer los auténticos «caminos de Dios». En cualquier caso, remite a esa relación única por la que Dios está haciendo ser a la criatura. Responde a la iniciativa absoluta de un amor sin límites que crea a «imagen y semejanza» del propio creador.
Como queda dicho, la visión tradicional en las religiones tiende a ver a Dios como el «Señor» que nos crea para que le sirvamos, dando así origen a una relación dualista, interesada y comercial. Por fortuna, la teología ha iniciado la superación, sobre todo cuando habla de la continuidad entre creación y alianza o entre creación y salvación. Sin embargo, no cabe ignorar la existencia de un vacío entre la afirmación teórica y la realización práctica y vivencial. Urge, pues, llenar ese vacío buscando una coherencia más plena. Algo que la situación actual pide y propicia a un tiempo, al no admitir una religión que, mirando al cielo, se hiciera «infiel a la tierra».
 
 
3.1. Dios crea por amor
 
«La gloria de Dios es el hombre vivo», dijo san Ireneo casi en el mismo comienzo del cristianismo. La presencia de Dios en la vida humana sólo puede tener como sentido y finalidad afirmarla y confirmarla de cara a su plenitud. En este sentido, Dios no ha creado hombres y mujeres religiosos, sino, simple y llanamente, hombres y mujeres humanos. El criterio definitivo es la realización humana. Por eso, todo lo que contribuye a una mejora de la vida humana entra en consideración directa. Desde la fe en este Dios, resulta absurda una postura negativa ante el mundo o la mínima reticencia ante cualquier progreso humano.
Todo en la vida es divino cuando es verdaderamente humano. Éste podría ser el enunciado sintético de la lección del sentido integral y realista que aparece en la literatura sapiencial bíblica. Gracias a la culminación de Jesús, hoy podemos, seguramente, ver más y mejor que aquellos autores. Pero no para rebajar el realismo, sino para radicalizarlo desde la idea de la encarnación.
 
Jesús de Nazaret es un modelo insuperable a la hora de configurar la experiencia cristiana. Una figura que con su libertad a toda prueba, por apoyarse en el amor; con su entrega sin límites, por estar -desde los más pobres; sin trampa, por tanto- al servicio de los demás; con su acogida de la vida hasta el extremo, por fundarse en la confianza filial en Dios…, aparece como una llamada cálida y viva, resistente a todos los ácidos ideológicos y -a pesar de los inacabables inventos- a todas las manipulaciones interesadas.
La nueva Cristología, superando los viejos espiritualismos, afirma cada vez con más vigor que Él es «hijo de Dios» no a pesar de, sino en su humanidad: tanto más divino cuanto más humano. Por él hemos ido aprendiendo que la presencia de Dios, su gloria y su gozo se realizan con más plenitud allí donde de modo más verdadero y auténtico se realiza nuestra humanidad. Por eso, visto desde el otro lado, su presencia no nos aplasta o deshumaniza, sino todo lo contrario: nos permite llegan a lo más alto y mejor de nosotros mismos. Este contexto permite comprender en su hondo significado la continuación de la frase de san Ireneo: “La gloria de Dios es el hombre vivo, pero la vida del hombre es la contemplación de Dios”.
 
Más allá de toda imagen providencialista, Dios nos crea por amor y se nos hace presente como salvación. No lo vemos con demasiada claridad, porque sigue muy vivo el fantasma de una omnipotencia abstracta, según la cual Dios podría hacer lo que quisiera, sin resistencias de ningún tipo. No nos damos cuenta de que, ciertamente, por su parte no hay límites, porque, en sí misma y en abstracto, su omnipotencia lo puede todo; pero que, en su funcionamiento concreto, la omnipotencia dice relación al otro, y el otro sí los tiene necesariamente: el círculo no puede hacerse cuadrado sin desaparecer, y la libertad finita no puede, sin quedar anulada, ser forzada a obrar siempre el bien. Dios fundamenta, apoya y promueve con todo su amor nuestra vida y nuestra libertad; pero no quiere ni puede sustituirlas, viviendo y decidiendo por nosotros. Como en el caso de los padres superprotectores, eso podría parecer amor, pero en realidad llevaría a la anulación y a la muerte del hijo o la hija.
Por fortuna, acaso estemos ya empezando, por fin, a comprender -como de manera simbólica pero unívoca nos lo muestra la vida de Jesús- que, más que señor, Dios es servidor de sus criaturas; que jamás es el verdugo de su sufrimiento, sino siempre -con ellas y a favor de ellas- la víctima. Con la fuerza, el calor y la agudeza de su experiencia san Juan de la Cruz se atrevía a hablar de que la ternura de Dios es tan grande que se entrega al alma «como si Él fuese su siervo y ella fuese su señor». Y es que supo verlo como «océano de amor» que trata de inundarlo todo con su gracia, siempre preocupado por ayudar y salvar.
 
De ahí el sentido profundamente falso de la expresión «estaba de Dios…», ante una desgracia o contrariedad. En cambio, no hay artificio ni metáfora alguna cuando, al salirnos algo bien, decimos: «gracias a Dios». Porque en verdad no miente quien ante un suceso feliz exclama: ¡Gracias a Dios! Siempre, claro está, que mantenga el sentido auténtico: «…porque esta vez lo ha logrado», «…porque ha conseguido mostrar y realizar su amor», «…porque esta vez, al menos para algunos, la realidad no ha frustrado su designio, sino que se ha plegado a él». En definitiva, porque su amor «ha tenido suerte» y ha logrado ayudarnos.
Al contrario, se equivocan profundamente quienes, ante determinadas derrotas o fracaso, achacan que Dios esté «con los malos cuando son más que los buenos». Dios sale también derrotado en las derrotas del bien, porque, en su respeto por el mundo y por la libertad, tiene que tolerar y sufrir que la maldad se rebele contra Él, haciendo daño a sus creaturas, desobedeciendo la llamada de su gracia. Pero, en ese sentido, Él está con los buenos. Digo «en ese sentido», porque Él está con todos, amando a todos, aunque, por eso mismo, tratando de apartar del mal: llamando a todos, buenos y malos, al amor y a la concordia.
 
 
3.2. Dios crea creadores
 
Respondiendo no tanto a la pregunta de cómo actúa y se sitúa Dios respecto de su creación, cuanto al cómo actúa y se sitúa el hombre, ahora nos detenemos a pensar finalmenteen qué consiste la respuesta de la criatura. Aunque, de suyo, no debería ser así, nos encontramos aquí, de hecho, el cruce de paradigmas, los hábitos mentales y, sobre todo, la naturaleza misma del lenguaje -nacido directamente para expresar relaciones intramundanas- complican la intelección y tienden a multiplicar equívocos.
Estamos ante el eterno problema de la inmanencia y trascendencia. La acción de Dios es trascendente, y eso significa que sólo se hace visible y efectiva a través de la acción creada, la cual es inmanente y mundana y, como tal, inmediatamente accesible, pero sólo resulta posible apoyada en aquélla.
 
Se trata de una estructura única. Toda otra relación, en efecto, se da siempre, necesariamente, entre realidades del mundo; por tanto, entre realidades paralelas entre sí, por así decirlo. En cambio, la relación Dios-criatura es perpendicular, en cuanto que desde su radical alteridad creadora Dios la hace ser y la sustenta. La tentación consiste justamente en reducir esa única e irreductible relación a una cualquiera de las conocidas.
Tal es lo que sucede en las representaciones tradicionales: Dios creó el mundo en el principio; ahora existen Dios y el mundo; de vez en cuando, Dios lleva a cabo actuaciones concretas: revelando, concediendo una gracia, haciendo un milagro…; la historia de la salvación consiste precisamente en la serie de esas acciones especiales de Dios; nosotros, recordándolas, podemos pedirle a Dios que intervenga también ahora en determinadas ocasiones o necesidades. Cierto que, además, se dice también que Dios interviene mediante las «causas segundas»; pero ésa es la «acción ordinaria», que, en el fondo, ya no cuenta mucho: por eso, cuando se trata de cosas concretas, pedimos continuamente que Dios intervenga.
 
En el fondo, nuestro imaginario sigue estando dominado por la idea de que Dios puede actuar sobre la naturaleza para cambiar su curso, del mismo modo que puede actuar sobre la humanidad para hacer la paz, acabar con el hambre o unirnos como hermanos.
La nueva visión y paradigma explicativo del mundo moderno está pasando a ser vivida y sentida por una gran mayoría, particularmente por los jóvenes. La extensión de la cultura y, sobre todo, de los medios audiovisuales la han inculcado de manera irreversible en la gente común (basta una «locutora del tiempo» hablando de isobaras después de la noticia de una rogativas por la lluvia, para crear en el ambiente la impresión de que la religión y sus usos pertenecen irremisiblemente a un pasado muerto o, en el mejor de los casos, meramente folklórico).
 
De ahí la necesidad de preservar con cuidado la diferencia irreductible de la relación Dios-criatura. Respecto de las criaturas, Dios no hace algo al lado de ellas, para completarlas, ni en lugar de ellas, para suplirlas. De otro modo, hablar, por ejemplo, de la acción de Dios en nosotros podría percibirse como un robo de nuestra propia acción o como una anulación de nuestra autonomía. Y, por el contrario, hablar de nuestra acción daría la impresión de que Dios no hace nada. Justamente, porque es creador, la acción de Dios en las criaturas es hacer que ellas hagan. Dios «hace» de verdad, pero en un sentido único y singularísimo, en cuanto que de él se están recibiendo a sí mismas las criaturas en su ser y en su capacidad de obrar. Pero, por lo mismo, nada se resta a su obrar de criaturas: este ser y esta capacidad les son entregadas realmente, de modo que son ellas las que «hacen» sus acciones, las cuales son verdaderamente suyas.
Al mismo tiempo, cabe invertir la consideración: la acción es de la criatura porque Dios la está haciendo ser y obrar. De modo que cabe afirmar que esa acción es «de Dios». Pero esto sucede en su ámbito propio: en el plano trascendental, en cuanto que Dios «hace hacer». Con todo, la misma expresión -«hace hacer»- implica que en el plano empírico el actuar de la criatura es lo que hace real aquella acción de Dios: el «hacer» de Dios sólo se manifiesta y resulta real en el «hacer» de la criatura. Así se comprende que cuanto más «hace» Dios, tanto más «hacen» las criaturas, y viceversa: cuanto más «hacen» las criaturas, tanto más «hace» Dios.
 
No es fácil de entender, pero cabe intuir de algún modo por dónde va esta relación única y maravillosa. La acción de Dios y la de las criaturas se refuerzan mutuamente, no están en concurrencia o competición. O, para ser más exactos, ni siquiera son propiamente dos acciones. La criatura es ella misma acción de Dios, que la está «haciendo ser»; es acción concreta, densificada, no mera apariencia evanescente; y por eso es ella misma: por así decirlo, «siéndose» y «actuándose» a sí misma es como la criatura constituye una acción de Dios (en la vivencia espontánea decimos: “a Dios rogando y con el mazo dando», «ayúdate, que Dios te ayudará»; esa es la razón también por la que los salmos dicen «Dios llueve», «Dios truena»).
No debe pensarse, pues, en una rivalidad entre Dios y la criatura, ni siquiera en un reparto de la acción concreta, como si se pudiese decir: esta parte corresponde a Dios, y ésta otra al hombre («yo ya hice cuanto estaba de mi parte, ahora le toca a Dios…»). Lo que existe es, por el contrario, co-realización y unidad total: porque -y sólo porque- cada acción se ejerce en un plano distinto, todo lo hace Dios y todo lo hace la criatura. Difícil, pero, si uno se deja llevar por su fuerza de fondo, se vislumbra una enorme sugerencia.
 
 
3.3. La diferencia está en la libertad
 
Frente a la simple naturaleza, que ya nace «hecha» y predeterminada, los humanos somos lo que desde la libertad nos hacemos. La libertad nos distingue de todo y de todos. Con la aparición del ser humano en la tierra, entra en escena una novedad absoluta. Ciertamente, una gran parte del hombre está entregada a la necesidad, igual que sucede con los demás seres; pero la «ley» definitiva de su ser es precisamente la ausencia de ley, la capacidad de construirse a sí mismo escogiendo entre distintas direcciones y posibilidades. Mientras el astro o el animal son, en definitiva, una «ecuación resuelta» (Ricoeur), el hombre y la mujer consisten últimamente en resolver la propia ecuación de una manera única, irrepetible, personalísima. Nadie, ni siquiera su Creador, se puede poner en su lugar: suplantar la libertad sería anularla.
Mal abordado, el problema de las «confluencias» (como en la famosa y por suerte olvidada controversia de auxiliis) nos conduce a dos posibilidades contrapuestas: o bien la acción de Dios, si es real y efectiva, parece sustituir a la libertad humana, alienándola y, en definitiva, anulándola, o bien da la impresión de que, si funciona la libertad, no puede haber influjo de Dios. No acaba así de captarse la profunda e indisoluble unidad de ambas, tan bien expresada en el dicho de Bergson: «Dios crea creadores».
 
Traducido, esto significa que el influjo de Dios consiste precisamente en hacer posible y sostener la libertad, de modo que tal influjo resulta tanto mayor cuanto más libremente actúa el ser humano. Naturalmente, no hay que perder de vista que el influjo de Dios -en términos tradicionales, su gracia opera bajo el modo de ofrecimiento gratuito. El influjo es real y constante, mucho más intenso y de mucha mayor densidad ontológica, digámoslo así, que el ejercido sobre las realidades naturales. Pero siempre, en el modo de la atracción o de la solicitación, preservando con infinito respeto la diferencia de la libertad, su autonomía.
De alguna manera, hablando antropológicamente, ello supone un riesgo para Dios: el riesgo de que la criatura se niegue a aceptar su ofrecimiento y le impida realizar su intención. Pero supone también la oportunidad única para la expansión libre de la acción creadora. Por eso el hombre, como por desgracia lo estamos viendo cada día, puede interferir negativamente en la creación, destruyendo la naturaleza y explotando o matando al hermano. Pero también puede prolongarla positivamente, colaborando con Dios en su continuo afán salvador de fomentar el bien y remediar el mal, amando al prójimo, creando cadenas de solidaridad, trabajando por una humanidad más libre, justa y fraternal, así como por una tierra más habitable.
Si bien se piensa, se anuncia aquí uno de los misterios más fascinantes: la libertad humana es la puerta para la novedad de la intervención divina en el mundo. Hablando de «jóvenes» y de «caminos de Dios en el mundo» difícilmente cabe enunciar una posibilidad más gloriosa y exaltante, una llamada más fuerte para la generosidad y una ocasión más propicia para una creatividad verdaderamente abierta al futuro. ¾
 

Andrés Torres Queiruga

 
 En realidad, este artículo debería ir firmado también por José Luis Moral: él ha sabido buscar y articular –a veces mejor que yo mismo– textos de mi obra en torno a este tema. Desearía que su esfuerzo se convierta en luz que de verdad ayude a iluminar estos «caminos».