Reflexiones eclesiológicas: Iglesia en comunión

1 mayo 2010

Antonio Botana, fsc
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Dentro del contexto vital (ecosistema) de la eclesiología de comunión hemos pasado de “la misión compartida” al “compartir carisma y misión”. Este ecosistema se desarrolla en dos ejes: comunión y misión. “La comunión es misionera y la misión es para la comunión”. El autor utiliza una imagen geográfica para desarrollar su argumento. El centro de gravedad es Cristo. Este centro se sitúa en el interior de una relación de amor que es el Misterio trinitario. Hay unos puntos cardinales: el Reino de Dios, El protagonismo de Espíritu Santo, la Iglesia como Pueblo de Dios, el Bautismo como la consagración fundamental del cristiano. Todo esto nos invita a recuperar la dimensión laical, la secularidad, la misión única y compartida, la comunidad construida desde los diversos ministerios y carismas A partir de este momento, el autor, presenta unas interesantes reflexiones sobre el carisma fundacional, el proyecto fundacional y las familias carismáticas..
 

  1. Un nuevo ecosistema eclesial

En pocos años, y especialmente en el entorno de las congregaciones religiosas, hemos llegado a familiarizarnos con estas expresiones: primero fue «misión compartida«. Pero no era suficiente. Hoy hablamos de «compartir carisma y misión«, poniendo como sujeto de ese «compartir» a identidades que tradicionalmente se han considerado alejadas unas de otras en la Iglesia, como es el caso de religiosos/as y seglares; o, si estaban en relación es porque los segundos se consideraban «objeto» del apostolado de los primeros. Esa relación desigual se ha transformado en una cooperación mutua en la misión común y desde la participación en el mismo carisma.
¿A qué se ha debido este cambio? Para algunos, que no dudaré en calificar de «miopes», la explicación es muy sencilla: las congregaciones religiosas han disminuido sus efectivos en personal y no tienen más remedio que «echar mano» de los colaboradores seglares para llevar a cabo su misión. Miopía, digo, porque sólo se ve lo que ciertamente ha sido un factor desencadenante y se pierde de vista el contexto vital que, no sólo hace posible, sino que exige la nueva relación. A ese «contexto vital» lo llamaré aquí «ecosistema», por similitud con lo que este término significa en biología.
El ecosistema «Iglesia-Comunión» es el conjunto de creyentes que componen hoy la Iglesia y desarrollan entre sí un tipo de relaciones que conocemos como «comunión para la misión». Este ecosistema está representado geométricamente por un círculo horizontal, y reemplaza aquel otro de la Iglesia «sociedad perfecta» y perfectamente jerarquizada, representada por una pirámide. La Iglesia ha encontrado el suelo común en el que todos los miembros de la Iglesia se reúnen y sobre el que establecen sus relaciones y su estrategia para servir a la misión común.
No hace falta ser ingenuos: la tarea que el Concilio Vaticano II dejó a toda la Iglesia, la de sustituir el sistema de la pirámide por el del círculo, está resultando más ardua de lo que en principio se pudo prever. Son muchas las resistencias; los intentos de restauración del viejo modelo piramidal son evidentes incluso en no pocos miembros de la jerarquía. Pero el cambio de época en que estamos inmersos es imparable. El fenómeno innegable y creciente de las «familias carismáticas» constituye, al mismo tiempo, un signo de la dirección en que el Espíritu está actuando en su Iglesia y un fermento profético que transforma ésta internamente, haciéndola «casa y escuela de comunión«, según el desafío que Juan Pablo II le planteaba al comienzo del tercer milenio (cf. Novo millennio ineunte, 43).
En este ecosistema “comunión” se parte de las fuentes comunes, la misión común, el espíritu común, para señalar luego la diversidad, las variadas formas de participar en lo común; se parte de la unidad para diferenciar después las formas complementarias de vivirla. Vamos a intentar comprenderlo, partiendo de los dos ejes sobre los que se desarrolla este ecosistema: comunión y misión.
 

  1. Comunión para la misión

Comunión para la misión” es la expresión, tal vez, más fundamental en toda la eclesiología postconciliar. Mejor aún: Misterio de comunión para la misión, que define la identidad de la Iglesia y con la que se quiere expresar que en ella se revela el plan de Dios de alianza, de comunión con la humanidad y de la humanidad entre sí.
La comunión para la misión se manifiesta sociológicamente, entre otras formas, en el fenómeno asociativo que une a creyentes de diferentes identidades y estados de vida –consagrados/as, seglares, sacerdotes-  en un mismo carisma y al servicio de la misma misión.
La clave definitoria de un ecosistema no viene dada por el número o tipo de seres vivos que lo componen, sino por las relaciones existentes entre ellos. Las nuevas relaciones en la Iglesia-Comunión se establecen sobre lo que une, no sobre lo que separa. La misión, que es común a todos, llama a la comunión. El Dueño de la viña nos llama a todos a trabajar en ella. Desde esta perspectiva determinante marcada por la misión común, ya no son motivos de separación las diferencias que provienen de cada vocación personal o de los dones que cada uno posee, o de los modos de servicio a la misión, o de la pertenencia a instituciones diversas, sino que se valoran como riqueza para el conjunto en la misión compartida.
La dinámica interna que mueve este ecosistema eclesial nace con la conciencia que la Iglesia ha adquirido de su propia identidad a partir del Concilio Vaticano II, revelada primeramente como “Pueblo de Dios”, y desarrollada a continuación como “misterio de comunión” y “comunión de comunidades”.
En el ecosistema Iglesia-Comunión cada uno de sus miembros vive en relación a los otros, sin perder su especificidad, la cual es riqueza para todo el conjunto. Podemos encontrar una estupenda “instantánea” de esa interacción en el siguiente texto de Christifideles laici:
En la Iglesia-Comunión los estados de vida están de tal modo relacionados entre sí que están ordenados el uno al otro. Ciertamente es común –mejor dicho, único– su profundo significado: el de ser modalidad según la cual se vive la igual dignidad cristiana y la universal vocación a la santidad en la perfección del amor. Son modalidades a la vez diversas y complementarias, de modo que cada una de ellas tiene su original e inconfundible fisonomía, y al mismo tiempo cada una de ellas está en relación con las otras y a su servicio.” (ChL 55.3).
 
Comunión y misión forman conjuntamente el ambiente vital que reúne a todos los fieles en la Iglesia “Pueblo de Dios”. Misión y comunión son los dos ejes de la fe cristiana; nos permiten entender, o más bien, introducirnos en la identidad o misterio de la Iglesia. La reflexión eclesial en los años que han seguido al Concilio Vaticano II ha sido una profundización en espiral a partir de estos dos ejes para poner de manifiesto la identidad de la Iglesia y de sus fieles: “La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, hasta tal punto que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión.” (ChL 32.4).
La misión nos precede a todos, la misión es quien nos convoca, por ella nos reunimos en Iglesia, es ella la que ha motivado las diferentes congregaciones, y es ella la que hoy está motivando la formación de las nuevas Familias carismáticas o evangélicas. Si hoy hablamos de una nueva forma de comunión, de nuevas relaciones entre los que formamos la Iglesia, es, en definitiva, porque se ha establecido una nueva referencia a la misión por parte de esos mismos componentes de la Iglesia (o, si se prefiere, porque la Iglesia ha adquirido un nuevo nivel de conciencia respecto de la misión).
 

  1. Una visión “geográfica” del nuevo Ecosistema

Situémonos ahora “geográficamente” en el ecosistema que nos acoge y aprendamos a movernos en él. Necesitamos familiarizarnos con el paisaje y el terreno en el que transcurre nuestro viaje.
Notemos, ante todo, el “suelo” común, que nos sostiene a todos los miembros de este ecosistema, y que está compuesto por los siguientes componentes básicos:
– una Iglesia toda ella ministe­rial, donde la misión, la única misión de la Iglesia, es compartida por todos;
– con la referencia a los Sacramentos de la Iniciación como fuente y fundamento común de toda vida cristiana;
– donde todos tienen una igual dignidad que sólo la da el Bautismo;
– donde los laicos, al igual que todos los demás, son protagonistas, y no sólo “objeto” de la evangeli­zación, y ello no les viene por cesión de la jerarquía sino por los Sacramentos de la Inicia­ción;
– donde el sacerdocio común de los fieles y el ministerial de los presbíteros se ordenan el uno al otro sin que ello suponga preeminencia de nadie;
– donde cada uno, desde su vocación, desde su carisma, desde su ministerio, se convierte en signo para todos los demás;
– donde todos están llamados igualmente a la santidad, y donde la llamada a la radicalidad evangélica se presenta como característica bautismal que se puede vivir en una diversidad de vocaciones cristianas.
 
El sistema se asienta sobre un centro de gravedad, que es Cristo. Toda la Iglesia está en torno a Cristo. Toda comunidad cristiana, toda institución eclesial, tiene a Cristo por centro. A su vez este centro se sitúa en el interior de una relación de amor que es el Misterio trinitario: «La comunión de los cristianos con Jesús tiene como modelo, fuente y meta la misma comunión del Hijo con el Padre en el don del Espíritu Santo» (ChL 18,3). Y es esta comunión de vida y de amor la que sirve de espejo a la Iglesia para reconocer su propia identidad: misterio de comunión para la misión. A imagen de la Trinidad, la Iglesia está llamada a ser, ante todo, una comunidad de hermanos que comparten el plan de salvación y alianza que Dios tiene para toda la humanidad.
Partiendo de este centro, cristológico y trinitario a la vez, se despliegan los dos ejes ya mencionados,comunión y misión, sobre los cuales podemos identificar los cuatro puntos cardinales que nos orientan:
 
1º – El norte hacia el que siempre señala la brújula, el que la Iglesia debe buscar por encima de todo (cf. Mt 6,33) es el Reino de Dios. El Reino no es la Iglesia, con el que en otra época se identificó abusivamente, sino que es el horizonte hacia el cual la Iglesia camina y el que orienta toda su actividad. La Iglesia está al servicio del Reino y tiene como misión anunciarlo y hacerlo presente entre todos los pueblos (Lumen gentiun 5; Evangelii nuntiandi 14). En su búsqueda coincide con tantos hombres y mujeres de buena voluntad, aunque sean de otras creencias.
El Reino se hace presente en las realidades temporales y está también más allá de ellas. Y sobre todo: el Reino está personificado en Jesús y presentado en el Evangelio como la tarea fundamental de todo seguidor de Jesús.
 
2º – El Espíritu Santo es reconocido como el gran protagonista de toda la misión eclesial (Redemptoris missio21). Él es quien actúa en nosotros y por medio de nosotros desarrollando la obra salvadora basada en el misterio pascual de Jesús. El Espíritu es el Don que ha sido dado a la Iglesia para su misión. Pero al mismo tiempo es el Ser libre por excelencia; su presencia y acción son universales, sin límite alguno; no se detiene ante las fronteras de la Iglesia institucional, actúa en el corazón del hombre mediante las “semillas de la Palabra” (Ad gentes, 3.11.15;Redemptoris missio 28).
 
3º – La realidad teológica del “Pueblo de Dios” define la identidad de la Iglesia y da a ésta una dimensión universal. Desde esta conciencia de “pueblo” valoramos el suelo común de nuestras raíces: todos nacemos a la fe y entramos en la Iglesia como “laicos” (miembros del pueblo cristiano); en ese marco común somos llamados a ejercer determinadas funciones al servicio de la comunidad eclesial, a vivir de forma significativa o profética determinadas características que pertenecen al patrimonio común, y a servir a la misión común desde carismas y ministerios concretos.
 
4º – El Bautismo, revalorizado, deja de ser un simple rito sociológico de entrada en la Iglesia y condición de salvación, para recuperar su sentido original de participación en el Misterio pascual de Cristo y compromiso de participación en la construcción del Reino de Dios en la historia; y con ello, la entrada en el nuevo Pueblo de Dios. Pero esta entrada no se parece tanto a una tarjeta que indica la pertenencia a un grupo, sino que se trata más bien de un dinamismo vital que introduce, cada vez más, en el Cuerpo de Cristo, en su Misterio.
 
El Bautismo es reconocido como la consagración fundamental del cristiano, y toda otra consagración debe referirse a ella como desarrollo de la misma.
 

  1. La recuperación del tesoro común

El diseño del nuevo mapa eclesial nos ha facilitado la recuperación del “tesoro común”. Las nuevas relaciones en la Iglesia-Comunión se establecen a partir de lo que une, no de lo que separa.
Señalemos primero la dimensión “laical”, es decir, de “pertenencia al pueblo”, que nunca nos abandona: unos la viven de forma significativa, los cristianos “laicos”; otros, los llamados al ministerio sacerdotal o jerárquico y los llamados a la vida consagrada, la han de vivir como referencia constante que les recuerda para quién y en función de quién ejercen su ministerio y son signos de consagración, respectivamente.
Con la dimensión laical se recupera también para toda la Iglesia la secularidad, que es un modo de estar en el mundo. Es la inmediata consecuencia de la Encarnación de Dios, que nos conduce a todos los creyentes a situarnos en el mundo reconociendo los valores que son propios de la creación, de la humanidad, de la evolución histórica, de las culturas; y que, al mismo tiempo, nos compromete en su transformación, en su evangelización, desde dentro de las estructuras humanas. Es nuestro compromiso con el mundo para convertirlo en el Reino de Dios. Al igual que la laicidad, también la secularidad es vivida más significativamente por los fieles seglares.
La secularidad permite superar la dicotomía entre ámbito sagrado y ámbito profano. Por lo menos, permite identificar los “ámbitos sagrados” simplemente como signos que recuerdan la presencia de Dios y su reino en los ámbitos profanos. Desaparece la equivalencia entre “sagrado” y “presencia de Dios”, frente a “profano” y “ausencia de Dios”. Al superar esa dicotomía también queda superada la adscripción clásica entre agentes y ámbitos (sagrados y profanos). Todos los bautizados son corresponsables en el proceso de mediación que acerca la salvación a la historia. Y en esta proyección conjunta hacia el mundo para realizar la misión común no habrá terrenos vedados sino una articulación de ministerios y servicios, en consonancia con los dones y carismas de cada uno.
La misión eclesial queda indicada en este mapa como misión única y compartida por todos los miembros de la Iglesia, a la que todos son llamados y en la que todos, por los Sacramentos de la Iniciación, tienen el derecho y el deber de participar. Ante la misión común ya no son motivos de separación las diferencias que provienen de cada vocación personal o de los dones que cada uno posee, o de los modos de servicio a la misión, o de la pertenencia a instituciones diversas. Todos estos elementos se valoran como riqueza para el conjunto en la misión compartida.
La constitución interna de la Iglesia ya no queda representada por el clásico trinomio “clérigos – religiosos/as – laicos”, sino por la comunidad construida desde los diferentes ministerios y carismas. La unidad es anterior y da fundamento a la distinción; se subraya la condición cristiana común y al mismo tiempo la iniciativa libre y variada del Espíritu, que suscita en la Iglesia la riqueza de ministerios y carismas para la utilidad común; se reconocen y valoran las diferencias, pero de forma complementaria e integradas en la unidad.
Las tres dimensiones que parecían reservadas para dar forma a la “vida consagrada”: consagración, comunión y misión, se han recuperado también para la vida cristiana en general. Esto no significa que la vida consagrada las haya perdido. A ella se le pide que las viva de un modo “significativo” como recuerdo para todos. En consecuencia, la vida consagrada ha de insertarse en la vida eclesial:
– como comuni­dad de consagrados en un Pueblo de consagrados, y cuya consagración está “al servicio de la consagración de la vida de cada fiel, laico o clérigo” (VC 33);
– como un grupo ministerial en una Iglesia toda ella ministerial; participa en la misión de la Iglesia y la comparte, codo a codo, con los demás creyentes;
– viviendo un carisma que está en relación y continui­dad con los otros carismas eclesiales;
– siendo signo del Reino y de los nuevos valores que entran con la Pascua de Cristo, y ofreciéndolo de modo complementario con el signo que los creyentes seglares ofrecen del Reino vivido en las realida­des humanas, el signo de la encarnación de Dios entre los valores de este mundo;
– con la encomienda de ser expertos en comunión que fomentan la espiritualidad de la comunión (VC 46 y 51).
 
Entre las últimas adquisiciones para el tesoro común de la Iglesia están los carismas fundacionales: dejan de estar encerrados en las estructuras institucionales de la vida religiosa y se invita a ponerlos “en el centro de la misma Iglesia, abiertos a la comunión y a la participación de todos los miembros del Pueblo de Dios” (“Caminar desde Cristo”, n. 31. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada, 2002). La conciencia de participar en el mismo carisma va generando una afinidad espiritual (ChL 24) que da lugar a una familia carismática.
 

  1. Los carismas fundacionales

No es casual que sea en este ecosistema «Iglesia en comunión» y con los puntos cardinales que lo orientan, donde se ha comenzado a desarrollar la reflexión eclesial en torno a los carismas fundacionales y toda la dinámica relacional que promueven en la Iglesia. Es consecuencia y aplicación del protagonismo reconocido al Espíritu Santo sobre la misión eclesial, el Reino de Dios, y el carácter absolutamente central del misterio de Cristo y del Bautismo como participación en dicho misterio. Es una reflexión que está aún, posiblemente, en su fase inicial de desarrollo, pero nos aporta ya una base sólida para comprender la evolución que se está produciendo en la Iglesia en lo que se refiere a las instituciones de vida consagrada entre sí y de ellas con los demás cristianos.
Hoy descubrimos los carismas fundacionales como ríos que nacen de la fuente común de todos los cristianos, los Sacramentos de la Iniciación, y se despliegan por toda la faz de la Iglesia, por toda la geografía del Pueblo de Dios. En ellos la vida se hace fecunda. Cada uno de ellos representa, ante todo, la vida cristiana, el misterio salvador de Cristo, la buena nueva del Evangelio, y permiten vivirlo en la comunión de la gran variedad de las identidades eclesiales. Pero cada uno de ellos lleva su sabor, la virtualidad característica puesta en él por el Espíritu que lo ha hecho nacer.
Cada carisma fundacional se señala hoy como lugar de encuentro de diversas identidades cristianas. Los laicos descubren el carisma fundacional como una identidad espiritual, no superpuesta a su identidad cristiana, sino como una forma peculiar de vivir la identidad cristiana común a todos los fieles. Y la novedad no es sólo para los laicos sino también para los religiosos, al menos en parte, pues esta dinámica les está llevando a descubrir el carisma con una visión más global de la que solía hacerse, como su manera de ser cristianos. Esta visión les facilita la coincidencia con los laicos que llegan a vivir ese mismo carisma.
Hemos de conocer y valorar este lugar de encuentro para poder darnos cita.
 
5.1. Compartir la misión desde el mismo carisma.
Todo parte de esa misión eclesial que compartimos y del protagonista principal de la misión, que es quien nos convoca, el Espíritu Santo.
Nuestra participación en la Iglesia y en su misión evangelizadora no es de una forma anónima ni indiscriminada, sino plenamente per­sonalizada. Cada uno descubre su puesto en la misión común a partir de sus propios dones y cualida­des, pero también desde las llamadas que percibe de las necesidades del mundo y de la Iglesia (cf. ChL 28.2). Esto se puede afirmar también respecto de un “sujeto social”: un grupo, una comunidad, una asociación, un movimiento, una Familia carismática… Si tiene una identidad propia en la Iglesia es porque tiene una misión específica, con la que contribuye a la gran misión total de la Iglesia. Y si tiene una misión específica es porque la Iglesia reconoce en el grupo un carisma propio.
Podemos hablar así de “comunidad carismática” en el sentido típicamente paulino: el carisma es un dinamis­mo que recorre e impulsa toda la vida de la comunidad, tanto en cada miembro como en el conjun­to.
Cuando hablamos de los “carismas” en sentido cristiano, nos referimos a las diversas formas que adquiere ese dinamismo del Espíritu en cada uno de nosotros. Los carismas son particulares aptitudes concedidas por el Espíritu a los creyentes, para que todos cooperen al bien de la comunidad. Las aptitudes naturales de una persona se convier­ten en carismas cuando ésta, movida por el Espíritu, las pone al servicio de la comuni­dad. La acción del Espíritu perfecciona, agudiza la capacidad natural al desprenderla de intereses egoístas, y a veces alcanza a darcapacidades totalmente nuevas.
Tanto el matrimonio como el celibato pueden vivirse como simples situaciones o formas de vida, pero también pueden transformarse en carismas: de modo diferente en cada una de esas dos situaciones, la persona puede tender a la perfección del amor y al servicio de la Comuni­dad y del Reino de Dios. El Espíritu es quien da uno y otro don. Cada cual deberá ser fiel al carisma recibido. La comunidad tendrá que valorar, discernir e impulsar los carismas personales, y ayudar a descubrir aquellas cualidades, habilidades, dones espirituales,… que cada cual, con el impulso del Espíritu, puede poner al servicio de la comunidad y de su misión.
 
5.2. ¿Qué son los carismas fundacionales?
Los carismas son los dones que ayudan a la Iglesia a ser fiel a su razón de ser, es decir, a servir a la misión, a evangelizar. Cada carisma es una respuesta a “¿cómo evangelizar?”. Los grandes carismas aportan una respuesta que quiere ser integral: ofrecen una perspectiva global del Evangelio, un modo global de entender la vida desde el Evangelio. Llegamos así al concepto de “carisma fundacional”: un carisma global, que no se refiere sólo a un particular modo de ejercer la misión, sino de vivir la misión, de ser evangelizador, de experimentar la comunión para la misión, y, en definitiva, de vivir el Misterio de Comunión que es el Misterio del Dios-Trinidad en la Iglesia.
En cuanto carisma “global” tiende a armonizarse con muchos otros carismas particulares que facilitan su encarnación en la realidad, en las diversas formas de vida cristiana y de la cultura humana, y lo enriquecen con múltiples posibilidades para dar una respuesta más eficaz a las necesidades concretas de la misión. Ésta es, justamente, una propiedad esencial al carisma fundacional: la de atraer muchos creyentes que sintonizan en ese mismo carisma. Juntos encarnan el carisma. El carisma adquiere su mejor expresión, no en cada uno por separado, sino en el conjunto de los que lo viven.
La acción del Espíritu actualiza el carisma. El carisma fundacional permite descubrir la misión como lo hizo el fundador/a: nos hace estar atentos a una realidad externa de necesidad o carencia. Pero siempre desde una actitud interna: la contempla­ción del designio salvador de Dios, que hace de nosotros sus instrumentos. La acción del Espíritu nos hace sentirnos impresionados ante esa realidad y nos impulsa a descubrirla como una llamada de Dios.
Así es como la experiencia del Espíritu vivida por los fundadores se reproduce en sus seguidores, en formas variadas y con distinta intensidad. Y esta experiencia va a dar lugar a diferentes proyectos. O también: se va a verter en diferentes recipientes que le darán forma y apariencia diversa.
Ha sido frecuente, y lo es, la confusión entre “carisma fundacional” y “proyecto fundacional”. En este último, el fundador/a ha concretado la respuesta histórica que él o ella da a aquella “experiencia del Espíritu”. Lo hace desde su carisma, personal e intransferible, “de fundador”, a partir de las circunstancias concretas que vive: una sociedad, una Iglesia… Ese proyecto histórico fundacional consiste, en la mayor parte de los casos, en un instituto religioso. La confusión de “carisma fundacional” con “proyecto fundacional” pone en entredicho la participación de los laicos en aquella experiencia integral del Espíritu que es el carisma fundacional.
El carisma fundacional sigue promoviendo la búsqueda de respuestas concretas: la institución religiosa ha sido una respuesta histórica. Pero el carisma sigue vivo y empuja a los religiosos/as y a otros cristianos a actualizar la respuesta en el contexto de la “misión compartida” que corresponde a la Iglesia-Comunión, toda ella ministerial. Es entonces cuando aparece la Familia carismática, que une el conjunto de respuestas dadas a partir del mismo carisma, o más exactamente, el conjunto de proyectos existenciales de “comunión para la misión” surgidos del mismo carisma.
 
5.3. Caminos para vivir el Evangelio
Los carismas fundacionales son caminos para vivir el Evangelio, y vivirlo como la Iglesia en la tensión de los dos polos: evangelizar y ser evangelizado (EN 15).
El carisma (o experiencia del Espíritu) une en un mismo movimiento la lectura comprometida de la realidad, que deja herido el corazón, y la lectura de la Palabra de Dios, que ilumina lo que sucede en el corazón. El carisma da una clave de lectura del Evangelio que conduce a la persona beneficiada a experimentar en sí misma, unificadamente, la consagración y el envío a la misión; se descubre a sí misma mediadora de la salvación de Dios, y se despierta en ella la conciencia de que esa experiencia carismática de estar poseído por el Espíritu se está cumpliendo hoy en su persona (cf. Lc 4,21).
De igual manera, los carismas fundacionales podemos definirlos como caminos de configuración con Cristo. Cada carisma fundacional representa la atracción hacia Cristo a través, especialmente, de uno de sus misterios. Dicho de otra forma: el carisma proyecta una luz nueva sobre el misterio de Cristo, desde una perspectiva particular. También en este caso el carisma asume una tensión generadora de vida: se trata de representar el rostro de Cristopara la Iglesia y la sociedad desde esa perspectiva o misterio particular, e identificarse internamente con él, según la experiencia de Pablo: “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).
Y la configuración con Cristo va de la mano con la construcción del Reino de Dios: construirlo y dejarse moldear por él, siempre desde la perspectiva o misterio que el carisma privilegia.
Cada carisma fundacional es, pues, una visión global, pero al mismo tiempo parcial, del Evangelio, de Cristo, del Reino de Dios. Desde esta conciencia de limitación, el carisma fundacional es también un puente de encuentro con otros carismas que, de igual forma, se refieren a Cristo, al Evangelio, al Reino de Dios. Les ofrece su luz particular y se deja iluminar por ellos.
 

  1. Las familias carismáticas

El nuevo tipo de relaciones entre seglares y religiosos está dando lugar a otro tipo de agrupaciones diferentes de las que se han producido en la época anterior. El nuevo ecosistema eclesial se caracteriza por la agrupación de familias carismáticas, es decir, los conjuntos formados por instituciones y grupos de creyentes unidos por un mismo carisma fundacional, o una misma “raíz carismática”, pero con formas de vida diferentes y con diversas acentuaciones del mismo carisma.
La familia carismática presenta ante la Iglesia y ante la sociedad un rostro del evangelio que subraya de manera armónica determinadas actitudes de Jesús, determinados valores del Reino, una forma de mediación de la salvación de Dios… Por eso la llamamos también “familia evangélica”.
Dentro de cada familia, el mismo rostro evangélico se concreta en diversos proyectos existenciales en las correspondientes comunidades eclesiales que componen la familia carismática-evangélica. Cada proyecto existencial, con sus dimensiones eclesial y social, da cauce a los diversos carismas personales e intenta encarnar en formas de vida religiosa, laical y/o sacerdotal el carisma fundacional.
La familia evangélica no se constituye como un aglomerado de individuos sino como una comunión de comunidades, a imagen de la Iglesia. Algunas comunidades están institucionalizadas (con reconocimiento oficial y estatuto canónico…), y, por tanto, la pertenencia a ellas está regularizada y señalada con signos externos. Este es el caso de las congregaciones religiosas, de las comunidades reconocidas como asociaciones públicas de fieles, y otras asociaciones privadas. Pero en el interior de la familia puede haber también grupos o comunidades de constitución más libre, con pocos lazos formales, aunque siempre ha de alimentarse un fuerte sentimiento de pertenencia y la actitud de solidaridad en el interior de la comunidad y de la familia.
La diferencia de unos grupos con otros viene por el proyecto eclesial y social que desarrollan. Pero la familia evangélica comunica a todas las instituciones y grupos en su interior cierta elasticidad y permeabilidad a partir del común rostro evangélico y la misión común de la familia, de tal forma que los miembros de las diversas agrupaciones que la integran pueden llegar a participar, no sólo en proyectos comunes para la misión, sino en comunidades de vida.
La diferenciación, que siempre es riqueza, ya no viene por la separación de lugares y funciones, pues de todos ellos se hace cargo la familia evangélica, sino por la aportación que cada uno hace desde su modo de ser discípulo.
Sin duda, la familia evangélica trae consigo un cambio profundo en la manera de comprender las relaciones en la Iglesia y la distribución de funciones entre los fieles. Esta experiencia de comunión para la misión vivida en la familia evangélica convierte a ésta en un icono de la Iglesia-Comunión.
Laicos y religiosos se unen en una familia evangélica, ya no para participar “en la misión del Instituto”, sino para revivir juntos el carisma que ha dado origen a esta familia, encarnar juntos el rostro evangélico que corresponde al carisma, y servir juntos a la misma misión eclesial. La fidelidad creativa, necesaria para mantener y continuar el carisma en la Iglesia, en adelante ya no dependerá sólo del instituto religioso que hasta ahora lo representaba, sino de los diversos grupos que componen la familia evangélica y de cuantos vengan a asociarse en ella. Todos juntos escriben la narración que tiene su origen en el itinerario evangélico de los fundadores, y hoy continúa con nuevos capítulos en la Iglesia-Comunión.

Antonio Botana